3
Miré la pantalla del ordenador y suspiré profundamente. Diez años habían tenido que pasar hasta llegar a aquel momento. Acerqué el cursor al botón de enviar y lo pulsé. ¡Ya estaba hecho! La historia ya estaba contada, ahora ya no sólo me pertenecía a mí. Ahora todo el mundo podría conocerla, podría verla a través de mis ojos, como yo la vi, como yo la viví, como yo la sufrí.
Me limpié las lágrimas que corrían por mis mejillas y cerré el correo. Apagué el ordenador y me di una larga ducha. Desayuné y bajé al garaje. Necesitaba ver un nuevo amanecer, necesitaba sentir el frescor de la mañana, necesitaba ver salir un nuevo sol tras el horizonte. Encendí el reproductor de música y abrí la ventanilla, mientras la voz rota y desgarrada de Rosana inundaba mi coche y mi alma. Salí a la carretera en busca de un nuevo día, de una nueva vida, y fue allí, sobre el frío asfalto, donde encontré mi destino.
Tan pronto como entré en la autovía tuve un mal presentimiento. A los pocos kilómetros, el carril izquierdo apareció cortado por obras y las señalizaciones de luces ambarinas comenzaron a salpicar cada tramo de la carretera. Pero lo peor aún estaba por llegar, y lo hizo de repente, como salido de la nada: la niebla. Surgió ante mí como si de un suave manto se tratase, envolviéndolo todo en una lenta caricia. En cuestión de segundos, el horizonte que había ante mis ojos se desvaneció por completo, dejándome visibles sólo unos pocos metros. Y, para acabar de darle un toque aún más estremecedor al momento, los operarios comenzaron a aparecer por los arcenes, enfundados en sus chalecos reflectantes, como auténticas figuras espectrales. Y fue entonces, cuando la sensación de irrealidad lo inundaba todo, cuando la furgoneta se materializó ante mí.
Las luces de emergencia me hicieron parar en seco y, aunque los frenos respondieron bien, me quedé a un palmo de distancia de ella, con la respiración entrecortada y el corazón a punto de salírseme por la boca. La sacudida de la frenada hizo subir por mi garganta un grito, apoyé la cabeza en el volante e intenté serenar mi desbocado corazón mientras mis manos temblorosas lo apretaban con fuerza. Encendí las luces de emergencia de mi coche y llevé la mano hacia el chaleco reflectante, que siempre estaba en el bolsillo de mi puerta, pero no tuve tiempo de tocarlo siquiera. Dos luces blancas aparecieron en mi retrovisor inundándolo todo, llenándolo todo, paralizándolo todo.
Es curiosa la extraña dimensión que tiene el tiempo. Lo que no fue más que un segundo me pareció una eternidad. Mis ojos se clavaron en las luces del camión blanco, que se hacían más y más grandes por momentos. Dos luces que lo iluminaban todo, que lo llenaban todo, y, mientras mi mente gritaba en silencio «¡Párate, párate!», cerré los ojos y esperé. No había nada más que yo pudiera hacer salvo esperar. Las luces lo inundaron todo y todo se volvió negro.
Y la luz se convirtió en oscuridad.
El aviso llegó a la central y los bomberos saltaron de sus literas. La sirena sonaba insistentemente mientras recibían las noticias con cuentagotas: «Accidente en la autovía de Brión. Dieciséis coches implicados. Obras en la calzada. Tráfico colapsado».
Pedro ya estaba al volante del camión cuando los hombres comenzaron a entrar. Fue entonces cuando vieron aparecer al jefe, con paso renqueante, arrastrando sus muchos kilos de más y llevando en la mano el casco, que miraba como si de un instrumento de tortura se tratase.
—Pero ¿adónde diablos se cree que va, jefe? —exclamó Pedro.
—¡Arranca de una puta vez! —le gritó él, subiéndose al camión con dificultad—. ¡Hay muchos coches accidentados, necesitaréis todas las manos posibles!
—¿Le ha entrado nostalgia, jefe? —preguntó Jack con una sonrisa, apiadándose de él y colocándole el casco sobre la reluciente calva.
—¡Me ha entrado miedo, Jack! ¡Por las tonterías que haces últimamente! ¡Así que mejor tenerte vigilado!
Si llegar hasta el lugar del accidente no fue tarea fácil, lo que allí se encontraron sobrepasaba con creces sus peores expectativas, y no les quedó más remedio que reconocer que las manos del jefe, si bien ya algo desentrenadas, fueron tan importantes como las demás para sacar a aquella pobre gente del amasijo de hierros en que se habían convertido sus coches.
El camión blanco, cargado hasta los topes de líquido inflamable, se había empotrado contra una furgoneta que se había averiado, y, tras él, catorce coches, que, por culpa de la niebla, no habían tenido tiempo de frenar y se habían estrellado uno tras otro, hasta convertir aquel kilómetro de la autovía en un terrible espectáculo digno del mejor desguace.
