18

 

 

 

Si Lis creía que la cena con el cuerpo de bomberos había sido su prueba de fuego como pareja oficial de Juan, estaba muy, pero que muy equivocada. Porque su suegra, esa que parecía no existir porque él nunca la mencionaba, existía, y estaba a punto de hacer acto de presencia en su vida.

Cuando Juan la llamó a mediodía, diciéndole que no podría comer con ella porque le había surgido un imprevisto, Lis dejó el teléfono sobre la mesita con el ceño fruncido. A ella tampoco le gustaba que la dejasen al margen, así que a media tarde le llamó, dispuesta a recibir una explicación convincente.

—Yo... estoy en el hospital.

—¿En el hospital? —preguntó asustada—. ¿Por qué?, ¿qué te ha pasado?

—Nada, cariño, no me ha pasado nada, estoy bien. —Juan suspiró profundamente—. Estoy... estoy con mi madre.

—¿Tu madre? ¿Por qué?, ¿está enferma?

—No.

—¿Quieres que vaya, Juan?

—¡No! —Lis pegó un brinco en el sofá—. Perdona, nena, yo... ahora no es un buen momento... Te lo contaré todo esta noche..., luego te lo explicaré, cielo.

 

 

Si la cabeza de Lis era una auténtica noria en donde las ideas giraban a toda velocidad, la de Juan era un torbellino. El tan terrible momento había llegado, y lo había hecho sin previo aviso, pillándole totalmente desprevenido y obligándole a dar unas explicaciones que se había jurado no darle a nadie, y menos a Lis. Pero allí estaba ella, al otro lado de la puerta, expectante, esperando oír lo que tenía que decir, y silenciosa, muy silenciosa. El corazón de Juan no podía estar más desbocado de lo que lo estaba, y su cara no podía estar más desencajada. Él, siempre tan dueño de la situación, no sabía qué hacer, no sabía qué decir, no sabía por dónde empezar.

—Yo... esperaba no tener que contarte nunca nada de esto, Lis... —dijo, cogiéndola de la mano y llevándola hasta el sofá, donde se sentó de golpe, acariciando sus manos—. Pero no me queda más remedio... Mi padre... mi padre... mi padre es un maltratador.

La sangre de Lis se le bajó a los pies de golpe. Sus rodillas se doblaron sin que nadie se lo pidiese, y la dejaron sentada a su lado. La garganta no le permitía tragar saliva, porque las ganas iban hacia arriba y no hacia abajo. Juan se frotó la cara con desesperación, su secreto había salido a la luz y ya nada podía pararlo. Ahí estaban todos sus miedos concentrados, todas sus angustias, todos sus temores, y se los mostraba a ella, a la persona que más le importaba, y a la que más temía perder.

—Mi madre lo ha aguantado siempre, nunca lo ha denunciado. Pero esta vez se le ha ido la mano y la paliza la ha llevado al hospital. Yo... no quería entrometerme, porque sé lo que ocurrirá, ya ha pasado otras veces... Ella le perdonará y volverá a su lado, y todo empezará de nuevo..., y yo... yo no quiero verlo, no quiero participar en ello..., pero la policía me ha llamado y no me ha quedado más remedio.

—¿Cómo puedo ayudarte, Juan? ¿Puedo hacer algo?

—No, nadie puede hacer nada, cariño.

—¿Quieres que hable con ella?

—¡Ni se te ocurra!

—Pero...

—¡Nooo! —El grito surgió de su pecho como un huracán—. ¡No quiero que hables con ella! ¡No servirá de nada! ¡No quiero ni que la conozcas!

—Pero, Juan... —dijo suavemente Lis, acariciándole el brazo.

—¡He dicho que no! —gritó él, levantándose. Se metió en el baño y cerró la puerta con fuerza.

Lis se quedó en el sofá, temblorosa. Pero ¿es que no existían hombres normales en el mundo? ¿Por qué ese afán por dominar, por someter? ¿Acaso eran tan inseguros que sólo con la fuerza podían mantener a una mujer a su lado? Las preguntas se formularon en su mente, una tras otra, pero para ninguna encontraba respuesta, y eso provocó que el miedo diese paso a la rabia. Y así la encontró Juan cuando, un buen rato después, salió del baño y entró en la habitación donde se desnudaba, rodeada de una estela de rabia que la acompañaba.

—Lo siento, cariño...

