50
Lis acudió al centro comercial en busca de un nuevo vestuario, ya no podía demorarlo más. Los pantalones se le caían de la cintura, las camisas le colgaban y ya nada de lo que tenía cumplía su función. Así que, tras revisar sus cuentas y comprobar con satisfacción que los ingresos por su «primer libro», como decía Luis, se habían hecho y que éstas estaban a rebosar, hacia allí se dirigió. Renovó su vestuario a conciencia, así como su zapatero, porque los pies también adelgazan, y enfundada en su ropa nueva, salió cargada de bolsas, sintiéndose más que nunca Pretty Woman. Las dejó en el maletero del coche y volvió a entrar en busca de algunos libros, sin saber que todos sus pasos estaban siendo controlados por alguien para quien la venganza ocupaba el puesto número uno en sus prioridades.
Lis estaba en las expertas manos de su peluquera, Silvia, cuando su móvil comenzó a sonar. Era un número desconocido. Tras rechazar varias veces la llamada, la intranquilidad porque a Juan le hubiese pasado algo la hizo contestar.
—Te aseguro que yo tengo tantas ganas de hablar contigo como tú conmigo. —Su voz era inconfundible—. Pero no me queda más remedio que hacerlo.
—¿Qué quieres, Carla?
—Quiero hablar contigo. Necesito que me dejéis en paz de una vez, que salgáis de mi vida de una vez por todas... Jack no deja de llamarme y yo ya estoy harta de este jueguecito que se trae a dos bandas, ya estoy cansada. —Lis puso los ojos en blanco—. Supongo que ya se ha cansado de follarte, que se le ha pasado la tontería y que no sabe cómo dejarte.
—Carla, ¿por qué no nos dejas en paz y sigues con tu vida?
—Pero ¡si es él quien me acosa! —exclamó—. Te lo puedo demostrar, mi teléfono está saturado de sus llamadas y sus mensajes.
—¿Y tienes contra Juan tantas pruebas como tenías contra mi libro?
La mujer de la cara angelical corría el riesgo de explotar en cualquier momento. La intensidad de su mirada haría palidecer a cualquier animal salvaje. Apretó la mandíbula y contuvo sus deseos de gritarle.
—Nena..., creo que Jack no te lo ha contado todo, cariño. Él es demasiado hombre para ti, por eso me busca. No creo que tú puedas darle lo que yo le daba. No puede evitarlo, su polla me necesita.
—¡Oh, déjame en paz! —replicó Lis.
Colgó el teléfono, pero la insistencia de aquella lunática no tenía freno; siguió y siguió martilleando hasta que ella ya no pudo más.
—¡Quiero que me dejes en paz, Carla! ¿Tanto te cuesta entenderlo?
—¡Soy yo la que quiere que la dejéis en paz! ¡Estoy hasta las narices de este jueguecito que se trae entre manos! ¿Qué pasa?, ¿quiere dejarte y no sabe cómo hacerlo? ¡Pues yo no soy el segundo plato de nadie! ¡En el tiempo que he estado hablando contigo me ha llamado tres veces, y yo ya estoy hasta las mismísimas! ¿Por qué no lo compruebas por ti misma?
Carla siguió y siguió hablando, no pensaba darse por vencida, y las fuerzas de Lis se agotaban escuchándola. Así que decidió que tenía que arreglar aquello de una vez por todas. Quizá cara a cara consiguiera hacerla entrar en razón, y accedió a verla.
Le envió un mensaje a Juan:
Cariño, estoy en la peluquería del centro comercial. Me retrasaré un poco. He recibido una llamada de Carla, quiere hablar conmigo, y yo..., bueno, ya estoy harta de que nos moleste continuamente. He quedado con ella, espero que no te enfades, mi vida. Te quiero.
Patricio atravesó la cochera como alma que lleva el diablo y se fue directo a la sala donde los bomberos tomaban café. Las cabezas se levantaron y los ojos se clavaron en él, pero las bocas se mantuvieron cerradas. Jack le miró sorprendido.
—¿Qué? Vigilando, ¿eh?
—¡Tengo que hablar contigo! —dijo, agarrándole por un brazo y llevándole hasta la cocina.
