9

 

 

 

Al día siguiente, sin embargo, la preocupación sobre su futuro como escritora quedó relegada a un segundo plano cuando Juan apareció en su casa.

—¡Hola! —dijo dándole un suave beso en los labios—. Sólo puedo quedarme un momento, entro a trabajar dentro de media hora. —Su frente se frunció, mirándola de arriba abajo—. ¿No has adelgazado mucho?

—Algo bueno tenía que tener la comida del hospital, Juan, ¿no te parece? —le contestó Lis con una sonrisa.

—Ya..., pero no es bueno adelgazar tanto en tan poco tiempo, tienes que comer. —Le acarició la cara—. Lo digo en serio, Lis, tienes que alimentarte, sólo así podrás recuperar las fuerzas.

—Es que... no tengo hambre, Juan.

Lo vio marcharse con prisas, mientras se preguntaba, preocupada, si a su recién estrenado admirador... no le gustarían las mujeres gordas.

El resto de la semana sus visitas fueron tan raudas y veloces como ésa, y siempre tenía una disculpa preparada para marcharse cuanto antes. Las dudas de Lis se incrementaron de tal forma que llegó a la conclusión de que aquello que había vivido no había sido más que un espejismo, de que aquel hombre se había cansado de la novedad y estaba intentando apartarse, pero no sabía cómo hacerlo.

Y ella no fue la única que notó el cambio.

Cuando al salir del trabajo Pedro lo agarró por un brazo para arrastrarlo hasta el bar de enfrente y Jack se negó con fuerza, se le dispararon las alarmas.

—¿Qué pasa?, ¿temes encontrarte con Carla?

—Pues no me apetece, la verdad. Pero si quieres que te sea sincero..., ni siquiera había pensado en ella.

—¿Qué pasa, Jack? —dijo Pedro preocupado—. Venga, vamos a otro sitio.

En un bar de las afueras, y ante unas cervezas, le abrió su corazón.

—¿Qué tal, Jack, cómo va eso?

—Pues... no va.

—¡Joder! Te dije que no te mudaras, que era muy precipitado. ¡Eres demasiado impulsivo, tío! ¿Qué pasa?, ¿ya te has cansado de ella?

—¡Oh, Dios! —exclamó, frotándose la cara con las manos, mientras una sonrisa aparecía en sus labios—. No, Pedro, no me he cansado de ella, al contrario.

—No me digas que no quiere saber nada de ti. ¡Eso es imposible!

—Verás..., yo... no voy a verla muy a menudo, ¿sabes? Bueno, voy todos los días, pero me quedo poco tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Pedro intrigado.

—¡Joder, porque estoy deseando llevármela a la cama y aún es pronto! —Su amigo no pudo evitar echarse a reír viendo su desesperación—. No te rías, esto es muy jodido, tío, muy jodido. Cada vez que la miro, no pienso en otra cosa.

—¿Aún no se encuentra bien?, ¿sigue usando las muletas?

—A veces no las usa, pero sigo viéndola insegura, muy insegura, y se cansa con tanta facilidad que me da miedo tocarla. No quiero hacerle daño, ¿entiendes?

—Ya —dijo Pedro pensativo—. Oye, ¿y por qué no vas a hablar con Carlos? Él puede orientarte mejor que nadie sobre la recuperación y esas cosas.

—¡Hostias, tío, claro! ¿Cómo no se me ha ocurrido? ¡Carlos!

 

 

Sentados en los taburetes de la cafetería del hospital, Carlos miraba a su antiguo compañero como si no lo conociese.

—¡Caray, menuda cara tienes, macho! ¿No duermes bien?

—No duermo, punto —repuso Juan tomándose el café de golpe—. Carlos, yo... quería preguntarte cuánto tiempo necesitará Lis para recuperarse.

—Pues eso depende. Cada persona es distinta y cada lesión también. ¿Qué pasa?, ¿no se encuentra bien?

—Sí, está mejor, mucho mejor, pero... Bueno, yo... ¡Joder, no sé cómo decirlo!

—Pues diciéndolo, porque no te entiendo, tío —dijo Carlos, levantando las cejas.