El primero de los camiones de bomberos comenzó a descargar sobre el camión blanco litros y litros de espuma, en un intento de frenar posibles explosiones. Los bomberos del segundo camión, en el que iba Jack, empezaron a excarcelar a los heridos. Uno a uno fueron sacándolos, entre gritos, llantos y lamentos, e introduciéndolos en las ambulancias, que comenzaron a hacer el camino de vuelta en dirección a los hospitales, ya alertados de la que se les venía encima.
Cuando todos los heridos estuvieron camino del hospital y el camión blanco aparentemente estabilizado, pudieron por fin acercarse a la furgoneta, que había sido estampada literalmente contra el guardarraíl primero y contra el muro de tierra después. Los sesos del conductor y uno de sus pies estaban desperdigados por la cuneta, y fue entonces cuando vieron la rueda del pequeño utilitario.
—¡Pedro, mira! —le indicó Jack.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó su compañero asombrado—. ¿Hay un coche en medio? ¡No, es imposible!
—¡Pedro, aquí hay otra rueda!
—¡Hostias, tío, no me jodas! —dijo su amigo, frotándose la cabeza con la mano—. Bueno, pues por éste ya no podemos hacer nada. Habrá que esperar a que lo levante la grúa.
—¡Hay que mirar, Pedro! —exclamó Jack, quitándose el casco.
—Pero ¿quién coño va a estar vivo ahí, Jack?
Sin embargo, pedirle a Jack que no hiciese algo provocaba en él el efecto contrario. Así que, sin hacer caso de las protestas de su compañero, se tiró al suelo. Siempre había que comprobarlo, sólo así conseguía dormir bien por las noches, cosa que no ocurría muy a menudo. Sus ojos recorrieron el amasijo de hierros aplastados cuando una voz llegó a sus oídos. Aquella voz no estaba en su cabeza, salía de algún sitio. Quizá no fuese más que un reproductor de música que seguía funcionando a pesar de todo. ¡Cosas más raras habían visto! Jack se arrastró sobre la carretera y metió la cabeza entre los hierros en busca de algún indicio de vida, y fue allí, sobre el frío asfalto, una fría mañana de otoño, donde encontró su destino.
La mano, temblorosa y ensangrentada, era tan real como el olor a quemado que todo lo envolvía, y, mientras sus ojos la miraban asombrados, la voz volvió a sonar y se coló por sus oídos, transportándole de golpe a lugares conocidos, a lugares de su infancia, a la sutil cadencia de las olas sobre la arena, a la magia de los libros. La voz, suave y cálida, sonaba con el más increíble de los sosiegos, lenta y tranquila. Y fue así, lentamente, como se coló en su interior en forma de suave caricia llenándole de una luz que nunca antes había visto, iluminando su alma de algo nunca conocido y despertando en ella anhelos hasta entonces no sentidos.
La explosión y los gritos de Pedro le hicieron volver a la realidad, obligándole a regresar del lugar en el que se había perdido.
—¡Hay que salir de aquí, Jack! ¡Venga!
—¡Hay alguien aquí, Pedro, hay alguien aquí! —gritó Jack, levantándose del suelo.
—¡No me jodas!
—¡¿Qué coño hacéis?! —preguntó el jefe, llegando sudoroso hasta ellos.
—¡Hay alguien atrapado, jefe! —exclamó Jack.
—¿Cómo que hay alguien? ¿Ahí? ¡Es imposible!... ¿Qué es ese ruido?
—¡Creo que está cantando! —dijo Jack, tirándose de nuevo al suelo.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
El jefe comenzó a vociferar y los bomberos rodearon el coche entre órdenes y gritos, pero Jack ya no los escuchaba. Sus manos intentaban abrirse un hueco buscando la voz que le guiaba, que le atraía, que le llamaba. Hasta que la voz dejó de cantar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó—. ¡Háblame! —gritó—. ¡Háblame, dime cómo te llamas, dime cómo te llamas!
—Lis...
—Bien... Lis, tranquila, ¡te sacaremos de ahí! ¿De acuerdo?
Introdujo una mano entre los hierros hasta llegar a la mano ensangrentada, que temblaba incontrolablemente. La cogió con cuidado, con mucho cuidado, y fue entonces cuando ocurrió... Una descarga eléctrica salió de aquella mano temblorosa e impactó en la suya. Una descarga que le hizo tragar saliva desconcertado, una descarga que inundó su cuerpo de un calor que nunca antes había sentido y que llegó a lo más profundo de su corazón y de su alma, sacudiéndolos como si de un auténtico desfibrilador se tratase.
