Prólogo

Oregón, 1866

El agua de lluvia mojaba el rostro de Jacob Rand y se mezclaba con las lágrimas que caían por sus mejillas, formando un remanso húmedo y salado en la hendidura de su labio superior. Un mechón de pelo negro se arremolinaba ante sus ojos. Su visión era tan borrosa que ya no divisaba la tumba de su madre. Algo que tampoco le preocupaba en exceso. El aguacero había allanado en poco tiempo la tierra recién removida. Si no fuese por la piedra que había utilizado para marcar el sitio, el lugar del enterramiento no se distinguiría del resto del terreno. Deseó que su padre hubiese dedicado un poco de tiempo a tallar una cruz, pero como siempre, tenía otras cosas que hacer. Su padre le había ayudado a cavar, se había asegurado de que su madre recibía sepultura como era debido y le había dedicado alguna oración. En cuanto a la cruz, era un trabajo que tendría que esperar, al menos hasta que se hiciese de noche. Eran tiempos difíciles y su padre tenía la responsabilidad de alimentarlos.

Jacob cerró el puño y se restregó un ojo, determinado a no llorar delante de sus hermanas. Ahora que su madre no estaba, le correspondía a él, como hermano mayor, cuidar de las chicas. Había prometido que lo haría, y sabía que su madre confiaba en él.

Bajó los ojos hacia su hermana Sarah, de tres años, que lloriqueaba de pie junto a él. Deseó poder cambiarse por su hermano pequeño, Jeremy, y bajar a trabajar al arroyo. ¿Por qué tenía que ser él el que terminase con aquello y dijese las últimas palabras? Él no era un buen orador. Había rezado un padrenuestro. O al menos una parte de él. No sabía nada más, salvo las palabras para bendecir la mesa, algo que sin duda no era apropiado. Sabía que lo conveniente en ese momento hubiese sido decir algo bonito sobre su madre, pero no se le ocurría nada. Si al menos Jeremy estuviese allí: su facilidad de palabra hubiese sido muy útil esta vez.

Sarah sollozó de nuevo. Quería que se callase. Pero no parecía que tuviera intención de hacerlo. Parecía un grifo. Los mocos le caían de la nariz y le llegaban hasta el labio superior. Él no tenía pañuelo, así que le limpió rápidamente la cara con la manga. Sarah dio un resoplido, y después sollozó, lo que hizo que expulsara una nueva vela de mocos. Él volvió a limpiárselos.

¡Pobre Sarah! Tenía los botines negros cubiertos de barro rojizo. Su desgastada camisa, arreglo de una vieja de Jacob, le caía como una segunda piel mojada sobre los huesos. Bajo la falda, sus pequeñas rodillas enrojecían de frío. No podía parar de tragar saliva y tiritar, con la cara convulsionada.

Jacob la atrajo hacia sí. Su madre solía decir que un abrazo valía más que cien palabras. Olía a orín, y supuso que su hermana debía de haberse hecho pipí la noche anterior. Se sintió culpable. Había prometido cuidar de ella y, sin embargo, estaba hecha un desastre: mojada, helada y oliendo a meado. Hasta ahora lo estaba haciendo de maravilla. Ella apretó su cara contra él. Sabía que estaba limpiándose los mocos. Su madre siempre la reñía por eso, pero él no tenía fuerzas para hacerlo.

Las lágrimas le quemaban las pestañas. Emitió un suspiro entrecortado. Pensó en la discusión que había tenido el día anterior con Mary Beth, justo antes de que su madre empezase a sentirse mal. Después recordó con pesadumbre haber jugado con Jeremy en el cerro, dejando sus obligaciones para más tarde. Su madre ya no estaba, y no podía hacer nada para traerla de vuelta. Absolutamente nada. Ni siquiera podía decirle lo mucho que lo sentía.

Tenía tanta hambre que le dolía el estómago y las piernas le flaqueaban. Se sintió culpable por sentir hambre, pero no había probado bocado desde el día anterior a mediodía y cavar era un trabajo extenuante.

Casi tan extenuante como trabajar en la mina de oro…

—Está todo lleno de barro. —Sarah bajó los ojos hacia la tumba y después levantó la mirada hacia él, implorándole con sus grandes ojos castaños que volviera a dejar su mundo como estaba. Unos mechones de su negro cabello caían mojados por sus mejillas—. ¿Por qué hemos tenido que ponerla en el barro?

Jacob no sabía la respuesta. Si Dios existía, estaba sin duda muy lejos de allí. En algún lugar de California, seguramente, donde el sol nunca dejaba de brillar. Si Jacob fuese Dios, se iría a vivir a California.

Desde el otro lado de la tumba, Mary Beth, de ocho años, dijo:

—Mamá ya no está aquí, cariño. Se ha ido al cielo a vivir con los ángeles.

