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Lis avanzaba lentamente con el manuscrito de PERRO, que reposaba sobre la mesa del ordenador. Cada página le desgarraba las entrañas, le destrozaba el corazón. Con cada palabra volvía allí, al lugar del que quería escapar sin conseguirlo, preguntándose dónde estaba ese Dios del que tanta gente hablaba, al que tanta gente rezaba y al que ella nunca había conocido. Lo único que reconocía como real era la fortaleza de su espíritu, sus ganas de vivir, su obsesión por alcanzar la libertad.
Lo cogió con manos temblorosas una vez más y se sentó en el sofá, poniéndoselo sobre las rodillas. Encendió un cigarrillo y suspiró profundamente. Al menos, ya le faltaba poco para terminarlo, salvo por el último capítulo, el que aún no se había escrito.
Me despertó en plena noche el silencio.
Abrí los ojos y supe que algo pasaba. Mis compañeros de cautiverio dormían, todos menos los dos pequeños, los que habían llegado con la niña. No tenían más de doce años, pero tan pronto como LA BESTIA puso los ojos sobre ellos, supe que estaban perdidos, que su infancia, si es que la habían tenido, había llegado a su fin.
Salí de la pocilga con los pies descalzos, los zapatos eran lo primero que nos quitaban cuando volvíamos de la escuela, quizá para alejar de nuestras mentes la idea de escapar, o quizá porque simplemente podían, porque eran nuestros amos y señores.
En la casa no había ninguna luz y eso me extrañó: les gustaba la noche, era su camuflaje perfecto, su decorado favorito. La rodeé buscando algún indicio que me guiara y entonces, tras los frutales, vi la luz del cobertizo. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza, mientras sentía bajar por mi espalda las gotas de sudor y una voz en mi interior me decía «No mires, no mires», pero mi curiosidad pudo más que ella y me acerqué. Ojalá no lo hubiese hecho.
Los niños estaban en el centro desnudos, mirándose asustados, mientras que LAS HIENAS los observaban con una sonrisa en los labios y una vara en las manos.
—¿A CUÁL PREFIERES? —preguntó ÉL.
—AL MORENO, LA TIENE MÁS GRANDE —dijo ELLA, desnudándose y tendiéndose sobre la paja—. PERO QUE SE LE PONGA BIEN DURA.
—¡YA LA HAS OÍDO, EMPÁLMATE! ¡¿NO ME OYES?, EMPÁLMATE!
Descargó sobre su pequeño cuerpo aquella vara, que sonó como un látigo y así debió de sentirlo el niño, que terminó hecho un ovillo en el suelo. Cuando se cansó de golpearle, le levantó y le acercó al otro.
—¡TÚ, PONTE DE RODILLAS Y CHÚPASELA HASTA QUE SE LE PONGA DURA! —Los niños no se movieron, acababan de entrar de lleno en un mundo que no conocían. ÉL lo arrodilló y le acercó el pene a la boca—. ¡ABRE LA BOCA! ¡AHORA, CHÚPALA BIEN HASTA QUE SE EMPALME! ¡DEJA DE LLORAR Y CHÚPALA, SEGURO QUE TE GUSTA!
Los niños entraron en la adolescencia de golpe, y a golpes, y la naturaleza siguió su curso, haciendo que el niño se empalmase por primera vez en su vida, mirando su miembro como si fuese la primera que vez que lo veía. ÉL le agarró por un brazo y le tiró sobre ella.
—¡MÉTESELA, MÉTESELA HASTA EL FONDO, QUIERO OÍR CÓMO SE CORRE! —Volvió hacia el otro y le agarró por el pelo—. ¡LO HAS HECHO BIEN, AHORA ME LA CHUPARÁS A MÍ, ABRE LA BOCA! —Se corrió en su boca gritando como el animal que era—. ¡ASÍ, ASÍ, ASÍ!
Le dio una bofetada que le dejó inconsciente, mientras el otro seguía con su mujer, haciéndola gemir. Cogió una botella y se sentó ante ellos a mirar, fumando un cigarrillo con una sonrisa en los labios. Cuando el niño comenzó a despertarse, lo cogió como si fuese un muñeco de trapo y lo puso sobre un caballete, boca abajo, le separó las nalgas y le metió los dedos, de uno en uno, de dos en dos, y de tres en tres... Sus gritos aún resuenan en mi cabeza, así como las palabras que salían por la boca de ÉL.
