Una espesura de raíces, espinas y hojas. Árboles gigantes y jóvenes estirándose hacia la escasa luz que atravesaba el tupido manto vegetal. Enjambres de fuegos fatuos sobre charcos putrefactos.
Claros en los que los hongos matamoscas extendían sus círculos venenosos. Jacob había estado en el Bosque Negro por última vez hacía cuatro meses, en busca de un cisne humano que llevaba una camisa de ortigas sobre las plumas. Sin embargo, después de tres días había abandonado la búsqueda ante la incapacidad de respirar bajo los oscuros árboles.
No alcanzaron la linde del bosque hasta mediodía porque Will sufrió de nuevo dolores. Entretanto, la piedra le crecía en todo el cuello, pero Clara actuaba como si no la viera. El amor ciega, y Clara parecía querer demostrar el dicho. No se separaba de Will, y lo rodeaba con el brazo cuando la piedra volvía a crecerle y él se retorcía de dolor en la silla de montar. Pero cuando no se sentía observada, Jacob podía advertir el miedo en su rostro. A su pregunta de qué sabía sobre la piedra, Jacob le había contado la misma mentira que a su hermano: que lo único que le cambiaba a Will era la piel y que resultaría sencillo sanarlo en aquel mundo. No había sido difícil convencerlos. Ambos deseaban creer cualquier mentira piadosa que les contara.
Clara montaba mejor de lo esperado. De camino, Jacob le había comprado un vestido en un mercado, pero ella se lo hizo cambiar por ropa de hombre después de haber intentado en vano subir a su caballo con la amplia falda. Una chica vestida de hombre y la piedra en la piel de Will… Jacob se alegró cuando dejaron atrás pueblos y calles y cabalgaron debajo de los árboles, aunque sabía lo que allí los aguardaba. Mordedores de corteza, criaturas hongo, tramperos, hombres corneja…, el Bosque Negro estaba habitado por muchas criaturas desagradables, aun cuando la emperatriz hubiese intentado durante años barrer el terror del lugar. A pesar de sus peligros, existía un comercio activo con los cuernos, dientes y pieles de sus habitantes. Jacob no se había ganado nunca la vida de aquel modo, pero muchos vivían bien de él: quince táleros de plata por una criatura hongo (dos táleros extra si escupía veneno matamoscas), treinta por un mordedor de corteza (no mucho, teniendo en cuenta que el cazador podía fácilmente acabar muerto mientras intentaba atrapar uno) y cuarenta por un hombre corneja (cuyo único interés eran los ojos).
Muchos árboles perdían ya su follaje, pero el manto de hojas seguía siendo tan espeso que, debajo, el día parecía un crepúsculo otoñal. Pronto tuvieron que guiar a los caballos, pues estos se enredaban cada vez con más frecuencia en los densos matorrales, y Jacob aconsejó a Will y a Clara que no tocaran los árboles. Sin embargo, las perlas brillantes que un mordedor de corteza había hecho brotar como cebo sobre una encina hicieron que Clara olvidara la advertencia. Jacob logró quitarle el pequeño y repugnante sujeto de la muñeca justo antes de que este consiguiera reptar por su manga.
—Esto de aquí —dijo acercándole tanto el mordedor de cortezas a los ojos que Clara pudo ver los afilados dientes sobre los labios con costras— es uno de los motivos por los que no debéis tocar los árboles. Su primer mordisco te mareará, el segundo te paralizará, pero aún seguirás plenamente consciente cuando toda su estirpe chupe tu sangre hasta la saciedad. Créeme, no es una forma agradable de morir.
¿Ves como tenías que haberla enviado de vuelta?
Will leyó el reproche en el rostro de Jacob mientras tiraba enérgicamente de Clara. Pero a partir de ese momento se volvió cauta y fue ella quien tiró de Will a tiempo cuando vio extenderse la red de un trampero, mojada de rocío, delante de ellos en el camino, y quien espantó a los cuervos de oro que pretendían graznarles maldiciones en los oídos.
De todos modos. Ella no formaba parte de aquel lugar. Mucho menos aún que su hermano.
Zorro se volvió hacia él.
Basta ya, le advirtieron sus ojos. Ella está aquí y te lo diré otra vez: él la necesitará.