—¡No se te ocurra volver a gritarme, Juan! —exclamó Lis desde el otro lado de la cama, levantando un dedo amenazador—. ¿Me oyes? ¡No vuelvas a hacerlo! ¡No tienes por qué desahogarte conmigo, yo no soy un saco de boxeo, aunque lo parezca! —Juan no pudo evitar que una pequeña sonrisa apareciese en sus labios—. ¡Vete a tu casa y date de cabezazos contra las paredes, pero no vuelvas a gritarme! ¡Yo ya estoy harta de gritos y de amenazas, ya estoy harta de la brutalidad de los hombres! —Apagó la luz y se sentó en la cama, quitándose el reloj—. ¡Me niego a tener miedo nunca más, así que déjame en paz! ¡Yo no tengo por qué aguantar tu mal carácter! —Encendió la luz de nuevo—. ¿Qué haces todavía aquí? ¡Vete a tu casa ahora mismo!

—¡Oh, Lis, Lis...! —susurró él, rodeando la cama y tendiéndose sobre ella con una sonrisa en los labios—. No puedo, mi vida, no puedo, cuando te enfadas te pones tan sexi... —Besó sus labios con ardor—. Pero no me riñas más, por favor, no me riñas más.

Enterró la cara en su cuello frotándolo suavemente con su mejilla, excitándola con el roce de su barba. Ese simple gesto hizo que Lis perdiese el hilo de lo que estaba diciendo. Sus ojos se cerraron al momento y sus manos tomaron el control de su cuerpo. Empezó a acariciarle los hombros para acabar perdiéndose en su espalda, sintiendo cada músculo, firme y caliente, contraído por la pasión y por el deseo. Sus manos siguieron bajando hacia su trasero, duro como una piedra.

—¡Nena...! ¿Cómo puedes con una simple caricia encenderme tanto?

Se desnudó deprisa y se tendió de nuevo sobre su cuerpo, frotando sus sexos mojados, calientes, excitados. Sus manos se perdieron en ella y entró con cuidado, muy lentamente, observando cómo ella se estremecía con su invasión, cómo arqueaba la espalda para recibirlo, cómo levantaba hacia él las caderas. Sus gemidos en su oído lo excitaron más y más, y entró del todo en su cuerpo, con un profundo suspiro de placer que atravesó a Lis.

—¡Siento haberte gritado, mi vida, lo siento! —dijo él con la voz muy ronca.

—Juan..., cuando te siento así dentro de mí..., se me olvida todo...

La tomó una y otra vez, llevándola hasta un orgasmo que la atravesó, estremeciéndola de placer, mientras la miraba extasiado. Su cuerpo se le entregó totalmente, se rindió ante él. Lis se quedó saciada y tranquila, respirando deprisa y recibiendo sobre su piel miles de besos y caricias. Los ojos color chocolate se abrieron y su mirada llena de dulzura se topó con los ojos de él, que la miraban sonrientes.

—Juan..., ¿no te has corrido?

—Todavía no...

—¿Por qué?

—Porque me gusta ver cómo lo haces tú.

—Pero... yo quiero darte placer...

—¡No te imaginas cuánto placer me das, mi vida! —dijo pasándole un brazo bajo las caderas y apretándolas contra su miembro, duro y caliente.

—Pero... yo... —Él no la dejó seguir hablando, cerró su boca con sus labios, empezando a moverse de nuevo en su interior—. Juan..., por favor, no te reprimas... Me gusta sentirte, cariño..., me encanta sentirte...

Se dejó llevar por las palabras que sobrevolaban el aire y, tomándola con pasión, se perdió con ella en el placer.

 

 

La mañana amaneció soleada. Juan abrió los ojos y miró asombrado la cama vacía. Cuando la vio entrar en la habitación, duchada y vestida, se despertó de golpe y se incorporó, con todo el cuerpo alerta.

—¿Por qué te has levantado tan temprano? Es sábado.

—Te voy a acompañar al hospital —respondió Lis, abriendo el armario y cogiendo el bolso.

—No me parece una buena idea. —Juan frunció el ceño, pasándose la mano por el pelo alborotado.

—Pues aun así pienso acompañarte.

—¡Te lo vuelvo a decir, Lis! —exclamó él, apartando las sábanas y levantándose enfadado—. ¡No me parece una buena idea!

—¡No necesito que me lo vuelvas a decir, no estoy sorda! —Se encaró con él—. ¿Por qué no quieres que conozca a tu madre? ¿Es que te avergüenzas de mí?

—¡Oh, cariño, no, no, no! —contestó él, abrazándola fuerte contra su pecho—. Yo no me avergüenzo de ti, nena, al contrario: eres lo mejor que me ha pasado nunca. —Tomó su cara entre las manos mirándolo con dulzura—. Me avergüenzo de ellos, Lis, de la vida que han tenido... Por eso me aparté y no volví..., porque me avergüenzo de ellos.

