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Se llamaba Juan José, pero todos le llamaban JJ. Su aspecto era como el de cualquier otro niño, de piernas largas como palillos y brazos largos como palillos. Había nacido en una familia como otra cualquiera, pero en su interior se estaba formando un terremoto de sentimientos.
Fue al alcanzar la pubertad cuando el epicentro del terremoto comenzó a vibrar y alteró sus hormonas, que tomaron el mando de su cuerpo y le dirigieron en direcciones hasta entonces nunca exploradas. JJ no sabía qué le ocurría, sólo sabía que tenía hambre. Un hambre que con nada se saciaba. Un hambre que le despertaba en mitad de la noche y dirigía sus pasos hacia la nevera. Un hambre que le dominaba por completo. Un hambre que le atormentaba.
Hasta que una noche de escaramuzas en busca de algo que se la aplacara, descubrió la fuente del placer: el chocolate. En él encontró la calma. Sólo él conseguía aminorar un poco sus ansias, y comerlo se convirtió en su gran pasión, en su droga, en su válvula de escape, en su refugio, en su liberación. A ninguno le hacía ascos, todos le gustaban: blanco, negro, con leche, con avellanas, relleno, con almendras... Pero había uno en especial que le robaba el alma: el de dulce de leche; el más delicioso, el más sensual, el más adictivo. Cuando lo sentía deshacerse en su boca era... como tocar el cielo.
Y fue así, dejándose llevar por semejante manjar de los dioses, como su cuerpo comenzó a experimentar un cambio tan radical que a su propia madre, en ocasiones, le costaba reconocerle bajo aquella capa de grasa que recubría sus huesos. De su padre recibió lo que había recibido siempre: golpes y más golpes, pero afortunadamente, el manto que le envolvía conseguía atenuarlos, como si de un escudo protector se tratara.
De los pocos amigos que tenía, cada vez fueron quedando menos. Quizá por la impresión que sus casi cien kilos de peso les causaba, y que, a los quince años, se transformaron en ciento veinte. JJ aprendió en carne propia que la influencia que el aspecto físico ejercía sobre las personas, tanto para atraer como para repeler, era comparable al influjo de la luna sobre las mareas. El mismo día que la báscula le informó de sus ciento veinte kilos, los últimos amigos abandonaron definitivamente la esfera de su pequeño mundo, sumiéndole en la más profunda soledad. Y fue esa soledad recién descubierta la que dirigió sus pasos hacia un lugar que nunca antes había visitado: la biblioteca.
Fue así como, en sus últimos años de instituto, JJ se introdujo en el apasionante mundo de los libros descubriendo con asombro que todos le gustaban. Clásicos o modernos, tragedias o comedias, no había género literario que no explorase, y en todos encontraba algo que le fascinaba. Los protagonistas de las historias que caían en sus manos se convirtieron en los amigos que no tenía, y su familia, la real, en un personaje secundario de su vida. Una vida que no le satisfacía y de la que intentaba escapar siempre que podía, dejando que la imaginación le transportase a aquellos lugares en los que nunca había estado, pero con los que soñaba cada noche, cuando sus dos sueños recurrentes se lo permitían.
Porque JJ tenía dos sueños. Dos sueños que llenaban sus noches y su mente. Dos sueños que le impulsaban a seguir adelante cuando sentía que ya no tenía fuerzas para continuar. Dos sueños que le hacían creer que otro mundo podía existir. Un mundo donde la brutalidad no impregnase cada rincón de la casa, donde los gritos no atormentasen su descanso, donde el miedo no tuviese cabida. Un mundo en el que poder formar un hogar, pero del bueno, del de verdad.
Ése era su gran sueño, el primero, el que deseaba alcanzar con todas sus fuerzas y en cuyo logro no pensaba escatimar esfuerzos. Pero para conseguirlo debía alcanzar su segundo sueño, el que le proporcionaría las alas necesarias para poder volar, para escapar de aquel lugar que para él era un infierno, y ese sueño era... ser bombero.
No sabía de dónde le venía esa necesidad, pero ahí estaba desde su más tierna infancia, y se había vuelto tan real como el hambre; la una llenando su mente, la otra llenando su cuerpo. Y mientras esperaba para alcanzar sus sueños, en la biblioteca se aprovisionaba de libros y en el quiosco de la esquina de chocolate, y sentado en su cama dejaba que su mente se sumergiese en las palabras, mientras el cacao se deshacía lentamente en su boca. Cuando las borracheras de su padre subían de volumen, se ponía los cascos y escuchaba el sonido del mar, ese que sólo conocía por los libros y la televisión, pero que con su sensual cadencia era capaz de transportarlo hasta una realidad distinta, que le relajaba.
