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La regla hizo acto de presencia, provocándole un gran suspiro de alivio y el derramamiento de más de una lágrima. La relajación absoluta tomó el mando de su cuerpo, que, tendido sobre el sofá, recibía los dolores ováricos con una alegría nunca conocida hasta entonces. Pero cuando éstos comenzaron a dar muestras de su poderío, Lis echó mano del ibuprofeno y del café, y se quedó profundamente dormida. ¿Qué tendrá la cafeína, que provoca sueños tan soporíferos? Por no hablar de la claridad de ideas que se experimenta al abrir los ojos y sentirla recorriendo tu interior.
Cuando Lis abrió los suyos, la pantalla del televisor le mostró a una familia que se tiraba los trastos a la cabeza, como cada tarde. Los observó entre divertida y asombrada. Las familias siempre habían constituido para ella un gran misterio. Y fue pensando en ese núcleo familiar que le faltaba como la idea apareció en su mente, con una claridad total y absoluta, indicándole exactamente lo que tenía que hacer.
Cuando recibió la llamada de Juan diciéndole que había terminado su turno y que quería verla, Lis decidió que aquél era el momento. Y, mientras él emprendía el camino hacia su casa, ella emprendía el camino inverso.
—Pero ¿dónde te habías metido? —preguntó al verla entrar por la puerta—. ¡Te he llamado varias veces, estaba preocupado!
—Te he dejado una nota, tenía que hacer unos recados. —Dejó el bolso sobre la mesa y se sentó a su lado—. Tengo que hablar contigo, Juan. —Sintió cómo el cuerpo de él se ponía en tensión—. Quiero contarte... lo que pasó en Madrid.
La impaciencia de Juan no pudo soportarlo, se levantó y comenzó a caminar por el salón.
—Yo... sé que es algo que te va a doler, pero que tienes que saber y... quiero que lo sepas por mí...
—¡¿Quieres decirlo ya?!
—Juan..., escucha..., esto... no es fácil para mí, porque también sé que te costará lidiar con ello, y por eso... por eso no me he atrevido a contártelo antes...
—¡Por el amor de Dios, Lis, dilo de una vez! —La furia ya estaba allí—. ¡Sólo hay una forma de decirlo, dímelo de una vez, dímelo ya! Se acostó contigo, ¿verdad?
—Sí...
—¡Joder! ¡Joder! —Caminó desesperado por el salón—. ¿Tú... tú... tú lo deseabas? —Lis negó con la cabeza, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Entonces, ¿por qué, Lis?, ¿por venganza?
—No..., yo...
—¿Cuántas veces te pedí que me dejaras ir a Madrid a verte, cuántas? ¿Le pediste a él que fuera, se lo pediste?
—No, no se lo pedí, no se lo pedí... —Las lágrimas comenzaron a salir a borbotones.
—¡No se lo pediste, no le deseabas, no lo hiciste por venganza..., joder, Lis, las opciones se me acaban! ¿Quieres decirme de una vez por qué coño lo hiciste?
—Es que no sé cómo decírtelo, Juan, no sé cómo hacerlo, yo... yo...
—¡Dilo de una vez, Lis, sólo tienes que decirlo!
—Juan, yo... no me acosté con Sebastián... Él se acostó conmigo...
—¡Joder! ¿Y cuál es la diferencia, Lis, cuál?—preguntó con una pequeña sonrisa, negando con la cabeza.
—Juan..., él... él... me violó...
Las palabras entraron por sus oídos y llegaron lentamente a su cerebro, aunque tardaron en tomar forma en él. Se entremezclaban en una nube de confusión, de incredulidad, de asombro, hasta dar paso a la rabia. Toda la rabia acumulada en su cuerpo a lo largo de los años salió por su boca en forma de alarido, de grito, de rugido, de lamento. La desesperación más absoluta tomó el mando de su cuerpo, hasta que los sollozos de Lis le hicieron regresar del particular infierno en el que su mente se había perdido. Tendida sobre el sofá, daba rienda suelta al llanto más terrible que Juan había presenciado nunca, y hacia ella se fue. La tomó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo, recibiendo en él todas las lágrimas que salían por sus ojos, todos los temblores que la estremecían por dentro. La acurrucó en su regazo, recorriéndola con lentas caricias, en un intento por borrar las manos que la habían tomado, que la habían dañado, que la habían profanado. La mimó como un padre mimaría a un hijo, con dulzura, con ternura, con amor, con adoración. Hasta que las lágrimas cesaron y pudo volver a verle de nuevo.
—Yo... no sabía cómo decírtelo, Juan... No sabía cómo hacerlo, y tú... tú... estabas tan enfadado... que no me atreví, y yo... yo...
—¡Deberías haberlo hecho el primer día, mi vida! —le dijo él, sentándola en el sofá y cogiendo su chaqueta.
—¡Juan, Juan! —gritó Lis, agarrándolo por la camisa—. ¡Tú no vas a hacer nada, Juan, la policía se encargará de él!
—Cariño —contestó él, cogiéndole la cara entre las manos—. Ambos sabemos lo que pasa en estos casos: entran por una puerta y salen por la otra. No lo permitiré. Apártate, cielo.