—¿Cómo que no volviste? ¿Desde cuándo?

—Hacía diez años que no la veía.

—¡Diez años!... ¡De todos modos, yo también voy!

Lis no le dio opción a nuevas protestas. Montó guardia en el salón, tomándose tranquilamente un café y fumando un cigarrillo, mientras le oía en la ducha y se preguntaba cómo sería aquella mujer que tanto le desestabilizaba y que tan malos recuerdos le traía.

Su mente siguió y siguió divagando durante el trayecto al hospital, pero cuando estuvo ante su cama, el alma se le cayó a los pies. ¡Aquello no era una mujer, era un lamento! Un saco de huesos que, inexplicablemente, seguían vivos. Una cara llena de moretones, en la que difícilmente se distinguían los ojos hundidos, y en ellos, una mirada vacía, muerta, derrotada, aniquilada, perdida. Los ojos sólo volvieron por un momento a la vida cuando se posaron sobre el hijo, pero cuando la mirada que recibió de él fue dura y fría, regresaron al lugar en el que estaban perdidos.

—Hola, mamá —saludó Juan con la mayor de las seriedades, quedándose a los pies de la cama—. Te presento a mi novia, Lis.

—¡Oh, vaya, tienes novia, cuánto me alegro, hijo!

En la cama de al lado, la parlanchina mujer de Murcia había sido sustituida por una señora muy elegante, que adornaba su cabeza con un perfecto moño, y que, tan pronto como clavó en ellos su mirada, dejó sobre su regazo la revista del corazón que estaba mirando y los observó abiertamente.

La auxiliar inoportuna, fiel a sus costumbres, entró con el carrito de la comida, a una hora más propia de desayuno tardío, y posó sus ojos sobre aquel hombre guapísimo, al tiempo que la boca se le abría y ya no se le cerraba. Sí, Juan era un hombre impresionante, y, a pesar de haber dormido muy poco, estaba sencillamente irresistible con unos vaqueros y una camisa blanca bajo su cazadora de piel. Parecía recién salido de un desfile de moda, pero su cara, unas horas antes llena de ternura y de pasión, no mostraba ninguna de ellas en ese momento, sino la mayor de las frialdades.

—Vendré dentro de unos minutos para ayudarla con la comida —informó la auxiliar, colocando la bandeja sobre la mesita, mientras la madre de él sacaba de debajo de las sábanas las dos manos enyesadas.

—¿Puedo hablar con el médico? —le preguntó Juan.

—Está a punto de irse, si te das prisa lo encontrarás en la sala de personal.

—¿No te importa, cariño? —dijo acercándose a Lis y dándole un suave beso en los labios.

 

 

—Hemos dado parte a la policía, la denuncia ya está cursada y lo detendrán en breve —le explicó el médico.

—¿Se recuperará?

—Sí, se pondrá bien. Lo que me preocupa es su delgadez. ¿Siempre ha estado tan delgada?

—No, no siempre.

—Ya, bueno, está desnutrida y tiene una anemia importante, pero con una buena alimentación y con descanso se curará.

—Entiendo.

—¿Hay alguien que pueda hacerse cargo de ella?

 

 

Juan regresó a la habitación con la cabeza a punto de reventar y el cuerpo inundado de rabia, condiciones nada adecuadas para enfrentarse a la escena que estaba a punto de presenciar. Lis sentada en la cama, ayudando a su madre con la comida, mientras charlaban animadamente, charla en la que también participaba la vecina de la cama de al lado, mientras daba buena cuenta de su comida, hasta que vio al toro de Miura entrando por la puerta, momento en que dejó los cubiertos sobre el plato y clavó en él su mirada.

—¡Lis! Pero ¿qué estás haciendo? —Se puso en jarras, mirándola con toda la rabia que había en su cuerpo—. ¡Eso es trabajo de los auxiliares, no tienes por qué hacerlo!

Viendo a aquel monumento de hombre, que estaba hecho una furia y la fulminaba con la mirada, Lis no pudo evitarlo y puso los ojos en blanco, dejando que un profundo suspiro saliese por su boca. A la señora elegante comenzó a darle la risa floja, pero a la madre le ocurrió todo lo contrario, y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.

—¡Bueno, ya estamos! ¡Como siempre! —exclamó él, acercándose a la ventana y meneando la cabeza—. ¡Siempre igual, mamá, siempre igual!

—Lo siento, hijo..., lo siento...

—¡Te espero abajo, Lis!

