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Dicen que lo más difícil para escribir un libro es encontrar una buena historia, pero a Lis le vino dada. Una vez puesta sobre el papel, sólo le quedó ver cómo iba tomando forma en manos del editor. Éste, Federico Magallanes, los esperaba en su despacho para firmar el contrato, que el señor Senante había elaborado concienzudamente. Como bien le había dicho Lis: «Luis, no has dejado ningún cabo suelto». Pero aquella reunión, que en principio no era más que un mero trámite, iba a traer consigo una sorpresa: la portada. Estaban a punto de abandonar el despacho del editor cuando, por el interfono, la secretaria le anunció una nueva visita.

—¡Oh, miren qué oportuno! —exclamó el señor Magallanes—. Es el ilustrador de la portada. Vamos a firmar un contrato con él, es toda una promesa. Ha abierto una oficina en Santiago, precisamente, y creemos que tiene un gran potencial. Se lo presentaré, será un momento.

Se llamaba Sebastián Piñeiro, tenía treinta y dos años y llevaba un traje muy formal, que hacía juego con sus ojos verdes. De nariz recta y labios finos, era, sin ser un hombre guapo, un hombre atractivo. Pero lo que le llamó la atención a Lis fueron sus manos, manchadas de rotulador, como las de un niño.

—¿No tendrás algo que pueda enseñarle a la autora? —le preguntó el señor Magallanes.

—Tengo algunas pruebas, pero no son definitivas. ¿Le gustaría verlas?

Sacó su tableta de la funda y se las mostró. La portada era preciosa, sencillamente preciosa, demasiado preciosa. Era tan bonita que llevaría a engaño a quien comprase el libro, porque en él no encontrarían aquella magia, ni aquella delicadeza, ni aquella dulzura. Aquella portada era como una puerta al mágico mundo de las hadas, pero en su interior no hallarían ningún sortilegio, sino la maldad del hombre concentrada en cuatro manos. Lis la observó atentamente, sin poder evitar que su ceño se frunciese, mientras tres pares de ojos la observaban con atención.

—¿No le gusta, señorita Blanco? —preguntó el editor.

—¡Oh, sí, es preciosa!

—Pero... —dijo Sebastián suavemente.

—Pero... pero le falta oscuridad.

 

 

Lis y el señor Senante regresaron a Santiago. A media tarde, ella fue al centro comercial a hacer unas compras, y cuando se dirigía al coche para volver a casa, le vio de nuevo. Al otro lado de la calle, con las manos en las caderas y mirando concentrado el motor de su coche ante el capó abierto.

—¡Hola! —le dijo Lis, guardando la compra—. ¿Qué pasa?, ¿no arranca?

—¡Ah, hola! Creo que me he quedado sin batería. ¿No tendrás unas pinzas? —preguntó el ilustrador con mirada suplicante—. Tengo cita en el dentista y... voy a llegar tarde.

—Puedo acercarte, si quieres.

—Pues... te lo agradecería mucho, la verdad.

Una vez más, las casualidades de la vida convergieron, Sebastián y Lis compartían dentista. Al aparcar ante el portal y ver que él no se movía, le miró intrigada, pero su cara se lo dijo todo: estaba blanco como un fantasma.

—¿Te encuentras bien?

—Verás..., es que...

—No me digas más, te da miedo el dentista.

—Más que miedo; creo que lo que tengo es fobia, no puedo evitarlo —dijo él, respirando profundamente.

Lis reconoció ese miedo, lo había sentido en momentos totalmente inesperados, como cuando se subió a aquel avión, tan contenta, y de repente las puertas se cerraron y el terror invadió su cuerpo. El pánico se apoderó de ella por completo y tuvieron que bajarla antes de que contagiase a los demás pasajeros.

—Íñigo es un gran dentista —comentó, intentando tranquilizarlo, pero sabiendo que era inútil: el miedo sólo desaparecería cuando la visita hubiese terminado—. ¿Quieres que te acompañe?

—¡Oh, Dios, no sabes cuánto te lo agradecería!

