Capítulo 19
A la mañana siguiente, cuando se dirigía a devolver los vestidos a su madre, Índigo se encontró al señor Christian en la calle principal. Con botas y un sombrero nuevo, la saludó cortésmente haciendo una pequeña reverencia y le dijo que acababa de encargar un toro de cría.
—Ah, qué maravilla —contestó Índigo. Sabía que el granjero lo había pasado mal últimamente—. Me alegro por usted.
Miró a Sonny, que andaba ocupado oliendo la hierba que asomaba entre los tablones del camino.
—De verdad que me vino bien ese dinero, se lo digo, y siempre les estaré en deuda.
Ligeramente confundida, Índigo observó su cara delgada.
—Sí, bueno —sonrió—. Salude a su esposa de mi parte. Que tenga buenos días.
Cuando Índigo echó a andar, el granjero gritó:
—¿Cómo se lleva con ese bicho intratable?
Durante un horrible momento, Índigo pensó que se refería a Jake, pero cuando se dio la vuelta vio que su mirada se dirigía a Sonny.
—Ah, nos llevamos estupendamente.
El señor Christian se agarró la oreja y sacudió la cabeza.
—Es el animal con más mal genio que he visto en mi vida. Espero que su marido no lo quiera traer de vuelta, porque ya me he gastado los trescientos.
Después de decir eso, Deke Christian se alejó. Índigo se quedó mirándolo, segura de que no lo había entendido bien. Unos minutos más tarde, cuando llegó a casa de sus padres, todavía estaba dándole vueltas a la conversación.
—Madre, ¿alguna vez te ha parecido raro el señor Christian?
Loretta dejó el horno y se volvió sujetando una bandeja de galletas con la mano enguantada.
—¿Raro? ¿Raro cómo?
Índigo dejó el fardo de vestidos sobre la mesa.
—Como ido. Acaba de encargar un toro. —Índigo encogió los hombros—. Dijo una cosa rarísima, algo de Jake devolviendo a Sonny y queriendo sus trescientos dólares.
Loretta la miró sobresaltada.
—No querrás decir que… ¡ah, madre, no lo hizo!
Loretta colocó la bandeja del horno en la encimera. Con una leve sonrisa, asintió.
—¿Jake compró a Sonny? —Índigo miró al cachorro, que estaba frente a la chimenea—. ¿Por trescientos dólares? ¿De dónde sacó tanto dinero?
—No me pareció adecuado preguntarlo. Sabía lo mucho que echabas de menos a Lobo, y pensó que su cachorrillo podría calmar tu dolor. Supongo que trescientos dólares no le parecieron tanto si te iba a hacer feliz.
Índigo se dejó caer en una silla.
—Entonces… bueno, nunca tuvo la intención de dispararle. Todo fue un paripé para hacer que me lo quedara.
Loretta se rio.
—No estás enfadada con él, ¿verdad?
Por un instante, Índigo sí que se enfadó. Luego miró a Sonny y una sonrisa cariñosa curvó sus labios. En realidad, sus días pasaban mucho más rápido en compañía del cachorro y, ahora que había llegado a quererle, de algún modo parecía lo lógico que ella criase al hijo de Lobo.
—No, no estoy enfadada —dijo suavemente.
—Me alegro. Jake lo hizo con la mejor intención. —Loretta cogió un plato de la alacena y lo llenó de galletas. Volviendo a la mesa, lo colocó junto a Índigo y luego tomó asiento—. Un hombre tiene que querer mucho a una mujer para gastarse trescientos dólares en un cachorro. Especialmente cuando le muerde nada más verlo.
A Índigo le invadió un sentimiento de afecto.
—Supongo que quizá sí que me quiere —susurró—. Aunque sea un poco.
Loretta se sirvió una galleta. Le dio un ligero mordisco y se puso a observar a su hija.
—Más que un poco, diría yo. —Y la miró, interrogándola—. Índigo, puede que esté pisando territorio prohibido, pero Jake dijo el otro día algo que me hizo pensar que no has estado cumpliendo tus obligaciones de esposa.
Índigo pensó en lo ordenada que había tenido la casa y en las cenas tan buenas que había preparado cada noche.
—Pero yo… —Hizo una pausa pensativa—. Ah, te refieres a esa obligación de esposa.
Loretta se sonrojó.
—¿Así que lo admites?