Los bomberos no pudieron evitar sonreír divertidos viendo a Jack dominado por aquella pequeña y regordeta fuerza, que le arrastró sin contemplaciones y con total determinación.
—¿Qué pasa, Patri?, ¿no hemos dormido bien hoy?
—¡No me llames así, ya sabes que no me gusta! —protestó, sirviéndose un café—. ¡Y, sí, he dormido muy mal, precisamente por eso tengo que hablar contigo!
—¡No me digas que he estado en tus pesadillas!
—¿Te crees el centro de mi mundo?
—¡Joder, hablas igual que Lis! —exclamó Juan con una carcajada.
—¡Tengo que contarte algo, Jack, algo muy importante y que pondrá a prueba tu confianza en mí! ¡Por no hablar de que mi credibilidad y profesionalidad caerán en picado y serán pisoteadas por los neandertales de tus compañeros, claro!
—¿Qué me vas a decir, Patricio?, ¿que eres gay? Si ya lo sabemos.
—¿Lo sabéis? —preguntó él asombrado.
—Patricio..., tu pajarita habla por sí sola.
—¡Oh, Señor! —dijo él resoplando y terminándose el café de golpe—. Bueno, no he venido a hablar de mis tendencias sexuales, que no le importan a nadie, sino porque tengo que contarte algo. Probablemente no me creerás, pero... tengo que hacerlo, no me queda más remedio o no podré dormir tranquilo y...
—¡¿Quieres dejar de dar rodeos e ir al grano?!
—¡Yo... yo... a veces... tengo sueños!
—¡Pues como todos!
—¡No me refiero a esos sueños, sino a los premonitorios, los que se cumplen! ¿Entiendes?
—¿Tienes sueños premonitorios, como la de «Médium»?
—¡Eso, hombre, dilo más alto! —exclamó Patricio cerrando la puerta, algo totalmente innecesario, porque la noticia ya había atravesado el aire—. Sí, tengo sueños de ésos y esta noche he soñado con Lis y creo que necesita ayuda, así que haz el favor de llamarla y cerciórate de que está bien... ¡No me mires así y coge el teléfono, joder!
Sebastián aparcó el coche, encendió un cigarrillo y fumó concentrado, esperando la llamada de Carla. Aquella mujer había perdido totalmente la cabeza, llevada por su deseo de venganza. Tenía que reconocer que era una buena estratega, lo había planificado todo a conciencia. En el maletero del coche había metido todo lo necesario: bolsas grandes, cuchillos, cuerdas, cinta adhesiva, y hasta una pala. Había elegido con sumo cuidado el lugar en el que se desharían del cadáver de Lis y, por supuesto, la coartada que se proporcionarían mutuamente. Pero, aunque creía no haber dejado un cabo suelto, había uno que estaba atado en falso, y ese cabo era él.
Matar no era algo que estuviese en sus instintos, éstos estaban orientados únicamente al aspecto sexual, no necesitaba otros para satisfacerse y no iba a cargarse a alguien sólo para complacer los celos enfermizos de la diosa rubia. Sus instintos sexuales, sus necesidades, como él las llamaba, eran el motor fundamental de su vida, en la que se había convertido en un auténtico depredador. Otras mujeres habían caído en sus redes y ninguna se había atrevido a presentar denuncia contra él porque... «Será tu palabra contra la mía.» Salir indemne le había hecho sentirse seguro y había perfeccionado tanto su táctica que se creía invulnerable. Pero Lis..., Lis había superado sus miedos, y cuando le llevaron a la comisaría, entre aquellas cuatro paredes tomó conciencia de la que se le venía encima si aquella denuncia seguía adelante. Por eso le había seguido el rollo a Carla, porque la necesitaba para llegar hasta Lis; haría lo que fuese necesario para que retirase la denuncia.
Ante un refresco light, Carla balanceaba una de sus larguísimas piernas en la cafetería cuando la vio entrar. Su pierna se detuvo, no pudo evitar la sorpresa: el patito feo se había convertido en cisne. Su sangre entró en ebullición recorriendo aquel cuerpo enfundado en unos leggins negros, con unos zapatos rojos de tacón alto que pisaban fuerte, una camisa también negra, que dejaba al descubierto el comienzo de sus generosos pechos y, sobre ella, un chaleco multicolor en tonos rojos y dorados que le daba el aspecto de una auténtica zíngara. A semejante efecto contribuía el brillo de sus bucles negros, que enmarcaban una cara que las nuevas facciones llenaban de magia, dejando al descubierto unos ojos grandes y almendrados, con largas pestañas, y una boca sensual que atraía todas las miradas.