Al cumplir los veinte años, decidió que ya había llegado el momento de hacer realidad el segundo de sus sueños, ser bombero. Sus padres reaccionaron ante la noticia como lo habían hecho siempre ante todo, ella echándose a llorar y él cruzándole la cara de una bofetada, que, si bien estaba destinada a quitarle de la cabeza semejante idea, tuvo en JJ el efecto contrario: arraigando en lo más hondo de su mente y de su corazón y convirtiendo, así, lo que hasta entonces había sido un sueño en auténtica obsesión. Ni siquiera los duros requisitos que se exigían para acceder al cuerpo de bomberos consiguieron amilanarle. Se entregó a ello en cuerpo y alma, pero a pesar de la preparación intensiva y del duro entrenamiento al que se sometió, no logró pasar las pruebas. La rabia contenida se multiplicó por dos y volvió a la carga con más ahínco, dispuesto a conseguir su sueño.
En ese camino hacia la central de bomberos conoció a Pedro, quien, a pesar de tener una forma física envidiable, también se había quedado a las puertas. El problema de Pedro no era el cuerpo, sino la mente, y, reconociéndose como dos partes incompletas de un todo, ambos decidieron aunar esfuerzos. El carácter taciturno y reservado de JJ se adaptó a la perfección al campechano y bromista de Pedro, y, mientras uno marcaba un plan de trabajo basado en leer, leer y leer, el otro marcó uno basado en correr, correr y correr.
Tras un año de duro entrenamiento, JJ y Pedro entraron por pleno derecho en el cuerpo por la puerta grande, copando los primeros puestos de su promoción.
Allí encajaron desde el primer momento. Primero lo hizo Pedro, quien, con su simpatía y su personalidad extrovertida, arrastró a JJ, que, si bien era muy reservado, aceptaba de buen grado las bromas de los veteranos. Y fue uno de ellos quien le bautizó por tercera vez en su vida. Ocurrió una tarde en la que, al término de un duro turno, los hombres entraban y salían de las duchas, intentando quitarse de la piel el olor del humo y el miedo. Al ver a los novatos con la toalla enrollada en la cintura, el veterano, ya entrado en años y en kilos, dio la voz de alarma.
—¡Muchachos, ya podéis darles fuerte a las pesas! Me temo que los refuerzos que han llegado os quitarán a las chicas con sólo chasquear los dedos.
Si bien el cuerpo de Pedro era una auténtica mole de cien kilos, el de JJ era puro hierro. Su amigo había hecho un buen trabajo con él, de los michelines ya no quedaba ni rastro y, bajo su piel reluciente por el agua, se marcaban todos y cada uno de los músculos que un hombre tiene en su cuerpo, y alguno más que la mayoría tiene escondidos.
—¡Dios santo! —exclamó asombrado el veterano—. ¡Es Jack!
—¿Quién es ése? —preguntó Pedro.
—¡Oh, claro, vosotros no tenéis ni idea, sois demasiado jóvenes! Verás..., hace muchos años se hizo muy famoso un anuncio de la tele. Una rubia exuberante, subida en una moto de gran cilindrada y enfundada en un mono de cuero negro, se quitaba el casco moviendo su preciosa melena rubia y, bajándose la cremallera del mono, enseñaba el comienzo de sus pechos mientras decía con voz insinuante: «Busco a Jack». Fue un anuncio muy famoso en aquella época, os lo aseguro.
—No era Jack —dijo otro veterano entre risas—. Era Jacq’s.
—No me discutas, que yo soy más viejo —contestó el primero, frunciendo el ceño—. Era Jack.
—¿De qué era el anuncio? —preguntó JJ.
—¡Eso es lo más curioso! ¡No tengo ni pajolera idea de qué anunciaban, pero del resto me acuerdo de todo!
Así fue como JJ se convirtió en Jack, y en aquel momento comenzó su leyenda. Con su carácter taciturno y reservado, su cuerpo de infarto, su pelo negro como la noche, sus profundos ojos marrones y su nariz aguileña, parecía tener un imán invisible para atraer a las mujeres como abejas a un panal de rica miel. No había fémina en la ciudad que no perdiese los papeles cuando aquel hombre la miraba, ganándose así una fama de rompecorazones que no le gustaba, pero que era la envidia de sus compañeros. Sin embargo, por más que las mujeres se le ponían en bandeja, Jack nunca parecía satisfecho.
Una tarde, desconcertado, Pedro le preguntó:
—¿Y la rubia del sábado, Jack? ¿No has vuelto a quedar con ella?
—No.
—¿Por qué? Era muy guapa.
—Sí, lo era, pero hay otras cosas aparte del cuerpo, Pedro.
—¡Ya, hombre, pero es que la tía estaba cañón!
—Sí, bueno, era lo único que tenía, te lo aseguro.
—Jack, ¿puedo preguntarte qué buscas en una mujer?
—Busco... que me motive..., que me divierta..., que me emocione..., que me conmueva. En pocas palabras, que me llene.
—Ya. ¿Y la rubia no era así?
—No, Pedro, la rubia sólo quería follar, sólo eso, no le interesaba nada más. ¡Joder, tío, desde que estamos aquí he conocido a más mujeres que en toda mi vida, y no ha habido ninguna que me llenase de verdad, ninguna! ¡Es desesperante!
—Bueno, pues piensa que ya llegará. Tiene que haber alguien en este gran universo que sea perfecta para ti. ¿Cómo te gustaría que fuese? Físicamente, me refiero.
—Eso no tiene importancia, Pedro, ninguna importancia, te lo aseguro.