Capítulo 4

Nunca le había parecido a Índigo tan largo el camino a la mina. En algunas partes, se hacía bastante cuesta arriba y la lluvia hacía que el sendero estuviese resbaladizo, lo que impedía la conversación. Aunque Jake Rand parecía cómodo con los largos intervalos de silencio, ella no lo estaba. Para ella, el aire se llenaba de tensión. Por necesidad, era ella quien guiaba y, bastante a menudo, podía sentir su mirada en la espalda. Cuanto más consciente era de ello, más nerviosa se ponía, y más estúpida se sentía. Era un camino que conocía de memoria.

Después de un día agotador de trabajo, Índigo empezó a sentirse cansada en el último tramo de la cuesta. El ropaje indio de ante se había vuelto muy pesado con la lluvia y hacía que le costase moverse. Se dio cuenta de que Jake Rand aún respiraba con facilidad, por lo que se mantuvo a la cabeza, con miedo a admitir que le estaban fallando las piernas.

La había llamado «peso pluma». Con su actuación en el establo había dejado claro que no creía que las mujeres pudiesen trabajar igual que los hombres. Si perdía el aliento en esa colina, esta opinión se vería reforzada. ¿Qué pasaría si le prohibía trabajar en la mina?

Sintió flato. Se puso la mano en el costado y centró su energía en la cima de la montaña. Podía hacerlo; solo tenía que poner un pie detrás de otro y no pensar en lo cansada que estaba. Sabía que podía hacerlo.

—Necesito descansar —dijo él de repente.

Sin apenas aliento aunque disimulándolo, Índigo se dio la vuelta para mirarlo. El ritmo en su pecho era estable, no parecía que le costase respirar. Entonces se sentó bajo las ramas de un árbol de hoja perenne, al abrigo de la lluvia, y apoyó la espalda contra el tronco, abrazándose las rodillas con un brazo. Vio el lecho seco de hojas de pino y deseó sentarse allí con él. Con una palmadita en la tierra, la animó a hacerlo.

—Ven aquí. No muerdo.

Le sonrió, divertido. Índigo sintió un escalofrío. Pensó que era un hombre muy guapo, con el pelo negro mojado, agitado por el viento, y la camisa pegada a su escultural cuerpo. Era casi tan moreno como su padre. No le hubiese costado olvidar que era un hombre blanco… algo que no podía permitirse. Por mucho que él fingiese no reparar en su parte india, no iba a dejar que la engañase. Otra vez no.

Se llevó la mano a la cadera para asegurarse de que el cuchillo seguía en su sitio y después se acercó a él. No necesitó agacharse. Las ramas del pino se alzaban a más de un palmo de su cabeza.

Jake no parecía cansado. ¿Se había detenido por ella? Se sintió herida en su orgullo. Si el señor Rand la tenía por una enclenque, le prohibiría trabajar en la mina. Sabía que podía hacerlo.

—No queda mucho —dijo ella—. Tenemos que volver antes de que anochezca. No quiero que mi madre se preocupe.

Él tocó otra vez el suelo con la mano.

—Te tendré de vuelta antes de que oscurezca. Cinco minutos de descanso. Ten piedad de un anciano como yo.

No parecía un anciano. Más bien parecía… Índigo rechazó esa idea y se obligó a apartar la vista de su hermoso rostro moreno.

Para mantener las distancias, se sentó frente a él y renunció al apoyo que le brindaba el árbol. Un olor penetrante a pino lo impregnaba todo. Al moverse sobre el lecho de hojas, el olor a tierra mojada subía desde el suelo hasta su nariz. La capa de hojas que tenía encima era más delgada que la capa en la que estaba sentada, de modo que la humedad le llegaba por la cabeza.

Aunque le había dicho que el ante abrigaba y nunca iba a admitir lo contrario en voz alta, lo cierto es que empezaba a tener frío. A esta hora del día, lo normal es que estuviese ya en casa dándose un baño caliente o caldeándose junto a la chimenea y tomándose la taza de chocolate que le preparaba su madre. Encogió los hombros, consciente de que él la miraba con unos cálidos, aunque implacables, ojos negros.

—Su padre me ha dicho que conoce esta mina como la palma de su mano —dijo.

—Sí.

—Al parecer él cree que alguien provocó los derrumbamientos. ¿Qué piensa usted?

Índigo deseó que su padre aprendiese a ser menos inocente. La mirada de Jake Rand indicaba que estaba al corriente de todo. Si era así, no tenía ningún sentido ser evasiva. Trató de ocultar el escalofrío que atravesó su cuerpo.

