11
El señor Senante estaba pletórico. La recibió con una gran sonrisa en los labios y la cafetera llena.
—Nos han hecho una oferta, señorita Blanco. La Editorial Sorolla, ¿la conoce?
—Sí, claro, es toda una institución. Pero... ¿está seguro? —Al señor Senante se le formó una pequeña sonrisa en los labios—. Esa editorial tiene fama de ser un poco..., no sé cómo decirlo, la verdad. —Al agente literario le dio un ataque de risa—. No me interprete mal...
—No la interpreto mal, señorita Blanco, no se preocupe —dijo él sonriendo—. Sí, la Editorial Sorolla ha sido siempre un poco... carca, lo sé muy bien. Conozco a Federico desde hace muchos años, pero la ambición siempre ha sido para él más fuerte que sus convicciones.
Lis salió de la agencia conmocionada. El señor Senante la había puesto al día de las condiciones que una editorial le ofrece a un escritor, y, si bien el aspecto económico del contrato no la preocupaba en absoluto, había otros aspectos en los que no se había parado a pensar: la promoción, la información sobre la autora y todas esas cosas que ni siquiera se le habían pasado por la cabeza.
Se refugió en el parque de Puentepedriña y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos, al ser consciente de la realidad del paso que estaba a punto de dar. Su corazón comenzó a latir descontrolado y sintió vértigo, un auténtico vértigo que la hizo sentarse en un banco y respirar profundamente. Hacer aquello suponía salir de su escondrijo, mostrarse tal cual era ahora, exponerse, hacerse visible para ELLOS. Se llevó el cigarrillo a los labios. ¿Cómo iba a salir de su madriguera? Había dedicado mucho tiempo a camuflarse, se había ido lejos, se había cambiado el apellido. ¡No podía abandonar su disfraz, la encontrarían y entonces sería peor! ¡ÉL lo había dicho, ÉL lo había jurado!
¿Y qué pasaría con los que todavía estaban allí? ¿Qué les harían? ¡No podía ponerlos más en peligro de lo que ya estaban! ¡Ya habían sufrido demasiado! Pero entonces, ¿para qué publicarlo? ¿Para ganar dinero? No le hacía falta, tenía lo suficiente para vivir... ¿Por qué lo había escrito? ¿Para qué contarlo? Nadie había movido un dedo para ayudarles entonces. ¿Por qué habrían de hacerlo ahora?
Tiró el cigarrillo con rabia y se encaminó hacia su casa. Entró exhausta, su ropa estaba empapada de sudor y su mente era un batiburrillo de ideas que no dejaban de atormentarla. Se metió bajo la ducha, donde dejó salir las lágrimas, los recuerdos removidos, los miedos silenciados.
—Yo... le he mentido, señor Senante.
El agente literario clavó los ojos en ella. Su llamada le había preocupado, pero la tristeza que veía en su cara le estaba conmoviendo profundamente, y la rigidez de su cuerpo le impresionaba.
—¿Qué ocurre, señorita Blanco?
—Yo... le mentí —repitió ella, encendiendo un cigarrillo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. El libro..., el manuscrito... no es una ficción.
—Así que no es una ficción —dijo él concentrado.
—Todo lo que he escrito, todo lo que he contado, ocurrió realmente, y yo... yo... creo que cometí un error al enviarlo, creo que ha sido un gran error por mi parte. —Sus dedos temblaron ligeramente cuando se enjugó una lágrima que le recorría la mejilla—. Los nombres, los lugares, los hechos..., todo lo que he relatado ocurrió de verdad, no me he inventado nada, al contrario. Pero lo peor... lo peor es que sigue ocurriendo, ¿entiende? Todo eso sigue ocurriendo, y si se publica..., ¿qué pasará con los que aún siguen allí dentro? Yo... no entiendo cómo no he pensado en ellos antes...
—Pero... —Luis Senante se echó hacia adelante, apoyando los brazos en las rodillas y mirándola concentrado— si algo así está pasando, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Las autoridades tienen que tomar cartas en el asunto, señorita Blanco.
