Aunque el sol ya había descendido sobre los muros de la ruina, Will seguía durmiendo, agotado por los dolores que lo sacudían desde hacía días.

Jacob se incorporó y tapó a Will con su abrigo.

Un error, Jacob, después de tantos años de precaución.

Tantos años en los que había hecho del otro mundo el suyo propio. Tantos años en los que el extraño mundo se había convertido en su hogar… Se habían quedado atrás. Ya con quince, desapareció durante semanas tras el espejo. Con dieciséis, dejó de contar los meses, y sin embargo siguió guardando su secreto. Hasta que un buen día las prisas le jugaron una mala pasada. Basta ya, Jacob. Ya no hay nada que hacer.

Las heridas del cuello de su hermano habían sanado, pero en el antebrazo izquierdo ya asomaba la piedra. Las venas, de un color verde pálido, descendían hasta la mano y relucían en la piel de Will como mármol pulido.

Un simple error.

Jacob se apoyó sobre una de las columnas tiznadas y alzó la mirada hacia la torre donde estaba el espejo. No lo había atravesado nunca sin asegurarse de que Will y su madre dormían. Pero desde la muerte de ella, al otro lado no existía sino una habitación vacía más y no había podido esperar a presionar de nuevo la mano sobre el oscuro cristal e irse lejos. Muy lejos. Impaciencia, Jacob. Llámalo por su nombre. Una de tus características más peculiares.

Aún recordaba el momento en el que el rostro de Will apareció en el espejo detrás de él, desfigurado por el cristal oscuro. ¿Adónde vas, Jacob? Un vuelo nocturno a Boston, un viaje a Europa…, le había dado muchas excusas a lo largo de los años. Jacob era un mentiroso tan ocurrente como lo había sido su padre. Pero esta vez su mano había presionado ya el frío cristal y, por supuesto, Will lo siguió.

El hermano pequeño.

—Ya huele como ellos.

Zorro se apartó de las sombras que proyectaban los muros derruidos. Su pelaje era de un color tan rojo que parecía pintado por el otoño, y en las patas traseras aún se apreciaban las cicatrices que le había dejado la trampa. Cinco años habían transcurrido desde que Jacob la liberara, y desde entonces la zorra no se había apartado de su lado. Custodiaba su sueño, lo prevenía de peligros que los mermados sentidos humanos no percibían y le daba consejos que era mejor seguir.

Un error.

Jacob atravesó el arco del portal, de cuyas bisagras torcidas seguían colgando los restos carbonizados de la puerta del castillo. En la escalera que había delante, un duende recogía bellotas de los escalones rotos. Echó a correr precipitadamente cuando la sombra de Jacob lo alcanzó. La ruina estaba plagada de ellos: tenían la nariz respingona y los ojos rojos, y andaban enfundados en pantalones y camisas que habían confeccionado con ropas humanas robadas.

—¡Mándalo de vuelta! ¿No hemos venido a eso?

La impaciencia en la voz de Zorro era evidente.

Pero Jacob sacudió la cabeza:

—No tendríamos que haberlo traído aquí. En el otro lado no hay nada que pueda ayudarlo.

Jacob había hablado a Zorro del mundo del que provenía, aunque en el fondo ella no quería ni oír hablar de él. Le bastaba con lo que sabía: que era el lugar en el que Jacob desaparecía con demasiada frecuencia y del que regresaba con recuerdos que lo perseguían como sombras.

—¿Y? ¿Qué crees que será de él aquí?

Zorro no lo dijo, pero Jacob sabía lo que estaba pensando. En ese mundo los hombres asesinaban a sus propios hijos tan pronto les descubrían la piedra en la piel.

Su mirada cayó sobre los tejados rojos que, al pie de la colina del castillo, se desvanecían en el crepúsculo. En Schwanstein resplandecían las primeras luces. De lejos, la ciudad semejaba una de esas imágenes que se estampan en las latas de galletas, a pesar de que desde hacía unos años las vías del ferrocarril recorrían las colinas a su espalda y el humo gris de las chimeneas de las fábricas ascendía hasta el cielo crepuscular. El mundo al otro lado del espejo deseaba hacerse mayor. Pero la carne de piedra que le crecía a su hermano no la habían sembrado los telares mecánicos ni otros progresos modernos, sino la vieja magia, que hacía estragos en sus colinas y bosques.

Un cuervo de oro aterrizó sobre las baldosas resquebrajadas. Jacob lo espantó antes de que le pudiera graznar a Will una de sus tenebrosas maldiciones.

Su hermano gimió en sueños. La piel humana oponía resistencia a la piedra y Jacob sentía el dolor como si fuera suyo. Solo por amor a su hermano había regresado una y otra vez al otro mundo, aun cuando sus visitas se hubieran ido espaciando año tras año, mientras su madre lloraba y lo amenazaba con avisar a la asistencia social sin sospechar adónde iba; pero Will, rodeándole el cuello con sus brazos, le preguntaba qué le había traído. Zapatos de duendes, un gorro de pulgarcito, un botón de elfo de cristal, un trozo de piel escamada de un señor de las aguas… Will guardaba los pequeños regalos de Jacob debajo de la cama, y pronto dio por hecho que las historias que Jacob le contaba eran cuentos inventados solo para él.

Ahora sabía que todas eran reales.

Jacob le cubrió con el abrigo el brazo deformado. En el cielo ya podían verse las dos lunas.

—Cuida de él, Zorro —dijo levantándose—. Regresaré pronto.

—¿Adónde vas? ¡Jacob! —La zorra le cerró el paso—. ¡Nadie puede ayudarlo!

—Ya veremos —respondió apartándola—. Ocúpate de que Will no suba a la torre.

Ella le siguió con la mirada cuando descendió la escalera. Las únicas huellas de botas que había en los escalones cubiertos de moho eran las suyas. Ni un alma subía hasta allí. La ruina se consideraba maldita y Jacob había escuchado docenas de historias sobre su hundimiento. Pero después de todos esos años aún seguía sin saber quién había dejado el espejo en la torre. Y tampoco había descubierto dónde había desaparecido su padre.

Un pulgarcito le saltó al cuello de la camisa. Jacob logró atraparlo antes de que le arrancara el medallón que llevaba colgado del cuello. Cualquier otro día habría perseguido en el acto al ladronzuelo. Los pulgarcitos atesoraban riquezas en los árboles huecos en los que vivían. Pero ya había perdido demasiado tiempo.

Un error, Jacob.

Conseguiría enmendarlo. Pero las palabras de Zorro no lo abandonaron mientras descendía la inclinada cuesta.

Nadie puede ayudarle.

Si Zorro estaba en lo cierto, pronto se quedaría sin hermano. En este y el otro mundo.

Un error.

Carne de piedra
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