—Estoy de acuerdo con mi padre. No estoy segura de los demás, pero creo que el último no fue un accidente.

Él parecía concentrado en sus hombros. Índigo se preguntó si podía ver como temblaba.

—Parece muy segura.

—Lo estoy. Había marcas de hacha en la madera, marcas recientes. Alguien debilitó esas vigas de forma intencionada.

Jake se quedó observando la lluvia. Era de los que creían que no había que preocupar a las mujeres con asuntos de hombres, pero no veía la manera de evitarlo.

—¿Cree que alguien ha intentado matar a su padre?

El feo sombrero ocultaba sus ojos. Ella se mordió los labios: los tenía ligeramente azulados.

—Cariño, ¿tienes frío?

Índigo le miró, sorprendida. Además de su familia, solo Shorty la llamaba alguna vez «cariño». Sabía que si Jake Rand lo hacía era por la opinión que tenía de ella. Si fuera una mujer blanca, nunca se hubiese atrevido a dirigirse a ella con tanta familiaridad.

—Solo un poco —contestó—. Y en cuanto a su pregunta, si alguien quisiese ver muerto a mi padre, ¿por qué no matarlo? Nadie tenía forma de saber si él estaría en el pozo. Nadie salvo yo.

Jake se quedó pensando en ello.

—¿Por qué nadie salvo tú?

Vio que le temblaba la boca, ya fuera por el frío o por los desagradables recuerdos. Jake no podía estar seguro. Se veía tan joven e indefensa sentada allí, con los hombros erguidos de orgullo. Si hubiese traído el chubasquero, se lo habría puesto por encima.

—Teníamos la intención de dinamitar esa mañana. Yo soy la que pone la dinamita y debería haber sido yo quien entrase en el lugar en el que se carga.

Jake trató de esconder su sorpresa, sabiendo que no lo estaba consiguiendo. ¿La que pone la dinamita? Si cometía un error, saldría volando por los aires junto a todos los demás. No le parecía adecuado que una muchacha corriese semejante riesgo.

—Fue una de esas cosas raras que ocurren —siguió—. Cuando iba a entrar, no pude encontrar la mecha. La noche anterior, le había pedido a Shorty que preparase todo lo necesario para el saco de pólvora.

—¿Y no lo hizo?

—Pensó que sí —agitó una mano—. Shorty tiene una memoria de mosquito. Así que subí a coger el saco de pólvora y ver si podía encontrar la mecha.

Su pequeña barbilla se arrugó. Aunque Jake podía ver lo difícil que le resultaba continuar, no pudo evitar sonreír. De algún modo, le recordaba un poco a Mary Beth.

—Mientras yo estaba fuera, mi padre pensó que Shorty podía haber dejado la mecha abajo la noche anterior, en el sitio que habíamos planeado dinamitar. Fue a ver si estaba allí. Acababa de volver a la entrada principal cuando… —respiró profundamente—. Todos oímos el derrumbe. Al principio, no me di cuenta de que mi padre estaba allí. —Se quedó en silencio un momento, y Jake se preguntó si iba a detenerse allí—. Era yo la que debía haber estado ahí abajo, ¿entiende? Por lo que no puede ser un atentado contra él.

¿Se sentía culpable porque había sido su padre el que había resultado herido en vez de ella? Odiaba tener que presionarla más.

—¿Cómo puede estar segura de que no querían atacarla a usted?

—¿Quién iba a querer matarme? Y por la misma razón, ¿quién iba a querer matar a mi padre?

—¿Quién es ese tipo, Shorty? ¿Puede confiar en él?

—Totalmente.

—¿Está segura de que no olvidó deliberadamente la mecha para que su padre entrase en la mina?

Índigo se contuvo. Jake Rand no conocía a Shorty, por lo que no podía saber lo inapropiada que era esa sugerencia.

Como si Jake Rand le hubiese leído la mente, su expresión se suavizó.

—No era mi intención hablar de lo que no sé y hacer acusaciones de forma gratuita. Es solo… —suspiró y apartó un mechón mojado de su frente—. No suele ocurrirme muy a menudo que me guste tanto alguien, pero hay algo especial en su padre. —Contrajo la boca, como si fuese a sonreír—. Tiene una forma de mirar, una honestidad tan inusual… Quiero ayudarle si está en mi mano.