—¡Quienes deberían haberlo hecho no lo hicieron! —dijo ella con rabia y los ojos inundados de lágrimas—. Cuando pedí ayuda y conté lo que pasaba, el asistente social me dijo lo que usted ha leído en el libro: «Son buenas personas y tú eres una caprichosa que no valora lo que tiene». Ésas fueron sus palabras exactas, y la policía... la policía dijo que no había indicios de nada, que yo era una persona conflictiva que había intentado escaparme muchas veces y que los tenía hartos. Nadie hizo nada, señor Senante, nadie... ¿Por qué ahora habrían de hacerlo?
—Entonces usted no era más que una niña, ahora es una adulta, una adulta que habla con la convicción que dan los años, desde la verdad. Ahora ya nadie puede cerrarle la boca como entonces y, además..., se olvida de algo sumamente importante: la opinión pública.
—¿Qué quiere decir?
—Una vez el libro se publique, usted ya no estará sola, serán otros los que saldrán para que también se escuche su voz, porque también lo vivieron.
—No creo que nadie quiera recordarlo —reconoció Lis con tristeza, apagando el cigarrillo.
—Usted lo ha hecho.
—Sí, pero... sigo escondiéndome. Me fui lo más lejos que pude de aquella casa y hasta me cambié el apellido porque no quiero que me encuentren..., aún tengo miedo. ¡No quiero que sepan nada sobre mí, no puedo mostrarme y que sepan dónde vivo, ni cómo soy ahora, no puedo salir en los medios, no quiero que me encuentren, no quiero!
—Eso no es un problema, puede publicar con un pseudónimo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—. ¿Se sentiría más segura así? —Lis lo miró a través de las lágrimas—. Es una buena solución —añadió con una tierna sonrisa—. ¿Sabe, señorita Blanco? Cuando terminé de leer el libro, me pregunté si sería una novela, y deseé que lo fuera. Las cosas que narra en él ponen los pelos de punta. Siento mucho que haya tenido que pasar por semejante infierno, lo siento de corazón —confesó, cogiéndole la mano y acariciándosela suavemente—. Y, por último..., tenemos que tratar un tema que me está molestando enormemente desde que la conozco: tenemos que dejar estos formalismos porque no me gustan nada. A partir de ahora, yo soy Luis y tú eres Lis.
Ella se quedó un rato más en la agencia, donde el señor Senante le presentó a su ayudante, María, y en plena reunión estaba cuando Juan la llamó.
—¡Hola, Juan!
—¡Hola! ¿Dónde estás?
—Estoy... en una reunión, aún tardaré un poco.
—¿Quieres que vaya a recogerte?
—¡No! Es... es mejor que nos veamos mañana, si no te importa.
—¿Puedo preguntarte de qué es la reunión, Lis?
—Pues... yo...
—¿No quieres decírmelo? —preguntó él sorprendido—. ¿Por qué?
—Juan..., yo... Verás..., es que...
—¡Está bien, como quieras!
Cuando llegó a casa, lo llamó, pero la dureza que encontró al otro lado de la línea la paralizó al momento.
—Hola, Lis.
—Yo siento lo de antes, Juan, estaba ocupada y...
—¡Ya! ¿Y qué tal?, ¿cómo ha ido tu reunión? —El tono de su voz no podía ser más mordaz.
—¿Estás molesto?
—¿Tú qué crees? —replicó con rabia—. ¿Puedo preguntar de qué trataba esa reunión o es un secreto militar?
—Pues... yo... Verás..., es que...
—Tranquila, ya veo que es un secreto militar. ¡Bueno, pues cuando te apetezca contármelo, ya sabes dónde estoy!
Lis miró el teléfono con asombro. A Juan no le gustaba nada que lo dejasen al margen. El genio de aquel hombre la preocupaba, pero antes de acostarse le envió un mensaje.
—No te enfades conmigo, Juan..., por favor.
—¿Por qué no confías en mí? —contestó él.
—Yo..., hay muchas cosas que no te he contado y... no sé por dónde empezar..., y tampoco sé si quiero hacerlo.
—¡Genial! Pues cuando te aclares, llámame.
Miró el teléfono anonadada. Pero ¿qué era aquello?, ¿un ultimátum? Se fue a la cama sintiéndose tremendamente mal, aunque su malestar no era nada en comparación con el de Juan. Su impulsividad había sido siempre su talón de Aquiles. No medir las palabras y saltar a la mínima le habían provocado siempre muchos problemas. Toda la furia contenida a lo largo de los años de su infancia aparecía de repente y tomaba el control de su cuerpo y de su boca.
