Will no había apartado ni una sola vez la mirada de la isla. A Clara le dolía ver el temor en su rostro…, el temor de sí mismo, de aquello que Jacob averiguaría en la isla, pero, por encima de todo, de que su hermano no regresara y tuviera que quedarse solo con su piel de piedra.

La había olvidado. Clara, no obstante, se dirigió hacia él. La piedra seguía sin poder ocultar por completo al ser que amaba, y estaba tan solo…

—Jacob regresará pronto, Will. Seguro.

Él no se volvió.

—Con Jacob uno nunca sabe cuándo regresará —se limitó a decir—. Créeme, sé de lo que hablo.

Los dos estaban allí: el extraño de la cueva, cuya frialdad seguía notando en la lengua como si fuera veneno, y el otro, el que había permanecido de pie ante la habitación de su madre en el pasillo del hospital y le había sonreído cada vez que pasaba a su lado. Will. Lo echaba tanto de menos.

—Regresará —dijo ella—. Lo sé. Y encontrará una forma. Te quiere, aunque le cueste demostrarlo.

Pero Will negó con la cabeza.

—No conoces a mi hermano —dijo volviéndole la espalda al lago, como si estuviera harto de su reflejo—. Jacob no ha podido nunca resignarse a que ciertas historias acaben mal. O a que las cosas y las personas se extravíen…

Apartó el rostro, como si recordara el jade. Pero Clara no lo veía. Seguía siendo el rostro que amaba, la boca que había besado tan a menudo. Incluso los ojos seguían siendo los suyos, a pesar del oro. Pero cuando ella le tendió la mano, él se estremeció, como había hecho en la cueva, y la noche volvió a convertirse en un río negro corriendo entre ellos.

De debajo del abrigo, Will sacó la pistola que Jacob le había dado.

—Toma, cógela —dijo—. Es posible que la necesites si Jacob no regresa y mañana ya no recuerdo tu nombre. Y si tuvieras que matarlo, al otro con el rostro de piedra, piensa tan solo que él ha hecho lo mismo conmigo.

Ella intentó apartarse, pero Will la agarró con fuerza y le apretó la pistola contra la mano. Evitó rozarle la piel, pero le pasó los dedos por su cabello.

—¡Lo siento tanto! —susurró.

Después pasó de largo y desapareció bajo los sauces. Y Clara se quedó allí, de pie, con la mirada clavada en la pistola. Hasta que se acercó al lago y la lanzó al agua.

Carne de piedra
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