La descarga que sufrió su cuerpo coincidió en lugar y tiempo con una nueva explosión del camión blanco, que puso al jefe al borde del infarto.
—¡Rápido, muchachos, esto se pone feo!... ¡Jack, si te digo que salgas de ahí cagando leches, quiero que salgas de ahí cagando leches! ¿Entendido?
Pero Jack ya no lo escuchaba, porque los sonidos de la voz comenzaron a transformarse en lentos quejidos.
—¿Qué pasa?... ¿Qué te pasa, Lis?
—Me duele..., me duele...
—¿Dónde te duele?
—La espalda..., me duele..., me duele...
—¡Tienes que aguantar! ¡Aguanta, te sacaremos pronto, aguanta un poco más!... ¿Cuántos años tienes, Lis?
—Eso no se le pregunta... a una mujer...
La sonrisa que apareció en la cara de Jack habría hecho derretir el casquete polar, pero ella no podía verla, sólo podía sentir el terrible dolor que, como auténticos cuchillos, le atravesaba la espalda. Entonces, una nueva explosión lo cambió todo.
—¡Fuera! —gritó el jefe—. ¡Todos fuera ahora mismo! ¡Todo el mundo fuera!
Fue hombre por hombre, empujándolos lejos de aquel infierno en el que se estaba convirtiendo la carretera. Pero cuando vio que Jack no se movía, lo agarró por los pies y lo arrastró sobre el asfalto.
—¡Joder! —exclamó él—. ¡No podemos dejarla aquí! ¡No podemos dejarla aquí!
—¡Fuera ahora mismo, Jack! ¡Es una orden!
Lo agarró con fuerza por un brazo y, sin quitarle los ojos de encima, lo llevó hasta el coche del jefe de policía, mientras las explosiones se sucedían una tras otra, convirtiendo aquel kilómetro de la autovía en una auténtica bola de fuego.
Pero si el líquido inflamable lo quemaba todo por fuera, lo que ardía en terribles llamaradas era el corazón de Jack, que, una vez despertado a la vida, ya no podía volver a su estado original de aletargamiento. La llama que había surgido en su interior se hacía más y más grande a cada segundo que pasaba, quemándole con tanta intensidad como las llamas que tenía ante sus ojos lo devoraban todo. Y fueron esas llamas recién descubiertas y que inundaban su torrente sanguíneo las que aguijonearon su cuerpo, haciéndole desobedecer una vez más a su jefe, quien, enfrascado en una conversación con el de policía, le perdió de vista un segundo, un solo segundo... Y ese tiempo fue más que suficiente para que Jack atravesase el manto de humo y se lanzase hacia su destino.
—¿Qué... qué haces aquí...? —preguntó Lis al sentir su mano—. Vete..., es peligroso..., vete...
—¡No te dejaré sola! ¿Qué estabas cantando?
—Tienes... que irte..., vete..., vete... —dijo ella soltando su mano.
—¡No me voy a ir, así que no me sueltes la mano! —contestó él muy serio, volviendo a cogérsela.
—Yo... no merezco la pena... Vete..., vete...
—¡No digas eso!
—Nadie me echará de menos... Vete..., por favor..., vete...
—¿Quieres dejar de protestar? ¡No voy a ir a ningún sitio!
—¡Qué mal genio tienes!
—Sí, muy malo —repuso él sonriendo—. Así que no me provoques y dime qué canción cantabas.
—¿Por qué?... ¿Por qué tienes... mal genio?
—No lo sé —respondió Jack.
—Todo tiene... un porqué...
—Dime qué canción cantabas, por favor, era muy bonita.
—Es... es un disco de Rosana... Me gusta..., es precioso...
—No lo conozco... ¡Canta para mí, por favor!
El ruego fue acompañado de una lenta caricia que la hizo olvidar las explosiones que se producían a su alrededor. Una caricia que la llevó al mismo cielo, ese que siempre supo que estaba fuera, en el mundo que la rodeaba, un mundo en el que volvía a estar atrapada, paralizada, aterrorizada. Y, como cada vez que se había sentido así, su boca se abrió y por ella salió la música, liberando toda la esperanza que había en su alma. El susurro inundó el aire que los rodeaba, impregnándolo de vida, entró por los oídos de Jack y fue directo a su alma, porque lo que del alma sale llega al alma.
—Cuando estoy triste o asustada siempre canto. ¿Tú... qué haces?
—Yo como chocolate. —La risa que salió de la boca de ella fue para Jack otra canción, otro regalo que los dioses ponían ante él, y como un regalo la recibió, con una gran sonrisa—. ¿A ti te gusta el chocolate, Lis?
—Claro...
—¿Y cuál te gusta?
—El blanco... ¿Y a ti?
—Verás, yo tengo un problema con el chocolate, porque... me gustan todos.
