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El señor Senante rondaba los sesenta y cinco años y, aunque sabía que tenía edad de jubilarse, ni siquiera había considerado semejante posibilidad. La Agencia Literaria Pastrana, que dirigía desde hacía más de cuarenta años, constituía para él toda su vida, después de su querida esposa, naturalmente. Era de baja estatura y un poquito entrado en carnes, pero si bien sus formas redondeadas podían inducir al error de creer que era un hombre sedentario, nada más lejos de la realidad, como así lo atestiguaban sus pequeños ojos grises, cuya mirada intensa traslucía la enorme curiosidad que todavía anidaba en su alma, esa que le hacía perderse en los jardines que bordeaban la agencia, y donde, con un manuscrito y un café, se dejaba ilusionar por las historias que caían en sus manos.

Y eso precisamente le había ocurrido con el manuscrito de Lis. Se sumergió en la historia de LA CASA y el entusiasmo le espoleó, provocándole ese cosquilleo tan conocido tras las orejas, cosa que sólo le ocurría cuando lo que tenía entre las manos era una auténtica joya.

El entusiasmo le hizo intentar ponerse en contacto con su autora en numerosas ocasiones, sin obtener respuesta, lo cual espoleó aún más su curiosidad. ¿Quién sería aquella mujer que se hacía de rogar? Pero por más que buscó información sobre ella en internet, no encontró nada. Así que, cuando aquel día vio en la bandeja de entrada de su correo el mensaje de Lis, el corazón le dio un vuelco, y contó las horas y los minutos que faltaban para conocer a la persona que, con su relato duro y descarnado, había conseguido ponerle de punta los pelos que no tenía.

A primera hora de aquella fría tarde de invierno, caminó por el pasillo con paso presuroso hacia recepción, preguntándose qué aspecto tendría la mujer que había escrito aquella terrible historia. Sin embargo, cuando la vio, no se sorprendió lo más mínimo. Sus muchos años de experiencia le habían enseñado que los recipientes más extraños contienen los elixires más deliciosos. Y, cuando sus pequeños ojos grises se encontraron con los ojos del color del chocolate, pudo ver el interior de su alma, tan clara y transparente como el agua del estanque que había en sus jardines.

—Ya temía que hubiese encontrado agente para su novela, señorita Blanco —le comentó con una sonrisa.

A continuación, la acompañó hasta el sofá de su despacho, donde, sobre la mesita, los esperaba una humeante cafetera.

—No pude ver sus mensajes, señor Senante —dijo Lis, sentándose lentamente—. Tuve un accidente de tráfico, en la autovía, y he estado ingresada en el hospital desde entonces.

—¡Oh, vaya, lo siento mucho! ¡De ahí las muletas, claro! ¿Y ya está bien?, ¿se encuentra mejor?

—Sí, gracias, me estoy recuperando. —Su móvil comenzó a sonar y Lis rechazó la llamada—. A un ritmo un poco lento, pero estoy en ello.

—Sé perfectamente cómo se siente. Yo también tuve un accidente hace algunos años y es... muy traumatizante —expuso el hombre con tristeza—. Y dice que fue en la autovía. ¿No sería el choque en cadena que salió en las noticias?

—Sí, fue ese accidente.

—¡Vaya, hubo muertos si no recuerdo mal! Y el conductor del camión...

—Sí, había bebido, lo sé.

El señor Senante puso por las nubes el libro. Se explayó todo lo que quiso y más, hasta llegar al meollo de la cuestión, el que le preocupaba realmente.

—La dureza que trasluce, el desgarro con el que cuenta ciertas situaciones, y la sinceridad de las palabras empleadas son cuando menos... impactantes. Me ha emocionado mucho, la verdad, pocas veces llega a nuestras manos un material como éste... —Encendió un cigarrillo lentamente—. Da usted nombres de lugares concretos, señorita Blanco, y yo... me he tomado la libertad de buscarlos en internet y... existen realmente... También da nombres de personas y cargos que ocupaban, así que la siguiente pregunta es obligada: señorita Blanco, ¿es una ficción o una realidad?

—Ficción —contestó ella sin mirarle y encendiendo también un cigarrillo.

—Entiendo. En ese caso, quizá habría que revisar los nombres, ya sabe, para evitar posibles demandas y esas cosas. Pero bueno, de eso que se ocupe la editorial, nosotros hablemos de su representación. —El señor Senante llamó a una de sus ayudantes, que trajo el contrato—. Léalo con calma, es el contrato que ofrecemos a todos nuestros representados, pero si hay algo con lo que no esté de acuerdo o que quiera cambiar, no tiene más que decirlo y lo hablaremos. Yo estoy convencido de que su libro tendrá muy buena salida en el mercado, Lis: es una historia con mucha fuerza, con mucha garra, y eso siempre llega a la gente.

