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Volvían a casa, de cenar fuera, cuando el manuscrito la miró desde la mesa del ordenador. Lis clavó sus ojos en él y un profundo suspiro salió por su boca, mientras Juan la miraba preocupado.

—¿Qué pasa, cariño?, ¿no te apetece leerlo? ¿Tan duro es?

—Ni te lo imaginas, Juan. Si lo que tuvimos que soportar las niñas allí fue horrible, lo que les hicieron a los niños fue... nauseabundo. Cada línea que leo me desgarra el corazón un poco más... No veo el momento de terminarlo.

—Entonces no lo leas, mi vida —dijo, cogiéndolo y llevándolo hacia el armario de los abrigos—. No quiero que lo leas. ¡Déjalo!

—Pero ¡no puedo hacer eso, Juan, no puedo! —exclamó Lis, quitándoselo de las manos y sentándose en el sofá—. ¡Se lo prometí, y tengo que hacerlo! ¡Él confió en mí y no puedo fallarle!

—¿Sabes, cariño? —comentó él, sentándose a su lado—, con todo lo que te ha pasado en la vida... no consigo entender cómo puedes ser tan leal.

—Pues precisamente por eso, Juan, por lo que me ha pasado —dijo ella, acurrucándose a su lado—. Las personas que deberían haber velado por mí no lo hicieron, y yo no haré lo mismo con las personas que quiero.

—Por eso no te separas de mí desde que salgo del trabajo, ¿verdad? —preguntó él, mirándola tiernamente—. No creerás que no me he dado cuenta de que me tenéis totalmente controlado. Pedro no me quita ojo durante el curro, Patricio se pasa por allí a cada momento para evaluar mi estado mental y tú te pegas a mí como una lapa, no me dejas ir solo ni a la ducha. Estoy empezando a sentirme un poco prisionero.

—Eso es porque te queremos —dijo ella estallando en carcajadas y abrazándole con fuerza—. ¡Cómo me gusta tu olor, Juan!

—No intentes distraerme, Lis. —Suspiró él mirándola muy serio—. Yo... no consigo aceptar no poder hacer nada contra Sebastián. Me está matando por dentro, cariño..., no te imaginas cuánto.

—¡Sí, sí me lo imagino! —dijo, levantándose y poniendo las manos en las caderas, al tiempo que clavaba en él su mirada más seria—. Lo sé perfectamente. Sé la rabia que tienes dentro y a la que te gustaría dar salida. Sé que te quema, que te arde en las venas, que te atormenta incluso cuando duermes. Sé el esfuerzo que supone para ti mantenerla a raya y que luchas con uñas y dientes para hacerlo. Sé que esa batalla te agota física y psicológicamente, lo sé. Pero ¡también sé que harás todo cuanto puedas para dominarla, porque eso es lo que debes hacer, lo que tienes que hacer y lo que quiero que hagas! Desde entonces, te quiero más y eres más hombre a mis ojos. —Salió del salón, dejándole con la boca abierta. Cuando volvió, traía una sonrisa pícara en los labios y una bata transparente sobre el cuerpo—. ¡Y también te deseo más!...

 

 

El último capítulo llegó por email. Lis lo miró en la bandeja de entrada, pero fue incapaz de abrirlo. Sin embargo, aquella noche, cuando Juan dormía a su lado plácidamente y ella miraba al techo en espera de que Morfeo apareciese, sin conseguirlo, se dijo que de nada servía demorarlo más. Se levantó y puso una cafetera sobre la vitro, necesitaba de toda la ayuda posible para aquel último esfuerzo. Con un tazón de café sobre la mesa del ordenador y un cigarrillo entre los dedos, abrió el mensaje.

 

EPÍLOGO

Uno no debe olvidar nunca de dónde viene. Nuestros orígenes nos han hecho lo que somos y obviarlos implica negar una parte de nosotros mismos.

Veía mi vida en blanco y negro, como las antiguas televisiones, así la veía y así la sentía. Hasta que un día, ya en la edad adulta y lejos de aquella casa, mis manos decidieron por su cuenta y la llenaron de color. Todos los colores que faltaron en mi infancia inundaron de golpe mi vida, mi mente y mi alma. Mis cuadros se convirtieron en esa ventana al mundo del color que me faltaba, y en ellos volqué todas las alegrías que había perdido en LA CASA, pero que, a pesar de todo, allí estaban.

Tras la primera exposición llegaron otras muchas y, como por arte de magia, aquellos cuadros que salían de mis manos se iban en busca de otras manos. Los críticos los alababan por su colorido, por su prestancia, por su dulzura, por su magia. Me los quitaban de las manos tan pronto como los terminaba, y muchas veces me pregunté qué vería en ellos la gente, por qué les gustaban.