Índigo se retorció en la silla.
—No me he negado exactamente.
—Ya hace un tiempo que estás casada. Un hombre espera ciertas cosas —afirmó mientras se sacudía una mancha de harina de su mandil—. Sé que te casaste con él contra tu voluntad. No debe de ser fácil. —Y levantó la vista—. Mi miedo es que empeores las cosas. Un hombre rechazado forzará las cosas. Tú no quieres eso.
Índigo no quería.
—Pero, madre…
—Jake es un buen hombre, no creo que tenga ni un ápice de maldad. Pero no hay un solo hombre en el mundo que esté libre de sacar su mal genio. ¿Entiendes?
Índigo entendió perfectamente.
—Sí, madre.
Loretta resolló.
—Sé que te puede sonar cruel. —Sus ojos se ensombrecieron por la emoción—. Pero eres mi niña, y quiero evitarte el dolor. No abuses de la paciencia de tu esposo.
Índigo volvió a casa preocupada y enfadada. Cada vez que miraba a Sonny, le asaltaba la culpa. Jake se preocupaba de verdad por ella. Lo había demostrado de mil maneras. ¿Por qué seguía teniendo pánico al lecho conyugal?
Fue al dormitorio y se tumbó. Se imaginó el aroma de él pegado a la almohada y cerró los ojos. Casi podía sentir su brazo en la cintura, su mano abierta sobre el estómago, su calor en la espalda.
Muy pronto, probablemente, se tendría que ir por un tiempo. Pensarlo la hacía sentir huérfana. Visualizaba su rostro moreno con los rizos de ébano cayendo descuidadamente por su frente. Su estómago palpitaba, como sucedía a menudo cuando él la miraba. ¿Qué pasaría si se marchaba a otra ciudad antes de hacerle el amor? Se lo imaginaba sonriendo a una hermosa señorita y haciendo que otra sintiese el pálpito en su estómago. ¿Qué pasaba si la señorita se fijaba en él?
Un fuerte nudo de tristeza se instaló en el pecho de Índigo. Él había hecho todo lo que podía para hacerla feliz. A cambio, ¿qué le había dado ella? Nada. Ni siquiera su confianza. Tenía que hacer el amor con él. Se merecía al menos eso. Si no lo hacía, él la dejaría durante un viaje y nunca volvería a Tierra de Lobos. Al pensarlo, tenía ganas de llorar. De alguna manera, él se había convertido en el centro de su mundo. Si no volvía, ella moriría por dentro.
Índigo abrió los ojos y miró al techo. La confusión hacía que sus emociones se confundiesen. No quería amarle. No quería. Le hacía sentir fatal por dentro, y asustada. Se tapó los ojos con el brazo y sollozó. No era justo que él la hiciera sentirse así. No era justo.
En la pausa del mediodía, Jake salió de la mina y se dirigió a casa. Desde la carta de Jeremy, ya no estaba convencido de que Brandon Marshall estuviese detrás de los incidentes de la mina. Si era así, también parecía improbable que el derrumbe fuese dirigido a Índigo. Jake sabía lo mucho que ella echaba de menos trabajar, así que había estado pensando en el asunto. Si los accidentes no iban contra ella, ¿por qué no dejarla volver tomando algunas precauciones de seguridad?
Cuando llegó a casa, se encontró a Índigo dormida en la cama. Él se acercó y le acarició las pestañas con la yema de los dedos. Ella parpadeó y abrió los ojos lentamente. Por un instante, se quedó mirándole como si no le viera.
—¿Jake?
—¿Quién creías que era? —le preguntó con una sonrisa.
Ella se incorporó sobre el codo.
—¿Qué haces en casa?
—Me dijo un pajarito que estabas haciendo el vago.
—Ah. ¿Debería estar haciendo algo?
Jake cruzó los brazos y entornó los ojos.
—Vaya esposa que eres, durmiendo todo el día. Levántate y ponte los pantalones, señora Rand. Tenemos trabajo.
—¿Dónde?
—En la mina.
Ella se sentó.
—¿La mina? Pero tú… ¿Qué hay de…? ¿Lo dices en serio? Dijiste que no era seguro.
—Lo he estado pensando, y no ha pasado nada en mucho tiempo. Me apetece arriesgar un poco. —Levantó una mano—. Con algunas condiciones. Solo trabajarás media jornada.
Ella juntó las manos y se mostró entusiasmada.
