21

 

 

 

Las prisas de Juan por las mañanas tenían nombre de mujer, y no era Lis, sino Carmen, la culpable de sus madrugones. Lis observaba divertida cómo no cruzarse con la que le había dado la vida se había convertido para él en objetivo prioritario. Y lo mismo ocurría por las noches, pero en sentido contrario, cuando Carmen se metía rápidamente en su habitación tan pronto lo oía entrar.

Una semana llevaba Carmen en su casa cuando Lis la encontró en la cocina, haciendo malabarismos en un inútil intento de abrir la cafetera ¡con las dos manos escayoladas! ¡Vivir para ver!

—Carmen, me gustaría pedirte un favor —dijo ella, quitándole la cafetera de las manos y llevándola al sofá—. Verás, hace tiempo que quiero cambiar las cortinas del salón y, la verdad, no sé qué poner, no entiendo mucho de tejidos. ¿Tú me ayudarías a buscar unas bonitas?

—¿Quieres que te ayude?

—Pues me harías un favor, yo no tengo mucha idea —contestó Lis, poniendo la bandeja del desayuno ante ella.

—¡Oh, claro, hija, claro que te ayudaré! —Sus ojos se iluminaron.

—¡Oh, bien! Pero antes necesitas una ducha.

—¡Oh, no, no, no! —se negó la mujer, abriendo los ojos desmesuradamente—. Yo me lavo por parroquias, como toda la vida.

—No, Carmen, hoy no, hoy te vas a duchar y verás qué bien te sientes.

Las protestas no hicieron desistir de su empeño a Lis, provocándole risas y más risas. Al fin comprendía de dónde le venía a Juan aquella propensión a protestar por todo. La metió en el baño, le quitó la ropa sin contemplaciones, le puso los protectores en los brazos, vertió gel en la esponja y la empujó suavemente hacia su moderna ducha con hidromasaje.

—No tengas miedo de caerte: el suelo es antideslizante y yo me quedaré aquí —dijo, cerrando la mampara y sentándose en el váter.

—¡Oh, vaya, es como estar bajo la lluvia! —exclamó Carmen—. ¡Vaya, vaya, vaya, qué modernismos!

—Usa la esponja, verás qué a gusto te quedas después.

Tantos años acatando órdenes no se olvidan así como así, de modo que Carmen aplicó la esponja sobre su maltrecho y dolorido cuerpo, dejándose llevar por la agradable sensación.

—¿Estás bien? —preguntó Lis, cogiendo la lima de uñas.

—Sí, hija, muy bien, ya salgo.

—No tengas prisa, Carmen, tómate todo el tiempo que quieras. Ducharse es un placer, uno de los pocos que aún nos da la vida, así que hay que aprovecharlo al máximo.

—¡Qué gran verdad acabas de decir, hija, qué gran verdad!

Carmen no se consideró limpia hasta media hora después, cuando salió de la ducha diciendo que se sentía una mujer nueva.

 

 

Los centros comerciales son un mundo en sí mismos, y El Corte Inglés es un submundo dentro de ellos. Cada vez que lo visitaba, Lis se sentía en un auténtico parque de atracciones para adultos, donde la montaña rusa que le hacía soltar la adrenalina era la tarjeta de crédito, aunque siempre en sentido descendente. Carmen entró en él como un niño lo haría en Disney World, sus ojos no daban abasto y sus manos enredaban en cada expositor que encontraba, sin importar lo que contuviera; ella metía la mano y revolvía. Pero cuando llegaron a la sección de cortinas, perdió el norte. Iba de una a otra, abriendo la boca asombrada y dejando que las exclamaciones salieran libremente por ella. Lis la miraba divertida, no había imaginado que llevarla de compras resultaría tan fascinante. Era un auténtico espectáculo verla, estaba en su salsa.

—¿Te gusta alguna, Carmen?