La nueva figura se acercó a su mesa, provocando que las cabezas masculinas la siguiesen lentamente. Parecía una mujer recién salida de un cuento de hadas.
—¡Vaya, pues sí que has cambiado! —exclamó la diosa rubia, poniéndose en tensión. No pudo evitar que su nuevo aspecto la intimidara.
—Acabemos con esto de una vez, Carla —dijo Lis muy seria, sentándose frente a ella.
—¡Esto se acabará cuando Jack vuelva conmigo, que es con quien tiene que estar!
—Esa decisión le corresponde tomarla a él, no a ti.
—¡Oh, te aseguro que está deseando tomarla, sólo que le das pena y no se atreve! —contestó Carla, esbozando una sonrisa provocativa—. Aún no te lo ha dicho, ¿verdad? Nosotros ya hemos estado juntos, nena, cuando estuviste en Madrid me buscó como perro en celo. ¿Quieres ver una foto?
—Eso no significa nada —repuso Lis sin mirar el teléfono que ponía ante su cara.
—¡Oh, ya lo creo que significa! Mira la fecha, ¡estabas fuera, querida!
—¿Te crees que soy tonta? Todo eso se puede manipular.
—¡No está manipulado! —Levantó la voz, mirándola con rabia—. ¡Me temo que cuando te fuiste se sintió muy solo, y yo he sabido darle siempre lo que necesita! ¡Jack es mucho hombre para ti, no puedes mantenerlo a tu lado, por eso intenta escaparse cada vez que puede, por eso me llama continuamente! ¿Quieres ver las llamadas que me ha hecho hoy?
—No me hace falta, confío en Juan. Además, te repito que todo eso es falsificable y, dados tus antecedentes, doy por hecho que lo has manipulado todo. —La cara de Carla se volvió carmesí—. Creía que podríamos solucionarlo hablando, pero veo que eres un caso perdido, sólo pretendes hacer daño —dijo Lis levantándose—. No vuelvas a molestarnos; si lo haces, tomaremos medidas legales contra ti.
—¡Medidas legales! ¡¿Como has hecho con Sebastián?!
—¿Sebastián? ¿Le conoces?
—¡Pues sí, le conozco, y me contó cómo te corriste con él, lo bien que te lo hizo pasar! Por cierto, ¿sabe Jack que te gustó?
—Carla..., si me cayeses bien... te diría que Sebastián no es bueno, que deberías alejarte de él o te hará daño.
—¡No necesito tus consejos, zorra!
El camarero se acercó con cara de preocupación, pero Lis ya se alejaba, dejando a la diosa rubia hecha un auténtico basilisco y sin nadie con quién desahogarse. No tenía sentido seguir con aquello, Carla nunca entraría en razón, la obsesión que sentía por Juan era superior a ella. Hablar de Sebastián le había revuelto las entrañas, así que se refugió en los aseos, donde vomitó sin poder evitarlo. Recordar a aquel hombre la desestabilizaba profundamente.
Se lavó la boca y se miró al espejo; estaba muy pálida. Abrió su bolso, mientras se preguntaba por qué en el mundo tenía que haber personas que hacen daño por el simple placer de dañar. ¡Aquello tenía que ser una enfermedad! O un rasgo de la personalidad con el que se nace, algo que se trae de serie y a lo que no se puede renunciar por más que uno quiera, como el color de los ojos, el color de la piel o el olor corporal. No podía ser algo que se aprendiese con el paso de los años o que a uno se le pegase en el camino de la vida, no, tenía que ser una simple enfermedad aún por descubrir.
