15

 

 

 

La cafetería había abierto hacía muy poco tiempo, pero Juan afirmaba que la decoración era lo más increíble que había visto en su vida. Y hacia allí se dirigió Lis aquella fría tarde de invierno, enfundada en un chaquetón negro y con una bufanda roja alrededor del cuello, mientras su mente le daba una y mil vueltas a cómo iba a contarle lo del libro. ¿Cómo se le dice a alguien: «Mira, ésa soy yo, así fue mi vida, la que me tocó en suerte, y por eso soy como soy»?

Tan pronto cruzó las puertas de la cafetería, comprendió el entusiasmo de Juan. Sus paredes, como auténticos frescos, eran la entrada al mundo de la imaginación, de la fantasía, de las hadas y de los duendes. Lis vio la impronta de Sebastián en aquellos dibujos, sólo de sus manos podrían haber salido. Eran para ella tan reconocibles como un Van Gogh, un Miró o un Dalí.

—Tenías razón, Juan —dijo, dándole un beso y quitándose el chaquetón—. Es preciosa... Voy un momentito al baño, más por curiosidad que por necesidad.

Bajó la escalera hacia los aseos de señoras, sin saber que Sebastián estaba subiendo por la de los de caballeros. Al llegar arriba, sus ojos verdes se encontraron de frente con los ojos marrones de Juan y hacia él se fue.

—¿Estás solo?

—No.

—¿Puedo?

Juan asintió.

—¿Qué quieres?

—La quiero a ella.

—Está conmigo.

—Pero eso puede cambiar, y yo haré todo lo posible porque cambie, sólo quiero que lo sepas.

—Pues me doy por enterado, pero yo también haré todo lo posible porque la situación no cambie.

 

 

Lis volvió del servicio, esperando que, ante una taza de café, las palabras adecuadas llegasen hasta su boca y poder explicarle de una vez a Juan el misterio que envolvía su vida. Pero su objetivo quedó en suspenso cuando los vio a los dos sentados frente a frente, con el cuerpo en tensión y mirándose retadoramente. La sonrisa se le congeló en los labios, caminó despacio hacia la mesa intentando serenar su alterada respiración, mientras pedía mentalmente a quien pudiera intervenir que no permitiese una nueva escena.

—Sebastián, ¡qué sorpresa! —contestó tendiéndole la mano—. La decoración es tuya, ¿verdad?

—Me temo que sí —contestó él con una sonrisa.

—Es preciosa. ¿Quieres... quieres tomar algo?

—No, gracias, tengo que irme —dijo él, levantándose—. Me ha encantado volver a verte y... enhorabuena por el libro, en la editorial todos dicen que va a ser un gran éxito.

Sebastián hizo mutis por el foro, no sin antes dejar sobre su mejilla un dulce beso. Juan se convirtió entonces en un bloque de hormigón, hermético, concentrado, compacto. Lis lo observó preocupada. En el corazón de aquel hombre se estaba formando un auténtico tsunami que antes o después acabaría arrasándolo todo. Así que Lis decidió replegar velas; las explicaciones bien podían esperar a llegar a un puerto seguro.

Pero ni siquiera al amparo de las paredes de su casa, ella fue capaz de lidiar con la furia que habitaba en aquel cuerpo.

 

 

—¿Por qué él sabía lo del libro y yo no, Lis? —preguntó Juan rabioso, tan pronto como entraron en casa—. ¿Por qué?

—Porque él trabaja para la editorial y tú no —le contestó ella con una pequeña sonrisa, que no hizo sino sulfurarlo aún más.

—¡No te cachondees de mí, Lis!

—No... me grites..., Juan..., no me grites —dijo ella encendiendo un cigarrillo.

—¡No confías en mí! ¡Me lo has estado ocultando todo este tiempo! ¿Por qué, por qué no has querido compartirlo conmigo, Lis? ¿Por qué no confías en mí, por qué?

—Porque... porque... porque me cuesta fiarme de la gente... Me cuesta mucho y...

—Pero ¡confías en él! ¡Y no me lo niegues, he visto cómo lo mirabas, cómo le hablabas, confías en él!

—¿Estás... estás... celoso?

—¡Sí! —gritó Juan—. ¡Estoy celoso! —Y, cogiendo su chaqueta, salió por la puerta como un ciclón.

 

 

La semana que pasaron separados se les hizo eterna. Y mientras, Juan tuvo que lidiar con los celos y con sus compañeros...

—¡No hemos pasado buena noche, ¿eh, Jack?! —preguntó uno con sorna.

—¡A ver si espabilas, tío, que es para hoy! —apostilló otro.

—¡Baja ya de las nubes, Jack! —le gritó su jefe sin poder contenerse—. ¡Unas veces tan dispuesto a morir y otras tan dormido! ¡Espabila de una vez, tío!

Lis tuvo que hacerlo con los sueños... y con el deseo.