 

 

—Has estado fuera toda la tarde, Lis —dijo Juan, entrando y mirándola preocupado—. ¿Has ido al hospital?

—No, yo... —Su móvil comenzó a sonar y rechazó la llamada—. He tenido una reunión y... —El móvil sonó de nuevo—. Necesito un café. ¿Te apetece?

Se metió en la cocina, rechazando la llamada una vez más, y comenzó a preparar la cafetera, pero el teléfono siguió y siguió insistiendo; el que estaba al otro lado no se daba por vencido.

—¿Qué pasa, Lis, por qué no lo coges? —preguntó Juan, apareciendo tras ella y acariciándole los brazos.

—Porque no quiero hablar con ellos —contestó ella sin mirarlo, al tiempo que apartaba la cafetera del fuego con mano temblorosa.

—¿Con quiénes?

—¡Con los del seguro del coche, Juan! —respondió, sirviendo los cafés en las tazas—. ¡No dejan de llamarme, y yo... yo... no quiero hablar con ellos! —El móvil sonó de nuevo—. ¡Oh, cállate de una vez!

—Pero, cielo —la hizo girar y observó su cara pálida—, antes o después tendrás que arreglar ese asunto.

—¡No! —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡No puedo, Juan, no puedo!

—Pero, Lis...

—¡No quiero otro coche! ¡No quiero! ¡No volveré a conducir nunca, Juan, nunca!

—Por supuesto que volverás a conducir; tú no tuviste la culpa de lo que pasó.

—¡No puedo volver a conducir, no puedo! —El móvil sonó una vez más—. ¡Apágalo, por favor, me va a volver loca!

—Yo hablaré con ellos —dijo Juan, dirigiéndose al teléfono, que volvía a sonar con impertinencia.

—¡No! —exclamó Lis con los ojos desorbitados—. ¡No quiero! ¡No quiero!

La rabia y el miedo tomaron el control de su cuerpo, dirigiendo sus pasos hacia la habitación, donde se tiró sobre la cama, llorando las lágrimas que habían estado retenidas tanto tiempo. Le oyó hablar durante un buen rato, tapándose los oídos. No quería oírlo, no quería saberlo, no quería otro coche, no quería, no quería. Los brazos de Juan la giraron en la cama y la abrazaron contra su cuerpo.

—¡No tenías derecho a hacerlo, Juan! —gimió en su cuello.

—Lo sé —contestó él, limpiándole las mejillas—, pero no puedes esconderte por miedo.

—¡Sí puedo!

—Vale —dijo con una sonrisa—, sí puedes..., pero no debes, porque no es bueno. Tienes que afrontarlo, antes o después tendrás que afrontarlo.

—¡No quiero afrontarlo! ¡No quiero!

Juan la abrazó con dulzura, mientras su cuerpo se estremecía entre terribles espasmos de angustia y de miedo. La apretó fuerte contra su pecho, duro y caliente, y escuchó sus súplicas sin decir nada, dejando que sus manos le transmitiesen en sus caricias la comprensión que necesitaba. Cuando el llanto dio paso al cansancio y lo único que salía por su boca era el agotamiento, Juan tomó su cara en la mano y, mirándose en sus ojos, le habló suavemente:

—Tu coche nuevo estará listo dentro de unos días. —Le apartó con delicadeza el pelo de la cara—. ¿Me darás una vuelta en él? Estoy deseando probarlo. —Lis negó con la cabeza—. Sí, sí puedes, cielo, sí puedes. No importa que tengas miedo, lo harás, yo estaré contigo y lo harás.

A partir de ahí ya no hablaron sus palabras, sino sus cuerpos. Entre besos y caricias, Juan la fue relajando suavemente, hasta que llegó un momento en que Lis ya no pudo pensar en nada que no fuese lo que estaba sintiendo. Los besos, las manos y la respiración acelerada de él la hicieron olvidarse del coche por completo.

 

 

Pasados unos días, Juan apareció en su casa y la llevó al concesionario sin soltarla en ningún momento, quizá para evitar que saliese corriendo, cosa poco probable, como bien podría decir su muleta, pero por si acaso.

De nada le sirvieron las súplicas, las lágrimas, ni los lamentos. Ante un comercial totalmente atónito, Juan la obligó a entrar en el coche, metió la llave en el contacto y la miró muy serio.