Apartó estos pensamientos y se concentró en el frasco de perfume que tenía en las manos. ¡Al fin lo había encontrado, el aroma de su madre! Una sonrisa iluminó su cara al abrirlo y acercárselo a la nariz. ¡Ahí estaba, por fin! Se lo puso en el cuello, en las muñecas, lo dejó resbalar entre sus pechos, dejando que el olor de las lilas la impregnase. Aspiró profundamente y, colgándose el bolso al hombro, se dispuso a volver a casa y olvidarse de todo, pero...
Tal como Patricio había hecho con él un minuto antes, Jack le agarró por un brazo y atravesó la sala donde los compañeros tomaban café en dirección al despacho del jefe, no sin antes reclutar por el camino a Pedro.
—¡Ven, necesito refuerzos! —dijo agarrándole también.
—¡¿Qué coño pasa ahora?! —exclamó el jefe al verlos entrar a los tres en tromba.
—¡Explícaselo! —ordenó Jack, mirando a Patricio muy serio.
—¿Quién?..., ¿yo? —preguntó éste, poniéndose de todos los colores—. ¡De eso nada!
—¡Aquí el cerebrito tiene algo que contarle, jefe! —dijo empujándole hacia la mesa—. ¡Díselo de una vez!
—¿Te has vuelto loco? —gimió Patricio—. ¡De eso nada! ¡Ya te lo he dicho a ti, si no quieres creerme, allá tú, caerá sobre tu conciencia!
—¿Que me diga qué? —El jefe los miró ceñudo.
—¡Éste... tiene sueños premonitorios! —dijo Jack, con un gesto de incredulidad.
—¡Ay, la hostia, lo que nos faltaba! —exclamó Pedro, echándose las manos a la cabeza—. ¡Esto va a ser el cachondeo padre!
—¿Es eso cierto, Patricio? —preguntó el jefe.
Patricio no respondió, sino que se dejó caer literalmente en el sillón y escondió la cara entre las manos. Parecía un niño a punto de echarse a llorar.
—¡Que me contestes, coño!
—¡Pues sí, los tengo, y por mucho que os cachondeéis de mí, yo...!
—¿Qué has soñado? —preguntó el jefe, levantándose y sirviéndose un café ante sus atónitas miradas.
—No lo sé..., sólo sé que he visto a la novia de este troglodita... y que estaba en apuros...
—¿Has comprobado que tu novia esté bien, Jack?
—Pues... no...
—¿Y a qué coño esperas?
Cuando cogió el teléfono de su taquilla y leyó el mensaje de Lis, todas sus alertas se dispararon, pero allí estaba el jefe, curtido en mil batallas, dispuesto a orientarle.
—¡Salid para allá de inmediato, yo llamaré al director! —ordenó cogiendo el teléfono—. Arturo, soy yo, te mando a dos de mis hombres, es una emergencia personal, necesito que les prestes toda la ayuda que les haga falta.
Patricio sacó un cigarrillo y lo encendió lentamente, con la mirada clavada en aquel hombre al que creía conocer, pero que no conocía.
—¡Nunca lo habría imaginado, jefe! De todas las personas que trabajan aquí..., usted es el último de quien lo habría imaginado.
—Yo no creía en esas chorradas —explicó el hombre muy serio, sentándose en su sillón y encendiendo también un cigarrillo—. Hasta que una noche, mi nieta Florentina se plantó en la cabecera de mi cama y me despertó diciéndome que la casa del pueblo estaba ardiendo. Me reí de ella todo lo que quise y más, mientras la llevaba de vuelta a su cama. Una hora más tarde, me llamaron para darme la noticia. ¡No quedaron ni los cimientos! —exclamó, suspirando profundamente—. Ahora, cada vez que viene a dormir a casa, la despierto en mitad de la noche y le pregunto: «¿Alguna novedad, cariño?». Cuando me contesta: «No, abu, todo está bien», vuelvo a la cama y duermo a pierna suelta.
—¿Quién eligió ese nombre para su nieta, jefe?
—¡Yo, lo elegí yo! ¿Algo que objetar?
—No, señor..., nada, nada... Es un nombre precioso... Es una pena que se esté perdiendo.
—¡Cuánto tiempo, Lis!
—¡Sebastián!
La sonrisa cínica de sus labios la paralizó al momento. La sangre abandonó de nuevo su cara y la palidez más absoluta se adueñó de sus mejillas, mientras su cuerpo comenzaba a temblar y la respiración se le descontrolaba.