Las pesadillas volvieron cada noche para atormentarla, pero ahora, a las habituales, se unían las del accidente, formando en su mente un batiburrillo que se turnaba para martirizarla. Se despertaba en plena madrugada, gritando y sudando, y se refugiaba bajo la ducha, esperando que el agua se llevase la angustia y el miedo y devolviese a su mente y a su cuerpo el sosiego que tanto anhelaba.

Se acercaba a la ventana y observaba la casa de Juan, donde las luces también estaban encendidas. Y si bien su corazón se negaba a aceptar que le quería, su cuerpo le decía con total precisión que le deseaba. El sexo, ese gran desconocido para ella, que no había llenado más que un ínfimo espacio de su mente durante el tiempo que había estado en LA CASA, se le había mostrado en toda su magnitud, con toda su fuerza. El cuerpo de Juan le había descubierto un mundo lleno de explosiones de color, de fuegos de artificio, de sensaciones nunca imaginadas. Las neuronas que habitaban en su cerebro nunca llegaron ni tan siquiera a imaginar el placer que un cuerpo podía proporcionarle, estaban demasiado ocupadas tratando de solventar problemas más acuciantes, como la simple supervivencia. Pero una vez libre de las cadenas que la ataban, Lis se había dejado llevar por las manos de Juan, por el cuerpo de Juan, por el deseo de Juan, y noche tras noche... le deseaba. Deseaba su cuerpo, deseaba sus besos, deseaba el roce de su barba en su cara. Deseaba sus caricias, deseaba sus miradas, deseaba el aroma de su piel, y que la hiciese sentir un hada. Y noche tras noche se despertaba gimiendo, como tantas veces en el cuartito bajo la escalera, mientras en su interior se producía una batalla a tres bandas. Corazón, cuerpo y mente se debatían de forma encarnizada, hasta que, al tercer día, el cuerpo ganó la batalla.

 

 

Tercera noche:

—¿Ya ha remitido la tormenta, Juan?

—Si lo que quieres es cachondearte, te aseguro que sigo estando de un humor de perros.

—¿No tendrás baja la glucosa?

—¿De qué hablas?

—A veces, el mal carácter viene por falta de azúcar.

—Mi mal carácter en esta ocasión está plenamente justificado.

—Tú siempre encuentras justificación para tu mal carácter. ¿Lo has pensado alguna vez?

—¿Me vas a psicoanalizar? ¡Lo que me faltaba!

—No te vendría mal.

 

Cuarta noche:

—¿Ya has tomado un poquito de azúcar?

—¿Por qué te gusta echar sal en mis heridas, Lis?

—¿Tus heridas? Di más bien tu orgullo. Y yo no echo sal, si te escuece por algo será.

—Lo que me duele es tu falta de confianza, eso es lo que me duele.

—Hay cosas que son difíciles de contar, Juan.

—Pues aquí estoy para escucharlas.

—Que estás ya lo sé, lo que no tengo tan claro es que estés preparado para oírlas.

—¿Has matado a alguien, Lis?

—...

—Perdona, sólo era una broma, perdona si te he molestado, no era ésa mi intención.

—...

—Lis, contéstame, no te enfades, por favor, ha sido una tontería.

—...

—Lis, por favor.

—...

—Lis.

—...

 

Quinta noche:

—¿Has encontrado abrigo en una playa tranquila o todavía estás en plena tormenta, Juan?

—Creo que los vientos huracanados no han dejado de soplar, me zarandean de un lado a otro de la cama.

—¿Y a qué esperas para encontrar un puerto seguro? ¿A que tus velas no aguanten el temporal y se acaben haciendo jirones? ¿Quieres acabar yendo al pairo?

—No iré al pairo, cariño, tengo un faro frente a mi ventana que me guía; sé perfectamente dónde está mi puerto.

—¿Y qué te impide llegar a él? ¿Tu orgullo?

—No, una barrera invisible, llamada confianza.

 

Sexta noche:

—Lis..., te echo de menos.

—¿Se ha levantado la barrera?

—La he roto.

—¡Tú y tu impulsividad!

—¿Tú me echas de menos, Lis?

—Yo aún tengo en la retina a una mujer muy rubia y muy enfadada que me dijo cosas terribles. ¡Hay que ver qué amigas te buscas!

—Yo también tengo en la retina a un hombre que te miraba con lascivia. ¡Hay que ver qué amigos te buscas!

—Bueno, pues estamos en paz.

—Yo no estoy en paz, Lis, no estoy en paz...

 

Séptima noche:

—Te echo de menos, Lis, no puedo dormir sin ti a mi lado.

—...

—A veces no mido mis palabras. Soy demasiado impulsivo, lo siento.

—Tu impulsividad no me molesta, Juan, gracias a ella te conocí, y gracias a ella estoy viva.

—No digas eso. Tú estás viva porque eres fuerte, porque aguantaste donde otros no podrían haber aguantado, porque resististe lo que otros no podrían haber resistido, porque esperaste lo que otros nunca podrían haber esperado.

—Me gustan tus labios, Juan...