—Verás..., ella... me gusta, me gusta mucho y... la deseo.

—¡Ah, vale! Estás hablando de sexo. ¡Coño, Jack, llama a las cosas por su nombre, que no tenemos quince años!

—No me eches un sermón —replicó él, frotándose la barbilla—. No sé qué hacer. Creo que aún no está bien para eso, y tengo miedo de hacerle daño y... me desespero, ¿entiendes?

—A ver..., desde un punto de vista médico, no hay ningún problema en que practique sexo, siempre y cuando no seas un bruto o un aficionado al sado —expuso Carlos, pidiendo dos cafés más—. Camina prácticamente sin ayuda, aunque su sistema muscular tardará más en recuperarse, claro. Ha estado inactiva mucho tiempo y aún tardará en conseguir el tono. Además, ha adelgazado bastante, y eso hay que vigilarlo, por esa razón el otro día la mandamos a hacerse análisis.

—¿Qué análisis?

—¿No lo sabes? —preguntó Carlos sorprendido—. Pero ¿no estáis juntos?

—No —respondió Jack, frotándose la frente preocupado—. ¿Por qué los análisis?, ¿no está bien?

—No puedo comentarlo contigo, no eres un familiar. Además..., ¿puedo preguntarte algo? Tú siempre has salido con mujeres impresionantes, con tías cañón... ¿Por qué ella, Jack?

—Carlos..., yo...

—Escucha, te voy a hablar muy claro, porque siempre he creído que andarse por las ramas es una auténtica pérdida de tiempo. Si estás simplemente encaprichado con ella, deberías dejarla en paz, no se merece que la traten como un juguete. Lis no es como las mujeres a las que tú estás acostumbrado, Jack, no lo es.

—No es un capricho, Carlos, yo... no he podido quitármela de la cabeza desde que la conocí... ¡Oh, Dios! —exclamó frotándose la cara con las manos desesperado—. Sueño con su risa..., con sus ojos..., con su voz... No puedo dormir..., no puedo comer..., no puedo vivir...

Carlos se quedó en silencio, observando a su compañero sin dar crédito. Le había visto acompañado por las mujeres más espectaculares de la ciudad, pero siempre triste, nunca feliz. Se terminó el café de golpe y dejó el pocillo sobre la mesa, donde comenzó a tamborilear con los dedos.

—Tiene anemia —dijo de repente—. Por eso se cansa con facilidad. La mandamos a hacer los análisis porque nos lo imaginábamos. Las enfermeras dieron la voz de alarma cuando su bandeja de comida volvía siempre a medias. Pero lo que más me preocupa no es su salud física, sé que con el tiempo su cuerpo se recuperará, sino la mental.

—¿Estás hablando de las secuelas del accidente?

—Estoy hablando de las secuelas, sí, pero no sólo las del accidente, sino las que ya tenía. Cuando un paciente llega a mis manos, intento informarme todo lo que puedo sobre él, pero de ella la información que encontré era mínima, y aunque durante las sesiones intenté que me contase cosas de su vida, no conseguí sacarle ni una palabra. Y el otro día me encontré con el doctor Robles. ¡Ese hombre debería haber sido psicólogo! Me dijo: «Hay tanto dolor en esos ojos, que no entiendo cómo pueden abrirse y sonreír como lo hacen. Mientras estuvo aquí comía muy poco porque aquí se sentía segura. Ha intentado esconderse bajo esos kilos de más de la misma forma que los animales se camuflan en el bosque... Y me pregunto... ¿de qué tiene tanto miedo?». —Carlos miró su reloj—. Tengo que irme. Las mujeres no son como nosotros, Jack, no son del club «aquí te pillo, aquí te mato». Ellas necesitan ternura, y Lis en particular necesita más ternura aún. No me gustaría que la hicieras sufrir, creo que ya ha sufrido bastante.

 

 

La noche caía lentamente sobre Santiago. Diminutas gotas de lluvia fluctuaban por el aire. Jack observó la ciudad, que poco a poco comenzaba a recogerse, y, dando vueltas sin rumbo en el coche, acabó frente a la casa de Lis. Llamó al telefonillo, pero no estaba. Se sentó en la escalera de la entrada y encendió un cigarrillo, mientras su mente daba una y mil vueltas a las palabras de Carlos.