—¡No! ¡Yo no permitiré que arruines tu vida, no lo permitiré!
—¡Esto no podrás impedirlo, cielo, esto no! —dijo él, apartándola con decisión y abriendo la puerta.
—¡Tú no vas a ir a ningún sitio! —Pedro y Patricio, apoyados en el quicio, le miraban muy serios.
—¡¿Qué coño hacéis vosotros aquí?!
Pedro le puso su gran mano sobre el pecho y de un empujón, sin miramientos, le metió dentro. Patricio, listo como todos los psicólogos, cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo para, acto seguido, tomar posiciones en el sofá, donde comenzó a hablar. ¡Lis había elegido bien los refuerzos! Uno dominando su cuerpo, el otro dominando su mente: eran el equipo perfecto.
Ella se refugió en la cocina, convertida en auténtica trinchera; aquello necesitaba de mentes y cuerpos masculinos que comprendiesen la furia de los hombres y estuviesen acostumbrados a lidiar con ella. Cuando una hora más tarde los gritos amainaron y salió al salón preguntando si alguien quería cenar, Juan comenzó a maldecir, metiéndose en la habitación como un animal salvaje atrapado en su jaula. Tras ponerles una buena mesa a los refuerzos para que recuperasen las fuerzas perdidas, Lis entró en la habitación: había llegado su turno. La mente estaba controlada, el cuerpo dominado, sólo quedaba el corazón, y ése era suyo.
Tendido sobre la cama, con un brazo tapándose los ojos y respirando con fuerza, Juan era la viva imagen de la desesperación más total y absoluta. Su mandíbula estaba contraídas y los músculos de su cuerpo parecían querer explotar con la furia que los llenaba. Lis se tendió a su lado y acarició su estómago, duro como el granito.
—¡Lis..., yo no puedo quedarme de brazos cruzados ante esto, no puedo, es superior a mí, no puedo...!
—Sí, sí puedes. Lo que ocurrió ya no tiene remedio, y yo no permitiré que arruines tu vida con una venganza inútil, no lo permitiré, Juan.
—Cariño —dijo él, cogiéndole la cara entre las manos y mirándose en los ojos color chocolate que le habían robado el alma—, ¡si me quedo de brazos cruzados, no podré mirarme al espejo nunca más, me despreciaré toda la vida, y tú acabarás haciéndolo también!
—No es más hombre el que más pega, sino el que más aguanta —contestó ella, besando sus labios lentamente, mientras sus manos le acariciaban la cara—. Y tú tienes aguante, lo demostraste en tu niñez y lo sigues demostrando.
—¡No creo que pueda, nena, no creo que pueda!
—Pues tendrás que hacerlo, porque sólo así seguiré a tu lado.
—¡No me digas eso, por favor!
—¡Tienes que controlarte, Juan, porque, si no, destrozarás tu vida y la mía también! ¿Quieres destrozar mi vida, cariño?
La rodeó con sus brazos, hundiendo la cara en su cuello y aspirando su aroma, impregnándose de su olor, mientras sus manos recorrían su espalda en lentas caricias. Lis besó su cuello y se dejó acariciar. ¡Aquello sí eran caricias, aquél sí era un cuerpo que deseaba, que amaba, que sentía! Se tendió lentamente sobre él y devoró sus labios con todo el ardor, como la primera vez, como todas las veces.
—Por eso no querías que te tocara, Lis... —gimió en su boca.
—Me gusta que me toques, Juan. Hazlo, por favor, hazlo...
—Pero...
—Juan..., Juan..., por favor..., por favor...
—¿Estás segura, mi vida?
—Sí..., sí..., sí...
Sus bocas se fundieron en un beso lleno de pasión. Juan se tendió con delicadeza sobre ella entregándole todos los besos del mundo, saboreándola lentamente.
—Juan..., Juan..., por favor, cariño..., por favor...
—Yo... no sé si... Quizá deberíamos esperar un poco, Lis, quizá necesites más tiempo, cielo...
—No necesito más tiempo para saber que sólo te deseo a ti, Juan, que sólo gozo contigo, que tu piel es la única que me excita, la única que me hace sentir viva, la única que deseo..., que tu cuerpo es el único que me hace vibrar, el único que me lleva al cielo...
—¡Oh, mi amor..., mi amor...!
La desnudó lentamente, dejando sobre cada porción de su piel una ola de caricias y de besos que la excitaron, haciéndola gemir entre sus brazos, llevándola a ese cielo que había en sus cuerpos. Pero cuando quiso quitarle la ropa interior, Lis volvió a la realidad...
—Juan..., espera..., espera... Es que... acabo de darme cuenta de que tengo la regla y... yo... no sé si...
—Podemos hacer el amor como siempre, nena —le dijo él con una pequeña sonrisa, acariciándole la mejilla.
—Pero... a ti... ¿no te importa? Quiero decir que... hay hombres que no quieren hacerlo cuando...
