7
Había llegado el gran día, el día de ponerse en pie y dar el primer paso. Eso al menos era lo que decía Carlos, aunque Lis no lo tenía tan claro. En la gran sala, donde demasiada gente sufría, la colocaron ante unas barras paralelas que le parecieron los mayores instrumentos de tortura que había visto nunca, y que, si las miraba fijamente, parecían volverse más y más grandes por momentos.
Carlos le agarró las manos y, tirando de ella, la levantó de la silla de ruedas y la puso en pie, sin hacer caso de sus protestas.
—¡No, no, no, no puedo, Carlos, no puedo!
—Sí puedes.
—¡No, no puedo!
Intentó soltarse de él y volver a la silla de ruedas, pero un rápido auxiliar, siguiendo fielmente las indicaciones del fisioterapeuta, apartó la silla.
—¡Que sepas... que me estoy acordando de toda tu familia! —le espetó Lis con su mirada más glacial.
—Deja en paz al chaval, que sólo hace su trabajo —dijo Carlos, colocándose tras ella y sujetándola por la cintura—. Y haz tú el tuyo.
—¡No puedo, Carlos, no puedo, me voy a caer!
—Puedes hacerlo y vas a hacerlo —replicó él con serenidad—. Estás preparada para ello y puedes hacerlo, así que deja de protestar y agárrate a las barras.
Lis colocó las manos sobre las paralelas. Los brazos de Carlos comenzaron a aflojar poco a poco, pero cuando el dolor la atravesó, recorriéndola con un intenso e insoportable latigazo, sus rodillas se doblaron y su boca se abrió liberando un profundo gemido. Sin embargo, ahí estaban los brazos de Carlos, impidiendo que cayera al suelo y volviendo a ponerla en pie.
—¿Me invitarás a la montaña rusa o sólo llevarás a Jack?
—Ahora mismo..., me siento como si ya estuviese en una, Carlos.
—La otra es más divertida, te lo aseguro —dijo él, soltándola lentamente.
Lis se sentía como una muñeca de trapo en manos del cruel destino. Notó cómo las lágrimas acudían a sus ojos, apretó la mandíbula y levantó la cabeza, y entonces, reflejado en el gran espejo de la pared, lo vio: el azul del cielo que había fuera. Porque fuera había otro mundo, un mundo que había estado esperándola, un mundo con el que había soñado durante su cautiverio, un mundo del que había sido privada durante mucho tiempo, un mundo al que tenía derecho. Pero una vez más el destino se lo negaba, poniendo ante ella barreras que tenía que romper, obstáculos que tenía que superar, murallas que tenía que derribar.
¡No era justo! ¡Ella no debería estar allí! ¡Ella no merecía estar allí! ¡Nadie merecía estar allí! Y fue entonces, mirando aquel cielo que la llamaba, cuando toda la impotencia y el dolor que inundaban su cuerpo se transformaron en rabia. En una rabia terrible que la atravesó, que la invadió y que tomó el control, triplicando la fuerza de sus brazos, contrayendo sus músculos y convirtiendo sus manos en auténticas garras que la mantuvieron firme y le permitieron dar el primer paso.
—¡Bien! —exclamó Carlos con alegría—. El primer paso siempre es el más difícil. A partir de ahora, toda será mucho más fácil, Lis.
—¡Siempre dices lo mismo, pero nunca es así!
Pero el fisioterapeuta tenía razón. Tras el primer paso, que era el más difícil, llegaron los demás, los que le permitieron acceder al lugar que más había anhelado visitar desde su llegada: el cuarto de baño. Lis pudo por fin ducharse a gusto, como una persona normal, sin silla de ruedas, ponerse de pie bajo el chorro de agua y dejar que ésta la sanara.
El poder que el agua tenía sobre su cuerpo era algo que no dejaba de maravillarla. Quizá el hecho de haber estado privada de semejante placer durante tanto tiempo había provocado en ella ese efecto, esa necesidad, pero era tan real como que, cada vez que salía de la ducha, sentía que sus fuerzas se habían multiplicado.
La semana que siguió a ese primer paso fue para ella una bendición, porque además de a la ducha pudo acceder a otros placeres que le habían sido negados desde su llegada: el café y el tabaco. Y una semana fue exactamente el tiempo que estuvo sin ver a Juan. Se despidió de ella enviándole una gran caja de bombones y un precioso ramo de flores con una nota
Tengo que irme una semana a Barcelona a hacer un cursillo; no voy por gusto, me han obligado. Lo siento. Te veré pronto.
Juan
Libre de la cama, y del especial magnetismo que ejercía sobre ella el hombre de mirada intensa, Lis descubrió el invento por excelencia del siglo... ¿En qué siglo se habría inventado? Bueno, daba igual, fuera en el siglo que fuese, había sido un gran invento: el tacataca. A pesar de que el traumatólogo le aconsejaba usar las muletas, ella se sentía más segura con aquel artilugio.
