54

 

 

 

Asesorada por el buen gusto de Carmen, Lis se había puesto un precioso vestido de color naranja que se ajustaba a sus curvas a la perfección. Lo había adornado con collares negros que oscilaban sobre sus generosos pechos, y había completado el conjunto con unas botas negras con ornamentos naranjas en los laterales. Era una auténtica delicia mirarla, y así la vio Juan cuando entraron por la puerta, cargadas con bolsas y riendo con ganas.

—¡Vaya, sí que habéis comprado cosas! —comentó quitándoles las bolsas de las manos y dejando sobre los labios de Lis un fuerte beso.

—¡Y las que traerán mañana, hijo! ¡Ya verás lo bonita que va a quedar la habitación del niño! ¡Va a ser una preciosidad! —exclamó Carmen, escabulléndose muy inteligentemente hacia su cuarto.

—Mañana libras, ¿verdad, Juan? —le preguntó Lis mientras iba a la cocina a preparar la cafetera.

—Sí. ¿Por qué? —De la sonrisa ya no quedaba ni rastro.

—Podrías ayudarnos a pintar —dijo sin mirarle sirviéndose un café.

—¿Y por qué habría de hacer eso, si puede saberse?

Lis se apoyó en la encimera mirándole fijamente.

—¿Porque me quieres? —contestó con una sonrisa pícara.

—Eres muy lista, Lis, sí, muy lista, pero yo no soy tonto —repuso él, cogiendo una taza y sirviéndose también un café—. Leí la documentación que trajo tu amiga la poli y decía claramente que los dos miembros de la pareja tienen que estar de acuerdo para la acogida, y yo... no lo estoy.

—Juan..., pero...

—No pienso aceptar algo así —dijo llevándose la taza a los labios mirándola muy serio.

—Ésa es una respuesta muy tajante, Juan. Deberías pensarlo mejor antes de hacer una afirmación tan categórica.

—No me hace falta. ¡No quiero!

 

 

Cuando Lis abandonó el campo de batalla, Carmen, que no había perdido detalle de lo que salía por aquellas bocas, se encaminó hacia la cocina, dispuesta a utilizar parte de la artillería que tenía guardada, pero, cuando vio la sonrisa de satisfacción en los labios de su hijo, decidió utilizarla toda.

—No deberías sonreír así, hijo —le advirtió sirviéndose un café—. Ganar una batalla no implica ganar la guerra.

—¡Pues sí, sonrío, porque lo ha dado por hecho sin contar conmigo y es algo que no soporto! ¡Yo no quiero hacerlo y no lo hará!

—Hay una posibilidad con la que no has contado, Juan —dijo su madre, tomándose el café lentamente—. Lis... puede hacer la solicitud en solitario. —La cara de él se transformó al instante—. Ni siquiera te lo habías planteado, ¿verdad? Pues sí, puede hacerla en solitario. Deberías pensar en ello y dejar de lado tu estúpido orgullo, que, por otra parte, no te sirve más que para ocasionarte problemas, y verlo desde otra perspectiva: la de la soledad. Porque eso es lo que vas a conseguir si sigues por este camino de la intransigencia..., quedarte solo.

 

 

—¡Tengo un problema, Patricio, un problema muy gordo, y necesito que me ayudes!

El psicólogo apagó el cigarrillo y colgó el teléfono. Las intromisiones de Jack sin cita previa se estaban convirtiendo en un auténtico espectáculo para sus ojos. Aquel hombre no podía ser más guapo, y cada vez que le veía entrar como un ciclón, se decía que Lis era muy pero que muy afortunada. Así que, una vez más, tuvo que echar mano de toda su profesionalidad y mirarle a través de los ojos de la ciencia.

—¡A ver, ¿qué pasa ahora?! ¿Y se puede saber por qué ya no pides cita? ¡No puedes presentarte cuando te dé la gana, tengo otros pacientes y...!

—¡Estoy sitiado, Patri, me han sitiado entre las dos! Me atacan por todos los frentes, y yo... ya no puedo más...

—Ha venido tu madre —dijo él asintiendo lentamente.

—No sólo eso: se ha puesto de su parte.

—¿En qué sentido?

—Pero ¿qué clase de madre se pone en contra de su hijo?

—Una inteligente, y la tuya lo es. Dime, Jack, ¿cuánto hace que no hacéis el amor?