Una nueva risa escapó de los labios de Lis, hasta que los gemidos de dolor la borraron, haciéndoles regresar a la realidad. A ello contribuyó en gran medida el vozarrón del jefe, que, metiendo la cabeza entre los hierros, bramó con fuerza:
—¡Jack, tú y yo tenemos que hablar muy seriamente!
—Sí, señor.
Los trabajos para sacar a aquella mujer del lugar en el que el destino, en forma de camión, la había puesto se alargaron durante horas. Los bomberos estaban exhaustos, como ella, quien milagrosamente y sin que nadie se lo explicase, seguía viva. Cuando consiguieron acceder a su cuerpo, los sanitarios tomaron el mando, hasta que intentaron colocarla en la camilla.
—¡Joder! —resopló uno de los enfermeros—. ¡No puedo! ¡No puedo, joder, necesito ayuda!
—¡Quita! —exclamó Jack, apartándolo—. ¡Yo lo haré!
—Lo siento..., lo siento —susurró Lis—. Peso mucho...
—Eso no importa —dijo Jack suavemente, colocándola con cuidado sobre la camilla—. No importa nada. —Acercó los dedos y recogió la lágrima que caía lentamente por su sien—. No llores, Lis, no llores, ya estás a salvo.
Y fue entonces cuando el mundo de Jack cambió, cuando lo conocido hasta entonces cobró una nueva dimensión. Cuando los ojos de Lis se abrieron y le mostraron su fulgor, a Jack se le paró el corazón. Los ojos más hermosos que había visto en su vida estaban ante él, vivos, brillantes y llenos de terror. Los ojos, del color del chocolate que tanto le apasionaba, le miraban sorprendidos, le miraban con temor, llenándose de lágrimas, queriendo escapar de aquel horror. Y en esos ojos Jack se perdió.
—No tengas miedo, Lis, no tengas miedo... Ahora te llevarán al hospital y..., no tengas miedo, no tengas miedo.
De lo que ocurrió después de que las luces del camión blanco inundaron mi retrovisor no recuerdo casi nada. Estuve mucho tiempo inconsciente y, cuando volví a abrir los ojos, el olor a quemado lo llenaba todo. Intenté moverme, pero un dolor insoportable me recorrió la columna vertebral, haciéndome sentir una vez más que estaba en el infierno. De nuevo me sentía encerrada, como tantas veces en LA CASA, notando bajo mi cuerpo un frío terrible, y completamente paralizada. Así que hice lo único que podía hacer, lo que había hecho tantas y tantas veces cuando mis carceleros cerraban la puerta y tiraban la llave. Cerré los ojos y canté.
El disco de Rosana había ocupado mis días y mis noches las últimas semanas, se me había metido dentro y ya formaba parte de mí. Una a una, recorrí sus canciones, mientras a mis oídos llegaban gritos y lamentos, y me preguntaba por qué nadie me ayudaba, como tantas veces me lo había preguntado en LA CASA. Pero como para esa pregunta nunca encontré respuesta, seguí y seguí cantando, recordando que, ocurra lo que ocurra, siempre hay un mundo fuera, un mundo que te está esperando. Dejé que la música serenara mi alma y la reconfortara, que despertara en ella lo que tanto me hacía falta para seguir viviendo, para seguir luchando: la esperanza.
Pero entonces, una mano agarró mi mano. Una mano fuerte y segura que me dio confianza. Una mano que acarició la mía como nunca nadie la había acariciado. Una mano que se quedó conmigo mientras su voz me hablaba. No recuerdo lo que me dijo, pero ahora ya no siento su mano, ya no la siento y tengo miedo... Tengo miedo y aquí hace frío, igual que en LA CASA. No puedo dejar de temblar, y el temblor recorre mi espalda, y los cuchillos se me clavan por dentro... Quiero que esto termine, quiero que se acabe, quiero salir también de esta CASA. Veo caras a mi alrededor que me miran extrañadas, y vuelven a mi mente las canciones de Rosana. Entonces la luz lo inunda todo, quizá sea esa luz de la que la gente habla, la que ven los que han estado muertos... Quizá debería ir hacia ella, pero tengo miedo, tengo miedo..., tengo tanto miedo... y me falta su mano...
—¿Me quieres decir qué coño te ha pasado? —El manotazo del jefe sobre su espalda lo devolvió a la realidad.
—Lo siento, jefe, lo siento.
—¡No, Jack, no, con sentirlo no basta! ¡Esto tiene que cambiar! Las órdenes hay que cumplirlas y esta vez no te vas a ir de rositas. ¡Ni lo sueñes!
Jack no contestó. Sus ojos estaban fijos en la carretera y en una ambulancia que, con las sirenas y las luces encendidas y a toda velocidad, trasladaba a una mujer que debería estar muerta hasta un hospital, mientras él se preguntaba cuál.