Podría haber dicho una docena de cosas, y todas las habría rechazado. Pero había un tono de verdad en lo que acababa de decir. Que había algo especial en su padre. Ella conocía esa mirada. «Honestidad inusual» era una forma de definirlo tan buena como cualquier otra, aunque Índigo siempre pensaba en ello como bondad. Algunas de sus desconfianzas cedieron. Quizá su padre estaba en lo cierto al confiar en este hombre. Ella tenía la mala costumbre de ser demasiado suspicaz con los extraños.

Aun así, había algo en los ojos de Jake Rand… una mirada velada, como si estuviera escondiendo algo. Eso le molestaba. Mucha gente era reservada con los extraños. No debía formarse una opinión de él tan pronto.

—Shorty es un viejo amigo. Mi padre confía en él, y yo también. Creo que quien haya intentado sabotear la mina dañó las vigas esperando que el pozo cayese al explotar la dinamita. Si el dinamitero no conoce su oficio, puede hacer caer todo el túnel. Como soy mujer, todos habrán pensado que fue un error mío.

Esta explicación no le sentó bien a Jake. Tal y como Jeremy había sugerido, alguien había estado en el lugar equivocado en el momento preciso.

—¿Así que, en lugar de provocar daño físico a alguien, cree que lo que quieren es que el negocio se cierre?

—Algunos tipos no quieren que haya indios cerca, y desconfían sobre todo de mi padre, porque es comanche —afirmó encogiéndose ligeramente de hombros—. Estoy segura de que habrá escuchado las historias que circulan sobre nosotros, los más sangrientos de entre los indios. Quien se enfrenta a un comanche puede irse despidiendo de su cabellera. Si algo falta, no hay duda de que lo hemos robado nosotros. —Su boca hizo una mueca de disgusto y los hoyuelos de su mejilla se hicieron más pronunciados—. Entiéndalo: ellos no lo quieren muerto, lo quieren lejos de aquí.

—Hay algo que no encaja. ¿Cómo podía alguien saber que teníais pensado dinamitar esa mañana?

—No es ningún secreto. Al contrario, los días que dinamitamos no dejamos que nadie vaya al pozo hasta que terminamos, por lo que ese día les decimos a los mineros que vengan a trabajar un poco más tarde.

—Por lo tanto es muy probable que todos en el pueblo lo supieran.

—Sí. Como todo el mundo sabía también que no habría nadie en la mina.

Jake se centró en sus labios. La joven intrépida parecía no tener ya tanto frío.

—Aunque sabían que usted iría, ¿verdad?

Ella asintió.

—Entonces es posible que usted fuera el objetivo.

—Como le he dicho, ¿quién iba a querer matarme? No, quien sea que partió las vigas lo hizo más de lo debido. Probablemente no sabía lo que sucedería hasta que la carga explotó. Yo hubiese tenido tiempo de salir sana y salva. Los pozos son raros. Si las vigas se debilitan, la tierra que hay sobre ellos puede ceder. Después, la más mínima vibración puede provocar un derrumbe. Fue mala suerte que mi padre descendiera a la mina y empezara a mover cosas para buscar la mecha.

Ahora fue Jake quien tragó aire con fuerza. Trató de imaginar lo terrible que debía de haber sido para ella ver que su padre estaba dentro de la mina.

—¿Sospechas de alguien en particular?

Índigo dudó. Ya le había dado demasiada información. Jake Rand tenía una extraña habilidad para obtener respuestas. Y había empezado a tutearla. Lo miró a los ojos y solo pudo ver preocupación.

—Puedes confiar en mí —se adelantó a decir, teniendo una vez más la incómoda sensación de que le había leído el pensamiento. Estaba acostumbrada a que fuera al contrario—. Necesito saberlo todo para poder ayudaros.

—Quizá los Henleys —admitió ella—. Es solo una suposición sin fundamento, y no me gustaría repetirlo en voz alta. No está bien acusar a alguien cuando no se tienen pruebas.

Jake consideró que esa actitud era demasiado caritativa teniendo en cuenta que no sucedía lo mismo a la inversa.

—No saldrá de aquí. ¿Por qué sospechas de ellos?

—No es una sospecha, exactamente. Tienen una mina no muy lejos de la nuestra y no simpatizan mucho con nuestra raza.

«Raza.» Jake hizo una mueca de desaprobación. La palabra sonaba fatal.

—¿Alguno de los empleados mostró recelo a la hora de ayudar a tu padre a salir?

Ella sonrió amargamente.