El hecho de usarlo tenía, como todo en esta vida, su lado malo y su lado bueno, pero la parte positiva no dejaba de sorprenderla. La gente se apartaba inmediatamente cuando la veían llegar. Muchos le dedicaban cálidas sonrisas sin tan siquiera conocerla. Y la mayoría la miraban con tanta pena y expeliendo tantos suspiros de alivio por no verse en su misma situación, que Lis se dijo que era fascinante poder hacer feliz a tanta gente con aquel armatoste tan poco sofisticado pero tan práctico. Todo eso era capaz de hacer ese invento, por no hablar de que constituía la coartada perfecta cuando quería escuchar alguna conversación. Nadie se sorprendía si la veían parada en mitad del pasillo, mirando al suelo; daban por hecho que estaba cogiendo fuerzas para continuar su camino, alguno hasta se ofrecía a ayudarla.
La semana estaba llegando a su fin, y aquella tarde, mientras se preguntaba cómo reaccionaría Juan cuando la viese caminar, se dirigió hacia su primera parada obligatoria: la máquina del café. Al pasar ante una puerta abierta, oyó una conversación entre dos hombres que no repararon en ella. Ése era otro efecto secundario que el artefacto en cuestión ejercía sobre algunas personas: la invisibilidad. Probablemente, los hipocondríacos se negaban a verlo.
—¿Y cómo está ahora? —dijo uno.
—Pues bien, dadas las circunstancias —contestó el otro—. ¡Cuántas veces le he dicho que se ponga el cinturón, joder, pero ni caso!
—¡Hostia, las dos piernas rotas, tío, menuda putada! ¿Podrá volver a jugar al fútbol?
—¡No digas chorradas, macho! ¡No creo que tenga muchas ganas de jugar al fútbol en la cárcel!
—¿La cárcel? ¿Crees que irá a la cárcel?
—¡Han muerto cuatro personas, y él... había bebido, tío, había bebido!
—¡No me jodas!
—¡Sí, macho, sí! ¡Mira que se lo tengo dicho, que llevando semejantes camiones no te la puedes jugar, pero ya sabes cómo es, nunca escucha! Y mira ahora, ¡toda su vida tirada por la borda por unas copas! Se paró a desayunar en un bar de carretera con otros camioneros y se tomó cuatro copas, y luego... se quedó dormido al volante. ¿Cuántas veces se lo he dicho, que al volante ni una copa? ¿Y sabes lo que me contestaba, el muy zopenco? «Yo controlo, tío, yo controlo.» ¡Y un carajo, si bebes no controlas, joder, no controlas una mierda!
Lis pensó que bien podrían estar hablando de su accidente, aunque, con tantos como había, podía tratarse de cualquier otro. Sacó un café en la máquina y echó un ojo al puesto de enfermeras. Estaban entretenidas, así que se escabulló por la puerta que ya le era conocida y recorrió el solitario pasillo, dobló la esquina y allí estaba ella, esperándola... la ventana de la libertad.
El sitio no debía de ser muy famoso, claro que a ello había contribuido mucho que ella no había compartido con nadie su descubrimiento, porque los únicos secretos que se mantienen ocultos son los que no se cuentan. Abrió un poco la ventana y encendió un cigarrillo, aspirando profundamente y suspirando aliviada. Conseguir aquella cajetilla de tabaco había sido toda una odisea. En tres ocasiones lo había intentado sin lograr su objetivo, recibiendo, eso sí, miradas reprobadoras que no la hicieron desistir de su empeño. ¡Para un vicio que tenía!
El cuarto intento lo hizo con un chaval que tenía muy mala pinta y que aceptó comprársela en el bar de la esquina. Lis lo observó marcharse con el dinero en el bolsillo mientras se preguntaba si volvería a verlo, pero sorprendentemente, el chaval regresó con la encomienda complicada y junto con la cajetilla de tabaco y le dejó su número de teléfono por si volvía a necesitarlo. La mirada que le lanzó le hizo pensar si repartiría algo más que tabaco, pero como no era asunto suyo, se calló y se guardó el número por si acaso.
El ruido chirriante de una silla de ruedas mal engrasada la sobresaltó, poniéndola alerta. «¡Vaya por Dios, ya nos han descubierto, tendremos que buscar otro escondrijo para nuestras citas, querido!», se dijo Lis, mirando con pesar su cigarrillo. La cara de decepción del hombre que apareció ante ella le provocó una sonrisa.
—Si buscas un sitio donde fumar, lo has encontrado. —Mostró tímidamente el cigarrillo que escondía tras su espalda.