—¡TIENES UNA AGUJERO MUY PEQUEÑO, JUSTO LO QUE QUERÍA, UN AGUJERO BIEN PEQUEÑO PARA ABRIRLO! TE LO VOY A ABRIR BIEN, VERÁS CÓMO TE GUSTA, TE VAS A CORRER DE GUSTO ESTA NOCHE. ¡YA LO VERÁS, CABRÓN, YA LO VERÁS! ¡DEJA DE GRITAR O TE DOY CON LA VARA!
Siguió metiéndole los dedos hasta que la mujer empujó al otro y se relajó, sonriendo.
—TE HA GUSTADO, ¿EH?
—SÍ, A ÉSTE LO QUIERO TODAS LAS NOCHES. NO LE HAGAS NADA, LO QUIERO PARA MÍ.
—ENTONCES, ÉSTE ES MÍO..., SÓLO MÍO... TÚ, VEN AQUÍ... MIRA QUÉ CULO MÁS PEQUEÑO TIENE, ME VAS A AYUDAR A ABRÍRSELO, COGE LA VARA, MÉTESELA.
Los alaridos de dolor se grabaron en mi corazón, el palo temblaba en manos de la criatura, pero hizo lo que le mandaba, lo hizo muchas veces, mientras ÉL gritaba y bebía, bebía y gritaba.
—¡AÚN NO ESTÁ LO SUFICIENTEMENTE ABIERTO, MÁS, MÉTESELO MÁS, MÁS ADENTRO! ¡ASÍ, ASÍ, ASÍ! —Le empujó, tirándole al suelo—. ¡YA ESTÁ, YA ESTÁ PREPARADO PARA MÍ! ¡AHORA TE VA A GUSTAR, CABRÓN, TE LA VOY A METER HASTA EL FONDO...! ¡GRITA..., GRITA..., QUIERO OÍRTE GRITAR..., GRITA!
El niño lo intentó, lo intentó con todas sus fuerzas, pero de su boca sólo conseguían salir pequeños gemidos... Gemidos que todas las noches desde entonces, y a la misma hora, me despiertan. No importa dónde esté o con quién, un reloj en mi cabeza suena a la misma hora de entonces, despertándome. Después de veinte años, el reloj aún sigue funcionando, no ha fallado ni una sola noche.
Cuando al día siguiente el niño murió, el médico certificó su muerte como natural. Junto a la puerta estaba apoyada la vara ensangrentada. Yo no podía dejar de mirarla, esperando que el doctor se fijara en ella, pero no la vio, porque no quería verla, porque a nadie le importábamos, porque, como ELLOS decían, NO ÉRAMOS NADIE.
Lis dejó el manuscrito sobre la mesita del café y se desplomó en el sofá, llorando sin consuelo. Así la encontró Juan cuando llegó del trabajo y, por más que preguntó, de su boca no salían más que lamentos. Hizo lo único que podía hacer, la tomó en sus brazos y la llevó a la cama tendiéndose a su espalda y abrazándola con fuerza, dejando que liberase tantas lágrimas retenidas, tanto dolor, tanto tormento. Los latidos de su corazón consiguieron serenarla y, escuchándolos, se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, ya se había hecho de noche y Juan seguía a su espalda, acariciando lentamente su cuerpo. Se volvió entre sus brazos y se miró en sus ojos tan brillantes, tan bellos. Le besó con pasión, con toda la pasión que había en su cuerpo y, poco a poco, su respiración se fue acelerando, mientras la ropa comenzaba a desaparecer entre ellos. La penetró despacio, sus manos dejaron sobre su piel miles de caricias y sus labios millones de besos.
—¡Te quiero, mi vida! —dijo él, mirándose en los ojos color chocolate—. ¡Qué suerte he tenido de encontrarte, qué afortunado me siento!
Las palabras de Juan llegaron al alma de Lis haciéndola perder el control. Tomó su boca y la devoró, mientras sus manos atraían sus caderas hacia ella, poseyéndola más y más adentro. Enredó sus piernas en su cintura y comenzó a cantar en su oído, muy bajito, aquella canción de Rosana, perdiéndose en un orgasmo que los llevó al mismo cielo.
—Aquel accidente... fue una suerte, Juan... —susurró mientras se corría bajo su cuerpo—. Todos los sufrimientos han valido la pena..., todos..., todos..., todos...