—Todos. Salvo Shorty y Stringbean, claro. Ellos son como de la familia. Los otros corrieron en dirección opuesta. Cuando una parte de la cueva se derrumba, las demás pueden hacerlo también. Todos lo sabemos. Muchos de los hombres tienen familias que dependen de ellos, así que no puedo culparles.

Jake repasó la historia lentamente, tratando de encontrar una pieza que no encajase. Había un pensamiento que bloqueaba todo lo demás.

—Tú sabías que podría producirse otro derrumbe y, aun así, fuiste a buscar a tu padre y después volviste a examinar las vigas, ¿me equivoco?

—Por supuesto. Fui a rescatar a mi padre. Y tenía que saber qué era lo que había provocado el derrumbe. No era la primera vez, ¿sabe? Ya habíamos empezado a sospechar de algún tipo de sabotaje. Tenemos a un grupo de hombres trabajando para nosotros. Si hubiesen saboteado otros pozos sus vidas correrían peligro. ¿Qué hubiese hecho usted?

Jake contrajo los hombros contra el tronco del árbol.

—Lo mismo, supongo. Es solo que…

—¿Yo soy una mujer? —concluyó ella—. Entienda algo, señor Rand. Llevo trabajando con mi padre desde que era una niña, en las dos minas. No me quedo al margen mientras los demás hacen el trabajo sucio.

—Estoy seguro de que no. Pero eso no niega el hecho de que el riesgo sea grande.

Ella cerró el puño agarrando la tela del pantalón.

—¿Hubiese sido menos trágico si un hombre hubiese entrado allí y hubiese muerto? Además, ¿qué otras opciones tenía? No podía pedir a Shorty y a Stringbean que hiciesen lo que no hacía yo. Tenía que ir o cerrar la mina.

Jake no podía acusarla de cobarde. La observó un momento y decidió que el pequeño reposo había sido suficiente para que descansase y que era hora de seguir. Ya habría tiempo más tarde para seguir preguntando.

Levantándose del suelo, le ofreció la mano. Ella dudó y después puso sus delgados dedos sobre la palma de él. Jake tiró de ella para levantarla, asombrado de lo poco que pesaba. Entre sus dedos, sintió su mano pequeña y fría como el hielo. En un intento por calentársela, la mantuvo entre sus dedos más de lo necesario. Notó que tenía la piel agrietada. Igual que su madre.

—Ha dejado de llover —dijo ella.

Jake no lo había notado. Le soltó la mano para que pudiera alejarse, algo que ella hizo al instante. Jake estuvo a punto de sonreír de nuevo. Tenía la valentía de entrar en un pozo minero a punto de derrumbarse, pero no podía soportar la cercanía de un hombre.

Totalmente predispuesta a enseñar a Jake Rand el trabajo de su padre, Índigo se quedó perpleja al comprobar que a él no le interesaban las generalidades e insistía en ir a ver la pila de vigas que habían retirado. Después de examinarlas a conciencia, estuvo de acuerdo con ella en que alguien había usado el hacha para sabotearlas.

—El tiempo ha hecho que las marcas se oscurezcan, claro —explicó ella—, pero los cortes eran frescos después del accidente.

Agachado junto a la pila de escombros, levantó la vista para encontrarse con sus ojos.

—Aunque se hayan oscurecido, es evidente que son recientes.

Índigo se sintió incómoda cuando él le sostuvo la mirada. La preocupación del señor Rand por el derrumbe le pareció excesiva. Índigo apartó los ojos. Empezaba a oscurecer. En el interior del bosque, la mezcla colorista de arrayanes, laureles y madroños se desdibujaba en un vacío negro que parecía extenderse hasta el infinito. El aire olía a noche fría. Quería mostrarle lo que necesitaba saber y volver a casa cuanto antes. ¿Por qué se dedicaba a examinar vigas que no tenían nada que ver con el trabajo del día siguiente? No les quedaba mucha luz.

A diferencia de otros padres, los suyos dejaban que hiciese casi todo lo que quería, pero eran estrictos en algunas cosas, especialmente en lo referente a las convenciones sociales. Una de las reglas que respetaban era la de que una joven no debía permanecer en la calle en compañía de un hombre cuando se hacía de noche. Sencillamente, no se hacía, sin importar si el hombre era de confianza o no. Samuel Jones, el dueño de la tienda de abastos, había tenido que casarse precipitadamente con su novia Elmira Johnson. La había llevado a merendar una tarde y no había podido devolverla a casa a tiempo porque su caballo se había roto una pata. A Jake Rand no le gustaría tener que dar el «sí quiero» con una escopeta en la punta de la nariz si se daba el caso.