—¡Joder, Patricio!... —Resopló él, encendiendo un cigarrillo—. Dos semanas.

—¡Por eso estás que te subes por las paredes! Nunca he conocido a un hombre tan primitivo como tú, Jack, nunca. ¡Y mira que he conocido hombres!

—¡No me irás a contar tus líos amorosos, ¿eh?!

—¡Ni se me ocurriría! ¡A ver! ¿Cuál es el problema esta vez?

—¡Quiere acoger a un niño!

—¿A un niño? ¿A qué niño?

—¿Y eso qué importa? —exclamó él, abriendo las manos —. A uno del centro Garmendia.

—¿Ah, sí? —Patricio se sentó en el sillón que había a su lado—. Y tú, naturalmente, te preguntas por qué..., y seguro que las razones que te ha dado Lis no te han satisfecho en absoluto.

—¡No lo entiendo, Patricio, no lo entiendo! Yo... intento hacerla feliz, y me pregunto qué más puedo darle...

—Comprendo... Tú das por hecho que, si Lis quiere acoger a un niño, es porque no es totalmente feliz a tu lado, porque necesita más, porque no le das todo lo que a ella le hace falta, ¿verdad? —Jack asintió—. Sí, claro, siempre tú..., tú..., tú... y tú... ¿Y qué pasa con ella?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que tú quieres está claro, la quieres a ella, sólo a ella, toda para ti... Pero... ¿qué pasa con lo que quiere Lis? ¿Qué pasa con sus necesidades, con sus deseos, con sus ilusiones, con sus sueños? ¿Qué pasa con ellos? ¿Tiene que esconderlos para que tú no te sientas mal? ¿Tiene que aplastarlos para que tú te sientas mejor? —Jack suspiró profundamente y encendió un cigarrillo—. Sus inquietudes no empiezan y terminan en ti. ¿Cuándo te enterarás de que el mundo no gira en torno a ti, Jack? Por cierto..., ¿ya has leído el libro de tu madre?

—Todavía no.

—¡¿Y a qué coño estás esperando?! —Patricio clavó en él sus ojillos brillantes.

—¡No me apetece leerlo!

—Ya lo sé, pero tienes que hacerlo. Esto es importante, Jack, o te lo tomas en serio o tendré que hablar con el jefe.

—¡Ni se te ocurra! ¿Me oyes? ¡Ni se te ocurra! —Se levantó más enfadado que cuando entró—. ¡Leeré el libro, pero... ¿qué coño hago con lo del niño?!

—¿Acogerlo... aquí? —dijo Patricio con una sonrisa poniendo una mano sobre el corazón.

 

Le vio entrar taciturno y concentrado, sin saber que las palabras de Patricio revoloteaban por su mente sin descanso. Las piedras del muro eran difíciles de derribar, y las últimas que faltaban por caer, las primeras que se habían colocado, parecían ser las más resistentes. Lis se acostó a su lado preguntándose qué más podía hacer para que lo comprendiese, para que lo aceptase, pero tan pronto como puso la cabeza sobre la almohada, el sueño la rodeó impaciente para llevarla de vuelta al horror, al infierno, a LA CASA. Las imágenes aparecieron una vez más, los gritos, los golpes, los olores. Sintió el frío de las esposas en sus muñecas, abrió la boca e intentó gritar, pero los sonidos no salieron, y las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras su cuerpo se desgañitaba, intentando liberarse de la brutalidad del hombre, del sadismo de LA BESTIA.

 

 

—¡No me pegues más, no me pegues más!

—Despierta, mi vida, despierta. —Juan la agarró por los hombros—. Despierta, Lis, despierta.

—¡No me pegues más, animal, eres un animal!

—Lis, cariño, abre los ojos, abre los ojos, mi vida, abre los ojos...

Los ojos color chocolate se abrieron, brillantes de lágrimas, brillantes de miedo. Él la tomó entre sus brazos acariciando su espalda, intentando sosegar su cuerpo.

—Sólo era una pesadilla, nena, sólo eso.

—No, Juan, no —gimió ella, abrazada a su cuello—. No es sólo una pesadilla, Juan, no lo es. Ocurrió de verdad y sigue ocurriendo dentro de mi cabeza..., y ahí seguirá siempre..., no importa lo que haga..., siempre estará ahí..., siempre..., siempre...

—¿Qué puedo hacer, cielo, qué puedo hacer para ayudarte? —dijo acariciándole las mejillas y limpiando sus lágrimas.