 

Juan esperó abajo, y lo hizo durante mucho tiempo, porque aquella situación requería de un análisis en profundidad, y aquellas tres mujeres no estaban dispuestas a dejarlo pasar por alto, se necesitaba de todas las neuronas femeninas que estuviesen en el ambiente para llevarlo a cabo. Así que, tras un primer momento en que el silencio se instauró en la habitación, la risa de la cama vecina las devolvió a la realidad, y a ello se pusieron.

—No se parece a ti —le dijo la mujer elegante entre risas.

—No. Es como su padre.

—¡Ay, Dios, espero que no! —exclamó Lis asustada.

—Tranquila, hija, tranquila —repuso la vecina con mirada pícara—. Mi marido era igual, al principio, claro.

—¿Al principio? —preguntó la madre, levantando las cejas.

—Sí. Le duró un mes —contestó muy seria la mujer, metiéndose un tomate en la boca y masticándolo lentamente—. A los hombres como ellos hay que plantarles cara desde el primer momento, someterlos desde el principio, porque si no... acabas así.

—¿Y cómo se hace eso? —planteó la madre, anonadada—. ¿Se les pega con la sartén?

La tensión acumulada salió en forma de risa, inundando cada rincón de la habitación y recibiendo a la auxiliar inoportuna, que las miró divertida.

—Cada hombre es diferente —siguió la señora elegante—. A unos se los domina con la palabra, a otros con ternura, a otros con comida...

—¿Con comida? —exclamó la madre—. ¡Vaya, ojalá lo hubiese sabido antes!

—¿Y usted cómo le dominó? —quiso saber Lis.

—Yo al mío le he dominado siempre... con sexo —contestó bajando la voz. La carcajada no se hizo esperar, y a ella se unió la auxiliar, que, tranquilamente, se sentó en la cama de la señora seria, que ahora sonreía—. No me creeréis, pero así es.

—¡Oh, sí, sí, yo la creo! —exclamó la auxiliar, asintiendo frenéticamente—. Mi cuñada Marisol hizo lo mismo con mi hermano. Cada vez que surgía un problema, ella se lo llevaba a la cama y allí lo solucionaba todo. Él salía suave como la seda y diciendo a todo: «Sí, cariño, sí, cariño, tienes razón, lo que tú digas».

 

 

La conversación y las risas siguieron por espacio de una hora, tiempo en que la comida fue ingerida y la paciencia de la supervisora, desbordada, hasta el punto que hasta allí se encaminó para encauzar a la díscola auxiliar. Salió por la puerta con la traviesa, cruzándose en el umbral con un señor muy serio, tieso como un palo y con el ceño fruncido, que traía entre sus manos un gran ramo de flores. Lis se despidió de Carmen, la madre de Juan, pero abandonó la habitación con una parsimonia que delataba que la curiosidad había tomado el mando de su cuerpo y de su mente. Su lentitud de movimientos fue recompensada y, antes de salir, tuvo tiempo de oír al señor tieso como un palo hablarle con la mayor de las suavidades a la doliente, que recibía las flores con una gran sonrisa en los labios.

—¿Y tu cadera, cariño?

—Mejor, mejor, ya no me duele —dijo la señora seria con un brillo divertido en los ojos.

—¿Qué te ha dicho el médico?, ¿podrás...?

—¡Oh, sí, sí, no habrá ningún problema!

 

 

Durante el tiempo en que Lis había permanecido en la habitación de Carmen, Juan pensaba. Lo que siempre había temido que sucediera había sucedido, pero, para su sorpresa, Lis no había salido corriendo, tal como él temía, tal como él pensaba. Juan, como la mayoría de la gente, había intentado esconder sus miedos, taparlos, obviarlos, pero ahí estaban, esperando el peor momento para mostrarse en su plenitud, en su magnificencia, en todo su esplendor. Los oscuros demonios que había intentado enterrar se revolvían en su tumba y salían a la superficie, poniendo en peligro lo que tanto había ansiado, una mujer con la que compartir su vida y con la que formar esa familia que tanto había deseado. Pero una vez abierta la caja de Pandora, ya no había vuelta atrás, sólo existía un camino que pudiese seguir, y era el de la verdad.

Cuando aparcaron delante de casa, Juan miró a Lis con tristeza. ¿Sería ella capaz de entender sus temores? ¿La harían apartarse de su lado? ¿La asustarían tanto que le abandonaría? Sólo había una forma de comprobarlo.

—Lis, yo..., me gustaría hablar contigo de algunas cosas que son... que son importantes para mí... ¿Damos un paseo por el parque?