—¡Menos mal! —exclamó él con un suspiro de alivio, sacando uno y encendiéndolo con dedos temblorosos—. ¿Qué te ha pasado?
—Tuve un accidente de tráfico. ¿Y tú?
—¡Yo también! —dijo él, frunciendo el ceño y fumando frenéticamente—. Pero ¡tú has tenido más suerte que yo! Veo que puedes andar, yo tengo las dos piernas jodidas. La operación fue bien, pero tengo una puñetera infección y aún tardaré bastante en poder hacerlo. ¡Joder, y ahora encima dicen que puedo ir a la cárcel! ¿Te lo puedes creer? ¡Por tomarme cuatro putas copas puedo ir a la cárcel! ¡Joder, esta vida es una puta mierda, una puta mierda! ¡Y luego, a ver cómo me quedan estas cabronas, a lo mejor tengo que dejar el fútbol! ¡Una puta mierda, una puta mierda! ¡Yo no tuve la culpa, hostias, no tuve la culpa! ¡Si aquella furgoneta no hubiese estado allí parada, no habría pasado nada, nada en absoluto!... ¿Qué pasa?, ¿por qué me miras así?
No tendría más de veinticinco años, pero la rabia contenida que había en su cuerpo sólo era comparable al asombro de Lis, que lo miraba atónita, mientras el cigarrillo se consumía lentamente entre sus dedos. Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos y una cascada salió por ellos, mientras de su pecho se escapaban pequeños gemidos que intentaba mantener dentro, sin conseguirlo.
—¿La furgoneta? ¡Ni siquiera me viste! —dijo, limpiándose las lágrimas—. ¿Tú conducías el camión blanco..., el que llevaba líquido inflamable..., en la autovía de Brión... muy temprano? —Lis lo vio tragar saliva—. Y te quedaste dormido al volante... Te tomaste cuatro copas y..., como tú controlas..., te dormiste al volante...
—¡Yo... yo... yo no soy un criminal..., no lo soy! —gritó él—. ¡Todo el mundo bebe... y nunca pasa nada!
—Hasta que pasa —replicó Lis, apagando el cigarrillo en una maceta y respirando profundamente—. Han muerto cuatro personas..., una por cada copa que te tomaste... ¿Sabes quiénes eran? Los periódicos han dado todos los detalles del accidente y ni siquiera te has molestado en saber a quién mataste...
Él tiró el cigarrillo al suelo con rabia y encendió otro. Lis apretó la mandíbula y tomó aire. Aguantarse las ganas de gritarle a alguien es algo muy difícil, pero ella era una experta en esa ardua tarea, había tenido que hacerlo muchas veces en su vida, y eso le había enseñado que no tiene más razón el que más grita.
—Una pareja de recién casados, volvían del aeropuerto, de su luna de miel, y ella estaba embarazada... Y un padre y su hijo, el niño tenía siete años, siete años, siete años..., y todo porque tú te tomaste cuatro copas... ¿Y te preocupa si volverás a jugar al fútbol?... ¿Es que no tienes corazón?
Lis regresó lentamente a su habitación, limpiándose las lágrimas que salían en silencio de sus ojos. Ella podría haber sido uno de aquellos números, un simple nombre en el periódico. Cruzó la puerta con la moral por los suelos y allí, ante la ventana, estaba Juan, con unos vaqueros y un jersey negro, más guapo que nunca, y mirándola de arriba abajo con unos ojos brillantes como estrellas.
Su compañera de habitación, ahora una señora de Murcia muy parlanchina, estaba fascinada observando a semejante espécimen del sexo masculino. Cuando vio entrar a Lis y el brillo de sus ojos, los suyos fueron de uno a otro alternativamente para no perderse ni un detalle. ¡Ni un partido de tenis entre Nadal y Federer habría conseguido que aquella cabeza se moviese de lado a lado a semejante velocidad!
Juan la observó caminar lentamente hacia él con una gran sonrisa en los labios, se acercó despacio y le acarició los hombros, mientras sus ojos recorrían su cara en una lenta caricia. Apartó el tacataca y la besó en la boca con toda la pasión, acariciando suavemente su cintura. Lis no pudo contenerse más y le echó los brazos al cuello, dejándose besar, entregándose a su abrazo. Le había echado tanto de menos, mucho más de lo que había imaginado. Hundió la cara en su cuello y le olió; olía a noche, olía a frío y...
—¿Tienes moto, Juan?
Él estalló en carcajadas, apretándola contra su pecho tiernamente, hasta que la auxiliar experta en destrozar situaciones románticas apareció con el carrito de la cena. ¡A las siete de la tarde, como si estuvieran en USA!
—¡La cena! —exclamó, y de nuevo se quedó paralizada en el acto.
—¡Oh, eso puede esperar! —dijo la murciana, indicándole con la mano que se apartara—. ¡Esto está mucho más interesante!