Hasta que una tarde, sentando ante uno de ellos en la galería de arte, mientras posibles compradores pululaban a mi alrededor mirando mi trabajo, una mujer de edad avanzada se sentó a mi lado y lo observó fijamente. Había sido un cuadro laborioso, se titulaba Brisa nocturna, y en él había recreado LA CASA, pero no como era, ni como la recordaba, sino... como la deseaba. Parecía salida de un cuento de hadas: ventanas brillantes, madera reluciente y el balancín, que parecía mecerse con la brisa de la noche. La había rodeado de cientos de flores que nunca podrían crecer en aquel lugar ni aunque se las regase con fertilizante a diario. Pero así es la imaginación, no importa que algo no pueda pasar: si tú quieres, pasa. El cuadro no podía ser más alegre, había trabajado con colores que en un principio ni siquiera conocía, y la Luna, con su extraña magia, todo lo iluminaba. Me había costado mucho conseguir aquel brillo, pero allí estaba.

—Disculpe —dijo la mujer con dulzura—, ¿puedo hacerle una pregunta? Cuando usted mira este cuadro..., ¿qué ve?

—Pues veo mucho colorido, es un cuadro muy alegre. ¿A usted no se lo parece?

—Sí, sí, así es, tiene mucho colorido, ésa es la primera impresión que da, pero... una cosa es lo que veo y otra muy distinta lo que me hace sentir —afirmó ella concentrada—. Está lleno de color, de reflejos hermosos y, sin embargo, no puedo evitar sentir pena, pero no sé por qué..., a no ser que... —Sus ojos se achicaron, mientras se levantaba lentamente y se acercaba. Me levanté a mi vez y la seguí—. ¡Claro, claro, claro! Aquí está la tristeza, está aquí, aquí exactamente.

Y allí exactamente, en aquella pequeña esquina que su dedo señalaba, estaba la ventana. La pequeña ventana del cobertizo, levemente iluminada, rodeada de oscuridad, de matorrales y de zarzas.

—¿Por qué? —le pregunté.

—No lo sé..., pero ahí pasa algo..., algo malo... Sí, ahí está la tristeza, tan real como los colores.

Después de aquello, me di cuenta de que, hiciera lo que hiciese, fuera a donde fuese, y me llamara como me llamase, siempre habría una esquina que me delataría, una esquina en la que mostraría mi alma, quisiera yo o no, y que hablaría por mí sin necesidad de palabras. Estaría presente en todos mis actos, en todos mis movimientos, en todos los caminos que emprendiese... Nunca podría llevar una vida normal, ni durante el día ni durante la noche, porque mi alma estaba partida y nada de lo que hiciera podría recomponerla, podría curarla.

Fue entonces cuando encontré el libro, y en él..., el grito. El grito de desesperación que yo no di cuando el niño era violado, el grito de indignación que yo no di cuando murió, el grito de angustia que yo no di cuando lo enterramos junto a la pocilga de los cerdos, el grito de dolor que se quedó atrapado en mi garganta y que nunca llegó a salir por mi boca, el grito que me quemaba por dentro y arañaba mis entrañas, el grito que, silenciosamente, se colaba en mis cuadros sin que yo me enterara.

Y había sido ella, mi heroína de la infancia, la que me había abrazado con sus palabras, a la que también habían quitado la identidad, la libertad y el alma. Ella levantó la voz y gritó, les puso nombre y les puso cara. Se lo contó al mundo, lo gritó al universo, ese que siempre nos había dado la espalda. Venció su miedo, salió de su escondrijo y lo gritó a los cuatro vientos con rabia... ¿Y qué había hecho yo desde entonces? Esconderme..., lamentarme..., lamer mis heridas y tragarme las palabras.

 

 

ÚLTIMO CAPÍTULO

Sabía que la mejor hora para hacerlo era por la mañana, cuando ÉL ya hubiese despertado a los niños con la ducha fría y los hubiese mandado a la escuela. Era el único horario que respetaba, para no levantar sospechas. Hecho esto, se volvía a la cama.

Anduve por el sendero, un camino tantas veces recorrido, que impregnaba mi mente de recuerdos que quería olvidar, pero que allí estaban, formando parte de ella para siempre. Nada había cambiado, salvo que la casa estaba más vieja y más sucia, las paredes seguían mugrientas, la camioneta ante el cobertizo y las gallinas cacareando en el gallinero, junto a la pocilga de los cerdos... No quise mirarla.