La tomó de la mano y caminaron en silencio durante un buen rato, mientras Juan buscaba en su atormentada mente las palabras que pudiesen expresar todos sus miedos. Al llegar a la pradera junto al río, se sentaron en un banco. Él encendió un cigarrillo y, con las manos apoyadas en las rodillas, mirando al suelo, comenzó a hablar:

—Desde que puedo recordar..., sólo he recibido de mi padre golpes y gritos, y lo único que mi madre ha hecho ante ello... ha sido llorar. Ni siquiera cuando la llamaba en mitad de la noche para que me lo quitase de encima... movía un dedo. —Levantó la vista y miró al horizonte, con los ojos brillantes—. Por eso no puedo perdonarla. No puedo perdonar su pasividad, y creo que nunca podré hacerlo. No quiero que formen parte de mi vida, no los quiero cerca de mí. Tuve que marcharme para poder ser libre, y no quiero volver a caer prisionero de las mismas cadenas. Me costó mucho romperlas, Lis. —Terminó el cigarrillo y encendió otro—. Pero hay algo que nunca podré arrancarme, Lis, nunca: sus genes, su herencia, los llevo dentro, los llevo en la sangre, me corren por las venas. ¡Odio ser su hijo, odio haber nacido en semejante familia, y odio llevar su sangre! Y esas cadenas nunca me las podré quitar. Llevo dentro su semilla, y quizá... quizá acabe como ellos, quizá... acabe siendo como él.

Lis se levantó y se sentó en su regazo, apoyando la cabeza contra su pecho mientras los brazos de Juan rodeaban su cuerpo con fuerza y un profundo suspiro de desesperación salía de su boca.

—Tú no tienes por qué ser como él, Juan —dijo acariciándole la cabeza—. Probablemente os parecéis en muchas cosas, pero eso no significa que tengas que vivir como lo hizo él. Depende de ti, sólo de ti.

—Pero a veces... la rabia me puede, Lis..., y me da miedo.

—Todos tenemos rabia, pero el modo en que la canalizamos es cosa nuestra, de nadie más.

—Pero a veces me siento tan enfadado... y me cuesta tanto controlarme...

—Pero lo haces. Eso es lo importante, que lo haces —replicó ella suavemente, dándole un beso en los labios—. En el hospital había una mujer trasplantada. Un día, una de las enfermeras hizo un comentario que no debería haber hecho, dijo que el donante había muerto en la cárcel. Aquella mujer se pasó días sin dormir. Me la encontré una tarde en la máquina del café y me dijo: «¿Y si era un asesino? ¿Y si al volver a casa me los cargo a todos?». —Juan no pudo evitar estallar en una carcajada—. Que tengas algo de otra persona no te convierte en ella. Tú eres su hijo y seguramente has heredado muchas cosas suyas, unas buenas y otras malas, pero eso no te obliga a vivir como él lo hizo. Sólo depende de ti, Juan, sólo de ti. —Sus labios se posaron de nuevo en los suyos con dulzura, mientras sus manos recorrían su cara—. Me encanta que me lo hayas contado, Juan, eso me hace confiar más en ti.

—Yo... temía que te ocurriese lo contrario, nena —confesó él, abrazándola fuerte.

—¿Recuerdas que me preguntaste por qué confiaba en Sebastián? —Lis rio al ver cómo su cara se ponía seria—. Él me confió, casi sin conocerme, un miedo que lo atenaza y lo paraliza. Y eso me gustó.

—¿Y a qué le tiene miedo ése, si puede saberse? —preguntó él, frunciendo el ceño.

—¡Oh, no, eso no te lo puedo decir!

—¡Por supuesto que me lo puedes decir! —dijo Juan, haciéndole cosquillas—. ¡Dímelo, tengo que saberlo!

—¡Oh, no, para, para, no te lo puedo decir, sería una traición! ¡Para, Juan, para!

Él la acostó en el hueco de su brazo y devoró su boca con pasión, dejando que la excitación y el placer tomasen el control de su cuerpo, entregándole todos los besos a aquella mujer con la que acababa de compartir sus miedos más ocultos, y sintiéndose libre por primera vez. Lis lo miró, con un brillo divertido en los ojos color chocolate.

—¡Anda, ven, hagamos una locura! —exclamó, levantándose y tirando de su mano hacia la arboleda—. ¡Seguro que tu padre nunca hizo algo así!

—Cariño, viven en un pueblo. Probablemente donde menos lo hayan hecho sea en la cama.

Y mientras el sol se ponía sobre las torres de la catedral, y escondidos de miradas indiscretas, Juan la tomó con toda el ansia. La brisa del viento de la primavera fue su particular banda sonora, y los gemidos de Lis en su oído consiguieron transportarlo hasta el mismo cielo que había sobre sus cabezas.

Jack
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