—No puedes hacer nada, Juan, el pasado no se puede cambiar.

—Lis..., yo... hoy he estado hablando con Patricio sobre el niño y... —Ella lo miró preocupada, frunciendo el ceño—. Quizá acoger a ese niño... te ayude..., quizá sea bueno para ti... Yo... creo que podría aceptarlo, nena, no quiero verte sufrir.

—Pero ¿qué estás diciendo? —preguntó ella asombrada, sentándose en la cama—. ¡Lo dices como si fuese una medicina que me hará sentir mejor! ¡Oh, esto sí que no me lo esperaba de ti, Juan, esto sí que no! —le espetó furiosa—. ¡Tener un hijo es algo muy serio, no es como comprar ibuprofeno en la farmacia!

—¡Joder! —exclamó él, levantándose de la cama—. ¡Yo... ya no sé qué tengo que hacer para complacerte! ¡Si me niego, malo, y si lo acepto, malo también! ¿Qué tengo que hacer?, ¿qué quieres de mí?

—¡Quiero que lo entiendas, Juan, que lo entiendas!

—Pero ¡es que no lo entiendo!

—¡Pues ése es el problema, que no lo entiendes!

 

 

La discusión, naturalmente, fue seguida al otro lado de la pared por Carmen, que tomó buena nota de lo que allí se dijo y que la empujó a decidir que al día siguiente por la mañana hablaría con su hijo sin falta. Seguro que lo que necesitaba era un buen «desayuno», como cuando era pequeño.

—Se nota que no has pasado buena noche, hijo —le dijo suavemente, entrando en la cocina tras él, que la miró sorprendido.

—No he dormido bien. ¿Qué haces levantada tan temprano?

—Yo tampoco he dormido bien —dijo ella, sirviéndose un café—. Estoy preocupada por ti. Eres igual de terco que tu padre, ¡y mira dónde ha acabado él!

—Mamá...

—Sé que no te gusta hablar de tu padre, pero es el que te ha tocado, así que no te queda más remedio. —Echó mano a la cajetilla de tabaco que descansaba sobre la mesa y se encendió un cigarrillo con maestría—. Sí, fumo. Desde que tú naciste. A escondidas, por supuesto. ¿A que nunca lo sospechaste? —le preguntó con una pequeña sonrisa—. ¡Son tantas las cosas que no sabes, hijo, tantas! Tampoco sabes que después de tenerte a ti tuve dos abortos... No, claro que no lo sabes, porque no has leído el libro, tal como te aconsejó el psicólogo. Pues sí, tuve dos embarazos más y... tuve que abortar... porque tu padre quiso. No tuve que ingresar en ninguna clínica para ello, él se encargó de que mis dos hijos no llegasen a nacer, porque sus deseos siempre fueron más importantes que los míos... Tranquilo, no te voy a contar las barbaridades que hizo para provocarme los abortos, pero sí te diré que tras el último estuve a punto de morir... Fue entonces cuando comencé a pensar en dejarlo, porque la paciencia, Juan, tiene un límite. Yo llegué al mío entonces, tal como le está ocurriendo a Lis contigo... ¡Su paciencia se está agotando!

No siguió hablando, se terminó el cigarrillo y el café, dejó la taza en el fregadero y se acercó a él para darle un suave beso en la frente.

—¿Por qué no le dejaste, mamá?

—¡Léete el libro, Juan, ahí está todo, todo lo que tú no sabes!

 

 

—¿Dónde te metiste ayer, Pedro? Te llamé varias veces.

—Lo siento, tío, estaba ocupado —se disculpó su amigo con una sonrisa en los labios.

—¿Quién es ella?

—¡Margarita!

—¡No me jodas! ¿La poli?

—Nunca me había parado a pensar en lo bonito que es ese nombre —contestó Pedro, acercándose a la cocina y encendiendo la cafetera en el mismo momento en que Patricio entraba por la puerta—. ¿Un café, Patri?

—Sí, por favor —aceptó éste, desplomándose en una silla—. He tenido una reunión con «los de arriba» y me han puesto la cabeza como un bombo. ¡¿Qué, Jack?, ¿ya has dado tu brazo a torcer o sigues en tus trece?!

—¡Joder, Patricio, ¿qué hay del secreto profesional?!

—¡Estamos entre amigos, hombre! —dijo el psicólogo, cogiendo la taza que Pedro le tendía con una sonrisa.