 

 

La octava noche, Lis regresaba a casa de dar un paseo por el parque, cuando ante su puerta la esperaba el hombre guapísimo, con un gran ramo de flores en las manos. Las dudas se evaporaron como por arte de magia, los enfados se disiparon al mirarse a los ojos y encontrarlos llenos de estrellas, llenos de ansia, las palabras se perdieron en el aire y en su lugar quedó el cuerpo, la piel y el alma.

Juan la tomó entre sus brazos y, sin soltarla, la llevó a la cama. La desnudó con prisa, recorriendo su cuerpo con lentas caricias que desataron su deseo. Saboreó sus pechos y chupó sus pezones, arrancándole los primeros gemidos de placer, y siguió bajando por su cuerpo hasta que se perdió en su sexo. Lo recorrió despacio, lamiéndolo, chupándolo, saboreándolo.

Lis levantó la cabeza y lo miró asombrada. Contemplar a aquel hombre entre sus piernas era lo más erótico y sensual que había visto nunca, pero cuando succionó su clítoris, se agarró a las sábanas y separó las piernas, entregándosele. Estalló en un orgasmo que la sacudió, que la traspasó, que la llenó, que la sació. Se convulsionó durante un tiempo que le pareció eterno, mientras su boca seguía saboreándola y sus manos acariciaban sus caderas con deseo.

Juan subió por su cuerpo, llenándolo de besos. Acarició su sexo mojado mientras una sonrisa aparecía en sus labios, mirándose en los ojos color chocolate que brillaban como si tuvieran estrellas dentro.

—¿Te ha gustado, mi vida? —preguntó con voz ronca, sin dejar de tocarla.

—¡Oh, Juan, pero qué me haces!... ¡Ven!

—Aún no, cielo, aún no... —susurró él en su boca, saboreando sus labios—. Te he echado tanto de menos.

Recorrió su cuerpo de nuevo, dejando un camino de besos, y, separándole las piernas, le sopló en el sexo.

—¡Juan..., pero ¿qué me haces?!

Una vez más paladeó su clítoris, lamiendo sus labios, recreándose en la humedad que había en su cuerpo, y lentamente, muy lentamente, le introdujo los dedos. Lis se arqueó al sentirlo dentro, y mientras sus dedos la penetraban más y más, su boca la devoró hasta hacerle perder la noción del espacio y del tiempo. Cuando dejó de convulsionarse, cuando su respiración comenzó a serenarse y sus ojos volvieron a abrirse, entonces Juan se dio por satisfecho, subió lentamente sobre su cuerpo y entró en él, adorándolo, amándolo, tomándolo y sintiéndolo.

—¡Oh, Juan..., Juan...! —susurró ella en su oído—. Nunca había entendido por qué a la gente le gustaba tanto el sexo... Ahora lo entiendo..., ahora lo entiendo... Juan..., Juan..., cómo me gusta tu cuerpo...

Él la tomó durante mucho tiempo, recreándose en su cara, en sus gemidos, en sus gestos. Se tumbó en la cama e hizo que ella se colocara encima.

—Pero, Juan... —protestó Lis riendo—, yo peso mucho.

—No. Quiero sentirte así, encima de mí. Y no pesas mucho: has adelgazado, creo que demasiado.

—No digas eso o creeré que te ponen las mujeres gordas.

—¡Me pones tú! ¡Sólo tú! ¡Y no sabes bien cómo me pones!

 

 

Lis colocó el precioso ramo de flores en un jarrón y se quedó mirándolo concentrada mientras se tomaba el primer café del día. Juan salió del baño con una toalla enrollada en la cintura. Con la piel brillante y los ojos encendidos, ella lo miró fascinada. Aquel hombre era un espectáculo, no le extrañaba en absoluto que Carla perdiese los papeles por él. Se dijo que era increíble que la apariencia física pueda tener un efecto tan devastador en las personas, y se preguntó una vez más qué vería él en ella para excitarse como lo hacía.

Tan absorta estaba en estas y otras cavilaciones que no lo vio venir, dispuesto para otro ataque. Cuando quiso darse cuenta, ya lo tenía encima, rodeando su cintura y con una peligrosa sonrisa en los labios.

—No —dijo ella, levantando las cejas asombrada.

—Sí —contestó él con una sonrisa, abriéndole la bata y mirando su cuerpo.

—No.

—Sí.

—Llegarás tarde.

—No.

—Tendrás que darte otra ducha... y llegarás tarde.

—No me ducharé, así podré olerte durante todo el día.

Lis abrió la boca sorprendida, momento que él aprovechó para abordársela. La saboreó con dulzura y la llevó hasta el sofá, donde le quitó la bata y se dio un festín con sus pechos. Juan desayunó su sexo, lo saboreó como si fuese el manjar más delicioso que pudiese existir sobre la faz de la Tierra, haciéndola estremecer y llegar al orgasmo en muy poco tiempo, porque verlo entre sus piernas era tan erótico que Lis no necesitó mucho para perderse en su boca y entregarse a ella.

Naturalmente, Juan llegó tarde a trabajar, cosa que le valió una nueva bronca del jefe, pero por más que éste gritó y se desgañitó, no consiguió borrarle la sonrisa de la cara.

Jack
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