—Yo no soy de esos hombres, mi vida, no te preocupes por nada. —Se levantó y fue al baño. Regresó con varias toallas en la mano y mirándola muy serio—. Lis..., tú siempre tienes la regla a principios de mes..., y estamos a mediados...
La angustia contenida tomó el control del cuerpo de ella. Se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar con fuerza.
—¡Oh, Señor, por eso me has mantenido apartado todo este tiempo, creías que..., oh, Señor!
La tomó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo, recibiendo los llantos acallados, los llantos contenidos, los llantos sometidos, los llantos silenciados. Limpió sus lágrimas, dejando sobre su cara todos los besos de sus labios, hasta que la sintió tranquila.
—Tu madre... me llevó al centro médico y... me hicieron todas las pruebas de enfermedades venéreas y... estoy bien, no tengo nada... Pero lo de la regla..., el test de embarazo dio negativo, dijeron que no me preocupase, que podía ser un simple retraso, pero yo... yo... tenía tanto miedo, Juan, tanto miedo...
La besó como si en ello le fuese la vida, acarició su cuerpo con nuevas ansias recién descubiertas, recién construidas, saboreó sus pechos y los acarició con deleite, haciéndole olvidar la tristeza, la melancolía, y provocándole los gemidos más profundos que podían salir por una boca. Cuando se levantó y extendió sobre las sábanas las toallas, Lis le miró con una sonrisa.
—¿De qué te ríes, mi vida? —dijo él, quitándole la ropa interior y tendiéndose sobre ella.
—De que se nota que ya has hecho esto alguna que otra vez.
—Contigo todo es nuevo..., contigo todo es especial..., contigo todo es maravilloso...
La penetró lentamente, mientras de su boca salían palabras de amor, la tomó con tanto cuidado que ella creyó enloquecer.
—Juan..., por favor..., no te contengas... Estoy bien..., estoy bien... y te deseo...
Lis se olvidó de todo en sus brazos, su cuerpo le sabía mejor que nunca, su piel olía mejor que antes y sus besos conseguían excitarla como nunca lo había estado. Por primera vez se entregó a él con desesperación, con ansia. Necesitaba sentirle, necesitaba amarle.
—¡Oh, nena..., qué excitada estás, mi vida!
—¿Y eso... no te gusta? —dijo ella, mirándole con ojos brillantes, provocando que su excitación alcanzase cotas hasta entonces nunca alcanzadas.
—¡Me encanta, cariño, me encanta, no sabes cuánto me excita sentirte así!
Entró en su boca y la saboreó con lujuria, mordiéndole suavemente los labios, sintiendo cómo su piel respondía a cada una de sus caricias con una sensibilidad que nunca le había conocido y que le llevaba hasta el mismo cielo. Las manos de Lis no podían estarse quietas sobre su cuerpo, despertando en él toda la intensidad del deseo.
—¡Me estás volviendo loco, Lis!
—¡No puedo esperar, Juan..., no puedo!
—Me gusta tanto sentirte así..., excitada, deseosa...
—No me tortures... o me verás también furiosa, te lo advierto...
Con la risa saliendo de su boca, él se pegó a su cuerpo empapado y se movió, haciéndola estremecer y cerrar los ojos mientras gemía sin control.
—Juan..., quiero decirte algo..., algo que nunca te he dicho... Yo... yo... TE QUIERO..., TE QUIERO..., TE QUIERO...
—¡Oh, por fin, por fin, por fin...!
Se despertaron al amanecer, con sus cuerpos aún enredados. Lis se tendió sobre él, pegando la oreja a su pecho y escuchando el latido de su corazón.
—Me gustaría matarle, Lis.
—Lo sé, pero eso no cambiaría nada y destrozaría nuestras vidas para siempre. —Su mano lo acarició lentamente, recreándose en su perfección, en su dureza, en su calor—. ¡Cómo me gusta tu cuerpo, Juan, cómo me gusta!
—Lis..., yo... no creo que pueda...
—Sí, sí puedes, porque me quieres y es lo que quiero que hagas —replicó ella, besando sus labios y acariciando su cara.
—No entiendo cómo puedes razonar así después de lo que te hizo —dijo él, mirándola con adoración.
—Porque soy una mujer, Juan..., y porque lo que tengo es lo más hermoso que se pueda soñar y no quiero perderlo, por nada del mundo quiero perderlo.
Cuando consiguieron salir de la cama, la imagen que se encontraron en el salón les arrancó una sonrisa: Patricio, acurrucado en el sofá pequeño, y Pedro despatarrado en el grande y roncando a pierna suelta. Se metieron en la ducha con la sonrisa en los labios.
—¿Cómo se te ha ocurrido traerlos, Lis? —preguntó él, pasando la esponja por sus pechos, mientras su mirada se volvía brillante de nuevo.
—He pensado que podría necesitar refuerzos. Se han portado como dos buenos amigos, Juan, no lo olvides.
—No lo haré —dijo él, pasándole la esponja por el sexo con una sonrisa pícara—. Nena..., lo de Pedro lo entiendo, pero Patricio...
—Juan... —Lis le tomó la cara entre las manos, mirándolo muy seria—. Patricio... él también estuvo allí..., en LA CASA.