Zorro. La sombra peluda de Jacob. Los fuegos fatuos, cuyos enjambres colgaban por todas partes entre los árboles, habían desorientado a menudo incluso a Jacob con su zumbido seductor, pero la zorra los espantó de su pelaje como a las moscas molestas y siguió avanzando sin turbarse.
Después de tres horas, el primer árbol de brujas apareció entre las encinas y los fresnos, y Jacob estaba previniendo a Clara y a Will contra las ramas que sentían fascinación por clavarse en los ojos humanos cuando, de pronto, Zorro se detuvo.
El leve ruido apenas se distinguía entre los zumbidos de los fuegos fatuos. Sonaba como el chischás de unas tijeras; no parecía amenazante. Will y Clara ni siquiera lo percibieron. Pero la piel de la zorra se erizó y Jacob apoyó la mano en el sable. Solo conocía un habitante de aquel bosque que hiciera un ruido semejante, y era el único al que en ningún caso quería encontrarse.
—Apresurémonos —le susurró a Zorro—. ¿Cuánto falta para llegar a la casa?
Chischás. El ruido se aproximaba.
—Podemos vernos en un aprieto —susurró Zorro.
El chasquido enmudeció, pero el repentino silencio sonaba igual de amenazante. Ningún pájaro cantaba. Los propios fuegos fatuos habían desaparecido. Zorro lanzó una mirada de preocupación entre los árboles antes de escabullirse tan aprisa que los caballos, enredados en los espesos matorrales, apenas podían seguirla.
El bosque se oscurecía y Jacob sacó de su alforja la linterna que se había traído del otro mundo. Tenían que sortear árboles de brujas cada vez con más frecuencia. Los espinos negros reemplazaron a los fresnos y a las encinas. Los abetos asfixiaban la escasa luz entre sus agujas de color verde oscuro y los caballos se espantaron nada más ver la casa, que emergió de entre los árboles.
Cuando, años atrás, Jacob había acompañado a Chanute hasta allí, las tablas de ripia del tejado despedían unos destellos tan rojos entre los árboles que parecía que las brujas las hubieran pintado con zumo de cereza. Ahora estaban cubiertas de musgo y la pintura de las ventanas se desconchaba, pero en los muros y en el tejado puntiagudo aún seguían pegados algunos pasteles. De los canalones y alféizares colgaban carámbanos de azúcar glaseado, y toda la casa olía a canela y a miel, como correspondía a una buena trampa para niños. Las brujas habían intentado varias veces expulsar a las devoraniños de su estirpe, y finalmente les habían declarado la guerra dos años atrás. La bruja que había infestado el Bosque Negro vivía ahora supuestamente como un sapo verrugoso en una charca fangosa.
En la verja de forja que rodeaba la casa seguían adheridas algunas perlas de azúcar de colores. La yegua de Jacob tembló al cruzar la puerta. La verja de una casita de galleta dejaba entrar a cualquiera, pero no permitía que saliera nadie. Chanute se había cuidado de dejar bien abierta la puerta durante su visita, pero Jacob estaba más preocupado por lo que les seguía que por la casa abandonada. Nada más cerrar la puerta detrás de Clara, el chasquido volvió a oírse claramente y esta vez de una forma casi colérica. Al menos no se aproximaba más, y Zorro lanzó una mirada de alivio a Jacob. Era como habían esperado: su perseguidor no había sido un amigo de la bruja.
—¿Y qué hacemos si nos aguarda? —susurró Zorro.
Sí, ¿entonces qué, Jacob? Le daba igual. Al menos mientras el arbusto que Chanute le había descrito siguiera creciendo detrás de la casa.
Will había conducido a los caballos hasta el pozo y descolgó el cubo oxidado para abrevarlos. Examinó la casita de galleta como una planta venenosa. Clara, sin embargo, pasó los dedos sobre el baño de azúcar como si no creyera lo que estaba viendo.
Crunch, crunch, crunch. ¿Quién roe, roe? ¿Quién mi casita me come?
¿Qué versión del cuento había escuchado Clara?
Entonces cogió a Hänsel con su mano seca, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras una puerta enrejada. Él gritó lo que quiso y pudo, pero no le sirvió de nada.
—Cuida de que no coma pastel —le dijo Jacob a Zorro.
Y fue en busca de las bayas.