Jack apareció en el trabajo con cara de pocos amigos, y ninguno de los presentes se atrevió a preguntarle el motivo. Al término de la jornada, los bomberos se encaminaron como autómatas hacia el bar de enfrente del parque, donde estaban a punto de relajarse ante unas cervezas cuando las puertas se abrieron y por ellas entró un grupo de chicas armando mucho jaleo, con Carla a la cabeza.
—¡Vaya por Dios! —dijo Pedro.
—¡Joder, lo que faltaba!—refunfuñó Jack, frunciendo el ceño.
—¡Cuidado, muchachos, han salido de caza, tened mucho cuidado! —comentó un compañero.
Sí, Carla había salido de caza y, para ser bien reconocible en el coto, se había puesto una minifalda que decía claramente «Mírame», unas botas de tacón de aguja y un top muy ajustado camuflado bajo una gabardina brillante, que se desabrochó con rapidez para mostrar el tesoro que había debajo. El conjunto lo completaba una inmensa sonrisa en su preciosa cara, enmarcada por una increíble melena rubia que parecía moverse aun sin viento.
Jack no le prestó la menor atención, sino que se concentró en la cerveza que tenía delante mientras se preguntaba por qué los ojos de Lis lo perseguían incluso estando despierto. Pero Carla no estaba por la labor de haber salido para nada y, una vez cargada la escopeta y localizado el blanco, quería disparar y hacer diana. Así que, cuando vio que el grupo de bomberos levantaba el campamento, se preparó e interceptó su salida, envalentonada por los chupitos que se había tomado y por las armas de mujer con las que siempre contaba y que nunca le habían fallado.
—¡Jack! —lo llamó cerrándole el paso—. Pero ¿adónde vas tan pronto, hombre? ¡Tómate algo conmigo!
—No, gracias.
—¡Oh, venga, aún estás enfadado! —dijo ella, rozando su cuerpo y acariciándole la cintura.
—¿A ti te parece normal lo que hiciste? Porque a mí no —le recriminó muy serio.
—¡Venga, hombre, tampoco es para tanto! ¿Es que no vas a perdonarme? —preguntó con una sonrisa, al tiempo que su mano iba disimuladamente hacia su entrepierna.
—¡Déjame, me voy! —replicó él, apartándola.
—¿Qué pasa?, ¿te espera alguien? —le soltó ella con una sonrisa pícara.
Uno de los compañeros que pasaba por su lado la miró divertido, decidió darle el tiro de gracia y ayudar así a Jack a quitársela de encima.
—¡No deberías tocarle así, nena! ¿No sabes que Jack se ha enamorado?
—¡¿Qué?! —exclamó Carla, clavando en él sus ojos asombrados—. ¿Qué ha dicho?... ¿Estás con otra?
—Sí, Carla, estoy con otra —contestó Jack, esbozando una sonrisa al ver su cara.
—¡¿Quéééé?! ¿Con quién? —gritó ella, agarrándolo por la camisa con furia—. ¿Con quién, con quién?
—¡Con una MUJER, Carla, con una MUJER!
Él le apartó las manos con rabia y salió del bar, mientras la desesperación anidaba de nuevo en su cuerpo, en su mente y en su alma.
«Con una mujer a la que no sé cómo tratar, a la que no sé cómo conquistar, a la que no sé cómo llevarme a la cama... Con una mujer que me roba el sueño y la vida, que me despierta con su sonrisa en plena madrugada, que hace que mi corazón lata como nunca había latido, que me pone los pelos de punta con una sola palabra. Con una mujer que me atormenta, que me excita y que me llena. Con una mujer que es un auténtico misterio para mí y a la que no sé cómo hacer mía..., mía para siempre.»
En este extraño mundo en que vivimos, las coincidencias existen. Para unos el culpable es el destino, para otros el karma, y para los más, el Todopoderoso. Pero sea quien sea el que mueve los hilos allí arriba, está claro que a veces se divierte a nuestra costa. Y ese día, fue uno de esos días en los que, como si de un auténtico vodevil se tratara, los hilos comenzaron a moverse y dos personas tuvieron la misma idea y la llevaron a cabo a la misma hora. ¡Claro que una se movía con más agilidad que la otra, y llegó antes!