La vio aparecer doblando la esquina, sin muletas pero con paso inseguro, hasta que, de repente, se apoyó en la pared y cerró los ojos. Ni dos segundos habían pasado cuando el brazo de Jack rodeó su cintura, sobresaltándola. La llevó a casa, donde la dejó con cuidado en el sofá. Lis suspiró profundamente. Estaba muy pálida y las gotas de sudor caían lentamente por sus sienes.

—¿Dónde tienes algo de beber, Lis? —preguntó él preocupado—. Te vendría bien tomar una copa.

—No tengo alcohol en casa —contestó ella, cerrando los ojos.

—Te prepararé un café bien cargado. —Cuando estuvo hecho, se lo puso en las temblorosas manos y lo acercó a su boca hasta que se lo terminó todo y el color apareció de nuevo en sus mejillas—. ¿Mejor?

—Sí, gracias. —Suspiró con una pequeña sonrisa.

—No deberías salir a pasear sola —le recriminó preocupado, acariciándole la cara—. ¿Por qué no me has llamado?

—Porque no quiero molestarte. —Dejó la taza sobre la mesita.

—Tú no me molestas, Lis, ya lo sabes.

—Juan..., tú últimamente... siempre estás apurado, y yo... lo entiendo, de veras que lo entiendo...

—Para ti siempre tengo tiempo —sentenció él, acariciándole la mejilla muy despacio.

—No digas eso —repuso ella sonriendo—. Tus visitas cada vez son más cortas, y yo... lo entiendo, Juan, te aseguro que lo entiendo. Ya has hecho mucho por mí y te lo agradezco, te lo agradezco enormemente, pero tienes tu vida y debes seguir con ella.

—No me queda más remedio que contártelo —dijo él, resoplando y levantándose del sofá, comenzando a pasear nervioso por el salón con las manos en las caderas.

—¡Oh, no, Juan, no! —exclamó Lis—. ¡No tienes que darme ninguna explicación! Tú tienes tu vida y tienes todo el derecho del mundo a...

No la dejó seguir hablando. Se acercó lentamente y, tomando su cara entre las manos, la besó con toda la pasión, saboreando intensamente sus labios. El beso se volvió más y más ardiente mientras su cuerpo se tendía con cuidado sobre ella. Enredó los dedos en su pelo y le acarició la cabeza, saboreando y mordiendo sus labios, con la respiración ya descontrolada. Cuando el río de besos que había en su boca fue depositado en la de Lis, Jack la miró profundamente a los ojos.

—No he estado ocupado últimamente, Lis. Tan sólo he evitado pasar más tiempo a solas contigo porque te deseo... Porque cada vez que te veo, tengo que hacer esfuerzos para no abalanzarme sobre ti como en este momento. Porque sé que no estás bien todavía, y yo... yo no quiero hacerte daño, cariño... Por nada del mundo querría hacerte daño, cielo...

Volvió a cerrar su boca entre sus labios, sus manos bajaron hacia sus pechos y se los acarició lentamente. Un gemido salió de la boca de Lis, que acarició su cara, sintiendo el roce de su barba y excitándose.

—No quiero hacerte daño, cariño —repitió Jack, hundiendo la cara en su cuello y mordiéndoselo suavemente—. No quiero hacerte daño, no quiero perder el control... Cuando estés más recuperada, cariño..., entonces sí..., entonces sí.

 

 

La noche que siguió a este primer encuentro pseudosexual entre ellos constituyó para Juan un auténtico tormento. Nunca en toda su vida había deseado tanto a una mujer, nunca se había sentido tan excitado sobre un cuerpo, y controlarse entre sus brazos había sido para él una auténtica prueba de fuego. No obstante, tras esa noche de vigilia, que no le deseaba ni a su peor enemigo, se dijo que aquella tortura no podía seguir, o acabaría volviéndose completamente loco. Cuando terminó su turno al día siguiente, se presentó en el hospital sin avisar.