Detrás de la casa crecían unas ortigas tan altas que parecían montar guardia alrededor del jardín de la bruja. Quemaban la piel de Jacob, pero este se abrió paso entre sus hojas venenosas hasta que, entre la cicuta y la belladona, encontró lo que andaba buscando: un arbusto poco vistoso con hojas pinnadas. Jacob se estaba llenando la mano con sus bayas negras cuando oyó pasos detrás de él.
Clara apareció entre los bancales abandonados.
—Acónito. Plantas de sombra. Hojas de cicuta —dijo mirándolo con gesto interrogante—. Todas son plantas venenosas.
Como estudiante de medicina, obviamente había aprendido algunas cosas provechosas. Will le había explicado una docena de veces cómo se había encontrado con ella en el hospital, en la unidad en la que habían tratado a su madre. Cuando tú no estabas allí, Jacob.
Se levantó. En el bosque volvió a oírse el chasquido.
—A veces hay que tomar veneno para curarse —dijo—. A ti no necesito explicártelo. Aunque probablemente no hayas estudiado nada sobre estas bayas.
Se acercó a ella y le llenó las manos de brillantes frutos negros.
—Will tiene que comerse al menos una docena de ellas. Deberían surtir efecto antes de que amanezca. Convéncelo para que se acueste dentro de la casa. Hace días que no pega ojo.
Los goyl necesitaban poco sueño. Una de las muchas ventajas que tenían frente a las personas.
Clara miró las bayas. Tenía mil preguntas en la punta de la lengua, pero no las formuló. ¿Qué le había contado Will sobre él? Sí, tengo un hermano. Pero hace tiempo que me parece un extraño.
Clara se dio la vuelta y aguzó el oído en dirección al bosque. Esta vez también había oído el chasquido.
—¿Qué ha sido? —preguntó.
—Le llaman el sastre. No se atreve a cruzar la verja de la bruja, pero no podemos volver a salir hasta que se haya marchado. Trataré de ahuyentarlo.
Jacob sacó del bolsillo la llave que había cogido del cofre en la taberna de Chanute.
—La verja no os dejará salir, pero esta llave abre cualquier puerta. La lanzaré por encima tan pronto como salga, solo por si no regreso. Zorro os llevará de vuelta a la ruina. Pero no abras la cerradura hasta que sea de día.
Will seguía de pie junto al pozo. Cuando se dirigió hacia Clara, tropezó debido al cansancio.
—No dejes que duerma en la habitación del horno —le susurró Jacob a Clara—. El aire de allí produce sueños desapacibles. Y ocúpate de que no me siga.
Will se comió las bayas sin dudar. La magia que todo lo sana. Ya desde niño creía más fácilmente en ese tipo de milagros que Jacob. Su agotamiento se reflejaba en su rostro, y sin rechistar dejó que Clara lo arrastrara hasta la casita de galleta. El sol se estaba poniendo detrás de los árboles y la luna roja colgaba de las cimas como una huella dactilar ensangrentada. Cuando el sol la relevara, la piedra en la piel de su hermano no sería más que un mal sueño. En el caso de que las bayas surtieran efecto.
En el caso.
Jacob se acercó a la verja y miró hacia el bosque.
Chischás.
Su perseguidor seguía allí.
Zorro miró con inquietud a Jacob cuando este se acercó a la yegua y sacó el cuchillo de Chanute de la alforja. Las balas no servían de nada contra el que aguardaba allí fuera. Al parecer, incluso fortalecían al sastre.
Mil sombras cubrieron el bosque y Jacob creyó ver una figura oscura de pie entre los árboles. Al menos te ayudará a matar el tiempo hasta que salga el sol, Jacob. Se metió el cuchillo en el cinturón y sacó la linterna de la mochila. Zorro lo siguió cuando se acercó a la verja.
—No puedes salir. Está oscureciendo.
—¿Y?
—¡Quizá se marche antes de que llegue el nuevo día!
—¿Por qué iba a hacerlo?
La puerta enrejada se abrió en cuanto Jacob metió la llave en la cerradura oxidada.
Con toda seguridad, las manos de muchos niños la habrían sacudido antes en vano.
—Quédate aquí, Zorro —dijo.
Pero ella se deslizó rápidamente junto a él sin decir nada y Jacob cerró la puerta a sus espaldas.