—¡Ay, sí! ¡Media jornada sería maravillosa!
—Y trabajarás conmigo. Sin alejarte. Es solo temporal, hasta que tenga la certeza de que es seguro.
—¡Ay, sí! ¡Sí! —asintió con énfasis—. Eso no me importa, de verdad, Jake. Seré como tu sombra.
—Hay más —advirtió—. Nada de levantar pesos y, si te veo con un pico o una pala, te lo enrollaré al cuello.
Su rostro se apagó.
—Pero, entonces, ¿qué puedo hacer?
Jake se inclinó hacia ella.
—¿Estás de acuerdo con las condiciones o no?
Su cara se iluminó.
—Tan solo estar allí ya será maravilloso.
—Entonces vístete.
Ella se levantó de un salto y corrió hacia la cómoda. Tras sacar un par de pantalones, se dio la vuelta y se lanzó sobre él. Jake estiró los brazos para cogerla. Ella le abrazó el cuello.
—Ah, Jake, gracias.
Antes de que pudiera reaccionar, ella se escabulló y empezó a subirse los pantalones por debajo de la falda. Jake no pudo evitar reírse. Nunca en la vida había visto un cambio tan rápido.
—¿Has almorzado? —le preguntó.
—No tengo hambre.
—Tienes que comer. —Ella recogió la falda del suelo y la tiró encima de la cómoda—. Sin rechistar.
Índigo estaba tan emocionada de volver a la mina que no le molestaron las restricciones. Desde que conoció a Jake, supo que no aceptaba que las mujeres trabajasen. El simple hecho de permitirle estar ahí era ya una concesión. No pensaba discutir, y consiguió encontrar muchas cosas que hacer. Varias veces a lo largo de la tarde, él le pidió su opinión antes de tomar una decisión, lo que la hizo sentir parte del proceso.
La tarde pasó y, antes de que Índigo se diese cuenta, los hombres se marcharon a casa. Jake notó su gesto decaído y le dio una palmadita en la barbilla.
—No pongas esa cara. Podrás volver mañana.
Índigo se rodeó la cintura y tomó aire profundamente, llena de gozo.
—Ah, cómo me gusta el olor que hay aquí.
Él apoyó una pala en la entrada del túnel, luego se volvió y le guiñó el ojo despacio.
—A mí también. Me recuerda a ti.
—¿A mí?
—Sí. Hueles a rayos de sol y a aire fresco y a pino… —se rio— y a polvo.
—No huelo a polvo. —Sus miradas se cruzaron y ella empezó a parecer insegura—. ¿O sí?
Él echó la cabeza hacia atrás y se rio. Descendiendo la montaña, le cogió la mano. Mientras caminaban por los bosques, la luz del sol les dio en los ojos durante un instante; luego la sombra cayó sobre ellos. Era una tarde serena y perfecta, acariciada por la promesa de la primavera, pero… Ella se sentía agitada y no sabía por qué.
—¿Cuánto tiempo durará este sol? —le preguntó él.
Frunció el ceño. Sus sentimientos estaban tan revueltos como la masa de las tortitas de su madre.
—No mucho. Cuando marzo viene así, suele irse con un diluvio.
Él le sonrió. De repente el aire parecía demasiado denso para respirar.
—Entonces tenemos que disfrutar de esto mientras podamos —le dijo en voz baja—. ¿Qué te parece si esta noche organizamos un picnic y cenamos en el bosque?
Índigo sonrió con entusiasmo. Amaba el bosque. ¿Por qué la propuesta le hacía sentir atrapada?
Tumbado de lado, Jake apoyaba la cabeza en la palma de la mano y miraba hacia la pradera. El murmullo de las ramas de los árboles le arrullaba. La frescura de la brisa acariciaba su piel. Aunque la cena había sido sencilla, se sentía satisfecho, en parte por lo que le rodeaba, pero sobre todo por la mujer que tenía al lado.
Recorrió las líneas de su perfil. Amaba la suave curva de su frente alta. Cuando le miraba las cejas, quería recorrer sus arcos con el dedo. Su pequeña nariz, tan parecida a la de su padre, le daba un aire majestuoso y salvaje, opuesto a su frágil mandíbula y el suave mohín de sus dulces labios. Le gustaba especialmente la barbilla, obstinadamente cuadrada, pero adorable en su miniatura.