—¡Jack, otra vez aquí! —exclamó Carlos al verlo—. Tío, nos vemos más que cuando trabajábamos juntos.

—¿Estás ocupado?

—Ahora mismo iba a tomarme un descanso. Ven, vayamos a la cafetería, me hace falta un buen chute de cafeína.

 

 

Atravesaron las puertas de la cafetería, pasando ante una mesa en la que diez enfermeras daban buena cuenta del refrigerio que necesitaban para comenzar una nueva guardia nocturna. Todas las miradas se clavaron en ellos, mientras los codazos se sucedían como si de una auténtica ola se tratase.

—¡Oh, Señor! —suspiró una nueva, observándolos con los ojos desorbitados—. Pero ¿quiénes son esos hombres? ¡No parecen de este planeta!

—El mayor es Carlos —dijo una de ellas—. Es fisio, pero antes era bombero, y eso ya le queda en los genes para el resto de su vida. Y el otro... ¿No os imagináis quién es? ¡Hay que ver qué poquita imaginación! ¡Es el de la chica del milagro!

—¿La chica del milagro? —preguntó la nueva—. ¿Quién es ésa?

—Pues verás —siguió la veterana—, la susodicha salió viva de un accidente del que debería haber salido hecha papilla y encima se llevó el premio gordo. Él fue quien la sacó del coche y la estuvo visitando prácticamente todos los días que permaneció ingresada. ¡Creo que no faltó ni uno!

—Sí, sí faltó —intervino otra, atrayendo todas las miradas—. Una semana concretamente. Aunque le envió bombones, flores y una tarjeta..., yo se la di. Pero cuando volvió, estuvo aquí cada día como un clavo.

—¡Madre mía! —exclamó la nueva—. ¡Está impresionante, el tío, menuda suerte! ¿Y quién es la afortunada? ¿Modelo, presentadora, concursante de «Gran Hermano»?

—Eso es lo más extraño de todo —respondió la veterana, frunciendo el ceño y llevándose el café a los labios—. Pues, verás..., ella..., no sé cómo decirlo sin que suene cruel...

—Pues dilo como hay que decirlo —intervino otra—. Sólo hay una forma: es una tía gorda.

—¿Cómo que gorda? —preguntó la nueva—. ¿Rellenita, quieres decir?

—No, de rellenita nada. Gorda..., pero gorda, gorda.

—Bueno, cuando le dieron el alta había perdido mucho peso —continuó la veterana—, cosa que no me extraña, porque la rehabilitación fue durísima. Pero tuvo suerte, Carlos no la dejó tirar la toalla en ningún momento.

—¡Pues un día estuvo a punto de hacerlo! —La voz llegó desde el final de la mesa, hacia donde las cabezas se volvieron y la mujer de grandes gafas, que no había abierto la boca hasta aquel momento, miraba concentrada su taza de café—. Yo había ido al almacén, por gasas y jeringuillas y, al pasar por fisio, la oí llorar. Estaba intrigada, así que me quedé un rato remoloneando a ver si me enteraba de algo... ¡Como alguna se vaya de la lengua y se lo diga a la supervisora, la mato! —Las risas no se hicieron esperar—. Al cabo de un rato, apareció él —dijo señalando a Jack—. Entró en la sala y dejó la puerta abierta... ¡No me miréis así, ya sabéis que a veces las guardias son muy aburridas, para una vez que pasa algo emocionante, no era cuestión de perdérmelo! —Las carcajadas inundaron la mesa—. Un rato después, el auxiliar se la llevó en la camilla, y esos dos tíos como armarios que veis ahí... estaban emocionados, los dos... ¡Así como os lo cuento!

 

 

Carlos, necesito ayuda porque no puedo aguantar más y me va a dar algo. —El fisioterapeuta estalló en una carcajada al ver a Juan tan desesperado—. Háblame con claridad. ¿Hay algo que no deba hacer, alguna postura que la pueda perjudicar?

—El único consejo que puedo darte es que la trates con ternura, Jack, con mucha ternura.

—¡Joder! Ése no es mi fuerte.