—¡Tú y yo tenemos que hablar! —dijo él, agarrándola por un brazo y sacándola al rellano.
—¡¿Cómo que tenéis que hablar?! —gritó Carla, apareciendo tras él—. Pero ¡¿qué coño estás diciendo, tío?!
A ninguna de las dos les dio tiempo a reaccionar. El puño de Sebastián salió disparado hacia la cara crispada de Carla, impactando de lleno y tirándola al suelo, donde cayó inconsciente. Agarró a Lis por el brazo y la arrastró escaleras arriba, hasta que llegaron al último rellano, donde la empujó contra una esquina y la aprisionó sujetando sus manos contra la pared.
—¡Quiero que retires la denuncia inmediatamente! ¡Le dirás a la policía que no ocurrió como lo contaste! —le ordenó—. ¡Te retractarás de tus palabras y entonces yo me olvidaré de ti!
—¡No!
—¡Lo harás! —le gritó—. ¡Porque, si no, convertiré tu vida en un infierno, me transformaré en tu sombra, no podrás librarte de mí, allá donde vayas te seguiré y volveré a follarte!
—¡No te tengo miedo! —gritó ella—. ¡No eres más que un pobre hombre que no puede tener a una mujer más que por la fuerza!
Sebastián le cruzó la cara de una bofetada, pero eso no fue suficiente para hacerla callar. Las palabras comenzaron a salir por la boca de Lis y, a cada golpe que recibía, su furia y su fuerza se multiplicaban por dos.
—¡Eres un cobarde!
—¡Cállate!
—¡Eres un cerdo!... ¡Un poco hombre!... ¡Un violador!
—¡Cállate de una puta vez!
—¡Nooo! ¡Yo ya no me callo ante nadie!
Jack y Pedro llegaron al centro comercial a toda velocidad, aparcaron sobre la acera y salieron disparados del coche hacia las oficinas, donde los esperaba el director, cruzándose en su camino con clientes que se sobresaltaron al verlos; dos bomberos corriendo desaforados por el pasillo no hacían presagiar nada bueno. El director los acompañó hasta la sala de control, que estaba vacía. Pedro se sentó ante las cámaras de vigilancia, cuando la puerta se abrió y un informático los miró asombrado.
—¿Dónde coño estabas? —vociferó el director.
—Sólo he ido a por un café, señor.
—¡Tengo que encontrar a mi novia! —le gritó Jack, sentándole ante las cámaras. El café salió disparado por el aire—. Me ha telefoneado desde la peluquería y no responde a mis llamadas... ¡Búscala, está en peligro!
El informático rebobinó las grabaciones hasta que dio con ella y la siguió hasta la escalera, pero allí se perdió su rastro.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack.
—¡Ahí no hay cámaras!
—¡Joder, joder!
Salieron disparados nuevamente hacia la escalera. En el rellano encontraron a Carla inconsciente.
—¡Despierta! —gritó Jack, incorporándola—. ¡Despierta!
—¿Qué... pasa? —Carla abrió los ojos y su cara se iluminó—. ¡Jack, Jack!
—¿Dónde está Lis?
—¡No es mujer para ti, Jack, tú... me necesitas!
—¿Dónde está? —repitió él, zarandeándola.
—¡Oh, cariño, me encanta verte así! —Le agarró por el pecho con fuerza, acercando sus caras—. Seguro que estás empalmado... Vuelve conmigo, Jack..., yo te daré lo que ella no te da... Te lo daré todo, Jack, todo... Yo te haré sentir un hombre, Jack, lo haré, te lo juro, vuelve conmigo..., ¡vuelve conmigo!
—¡Lo que siento cuando estoy con ella no lo sentiría contigo ni en un millón de años! ¡No le llegas ni a la suela de los zapatos!
—¡Jack...! —dijo Pedro, con el teléfono en la oreja—. ¡No han salido de la escalera! ¡Ve hacia arriba, yo iré hacia abajo!
Lis nunca supo cómo llegó hasta la azotea. Sólo fue consciente de ello cuando sintió el viento revolviendo sus cabellos, mientras de su boca seguían saliendo insultos con toda la rabia que había en su cuerpo, en su corazón, en su alma.