Una preciosa unión de fuerza y vulnerabilidad. Había algo en su porte, la cabeza levantada, los hombros erguidos, que la dotaba de un espíritu inquebrantable. Incluso cuando le acariciaba la mejilla con los nudillos, el tamaño de su puño abarcaba toda la longitud de su mandíbula.
Ella se volvió y lo descubrió sonriendo.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Jake la miró, soñoliento.
—Solo estaba pensando.
—¿En qué?
—En ti. —Sus ojos azules eran tan claros como el cristal pintado—. Tienes unos ojos muy bonitos. —Su sonrisa aumentó—. Todo en ti es bonito. Especialmente esa mancha de tu nariz.
Ella se restregó.
—¿Me la he quitado?
—Un poco más a la derecha.
Apoyándose en el codo, se inclinó hacia abajo. Jake le quitó con el pulgar la mancha inexistente.
—Ahí. —Y le rodeó la nuca con la mano—. No te vayas —le murmuró—. Quédate aquí abajo y háblame.
—¿De qué?
Jake sintió un dolor en la garganta. No quería arruinar lo que había sido un día perfecto, pero no podía tratarla siempre con guantes de seda. Tenían algunos problemas serios y, ahora que intuía su origen, había que empezar a tratarlos. Enfrentarse a la verdad sobre uno mismo podía ser doloroso.
—Me podrías enseñar a hablar con los animales. Nunca se sabe si algún día tendré que alimentar a Mellado.
Sus ojos se turbaron.
—En realidad no es hablar. Los animales me tienen simpatía, sin más.
—Lo haces con los ojos. Te he visto con Sonny.
Claramente incómoda, ella evitó mirarle y jugueteó con un mechón de pelo. Desde que la había encontrado en la habitación la otra noche, probándose frenéticamente ropa de mujer, Jake no se sentía tan desconcertado por sus negativas.
—Índigo, mírame —le susurró.
Unos ojos enormes y suspicaces se volvieron hacia él. Jake le devolvió la mirada, decidido a no resignarse esta vez. ¿Cómo podía esperar honestidad total por parte de ella si él mismo no se arriesgaba? No podía encubrir todo lo bueno de su corazón para disimular un mísero secreto. Había otras cosas dentro de él que ella necesitaba ver: especialmente el amor y la ternura que sentía por ella.
Percibía que su continua resistencia a dejarla ahondar en él la inquietaba. En cierto modo, lo entendía. Ella era transparente. Quizás era parte inherente del don que le había dado Dios, y no podía dominar lo comunicativos que eran sus ojos. Al mirar, ella exponía todo lo que era, y forzosamente sentía recelo cuando otro no lo hacía. Lo había pensado mucho y decidió que prefería que ella supiese que tenía secretos antes de que pensase que ocultaba algo peor.
—Es un don especial, ser capaz de comunicarse con las criaturas. ¿No te das cuenta? Incluso si nunca aprendo a hacerlo, ¿no querrías al menos compartirlo conmigo?
Su boca se tensó.
—Si estás convencido de que existe esa comunicación, dile a Sonny que te enseñe.
Jake se rio.
—Está muy ocupado cazando gusanos. Además, no quiero que me enseñe él. —La arrastró junto a él—. Por favor.
Ella se mordió el labio, como si se sintiese acorralada.
—No es algo que se pueda enseñar, Jake. Sucede sin más.
—Entonces, ¿hablas con los animales? —Él le sostuvo la mirada, deseando que ella tuviese el valor de decir que sí—. Por eso Mellado confía en ti, ¿verdad? Y por eso no le tienes miedo. Has visto su corazón, ¿verdad?
Por su gesto, Jake supo que había encontrado las palabras idóneas. Podía negar que hablase con los animales. No era exactamente una mentira, porque no era una comunicación verbal.
—Se hace con sentimientos, ¿no es así? —insistió—. No es algo que oyes, no son mensajes que se puedan expresar con lenguaje… solo compartir una emoción.
Vio cómo apretaba las pequeñas manos.
—¿Por qué te importa? —preguntó ella.
Jake sonrió. ¿No era ese el problema? Ella tenía pánico a que eso importase.
—Ser diferente no es un crimen.
Ella torció la cara y cerró los ojos.
—No puedes ocultar lo que eres —susurró con áspera ternura—. ¿No sabes lo valiosa que eres para mí? Siempre supe que hablabas con las criaturas salvajes.