—¡Pues tendrá que serlo, porque la necesita, Jack, y si no lo haces así... mejor que no lo hagas! —Se quedó callado, observando sus profundas ojeras—. ¡Nunca te había visto así, tío! ¡Te gusta de verdad!

—Carlos, yo... nunca había sentido esto por una mujer. Cada minuto que estamos separados me parecen siglos.

—Bueno, pues en vista de que la cosa va en serio y de que confío en tu palabra..., necesito que me ayudes a convencerla de que vea al psicólogo.

—¿De qué estás hablando?

—Las víctimas de accidentes, antes o después, se ven asaltadas por las pesadillas. El otro día hablé con ella de este tema, pero se negó en redondo... Quizá si se lo dices tú... Ella es especial, Jack, muy especial. —Se quedó pensativo—. Te contaré una cosa, pero no puede salir de aquí, ¿de acuerdo? Lis conoció aquí, en el hospital, al tipo que provocó el accidente.

—¿Qué?

—Sí. No sé cómo ocurrió, pero así fue. Me di cuenta el día que vino a despedirse. Cuando os fuisteis, se quedó parada ante el cristal. Creía que sólo era nostalgia, pero no, estaba mirando a alguien en particular, al paciente que estaba conmigo en aquel momento. Yo no sabía aún que él era el causante del accidente... El tío... ya no es el mismo de los primeros días, ha empezado a darse cuenta de lo que hizo, de las consecuencias, y comienza a aterrizar en este mundo y... se está hundiendo. Vamos, que ha visto que su vida se ha ido al garete por cuatro copas y que se ha llevado por delante vidas inocentes. ¡No me gustaría estar en su pellejo, la verdad! Y Lis... lo vio antes que yo... El último día que vino, me dijo: «Ayúdale, Carlos, él necesita más ayuda que los otros». —Su móvil comenzó a sonar en ese instante—. ¡Dime, cariño! Sí, estoy en la cafetería. Bien, ahora salgo. Tengo que salir, Jack, es mi mujer.

 

 

A las puertas del hospital, una mujer rubia entradita en carnes salió con mucho salero de un coche mal aparcado y se lanzó a los brazos de Carlos, que la besó con pasión mirándola intensamente, con ojos brillantes.

—Perdona, cielo —dijo ella, acariciándole la cara—, pero ya sabes cómo es, se ha puesto muy pesada.

—Jack, te presento a mi mujer, Ana.

En ese momento, una cabeza llena de rizos se asomó por la ventanilla trasera del coche.

—¡Que estoy aquí, papá, que estoy aquí!

—Y ésta es nuestro pequeño terremoto, Jack, también se llama Ana, como la madre, pero es más difícil de satisfacer —añadió con una sonrisa pícara mientras abría la puerta, por donde un torbellino se lanzó a sus brazos con alegría—. A ver, ¿qué pasa, cariño?

—Es que te has ido sin darme un beso, papi, y yo no puedo dormir si no me das un beso, ¡ya lo sabes, papá!

—Y también sabes, papi —dijo la madre, poniendo los ojos en blanco—, que los míos no sirven.

—Pero si los de mamá son más suaves.

—Sí, pero a mí me gustan más los tuyos, papi, porque me hacen cusculillas.

 

 

Cuando le vio al otro lado de la puerta, apoyado en el quicio, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa traviesa en los labios, Lis arrugó el ceño.

—Juan..., ¿qué pasa?

—¿Me das un beso?

—¿Qué?

—Necesito que me des un beso o... no podré dormir.

Él entró y cerró suavemente la puerta. Cogió su cara entre las manos y besó sus labios suaves, calientes, sorprendidos y, entre beso y beso, la llevó hasta la habitación. La tomó entre sus brazos y la tendió sobre la cama. Su lengua entró en su boca, que la recibió con dulzura, saboreándola despacio, mientras el corazón de Lis se desbocaba y su cuerpo se estremecía al sentirle sobre ella. Juan hundió la cara en su cuello, dejando sobre su piel todos los besos que había en sus labios, hasta que la oyó reír.

—¿De qué te ríes, Lis?

—Es que me haces cosquillas, Juan —contestó ella con una sonrisa, acariciándole la cara.

—¡Oh, Dios!