Jacob miró a Mary Beth, y deseó que siguiese hablando. Que hablase de arpas y vestidos vaporosos y calles pavimentadas con oro. Si Sarah seguía imaginando a su madre con la cara llena de barro, tendría pesadillas durante todo un año. Como siempre, Mary Beth hizo lo contrario a lo que Jacob deseaba. Hizo una mueca de desagrado, y se quedó callada. Sin perder la esperanza, Jacob dirigió la mirada a su hermana de seis años, Rebecca, pero también ella se quedó callada, con la mirada fija, el rostro blanco y la negra cabellera chorreando.

Tendría que ser él quien hablase. Dio una palmadita a Sarah en el hombro.

—El cielo es un buen sitio. Está lleno de caballos blancos, y los ángeles llevan los vestidos más bonitos que jamás pudiérais imaginar.

—¿Qué tipo de vestidos?

Jacob dudó. Había pasado toda su vida en pueblos mineros, pero una vez, hacía mucho tiempo, había ido a buscar a su padre a una cantina.

—Creo que son rojos con encajes negros.

Mary Beth, cuya cara estaba cubierta de barro, se tragó un rugido y se hinchó como un sapo que acabara de ver a una mosca.

—¡De eso nada! Los ángeles van de blanco, Jacob Nathaniel. No te atrevas a mentir de esa manera.

—¿Qué importa eso, Mary Beth?

—Importa, claro que importa. El rojo es el color de Satán, y solo las malas mujeres lo llevan.

—Blanco, entonces. Y deja de revolotear tan cerca de la tumba de nuestra madre. Vas a terminar por caminar sobre ella.

Sarah, ajena completamente a sus peleas, seguía pensando en el cielo.

—¿Por qué no nos ha llevado con ella? —preguntó con voz temblorosa—. ¡Se ha llevado al bebé! ¿Es que ya no nos quiere? Quiero un vestido rojo con oncajes negros.

—Encajes —corrigió Jacob—. Algún día, cuando sea rico, te compraré uno, cielo. Un vestido de ángel, del color que tú quieras.

A Jacob se le hizo un nudo en la garganta. Las gotas de lluvia le caían por la cara como si fueran alfileres. ¿Ángeles? Lo único que podía ver era barro y más barro. Y cuando cerraba los ojos, lo único que veía era la sangre de su madre.

—¡Un día, cuando seas rico! —se mofó Mary Beth—. Empiezas a parecerte a papá. Nunca seremos ricos con lo que hacemos, Jacob, y tú lo sabes.

—Entonces haremos algo diferente. Date prisa, Mary Beth. No quiero que Sarah empiece otra vez a llorar.

—Es mejor eso que hacerle promesas que no podrás cumplir. Ni siquiera tiene un abrigo.

—Le compraré un abrigo, y vestidos también. Ya lo verás. Os compraré vestidos a todas.

Los ojos de Mary Beth se llenaron otra vez de lágrimas. Lo miró fijamente un momento y después bajó los ojos.

—Aunque lo consiguieses, papá te quitaría el dinero y lo gastaría en material para la mina. Lo único que le importa es el oro. Le dio igual que mamá se hiciera daño e hiciera daño al niño por trabajar tanto. Y nosotros también le traemos sin cuidado. Sarah nunca tendrá un abrigo, ni vestidos tampoco. Lo único que le dará será una pala con su nombre. Lo mismo hará conmigo y con Rebecca.

Jacob había pensado esto mismo varias veces, pero oírlo decir en voz alta le asustó, sobre todo ahora, después de haber prometido a su madre que cuidaría de sus hermanas. No era lo suficientemente grande como para hacer la parte del trabajo de su madre, pero cuando le llegase el turno a Mary Beth sí lo sería. Ella iba a ser una criatura frágil, igual que su madre. El trabajo en la mina acabaría con ella.

Jacob volvió a mirar la tumba y recordó la mirada de desesperación y súplica de su madre la noche antes de su muerte. Con sus últimas fuerzas, le había cogido de la mano y le había susurrado: «Cuida de ellas por mí, Jacob. Prométeme que lo harás. No dejes que tu padre…». Su voz se desvaneció, y sus hermosos ojos se cerraron antes de pronunciar su deseo. Jacob había cogido con fuerza sus manos, incapaz de hablar, con los sollozos comprimiéndole la garganta.

«Cuidaré de ellas, madre. Se lo prometo. No dejaré que les ocurra nada malo, madre. Se lo juro. Todo irá bien. Ya lo verá. Todo va a salir bien.»

Incluso en el momento de pronunciar estas palabras, supo que eran mentira. Su madre estaba muerta. Su padre los había matado a ella y a su hijo por ir en busca de un sueño estúpido. Nada volvería nunca a ser como antes.