—Enciende y sal.

—¡No puedo, Juan!

—Sí puedes —dijo él, dándole al contacto—. Sal.

—¡Me falta el aire, Juan..., no puedo!

—El aire te va a faltar dentro de un rato, cuando lleguemos al descampado de las murallas.

Lis abrió los ojos y la boca asombrada, pero nada que ver con el ataque de risa que le dio al comercial al ver su cara. El ceño de ella se arrugó, observando su hilaridad, y se preguntó si pasarle por encima con el coche estaría muy penado en el código.

—Sal —insistió Juan.

—Pero...

—No he vuelto allí desde que tenía veinte años y quiero ir contigo, así que... ¡pon primera y sal o empiezo a meterte mano aquí mismo!

Cuando le vio acercar la mano peligrosamente a su estómago, Lis metió primera y soltó el embrague con rapidez, casi con tanta como la del comercial, que, raudo y veloz, se apartó de su camino aún con la sonrisa en la boca.

—Enciende las luces y coge el desvío —le ordenó el guapísimo copiloto encendiéndose un cigarrillo.

—Pero...

—El desvío, Lis, el desvío —repitió él, fumando tranquilamente.

El descampado de las murallas era un clásico en la ciudad, un clásico sexual. No había pareja que no hubiese pasado por él. En las noches estivales, eran pocos los que se resistían a su magia, acudiendo allí en busca de privacidad y misterio. Lis aparcó junto a las ruinas que habían sido el antiguo matadero, del que sólo quedaban las murallas que lo rodeaban y que le daban nombre. Al borde de las mismas estaba la vista más increíble de toda la ciudad por la noche. A los pies del monte, las luces comenzaban a encenderse, dándole a aquel extraño lugar un encanto perfecto para los encuentros furtivos. Apagó el motor y echó la cabeza hacia atrás, suspirando profundamente y cerrando los ojos... Y de pronto sintió sobre su estómago una mano que la hizo abrirlos de golpe.

—Juan..., pero ¿qué haces?

—Meterte mano, cariño.

—Pero..., pero... ¡aquí no...!

—¡Oh, sí, aquí sí, Lis! —Le cogió la cara y saboreó sus labios—. Mi abuela siempre decía que, después de algo malo, hace falta algo bueno.

—¿Qué? —preguntó ella con una sonrisa entre beso y beso.

—Cuando me llevaba al médico —dijo él con una sonrisa aún mayor, reclinando su asiento con un rápido movimiento—. Después siempre íbamos a tomar chocolate con churros.

—Pero, Juan..., aquí... yo no puedo hacerlo todavía...

—No, cariño, eso no, aquí no, tranquila —le susurró él al oído, echándose sobre su cuerpo—. Confía en mí, confía en mí, confía en mí.

Y fue allí, en el descampado de las murallas, adonde Lis nunca había ido, donde Juan exploró su cuerpo. Con la mayor de las ternuras y el más increíble de los cuidados, acarició sus pechos hasta que de su boca comenzaron a salir los primeros gemidos de placer y en sus ojos comenzó a brillar una luz que no les había visto nunca. Cuando su mano se perdió entre sus piernas, los ojos de Lis se cerraron y su boca se abrió, dejando salir el más delicioso sonido que Juan hubiese oído jamás.

Recorrió su sexo con lentas caricias, excitándolo, adorándolo. Sus hábiles dedos la transportaron al país del deseo, ese que nunca había visitado y en el que se perdió. Entre los brazos del hombre más guapo del mundo, que la miraba con anhelo, que se excitaba con sus gemidos, que la besaba como si el mundo fuera a terminarse allí mismo, Lis se entregó al placer y sintió el primer orgasmo de su vida, gimiendo en su boca con desconcierto, acariciándo su cara y haciéndole suspirar profundamente, dejándose ir en su mano, dejándose acariciar por sus dedos.

La extraña sensación recorrió todo su cuerpo, llegando hasta lugares que no sabía que existían, pero que allí estaban, bien adentro. Gimió en su boca durante mucho mucho tiempo, sintiendo que su cuerpo ya no le pertenecía, que sólo le pertenecía al deseo, al hombre que lo veneraba, al hombre que lo provocaba, al hombre que la extasiaba.

—¡Oh, Juan, Juan...! —gimió enterrando la cara en su cuello—. Pero ¿qué me has hecho?

—¿Ves cómo merecía la pena estrenar coche, cielo?

Jack
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