—¡Harás lo que yo te diga! —gritó Sebastián tirándola al suelo y sentándose sobre ella—. ¡Retirarás la denuncia o haré que tu vida se convierta en un infierno, en un infierno, Lis, en un infierno!
—¡Ya he estado allí y conseguí salir de él! —gritó ella, arañándole el cuello, viendo cómo la sangre manaba y encendiéndose aún más—. ¡No te tengo miedo, cerdo!
—¡Retirarás la denuncia! —gritó él de nuevo, sujetándole las manos sobre la cabeza y acercando la cara a la de ella—. ¡Dirás que actuaste movida por el despecho! ¡Dirás que todo fue mentira! ¡Te retractarás ante la policía! ¡Limpiarás mi nombre y yo me olvidaré de ti, puta!
—¡Yo no soy ninguna puta! ¡Soy una mujer, una mujer que se respeta a sí misma, una mujer que no te tiene miedo y una mujer que llegará hasta donde tenga que llegar para que des con tus huesos en la cárcel!
—¡Harás lo que te he dicho, lo harás!
—¡No, no lo haré! ¡Y te denunciaré también por esto, porque si antes era mi palabra contra la tuya, ahora además tengo pruebas! —Sebastián levantó las cejas sorprendido—. ¡Te crees muy listo porque hasta ahora has salido impune, ¿verdad?! ¡Pues no lo eres! ¡Además de un violador, eres un torpe! ¡Los centros comerciales tienen cámaras de vigilancia..., imbécil! —La palidez de su cara era un auténtico poema, tanto que Lis no pudo evitar sonreír—. ¡Te tengo pillado por los huevos, cabrón! ¡Ahora ya no tienes escapatoria! ¡Con lo listo que te creías y no eres más que un pobre hombre..., un cobarde..., un violador...!
La risa salió de sus entrañas, de las mismas que él profanó. La rabia contenida, la humillación y la vergüenza se confabularon dentro de su cuerpo y formaron una cascada de risas que lo inundó, que subió hasta su pecho y salió por su boca. Una risa con sabor a lilas, que surgió como un estallido e impregnó el aire, que rodeó su cuerpo como si de un escudo protector se tratara, mezclándose con el viento y viajando por él para ser oída en el mundo entero.
—¡Cállate, cállate! —gritó él, dándole un puñetazo y dejándola inconsciente.
Sebastián no tuvo ni tiempo de levantarse. Tan pronto como giró la cabeza al ver la sombra en el suelo, el golpe le lanzó a varios metros de distancia.
Las palpitaciones en su mandíbula la hicieron despertar y abrió los ojos lentamente. El espectáculo que apareció ante ella la espabiló de golpe. Sebastián estaba recibiendo la paliza de su vida, Juan se esmeraba en ello. Con golpes precisos y certeros le estaba vapuleando de un lado a otro de la terraza, en un extraño baile en el que él daba y el otro recibía. Las palabras de PERRO volvieron a su mente: «Y allí lo dejé clavado, en su vientre, sabiendo que la agonía sería lenta, muy lenta, porque era la única muerte que merecía».
Juan estaba haciendo exactamente lo mismo. Pudiendo haberle noqueado al primer golpe, no lo había hecho, y descargaba sobre él todos los que podía, controlando su fuerza, evitando que perdiese el sentido. Quería que los recibiese todos, que recibiese su castigo, el que siempre había querido darle, pero que Lis y los refuerzos habían contenido dentro de su cuerpo.
—¡Juan..., Juan...!
Su voz fue el imán perfecto para él, igual que aquella fría madrugada en la autovía. Juan descargó sobre Sebastián un último puñetazo que lo dejó tumbado en el suelo, se acercó a ella tomándola entre sus brazos con la mayor ternura.
Pero las serpientes se revuelven cuando ven que se acerca su final e intentan dar un último mordisco, es su naturaleza. Sebastián se sentó y se apoyó en el muro de piedra, se limpió la sangre que manaba de su nariz y abrió la boca, dejando que su lengua, si bien no era viperina, lanzase al aire su veneno.
