Zorro olfateó: aversión dorada, repugnancia pétrea, amor congelado. La entrada de la cueva exhalaba todo aquello, y el pelo se le erizó cuando encontró las huellas de Clara delante, en la hierba. Más que caminar, había avanzado dando traspiés, y las huellas conducían a los árboles que crecían detrás de la cueva. Zorro había oído cómo Jacob la había prevenido contra ellos, pero ella había salido corriendo hacia allí como si su amenazante sombra fuera precisamente lo que buscaba.

Su olor era el mismo que Zorro sentía cuando se quitaba la piel. El de una chica. El de una mujer. Tan vulnerable… Fuerte y débil al mismo tiempo. Un corazón que no conocía caparazón. El olor le hablaba de todo lo que Zorro temía y de todo aquello de lo que su pelaje la protegía. Los pasos precipitados de Clara lo escribían sobre la oscura tierra, y Zorro no necesitaba preguntar a su hocico por qué Clara corría tan deprisa. Ella misma había intentado huir del dolor.

Los arbustos de avellanos y los manzanos salvajes eran inofensivos, pero entre ellos, del fondo de la espesura, sobresalían troncos cuyas cortezas eran tan espinosas como la envoltura de una castaña. Árboles pájaro. Debajo de ellos, la luz del sol se disolvía en un tenebroso marrón y Clara había tropezado directamente con las garras de madera de uno de ellos.

Gritó el nombre de Jacob, pero él estaba muy lejos. El árbol había enlazado sus raíces alrededor de sus tobillos y brazos, y en su cuerpo aterrizaron sus plumados sirvientes; su plumaje era tan blanco como la nieve virgen, pájaros de picos afilados y ojos como bayas rojas.

Zorro se abalanzó sobre ellos enseñando los dientes, sorda por sus gritos enfurecidos, y atrapó a un pájaro antes de que este pudiera salvarse subiendo a las ramas protectoras. Entre sus mandíbulas sintió latir deprisa su corazón, pero no lo mordió, simplemente lo agarró con fuerza, con mucha fuerza, hasta que el árbol soltó a Clara con un gemido colérico.

Las raíces se destrabaron de sus temblorosos miembros como serpientes y, cuando Clara se puso en pie dando tumbos, volvieron a deslizarse bajo las hojas de color marrón otoñal, donde aguardarían a la siguiente víctima. Los otros pájaros, de un color blanco fantasmal entre el follaje amarillento, maldijeron a Zorro desde lo alto de las ramas, pero ella no soltó su botín hasta que Clara llegó tambaleándose a su lado. Su rostro estaba tan blanco como las plumas que tenía pegadas a la ropa, y Zorro no solo olía el miedo a la muerte que su cuerpo seguía exhalando, también el dolor en su corazón como una herida reciente.

Apenas intercambiaron palabras en el camino de regreso a la cueva. Clara se detuvo en algún momento como si no pudiera seguir caminando, pero finalmente continuó. Cuando alcanzaron la cueva, observó la oscura entrada como si esperara ver a Will allí, pero entonces se sentó junto a los caballos sobre la hierba y le volvió la espalda. A excepción de unos rasguños en el cuello y en los tobillos, estaba ilesa, pero Zorro notó que se sentía avergonzada de su corazón dolorido y de haber salido corriendo.

Zorro no quería que se marchara. Cambió su silueta y la rodeó con los brazos, y Clara apoyó su cara en el vestido de pelo que semejaba la piel de la zorra.

—Will ya no me ama, Zorro.

—Ya no ama a nadie —le respondió Zorro susurrando—, porque se está olvidando de quién es.

Nadie mejor que ella sabía cómo se sentía. Otra piel, otro yo. Pero el pelaje de la zorra era blando y cálido. Y la piedra era tan dura y fría…

Clara miró en dirección a la cueva. Zorro le quitó una pluma del cabello.

—¡Por favor, quédate! —le susurró—. Jacob le ayudará. Ya lo verás.

¡Ojalá estuviese ya de vuelta!

Carne de piedra
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