Lis acompañó a aquel hombre, que no sabía qué hacer con las manos, unas manos que elaboraban los dibujos más hermosos, mientras en su frente aparecían diminutas gotas de sudor que evidenciaban una vez más que la mente humana no responde como uno quiere, sino como le da la gana. Ésta tiene su propio código y reacciona cuando le apetece, dejándote en evidencia en los momentos más insospechados. Recordó la primera vez que visitó a Íñigo, y que, a pesar de ser el mejor dentista de la ciudad, no le quedó más remedio que lidiar consigo misma y con sus lágrimas. Así es el miedo, te toma entre los brazos y te hace sentir como un muñeco de trapo.

Íñigo le dio conversación a Sebastián, probablemente para que no destrozase sus instrumentos de tortura, viendo la fuerza con la que sus manos se agarraban al sillón, y le contó las últimas anécdotas de sus hijos. Tenía seis, algo del todo incomprensible en los tiempos que corren, pero probablemente la profesión de dentista no sufre la crisis tanto como otras. Y es que, cuando una muela te despierta en plena noche, no admite discusión. Uno es capaz de dejar de comer, dejar de beber, y dejar todo lo que haya que dejar, con tal de que le quiten semejante dolor. Y no importa lo que cueste. Si hay que pedir un crédito, se pide, y pobre del banquero que lo deniegue, porque su integridad física peligra.

Tal como Lis había imaginado, la cara de Sebastián sufrió toda una transformación tan pronto como volvió a poner los pies sobre la acera. Dejó salir un profundo suspiro de alivio por su boca.

—Lis, yo... no sé cómo agradecértelo. ¿Me dejas que te invite a tomar algo?

 

 

El bar estaba lleno, acababan de sentarse en los únicos taburetes libres que había en la barra cuando los vio al fondo. Pedro le atizó a Juan un codazo en las costillas que le hizo levantar la cabeza y seguir la dirección de su mirada. El corazón de Juan se disparó de golpe, se levantó lentamente y, con el sigilo de un auténtico felino, se acercó hasta ella. Le cogió la cara entre las manos y dejó sobre su boca un beso profundo y sensual. Los celos habían tomado el mando de su cuerpo, y las reminiscencias del pasado le hacían marcar el terreno.

—¿Qué haces aquí? —preguntó acariciándole las mejillas—. ¿De dónde vienes?

—He estado de compras y... Te presento a Sebastián, nos hemos conocido esta mañana en una reunión. —La mirada que los dos hombres se lanzaron hizo que a Lis se le encogiese el estómago—. Y tú... ¿qué haces aquí?

—Siempre venimos al terminar el turno, tenemos «la oficina» enfrente —le contestó Juan con una pequeña sonrisa.

Pero como, cuando las cosas van mal, siempre pueden ir a peor, a la situación embarazosa se le añadió una visita desagradable. Las puertas del bar se abrieron y por ellas entró Carla, ondeando su melena al viento y dispuesta para un nuevo asalto.

—¡Jack! ¡Invítame a una copa, cielo, hoy me hace falta!

—No.

—¡Oh, venga, pero si lo estás deseando! —dijo, colgándose de su cuello y besándolo con pasión.

—¡Déjame en paz, Carla! —exclamó él enfadado, apartándola.

—¡Oh, venga, divirtámonos un poco!

—¡Para! ¡Te he dicho que no!

Pero Carla, que al parecer ya venía un poquito entonada de casa, hizo oídos sordos y se pegó a su cuerpo con un ansia que hizo enrojecer a Lis. «No hagas una escena, no hay nada más humillante para una mujer que ponerse en evidencia.» La frase llegó a su mente con total claridad, sorprendiéndola. Allí había estado escondida todo el tiempo, sin ella saberlo, pero ante sus ojos se materializó, tan nítida como lo que estaba viendo, porque las enseñanzas de una madre no se olvidan nunca.