Aquello era más de lo que podía soportar. Sentir la suavidad de su piel, el calor de su cuerpo, el latido de su corazón bajo su pecho, lo volvía loco, pero fue su risa la que le excitó más y más descontrolando su respiración por completo y llevando sus manos hacia sus pechos, que acarició lentamente. Sintiendo cómo los pezones se le ponían rígidos bajo sus palmas, cómo los ojos color chocolate se le llenaron de un intenso brillo y cómo su rostro se arreboló.

Aquellas mejillas sonrosadas espolearon su deseo y Juan perdió la noción de lo que estaba haciendo. Su boca bajó hacia la de ella y la devoró con pasión, tendiéndose sobre su cuerpo con cuidado, con mucho cuidado.

Sentir a aquel hombre encima de ella fue tremendamente impactante para Lis. Lo recibió con el mismo deleite con que había recibido las manzanas cuando recorría aquella carretera en busca de la libertad. Pero cuando sus manos intentaron desnudarla, le entró el miedo, un miedo terrible que la hizo volver a la realidad. Mostrar su cuerpo no era algo que desease hacer, y menos a él, así que la vergüenza la dirigió y la hizo frenar.

—Juan, por favor, no puedo...

—¿Te hago daño, Lis?

—No, pero no puedo... No puedo todavía, Juan...

Se tendió a su lado despacio, tomando su cabeza en el hueco de su brazo y acariciando su mejilla encendida. Sus labios la saborearon de nuevo. Su mano bajó hacia sus pechos y los acarició suavemente. De la boca de Lis salió un gemido ahogado que le excitó hasta límites que no conocía y que guio su mano hacia abajo, hasta llegar a su pubis, donde ella detuvo sus caricias.

—Juan... —susurró en su boca—, yo no puedo todavía... Lo siento, pero no puedo.

—Lo sé..., lo sé..., es pronto —susurró él, abrazándola y enterrando la cara en su cuello—. Deja que me quede a dormir contigo esta noche... No sabes lo que me cuesta dormir desde que te conozco..., ni te lo imaginas, Lis, ni te lo imaginas. —Ella tomó su cara entre las manos, mirándole muy seria—. Sólo dormir, te lo prometo, es que... no puedo dormir pensando en ti... No puedo..., no puedo...

 

 

En mitad de la noche, Juan se despertó y fue al baño. Al salir, miró el apartamento con atención. Nunca se había parado a hacerlo; cada vez que había ido allí, sus ojos se centraban en ella, en nada más. Era pequeño pero muy acogedor; los sofás de color naranja le daban una alegría especial, las paredes blancas estaban decoradas únicamente con un precioso vinilo de flores, y la pequeña mesita de café tenía un cristal en forma de corazón que le arrancó una sonrisa. Él había tardado una semana en decidir cómo quería la suya, sus opciones, cuadrada o rectangular. Sólo a una mujer se le podría haber ocurrido una mesa así; era perfecta para aquel ambiente tan cálido. Parecía un auténtico hogar, en él sólo faltaban los niños y el perro.

La imagen de Carlos y su familia volvió a su mente, lo que lo hizo sonreír. Eso era lo que él quería en su vida, lo que siempre había soñado, lo que necesitaba para ser feliz: una mujer de verdad, un hogar de verdad.

Se acostó de nuevo junto a Lis, acariciando suavemente su hombro y se abrazó a ella besando su espalda. Ella se despertó sobresaltada.

—Tranquila, cariño, soy yo —dijo encendiendo la luz.

Con el pelo negro alborotado y los ojos brillantes y adormilados, Lis lo miró extrañada, como preguntándose «¿Qué hace este hombre en mi cama?». Juan se dijo que no podía haber nada más hermoso sobre la faz de la Tierra. Una sonrisa apareció en los labios de Lis antes de tenderse suavemente sobre su pecho.

Juan apagó la luz y abrazó aquel cuerpo con ternura, al tiempo que una sonrisa aparecía también en su boca. Por primera vez en muchos años se sentía feliz, realmente feliz, completamente feliz..., sintiendo cómo la respiración de Lis le hacía cusculillas sobre el pecho.

Jack
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