Lis se sentó en el sofá y abrió el último libro que Juan le había regalado, No nos dejan ser niños, con una sonrisa en los labios. Comenzar un nuevo libro era siempre una gran aventura. Entonces, sus ojos recalaron en el otro sofá, donde descansaba Los pilares de la Tierra, el que Juan estaba leyendo, convirtiendo su incipiente sonrisa en una gran sonrisa. Había encontrado la disculpa perfecta para presentarse en su casa, pillarlo por sorpresa y contarle alguna que otra cosa que debía saber.
Se dio una nueva ducha, y, con el libro en una mano y la muleta en la otra, hacia allí se dirigió, sin saber que Carla, la mujer perfecta, a quien el desplante del día anterior no había dejado dormir en toda la noche, había tenido la misma idea. Y sin libro ni muleta, pero emperifollada hasta límites prohibitivos, hacia allí se dirigió a su vez.
Naturalmente, Carla llegó la primera; es lo que tiene caminar con soltura, que los pasos le salen a una de forma natural y la llevan a su destino sin casi darse cuenta. Pero, tras la puerta, ver la cara enfadada de Jack y a Pedro sentado en el sofá truncaron sus expectativas de reconciliación y de polvo. Aunque eso no la detuvo; ella no era una mujer que se amilanase ante las adversidades; se lo impedía su orgullo de princesa.
—¿Qué quieres y cómo has sabido dónde vivo ahora? —preguntó Jack, apretando la mandíbula y sin apartarse de la puerta.
—Soy periodista, Jack, me entero de todo. Vaya, veo que sigues enfadado. ¿No me invitas a pasar?
—No quiero hablar contigo.
—Pues ¡yo tengo que decirte un par de cosas y me vas a escuchar! —dijo ella, apartándolo y entrando en el salón—. ¡Así que hoy toca reunión de chicos! ¿Qué pasa, Pedro?, ¿hoy no has encontrado ninguna «churri»?
—¿Qué quieres? —dijo Jack, cerrando la puerta y sirviéndose otro café en la cocina.
—Lo siento, cielo, siento lo del otro día —contestó ella suavemente, siguiéndolo hasta el sofá—. Pero reconoce que no deberías haberte marchado como lo hiciste... Lo siento, Jack, no debería haberme comportado así, te prometo que no volverá a pasar.
—¡Por supuesto que no volverá a pasar, porque no pienso volver a salir contigo! —replicó él con rabia mientras se sentaba.
—¡Oh, venga, hombre, que tampoco fue para tanto! —exclamó ella con una sonrisa en los labios, sentándose a su lado y acariciándole la pierna—. ¡Un mal momento lo tiene cualquiera!
—¡No quiero volver a verte, Carla!
—¡No digas tonterías, tú y yo nos entendemos bien, estamos hechos el uno para el otro!
—¡No quiero tener nada contigo, Carla! ¿Es que no puedes entenderlo?
—Eso es lo que dices, pero no lo sientes —dijo ella con una sonrisa, subiendo la mano por su pierna.
—¡Para! —le ordenó Juan, levantándose—. Pero ¿en qué idioma tengo que hablarte para que lo entiendas? ¡No quiero nada contigo, no me gustas, no te deseo, no te quiero! ¿Lo has entendido ahora?
La furia en estado puro apareció en los ojos de la mujer despampanante, pero el timbre de la puerta finalizó el round. Jack dejó su taza sobre la mesa con fuerza y fue a abrir. Cuando la vio al otro lado se le cortó la respiración, y no porque pensase en lo que tenía dentro del salón, sino porque la luz que emanaba de su cuerpo y el brillo de sus ojos de chocolate le hicieron olvidar hasta su nombre. Parecía una auténtica princesa salida de un bosque. Con el pelo mojado cayéndole sobre los hombros en rizos que parecían caracolas, con un chándal azul cielo y unas simples zapatillas blancas, a Juan le pareció la mujer más deseable del planeta. Una gran sonrisa iluminó su cara mientras sus ojos la recorrían de arriba abajo.