—¿Por qué no? —Los ojos de Carla se pararon entonces en Lis, que la miraba asombrada—. ¡No me digas que estás con ésta! ¡No me jodas, Jack, no puedes estar con una tía como ésta! ¿Con semejante adefesio? Pero ¡si da asco! ¡Tú te has vuelto loco, tío, te has vuelto loco!

Lis se levantó lentamente del taburete y salió del bar, seguida de Sebastián, mientras Jack se quedaba lidiando con la fiera de Carla, quien, como si de una hiena se tratara, lo agarraba por la camisa, gritándole sin control.

 

 

A Pedro no le quedó más remedio que intervenir cuando vio cómo la cara de Jack se transformaba al ver salir a Lis por la puerta, mientras Carla seguía gritando a pleno pulmón. Apartó a esta última sin contemplaciones y, tras agarrar a Jack del brazo, lo sacó de allí en dirección al coche. Condujo hasta las afueras con las ventanillas bajadas, esperando que el aire de la noche que comenzaba despejase la mente de su compañero, una mente que estaba en plena ebullición y que corría el peligro de explotar en cualquier momento.

—¡Menudo espectáculo, joder! —gruñó Pedro, sentándose a una mesa de la terraza de un bar—. Esa tía es peligrosa, Jack, está herida en su orgullo y es peligrosa, no lo olvides.

—¿Quién coño era ese tío, Pedro? ¿Quién coño era?

—Eso no importa, Jack, lo que importa es que Lis no es como Carla, que no la tienes comiendo de tu mano. ¡Lo siento, tío, pero es así!

—¿Qué puedo hacer, Pedro?

—Pues, por de pronto, no montarle ninguna escena, está claro que no le gustan, y debo reconocer que se ha enfrentado a ésta con una dignidad que me ha dejado helado. Se ha ido de allí sin decir una palabra, pero con la cabeza bien alta.

 

 

Cuando se presentó en su casa, Juan seguía con el corazón acelerado y sus ideas estaban más aceleradas todavía, pero cuando la vio al otro lado de la puerta, con los ojos hinchados por el llanto, toda su rabia se convirtió en ternura.

—Lis... —Le acarició las mejillas—. Lo siento, cielo, lo siento. Yo ya no sé cómo decírselo, nena.

—¿Quieres un café?... Acabo de prepararlo. —Ella volvió de la cocina con un tazón que puso en su mano, se sentó en el sofá y se tomó el suyo—. ¿Por qué no vuelves con ella, Juan?

—¡¿Qué?!

—Quizá deberías volver con ella —dijo Lis suavemente, tomando un sorbo de café—. Está claro que está loca por ti.

—¿A qué viene eso? —preguntó él, dejando el tazón sobre la mesa y sentándose a su lado.

—Estuviste con ella..., señal de que te gustaba, de que te atraía. Y lo entiendo, es una mujer preciosa, realmente preciosa, y supongo que tú siempre has estado con mujeres como ella.

—Pero ¡¿qué estás diciendo?! —exclamó Juan, levantándose y paseando nervioso por el salón—. ¿Por qué haces esto? ¿Quieres distraer mi atención? ¡Porque yo también puedo preguntarte quién era el que te acompañaba!

—Eso es lo que te ha traído realmente aquí, ¿verdad, Juan? —le espetó ella con rabia—. No unas disculpas por la escenita, sino saber quién era él.

—¿Quién es, Lis?

Ella cerró los ojos y suspiró profundamente, dejó el café y encendió un cigarrillo.

—Es diseñador gráfico y está haciendo la portada de un libro que he escrito.

—¿Un libro?

—Sí. Una editorial quiere publicarlo y él está haciendo la portada.

—¿Es el proyecto del que me hablaste? —Lis asintió—. Pero ¿por qué tanto secretismo?

—Yo... tengo mis motivos y... —El móvil de Juan comenzó a sonar en ese instante y él rechazó la llamada—. Deberías solucionar eso antes de pasar a otra cosa, Juan, porque esa chica no va a desistir de su empeño, no parará hasta que vuelva a tenerte a su lado.