—No es realmente hablar… —Parecía asustada—. No es así en absoluto.
Él le recorrió las delicadas vértebras del cuello con las yemas de los dedos.
—¿Por qué tienes miedo de decírmelo todo? No soy tan diferente de Mellado, ¿verdad? Si puedes confiar en un puma, ¿por qué no puedes confiar en mí?
Ella se soltó.
—Confío en ti.
Con la mano aún en el aire, Jake cerró el puño en medio de la nada y aceptó que había vuelto a fracasar en el intento de llegar a ella. Era irónico que esa muchacha que podía ahondar tan fácilmente en los corazones de otros no pudiese encontrar la verdad en el suyo propio.
Fijó la vista en los árboles lejanos. Con el rabillo del ojo, captó un movimiento, pero estaba tan preocupado que no le prestó atención. Cuando se acercó, sin embargo, una fugaz imagen en blanco y negro despertó su sexto sentido y sintió un cosquilleo de alarma subiéndole por la columna. Miró a Índigo y luego lo vio: diablos, era una mofeta, y se dirigía hacia ellos como si la hubiesen invitado a cenar.
Jake se puso tenso, luego se obligó a relajarse. Una mofeta. Claro, una mofeta. Estaba sentado con Índigo, la campeona de las criaturas, grandes y pequeñas.
—Cariño, tenemos compañía. Un amigo tuyo, espero.
Ella miró por encima del hombro.
—Ah, es Apestoso.
—Qué adecuado. —Jake olisqueó, luego deseó no haberlo hecho—. No me rociará, ¿verdad?
—No, por supues… —Antes de que terminase de contestar, Sonny salió de detrás de un arbusto y se lanzó hacia la mofeta, gruñendo y mordiendo al aire.
Con cara de horror, Índigo gritó:
—¡Sonny, no!
Jake adivinó inmediatamente la tormenta que se avecinaba. Ya preparado para echarse a correr, se puso en pie, agarró el brazo de Índigo y arrancó con ella. Escuchó aullar a Sonny. Al momento, se estaba quedando ciego. Sus ojos parecían arder. Le dolían los pulmones de una manera insoportable. Luego le sobrevino una náusea horrible, desgarradora. Escuchó detrás las arcadas de Índigo.
—¡Mierda!
Jake tropezó con una rama y se cayó de rodillas. Al momento estaba vomitando. Entre esfuerzos, seguía llamando a Índigo, pero ella no contestaba. Cuando su vista volvió a aclararse, vio que estaba tumbada a su lado, con aspecto de encontrarse tan mal como él. Sonny rodaba y se restregaba la nariz por el polvo, gimiendo penosamente.
—Nos ha pillado —dijo Índigo débilmente.
Por alguna razón absurda, su constatación de lo obvio le hizo gracia y empezó a reír descontroladamente. Dobló los brazos y rodó sobre su espalda. Poniéndose un brazo sobre los ojos, acertó a decir:
—Creo que tienes razón…
—Lo siento. No debería haberme hecho amiga de una mofeta.
—Mejor amiga que enemiga. —Jake volvió a reírse. Se llevó una mano al estómago—. Ah, Dios, me mareo.
Ella se sentó lentamente.
—Lo mismo le va a pasar al que se atreva a acercarse a nosotros. Esto no se va.
Jake se serenó.
—¿En cuánto tiempo?
—Días, a veces semanas. —Tiró de la parte de atrás de su camisa y tuvo una arcada—. Ah, Jake, lo siento. Creo que mi madre tiene algún remedio hecho con tomates. Quizá funcione.
Él tomó aire.
—Creo que no nos cogió directamente.
Ella sonrió.
—Eso es que te estás acostumbrando. En una hora o así, ni siquiera notarás que apestas —dijo y frunció el labio inferior—. ¿Estás enfadado?
Jake se rio.
—Cariño, si hay alguien en el mundo con quien quiero exiliarme, es contigo. Sin embargo, creo que deberíamos enseñarle a Sonny a comportarse con tus amigos.
Ella se incorporó tambaleándose y miró los restos de comida.
—Déjalo. De todas formas, la cesta está destrozada.
Ella asintió.
—Ya lo sé. Estaba buscando al pobre Apestoso.
¿Pobre Apestoso? Jake volvió a echarse a reír.