—¡Oh, nena, me gustan todas! Pero hay que pensar con la cabeza y no dejarse llevar por lo que a una le entra por los ojos. Mi madre siempre lo decía, y las madres siempre tienen razón —dijo, asintiendo lentamente—. Mira, si coges una tela muy colorida, te cansarás pronto de ella, así que la mejor opción es elegir algo suave, que no canse la vista y que deje pasar mucha mucha luz... Una casa sin luz es una tristeza.

—¿Qué te parece un visillo?

—¿Un visillo? Pero ¿aún los siguen haciendo? Eso era de mi época, Lis.

—Las cosas buenas y bonitas no pasan nunca de moda, Carmen.

—¡Ay, hija, hay que ver qué bien amueblada tienes la cabeza! ¡Qué suerte ha tenido mi hijo de encontrarte, sólo espero que no lo eche a perder, como hizo su padre!

Las lágrimas inundaron sus ojos, momento que Lis aprovechó para hablar con la dependienta, quien con su amabilidad característica, esa que traen de serie, le mostró los visillos, que encima estaban de oferta. Una vez recuperada del momento emotivo, Carmen se acercó de nuevo, no fueran a darle gato por liebre.

—Dile que te ponga un dobladillo, este tejido suele encoger un poco al lavarlo, y además le dará mejor caída.

—¡Qué bien que me hayas acompañado, Carmen, no sabes cuánto te lo agradezco! —Arreglaron todo el papeleo en el mostrador y Lis la cogió por un brazo con decisión—. ¡Venga, y ahora vamos a reponer fuerzas!

—¿Te quieres ir ya? —preguntó con tristeza.

—¡Qué dices, de eso nada, nos vamos a la cafetería a merendar y luego seguimos! ¡Si esto no cierra hasta las diez!

—¿Hasta las diez? —repitió Carmen asombrada—. ¡Madre mía! ¿Y cuándo descansan estas pobres criaturas?

 

 

Ante unas tortitas con chocolate y dos cafés bien cargados que les proporcionasen las energías que necesitaban para seguir pululando por el fascinante mundo del consumo, Lis miraba a Carmen fascinada. Su hablar mesurado y sereno la tenía totalmente cautivada, una y mil preguntas rondaban su mente sin atreverse a formularlas, pero éstas llegaron, aunque no salieron de su boca, sino de la de Carmen, que, como Lis bien pudo comprobar, tenía una mente despierta y sabía atar cabos tan bien como el mejor marinero. Tras aquella fachada de mujer introvertida y temerosa, descubrió la fuerza de un corazón que guardaba muchos secretos.

—Lis..., ¿puedo preguntarte por tus padres?

—Murieron.

—Entiendo... ¿No tienes más familia? —Ella negó con la cabeza—. ¿Cómo conociste a Juan?

A Lis se le iluminó la mirada y comenzó a relatarle cómo había sido su primer encuentro, sin omitir ningún detalle y haciendo especial hincapié en el valor y el arrojo que había mostrado quedándose con ella.

—Mi muchacho ha aprendido mucho, se ha alejado de nosotros y ha aprendido por su cuenta... —afirmó Carmen—. No se lo puedo reprochar, yo también debería haberlo hecho hace mucho mucho tiempo, pero me faltaron agallas.

—El miedo paraliza a las personas, Carmen, no deberías sentirte culpable por eso. Pero ¿sabes?, he descubierto que el miedo no es eterno.