—¡Pues sí, he dado mi brazo a torcer y no ha servido para nada! ¿Qué tienes que decir a eso?

—¡Normal!

—¿Normal? ¡¿Cómo que normal?! —exclamó Juan, levantándose y paseando nervioso por la cocina—. ¡Es lo que ella quería y, cuando lo acepto, se pone hecha una furia! ¡Eso no es normal, Patri, no lo es!

—¿Puedo saber de qué coño habláis? —preguntó Pedro.

—Lis quiere acoger a un niño —respondió Patricio, sin darle opción a explicarse—. A un niño del centro Garmendia, ¿entiendes? Pero aquí, míster Egoísta, le ha dicho que «nanainas», y como ella no ceja en su empeño, porque hay que reconocer que los tiene bien puestos, a míster Egoísta no le ha quedado otra que dar su brazo a torcer, única y exclusivamente para que no se lo rompa, claro.

—¡Joder, Pedro! ¡Le dije que no y se enfadó! ¡Le dije que sí y se enfadó aún más! ¡No sé qué hacer, tío!

—Pero ¿tú quieres acoger al niño?

—¡No!

—¿Por qué?

—Pues... porque... porque...

—¡Porque no quiere compartirla, sólo por eso! —concluyó Patricio.

—¡Oh, cállate! —dijo Jack desesperado.

—¡No me da la gana! ¡Está enamorado hasta la médula y cree que un niño se la va a robar! ¡Ni siquiera soporta que venga su madre, le molesta que pasen tiempo juntas, que se diviertan, la quiere sólo para él y ése es el problema! ¡Su egoísmo!

—¿Es eso cierto, Jack? —preguntó Pedro preocupado.

—¡Por supuesto que es cierto! —siguió Patricio como una ametralladora—. Pero lo peor de todo es que es tan obtuso que no acepta consejos y no se da cuenta de adónde lo va a llevar semejante comportamiento.

—¡Te va a dejar, tío, te va a dejar! —le advirtió Pedro negando con la cabeza—. ¿Es que no lo ves, Jack?

—¡Qué va a ver! —exclamó Patricio, levantando las manos—. ¡Éste sólo se ve a sí mismo! ¡Él, él, y él! ¡No piensa en las necesidades de ella, en sus intereses, en sus deseos! ¡Nunca se ha puesto en su lugar, nunca se ha parado a pensar en lo que debió de sentir todos aquellos años en que estuvo presa! ¡Sí, presa, porque aquello fue una condena, y de las malas! —añadió con severidad, clavando en Jack su mirada más seria—. Cuando eres niño..., tus padres lo son todo para ti, todo... En ellos te apoyas, en ellos te reflejas..., en ellos confías... Si no los tienes y quienes deberían velar por ti convierten tu vida en un infierno..., lo normal es que tu vida se convierta en una vida autodestructiva, una vida al borde del abismo... La mayoría de las personas no pueden soportar cosas como las que se vivieron en aquella casa..., la mayoría no pueden y... acaban mal..., muy mal...

—Pero ella pudo. ¿Cómo lo consiguió?—preguntó Pedro.

—Porque le gustaba... soñar —dijo Jack.

—Los sueños la mantuvieron viva —sentenció Patricio—. Por eso sabe que hay niños que están soñando en este momento y quiere que al menos para uno ese sueño se haga realidad. Ahora puede hacerlo, nada se lo impide, es adulta, tiene dinero, puede ofrecerle un futuro mejor... Pero ¡claro, no contaba con el troglodita que tiene al lado!

Jack
titlepage.xhtml
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_000.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_001.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_002.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_003.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_004.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_005.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_006.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_007.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_008.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_009.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_010.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_011.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_012.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_013.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_014.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_015.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_016.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_017.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_018.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_019.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_020.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_021.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_022.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_023.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_024.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_025.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_026.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_027.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_028.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_029.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_030.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_031.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_032.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_033.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_034.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_035.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_036.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_037.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_038.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_039.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_040.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_041.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_042.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_043.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_044.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_045.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_046.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_047.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_048.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_049.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_050.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_051.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_052.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_053.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_054.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_055.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_056.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_057.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_058.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_059.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_060.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_061.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_062.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_063.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_064.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_065.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_066.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_067.html
CR!FY99K1HHPS65BESEBM4SA819SWTR_split_068.html