Al abrir la puerta, el olor impregnó mis fosas nasales. El olor de la suciedad, de la sangre, de la muerte. Subí la escalera, no sin antes echar un vistazo al cuartito de debajo, que por suerte estaba vacío. La habitación se mostró ante mí tal como la recordaba. Las botellas sobre las mesillas, el suelo cubierto de colillas y el olor... nauseabundo. A los pies de la cama, un niño yacía inconsciente; no debía de tener más de tres años. Le tomé el pulso, estaba vivo. Desnudo y con los ojos amoratados, los abrió y clavó en los míos su mirada perdida. Si en algún momento tuve dudas de lo que había ido a hacer allí, se me disiparon al instante al ver aquellos ojos. Le levanté del suelo y le saqué de la habitación.

—Quiero que vayas al cobertizo y que te quedes allí hasta que yo vaya a buscarte —le susurré.

—¿Eres un ángel? —me susurró a su vez con los ojos inundados de lágrimas.

Primero me fui a por ÉL. Le puse en la boca el trapo con cloroformo y ni se movió. Sellé su asquerosa boca con cinta adhesiva y entonces me fui a por ELLA, ahora era mía, sólo mía. Cogí la vara que descansaba junto a la cabecera de la cama y se la pasé por la cara. Arrugó el ceño, pero no se despertó, la deslicé por su cuello y seguí sobre su cuerpo hasta llegar a los pies; quería que todo él se despertase, que todo lo sintiese..., y se despertó. Descargué sobre ELLA uno y mil golpes, que sonaron como si toda la furia del universo estuviese en mis manos. Gritó con todas sus fuerzas intentando apartar la vara, pero al no conseguirlo, se hizo un ovillo, tapándose la cabeza con los brazos. Y fue precisamente su cabeza lo único que quedó intacto de su cuerpo. No dejé un milímetro de piel por golpear. Cuando se quedó aturdida, le até las manos a la cabecera de la cama y le clavé el cuchillo en las entrañas. Lo hice lo más lentamente que pude, mientras sus ojos se abrían y me miraban asombrados. Sentí cómo la piel se rajaba despacio, muy despacio, cómo atravesaba sus órganos. Y allí lo dejé clavado, en su vientre, sabiendo que la agonía sería lenta, muy lenta, porque era la única muerte que merecía.

Entonces, mientras ELLA agonizaba, comencé con ÉL. Le eché al suelo y le até las manos a las patas de la cama, luego los tobillos a las muñecas, dejándole bien abierto para mí. Rasgué su ropa hasta que estuvo desnudo, completamente desnudo ante mí. De aquel hombre que había sido fuerte como un toro ya casi no quedaba nada, los años y los excesos habían hecho estragos en su cuerpo, pero eso no mitigó ni lo más mínimo mis deseos de venganza. Me senté en el sofá de la esquina y encendí un cigarrillo, en espera de que ELLA muriese y de que ÉL despertase.

El efecto del cloroformo pasó antes de lo previsto, aquel cuerpo aún tenía aguante. Sus sacudidas al sentirse inmovilizado zarandearon la cama donde ELLA gemía, mirándome con ojos suplicantes. Cuando me pareció que estaba completamente despierto, me acerqué, quería que me viese bien. Me quedé ante ÉL... y ladré. Ladré con todas mis fuerzas, con toda la intensidad que había en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón y en mi garganta. Ladré por mí y por los otros, por la infancia perdida, por los sueños pisoteados, por la humillación vivida, por el asco... Por las esperanzas enterradas, por los sueños destrozados, por la inocencia hecha trizas.

Levanté la vara ante su cara, preguntándome si quedaría aún en ella algún resto del niño, y reí, reí con toda mi alma. No me voy a recrear contando los detalles de lo que le hice, porque, aunque me comporté como un sádico, no disfruté haciéndolo. Sólo diré que todas las cosas que nos hizo... le fueron hechas..., todas..., todas.

Cuando todas las aberraciones fueron recibidas por su cuerpo, le quité la cinta de la boca, quería oírle gritar, quería oírle aullar como un perro. Acerqué el cuchillo más grande que había encontrado y lentamente... se lo introduje en el ano. El grito que salió por su boca se unió al mío... ¡Por fin pude gritar en aquella casa!

Volví al sillón y encendí un cigarrillo completamente cómo morían. Lo hicieron casi a la vez, primero ELLA, luego ÉL. Comprobé sus pulsos, recogí mis cosas y salí al cobertizo. Llevé al niño a LA CASA, le senté en el sofá del salón y me arrodillé a sus pies.