—¿Te ha contado... lo bien que se lo pasó? —gritó—. ¿Te lo ha contado? ¿Cómo se corrió de gusto, eh?... ¿Te ha contado... lo bien que se lo hice pasar?
La furia, tanto tiempo retenida, tanto tiempo mantenida bajo control, comenzó a revolverse en el interior de Juan. Sus ojos se convirtieron en auténticas estrellas de odio que emitían llamaradas, llamaradas de ira que llenaban sus entrañas, que salían por cada poro de su piel, que tensaban sus músculos, que aceleraban su respiración, que inundaban su cuerpo. Las manos de Lis taparon sus oídos, y sus labios dejaron lentos besos sobre los de él... Pero las aguas desviadas siempre vuelven a su cauce.
—¡Juan..., Juan! —susurraba Lis en su boca—. ¡No le escuches..., no le escuches!
—¿Te ha contado que me la follé muchas veces, eh..., te lo ha contado? ¡Muchas veces..., por delante... y por detrás!
—¡Juan, mírame..., Juan..., Juan!
Pero él ya no la escuchaba. Sus ojos se cerraron, su mandíbula se volvió dura como el granito, su respiración se aceleró en su pecho, sus manos apartaron las de Lis mientras el viento traía a sus oídos las palabras de la derrota, las palabras de la venganza, las palabras que los cobardes llevan dentro.
—¿Te ha contado... cómo se corrió de gusto, la muy puta? ¿Eh, te ha contado... lo bien que se lo hice pasar?
—¡No, Juan, no... no... no!
Lis gritó y gritó, pero ya no había fuerza humana capaz de frenar aquella furia. Juan ya no era dueño de sus actos. Toda la rabia contenida las últimas semanas allí estaba, había podido lidiar con ella, pero no había podido matarla. Y así se mostró, lista para el ataque, lista para ser usada. Agarró del pecho a Sebastián con una sola mano, le levantó del suelo apoyándole sobre el borde de la terraza, con medio cuerpo fuera. El viento, que revolvía sus cabellos, no conseguía serenar su alma.
Por la puerta apareció Pedro, seguido de tres hombres uniformados. Todos gritaron, pero Juan no escuchaba, todos intentaron que le soltase, pero Juan no le soltaba. En sus ojos sólo había el deseo de venganza.
Lis cayó de rodillas y se tapó la cara, no quería verlo. Y mientras los gritos de los hombres impregnaban el aire, su mente regresó de nuevo al accidente, al frío en el cuerpo, al frío en el alma, a los gritos a su alrededor, a la impotencia por no poder hacer nada... Recordó la caricia de su mano y recordó sus palabras... Y ahora era él quien las necesitaba, era él quien necesitaba sentir su mano, quien necesitaba oír sus palabras... Y entonces Lis hizo... lo único que podía hacer cuando no podía hacer nada...
Repitió la primera estrofa de la canción Sin ti no soy nada,[3] una y otra vez, una y otra vez, con los ojos cerrados, con el alma partida, con el corazón entregado. El viento se ocupó del resto. Trasladó su voz a los oídos de Juan, entró por ellos directamente a su mente, invadiéndola, serenándola, se trasladó a cada célula de su cuerpo, haciendo que su respiración se apaciguara. La luz volvió a iluminar sus ojos, que miraron a aquel hombre que tenía colgado de su mano como si fuese la primera vez que le veía, como si de la nada se hubiese materializado. Su corazón lentamente se fue acompasando, su respiración lentamente fue amainando. Como las olas que oía sentado en su cama, así le llegó la voz de Lis, como traída por la playa. Giró la cabeza, buscándola, y cuando sus miradas se encontraron, el corazón de Juan halló por fin la calma.
Sebastián abrió la boca para decir algo, pero nadie llegó nunca a oírlo, Juan se la cerró de un terrible puñetazo. El sonido de su mandíbula al partirse se mezcló con el de su cuerpo cayendo al suelo ante los uniformados, hecho un guiñapo.
Lis extendió los brazos. El hombre de mirada penetrante se acercó a ella y se miró en los ojos color chocolate. Sus manos acariciaron sus mejillas, sus dedos limpiaron sus lágrimas, sus labios se posaron en su boca y sus brazos la estrecharon, apretándola contra su pecho como lo que era, su bien más preciado.