—¿Tú crees? Ojalá tengas razón, hija... ¿Sabes que a su padre le conocí en circunstancias parecidas a las vuestras? —Lis la miró sorprendida—. Es curioso cómo la vida puede repetirse, claro que entonces eran otros tiempos... Yo estaba arando con mi padre, cuando el tractor se topó con una gran piedra, la rueda se subió encima sin que le diese tiempo a hacer nada y el tractor volcó sobre mí. Tuve más suerte que tú, porque casi no me hizo nada, pero me aprisionó una pierna y... ¿no te imaginas quién vino en mi auxilio? —dijo con una pequeña sonrisa—. Aquel hombre era una auténtica delicia para los ojos, no parecía humano, tenía la fuerza de un toro, con la piel morena... y los brazos más fuertes que yo había visto nunca. El corazón me dio un brinco cuando le vi... Pero yo no supe lidiar con él como tú haces con mi hijo, no supe, y aquella fuerza de la naturaleza se volvió en mi contra y ya no hubo forma de enderezarla.

—¿Cuánto tiempo lleváis casados, Carmen?

—Los años que tiene Juan, treinta y tres. —Y bajando la voz, continuó—: Menos cuatro meses. Me casé embarazada de cinco..., ¿te lo puedes creer? Tardé cinco meses en encontrar el valor suficiente para contárselo, un poco más y voy al altar con el niño en brazos. —Lis estalló en una carcajada—. Aquélla fue la primera vez en mi vida que falté al decoro, pero es que, cuando aquel hombre apareció bajo el cerezo... no supe decir que no.

—¿Bajo el cerezo? —preguntó ella divertida.

—¡Oh, sí, fue muy hábil! Ten cuidado con Juan en ese aspecto: su padre sabía elegir muy bien los momentos, y seguro que él ha heredado esa habilidad. Me pilló totalmente desprevenida y sola, pero creo que, aunque hubiese estado rodeada de gente, tampoco habría sido capaz de negarme. Yo estaba en lo alto del cerezo cuando se plantó a los pies del árbol y me pidió un beso. —Lis se tapó la boca para acallar una carcajada—. Dijo que no se movería de allí hasta recibirlo. Te aseguro que no sé cómo conseguí bajar por aquel tronco, las piernas no me respondían, pero cuando llegué abajo no me dejó tocar el suelo, me cogió entre sus brazos y yo... perdí la cabeza... ¡Oh, no debería contarte estas cosas, me siento tan avergonzada!

—Pues a mí me encanta oírlas, Carmen. ¿Alguna vez se las has contado a Juan?

—¡¿Te has vuelto loca?! Ya me tiene suficiente rabia, no quiero que me desprecie aún más. Yo... no he sido una buena madre, Lis. A un hijo hay que protegerlo siempre y yo no lo hice.

—Estoy segura de que si no lo hiciste fue porque tenías tus motivos, motivos de peso, estoy convencida.

—¡Oh, cariño! —dijo Carmen con los ojos llenos de lágrimas, acariciándole la mano—. ¡Si yo te contara...!

Abandonaron el país de El Corte Inglés a las diez en punto de la noche, y con grandes bolsas llegaron a casa, donde Juan las miró sorprendido y, tras sacudir la cabeza con desconcierto, se refugió en la habitación.

—¡Dios mío, Carmen! —exclamó Lis, dejándose caer en el sofá—. ¡Estoy agotada! ¿Te lo has pasado bien?

—Me lo he pasado de maravilla, hija, de maravilla. No sabía que en El Corte Inglés hubiera tantas cosas. ¡Tienen de todo!

—¿Cómo que no lo sabías, Carmen?

—No, hija, no lo sabía, es la primera vez que lo visito.

—Pero, Carmen, tú... tú... ¿dónde has estado viviendo?, ¿en un pueblo o en Guantánamo?

—¿Qué es eso?

—Un sitio muy malo... Oye, Carmen, no tengo ganas de cocinar. ¿Qué te parece si pedimos unas pizzas? ¿De qué te gustan?

—Pues... no lo sé, nunca he comido una.

—¡Ay, Carmen, cuántos Guantánamos hay en este mundo!

—Lis, yo... creo que es mejor que me vaya a la cama. Así Juan y tú...

—No te preocupes por él, en cuanto lleguen las pizzas y las huela, saldrá de la habitación en un santiamén.

Jack
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