—Dentro de un rato vendrá la policía, no te asustes. Te sacarán de esta casa fea y te llevarán a un sitio bonito, un sitio donde no te harán las cosas malas que hacen aquí. A partir de ahora serás libre, la libertad es nuestro bien más preciado, la libertad y la dignidad, no lo olvides nunca.

Cogí el teléfono, que aún colgaba de la descascarillada pared, y llamé a la policía. Cuando me acercaba a la puerta, una vocecita me llamó.

—¿No puedes llevarme contigo? ¡Seré bueno!

—Tú eres bueno, los malos eran ellos, no lo olvides nunca, por favor. ¿Me lo prometes?

—Sí, te lo pometo, ángel, te lo pometo.

 

 

Lis cerró el correo y, con el corazón acelerado y las manos temblorosas, se lanzó hacia la cafetera. Cuando Juan apareció ante ella, frotándose los ojos como un niño y el pelo alborotado, un pantalón de pijama colgando de sus caderas y el torso más perfecto que se pueda tener, a ella se le alegró el alma. Era un auténtico espectáculo para la vista, no podía haber cuerpo más perfecto que el suyo. Se preguntó una vez más cómo había ido a parar a su cama, mientras un calor muy conocido comenzaba a nacer en su vientre.

—Pero ¿qué haces levantada, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?

—Estoy pensando, Juan... —dijo, mirándole concentrada— que mañana compraré una botella de whisky.

—Pero ¿qué dices?

—Sabes que no me gusta tener alcohol en casa, pero es que hay momentos en que una copa hace falta. He terminado el manuscrito y cuando te lo cuente... vas a alucinar.

—Sí, una copa a veces es necesaria... —asintió él, quitándole la taza de café de las manos temblorosas—. Pero como no la tenemos..., déjame pensar qué puedo hacer para tranquilizarte.

Entre beso y beso, Juan pegó su cuerpo al de ella, haciéndole notar su erección. La cogió en brazos y la llevó a la cama, donde los besos y las caricias salieron de su cuerpo en cascada. Pero Lis tenía prisa y, sin quitarse el camisón, le bajó el pantalón del pijama, acercando su miembro a su sexo con ansia.

—Juan..., Juan..., por favor, cariño...

—Espera un poco.

—¡No, no puedo esperar, por favor!

—¡Y decís que el impaciente soy yo! —se lamentó él con una sonrisa.

En los ojos color chocolate no podía haber más pasión, más deseo, pero cuando comenzaron a llenarse de lágrimas, Juan no pudo soportarlo más y, pasando un brazo bajo sus caderas, se las levantó y la penetró lentamente, muy despacio. El cuerpo de Lis se adaptó al suyo, comenzando a gemir mientras las lágrimas caían por sus sienes, hasta que la llevó al orgasmo intenso y liberador que tanto necesitaba. Siguió moviéndose dentro de su cuerpo, duro, caliente, pletórico, le quitó el camisón y chupó suavemente sus pezones, volviendo a excitarla, acelerando su respiración, provocando el brillo de sus ojos y que ella lo buscase. Sus piernas le rodearon la cintura como auténticas tenazas y levantó las caderas hacia él pidiéndole, dándole, hasta que se corrió de nuevo agarrándose a sus brazos, que parecían auténticas columnas de hierro.

—¡Te quiero, mi amor, te quiero! —susurró Juan, mientras ella se perdía en el placer que le daba su cuerpo.

—¡Oh, Juan..., yo... no puedo más...! —dijo al sentirle todavía duro en su interior y moviéndose con toda la pasión, con todo el deseo.

—Aún no tengo bastante de ti, nena, aún no.

—Pero yo... ya estoy relajada —contestó Lis en un susurro, provocándole la risa.

—¿Se te han quitado las ganas del whisky? —preguntó él, riendo, mientras seguía entrando y saliendo de su cuerpo.

—Sí, Juan..., totalmente. —Abrió los ojos al sentir que su vientre volvía a despertarse bajo sus caricias—. ¡Oh, Señor, otra vez..., me voy a desmayar!

—¡No, no te vas a desmayar, lo vas a sentir, mírame, mírame cariño, mírame!

Juan se miró en sus ojos, tan cerca que podía ver su imagen reflejada en ellos. Sonrió y entró en su boca, devorándola, saboreándola, sintiendo cómo sus gemidos de placer subían por su garganta. La llevó hasta un nuevo orgasmo, intenso y abrasador, donde se perdió con ella.

—¿De qué te ríes, Juan? —dijo ella, tomando su cara entre las manos y mirándole con dulzura.

—Lis..., no quiero que tengas whisky en casa, no quiero. ¡Prométeme que no lo comprarás, cariño!

Jack
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