—Yo no quiero estar con ella, Lis —repuso él, rechazando una nueva llamada y apagando el teléfono—. Sólo quiero estar contigo, cielo.

—¿Hasta cuándo, Juan? ¿Hasta que te canses de la novedad y dejes de contestar a mis llamadas, como haces con ella?

—Yo nunca te trataría como a Carla, Lis, porque tú no eres como ella y...

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó ella, levantándose con rabia—. ¡Pues claro que no soy como ella! ¿Es que no me has visto bien? ¡Soy una mujer gorda, gorda y fea! ¿Qué demonios haces conmigo, teniendo a tus pies a una diosa rubia que bebe los vientos por ti? ¡Si lo que estás esperando es una pelea de gatas, ya puedes olvidarlo, porque yo ni tengo armas para luchar contra ella ni quiero hacerlo! ¡Vuelve con ella, Juan, vuelve con ella, es lo que los hombres llamáis un pibón, es perfecta para ti!

—No digas eso —dijo él con una sonrisa, tomándola entre sus brazos—. Tú eres perfecta para mí, tú... sólo tú..., la mujer más deseable que he conocido nunca... Y lo que siento contigo no lo había sentido jamás..., jamás..., jamás... Tú eres lo que siempre he soñado y nunca encontré... No tienes que pelearte con nadie, porque mi corazón es tuyo, sólo tuyo..., como mi cuerpo...

Entre las sábanas, el cuerpo de Juan le demostró a Lis que sus palabras no eran palabras baldías, y él descubrió que, si el cuerpo de Lis era lo más deseable que había visto nunca, las palabras que salían por su boca cuando hacían el amor le llevaban a un grado de excitación como nunca antes había conocido. La voz de ella, entre gemidos, consiguió llevarle al cielo, donde se sintió volando en libertad.

—¡Oh, Juan, cómo me gustan tus besos! —Él entró en su cuerpo, invadiéndolo, mientras Lis frotaba su cara con la suya suavemente—. ¡Me gusta tu barba, Juan, me gusta cómo me rasca!...

El miembro de él, ya grande de por sí, alcanzaba dentro de su cuerpo una nueva dimensión, llenándolo por completo. Las palabras en su oído conseguían excitarle de una forma que le transportaba al firmamento. La acarició por dentro, mirándose en sus ojos y preguntándose cómo había podido vivir hasta entonces sin ella.

—Juan..., yo... no imaginaba que hacer el amor fuese tan delicioso... ¿Es siempre así?

—Contigo sí, mi vida, contigo sí...

—¡Oh, Juan..., cómo me gusta sentirte dentro de mi cuerpo..., Juan..., Juan!

La llevó al mismo cielo, mirándola extasiado, viendo cómo el placer recorría su cuerpo, cómo se estremecía con sus movimientos, cómo los gemidos salían sin control por su boca. Entrelazó sus manos con las suyas y la penetró más profundamente, yéndose dentro de su cuerpo.

—¡Te quiero, Lis, te quiero!

 

 

Cuando se dice un «Te quiero», se espera recibir otro a cambio, pero Juan no lo recibió. Lis no creía en el amor de los hombres: éstos sólo sabían amar con el cuerpo. ¿Por qué él, un completo desconocido, habría de quererla? Lis estaba convencida de que la quería únicamente porque se había encaprichado de ella, y que, al igual que un niño, la dejaría como un juguete, cuando se hubiese cansado de jugar. O quizá era su ego masculino el que hablaba, el macho alfa de la manada quería seguir siéndolo, no quería renunciar a un nuevo trofeo, a una muesca más para su revólver. Pasados unos meses, la novedad ya no sería tal, y él volvería con otra Carla, o quizá con la misma, y ella seguiría con su vida, recordando los momentos pasados entre sus brazos, las palabras de amor susurradas en su oído, y su recuerdo llenaría cada una de sus noches. No, Lis no le permitiría que le robase el alma, no se lo permitiría ni a él ni a nadie.

Jack
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