—Te lo olvidaste en casa —dijo Lis con una sonrisa, levantando el libro—. He pensado que quizá quieras leerlo y...
—¿Quién te ha abierto el portal?
—Una de tus vecinas. Ha sido muy amable, no te imaginas lo que la muleta enternece a la gente. —La carcajada salió de la boca de Juan de golpe, espontánea, incontrolable. Lis sonrió, le gustaba el sonido de su risa—. Juan, yo... quería hablar contigo de algunas cosas y explicarte lo de la reunión...
La conversación tuvo que quedar pospuesta, ya que el huracán rubio no aguantó más y, saltando del sofá, se lanzó hacia la puerta.
—Pero ¿quién coño es ésta? —gritó, mirándola furibunda.
—¡Quiero que te marches de mi casa, Carla! —gritó a su vez Juan—. ¡Ahora!
—¿Estás con ésta? ¡Dímelo! ¿Estás con ésta? —chilló ella, mientras su pecho subía y bajaba a toda velocidad.
—¡No tengo por qué darte explicaciones de mi vida! ¡Tú ya no formas parte de ella! ¡A ver si te enteras de una vez! —La furia había tomado el control de su cuerpo, pero la voz atronadora de Juan no consiguió impresionar a la chica—. ¿Qué parte de la frase «NO ME INTERESAS» es la que no entiendes, Carla? ¿Cómo tengo que decirte que me dejes en paz, que no quiero volver a verte, que no quiero estar contigo?
La cara de la mujer perfecta pasó del rojo pasión al blanco fantasma en cuestión de segundos. Clavó en él sus increíbles ojos azules y apretó los puños. Le habría gustado destrozarlo a golpes, a él y a todo cuanto lo rodeaba, pero la presencia de testigos la frenó. Además, ella prefería las estrategias sibilinas a las confrontaciones directas, así que, cuando cogió su bolso y salió por la puerta, la palabra «venganza» iba plasmada en la cara.
—¿Crees que ahora le habrá quedado lo suficientemente claro, Pedro? —le preguntó Juan a su amigo, meneando la cabeza.
Pedro no le contestó, pero el ligero movimiento de sus ojos hizo que Juan girara la cabeza y viera a Lis. La sangre había abandonado por completo sus mejillas y el temblor de su cuerpo la hacía parecer aún más frágil y vulnerable de lo que ya era. Seguía pareciendo un hada, pero un hada a punto de desmayarse. Su piel, blanca como el papel, su cuerpo tembloroso y sus ojos desorbitados eran la viva imagen del terror más total y absoluto. Juan dio un paso hacia ella, pero el instinto de supervivencia que se había hecho fuerte en el cuerpo de ella la hizo retroceder hacia el pasillo, hasta que la pared la frenó de golpe.
—Lis..., cariño, lo siento... Te he asustado. —Extendió una mano, pero el respingo que ella dio lo hizo frenarse en seco—. Perdona, cielo, perdona, esto... no tiene nada que ver contigo. Siento haberte asustado, lo siento de veras, es que... ya no sé cómo decírselo y...
—Yo... no debería haber venido sin avisar..., yo...
—Entra y hablamos, por favor.
—No... ahora no puedo... Ahora no..., ahora no...
Como si los gritos salidos por la boca de Juan hubiesen levantado una barrera invisible que los mantenía a raya, esa noche los sueños sobre el accidente se hicieron sitio y llegaron hasta la mente de Lis. Carlos ya se lo había advertido, pero en vista de que no habían aparecido, creía que se había librado de ellos. Sin embargo, ahí estaban, con la nitidez de aquel día. Lis volvió a la carretera, al frío asfalto, sintiendo bajo su cuerpo su dureza, oliendo el humo, oyendo los gemidos y los lamentos. Los sonidos de las voces inundaron su sueño y el frío se le metió dentro. Se despertó gritando, con el cuerpo empapado en sudor y la respiración atolondrada, sin que los gritos dejaran de salir de su garganta, sin que su cuerpo dejara de temblar, sin que sus ojos dejaran de derramar lágrimas y más lágrimas. Se refugió bajo la ducha y pasó el resto de la noche frente al ordenador, tomando café e intentando serenar su mente. No quería volver a dormir, no quería volver a soñar.