Por un momento, y contra su propia convicción, Jacob confió en que siguiera siendo su hermano el que se incorporaba en la celda contigua. Pero el rostro de Clara le reveló la verdad. Se apartó de Will y le lanzó a Jacob una mirada tan desesperada que por un instante se olvidó de su propio dolor.

Su hermano se había ido.

No había un solo rastro de piel humana en él, no era más que piedra que respiraba. Su cuerpo familiar estaba ahora atrapado en jade como un insecto muerto en ámbar.

Goyl.

Will no reparó en Jacob ni en Clara cuando se levantó del banco de piedra arenisca donde había estado tendido. Su mirada solo buscaba un rostro: el del hada. Jacob sintió que el dolor rompía todas las capas protectoras que había depositado alrededor de su corazón durante tantos años. Volvía a sentirse tan indefenso como de niño en el despacho vacío de su padre. Y, como entonces, no había consuelo. Solo amor. Y dolor.

—¿Will?

Clara susurró el nombre de su hermano como el de un hombre muerto. Dio un paso hacia él, pero el Hada Oscura le salió al encuentro.

—Déjalo ir —dijo.

Los guardias abrieron la puerta de la celda y el hada arrastró a Will consigo.

—Vamos —le dijo—. Es hora de despertar. Has dormido demasiado.

Clara los siguió con la mirada hasta que desaparecieron en el oscuro pasillo. Después se volvió hacia Jacob. Los reproches, la desesperación y la culpa volvían sus ojos aún más oscuros que los del hada. ¿Qué he hecho?, preguntaban. ¿Por qué no lo has evitado? ¿No habías prometido protegerlo?

O quizá él se limitaba a leer en su expresión sus propios pensamientos.

—¿A este lo matamos? —preguntó uno de los guardias apuntando a Jacob con su fusil.

Hentzau sacó del cinturón la pistola que le habían quitado a Jacob. Abrió la recámara y la examinó como el hueso de un fruto extraño.

—Un arma interesante. ¿De dónde la has sacado?

Jacob le volvió la espalda. Dispara, pensó. Ya.

La celda, el goyl, el palacio colgante. Todo a su alrededor parecía irreal. Las hadas y los bosques encantados, la zorra que era una niña…, todo aquello no eran más que los sueños febriles de un chaval de doce años. Jacob se vio de nuevo de pie ante la puerta del despacho de su padre, y a Will intentando fisgonear entre las polvorientas maquetas de aviones, las viejas pistolas. Y el espejo.

—Date la vuelta.

La voz de Hentzau sonaba impaciente. Su ira despertaba con facilidad. Ardía enseguida bajo su piel de piedra.

No obstante, Jacob no le obedeció. El goyl soltó una carcajada.

—La misma arrogancia. Tu hermano no se le parece, por eso en un principio no entendí por qué tu cara me resultaba tan familiar. Tienes los mismos ojos, la misma boca, pero tu padre no podía disimular su miedo tan bien como tú.

Jacob se volvió.

Eres tan imbécil, Jacob Reckless.

«Los goyl tienen los mejores ingenieros». Cuántas veces había oído aquella frase en ese mundo —ya fuera en Schwanstein o en boca de los oficiales de la emperatriz sin haber reflexionado nunca sobre ello.

Había encontrado al padre, había perdido al hermano.

—¿Dónde está? —preguntó.

Hentzau levantó las cejas.

—Confiaba en que tú me lo dijeras. Lo atrapamos hace cinco años en Blenheim. Tenía que construir un puente allí porque los habitantes de la ciudad estaban hartos de ser devorados por las loreleys. El río ya estaba plagado de ellas entonces, aunque se cuente que el hada las ha puesto en él. John Reckless, así se hacía llamar. Siempre llevaba una foto de sus hijos consigo. Kami’en le mandó construir una cámara fotográfica antes de que los científicos de la emperatriz la inventaran. Nos ha ayudado mucho. ¡Pero quién habría dicho que a uno de sus hijos le crecería una piel de jade algún día!

Hentzau acarició el anticuado cañón de la pistola.

—No era ni la mitad de terco que tú cuando se le formulaban preguntas, y lo que aprendimos de él nos fue de gran ayuda durante la guerra. Después escapó de nosotros. Lo busqué durante meses pero no encontré ni rastro. Y ahora, en su lugar, he encontrado a sus dos hijos.

Se volvió hacia el guardia.

—Déjalo con vida hasta que regrese de la boda. Tengo muchas preguntas que hacerle.

—¿Y la chica?

El guardián que señalaba a Clara tenía la piel de piedra de luna.

—Déjala también con vida —respondió Hentzau—. Y a la niña zorro. Probablemente las dos le hagan hablar de forma más rápida que los escorpiones.

Los pasos de Hentzau resonaron en el pasillo, y a través de la ventana enrejada se filtraba el ruido de la ciudad subterránea. Pero Jacob estaba muy lejos, en el despacho de su padre, y pasaba sus dedos de niño sobre el marco del espejo.

Carne de piedra
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