—¿Le gustaría ver las canaletas de lavado?

—Una canaleta es una canaleta. Prefiero ver el pozo que se derrumbó.

Índigo ocultó su exasperación. ¿Quería dirigir la mina o escribirle una loa?

Cuando llegaron a la entrada principal, ella encendió dos lámparas y le pasó una a él; después se puso a la cabeza para guiarlo al interior de la mina. Renunciando al montacargas, el pequeño contenedor que se usaba para transportar a los mineros y al equipo, eligió ir a pie por los raíles para que él pudiera verlo todo mejor. Había un olor empalagoso a tierra fría y húmeda. Índigo notó que la sombra de él se alargaba más que la suya. Su nerviosismo aumentó. Con la oscuridad que les rodeaba, era imposible saber cuándo se haría noche cerrada, y él no parecía tener mucha prisa.

—Solo pueden verse dos de los pozos derrumbados —explicó.

—¿Está el aire viciado ahí dentro?

—Aún no hemos cavado tanto —contestó—, y hay muchas galerías de ventilación.

—¿Dónde se produjo el tercer derrumbe?

—En la otra mina.

—¿Dónde está?

—Sobre la colina, a ocho, quizá diez kilómetros de aquí. Mi padre hizo que Chase reclamase una explotación allí, por si esta mina dejaba de ser rentable. Estamos obligados a hacer cierta cantidad de extracciones allí para mantener la propiedad, pero no tenemos hombres trabajando a tiempo completo.

Cuando llegaron al lugar del accidente, él se tomó su tiempo para examinar los escombros que no habían sido todavía transportados a la superficie. En un intento de entrar en calor, Índigo fue cambiado el peso de su cuerpo de un pie al otro. El interés de Jake por los escombros la desconcertaba. No le hubiese extrañado que se hubiese interesado por el tiempo que iban a llevar las reparaciones. En vez de eso, estaba más preocupado por las vigas caídas y por la situación previa a los desplomes.

—¿Dónde pensabas hacer las detonaciones?

—Más al interior. Esa parte de la mina se ha desplomado.

Él se irguió.

—Supongo que he visto suficiente.

En realidad no había visto nada o, al menos, nada de lo que ella creía importante. ¿Cómo pensaba ser el capataz de un equipo de mineros si no sabía lo más mínimo del trabajo que se estaba haciendo? Ella reprimió sus dudas.

—Me gustaría ver ese otro túnel —dijo él.

—Está muy lejos para ir esta noche. Tengo que volver a casa.

Él levantó la lámpara y clavó la vista en ella. Con la luz cayéndole sobre el pecho y el rostro, parecía más grande y amenazador. Y ella se sintió vulnerable. La negrura infinita que les envolvía tenía unos dedos helados que parecían rodearle la nuca.

—Siento mucho que nos estemos demorando tanto. —Sus ojos estaban ahora fijos en sus labios—. Debes de estar congelada, con esa ropa mojada.

Estuvo a punto de negarlo, pero no se veía con fuerzas para hablar. Tocándole el hombro, pasó junto a ella y la condujo al exterior.

—¿Podemos ir a la otra mina mañana por la tarde? —Su voz le llegó en forma de eco; cada sílaba se superponía de modo que parecía repetir tres veces cada palabra.

—Ahora no vamos a trabajar allí.

—Aun así, me gustaría echar un vistazo.

—Le llevaré. Pero dado que no estamos excavando allí, me parece una pérdida de tiempo.

Él dio media vuelta. La luz de la lámpara la iluminó y después iluminó las paredes de tierra.

—Supongo que debo parecerte raro, ¿no? Si me interesan los desplomes es porque quiero saber cómo se produjeron. Hombre prevenido vale por dos. No puedo detener el vandalismo si no sé qué es lo que tengo que vigilar. Creo que esto es prioritario respecto a todo lo demás.

Cegada por la luz, Índigo entrecerró los ojos y apartó la cara.

—No podemos permitirnos hacer turnos de noche, si eso es lo que piensa.

Él movió la lámpara para que no le diera en los ojos.

—Tampoco os podéis permitir pasaros los días haciendo reparaciones para que en el momento menos pensado volváis a tener otro desplome.

Índigo no necesitaba que le dijeran eso.

—Desde el último derrumbe, estoy revisando las vigas todas las mañanas antes de empezar a trabajar. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Ella creyó ver una sonrisa en su boca.

—Yo todavía no he llegado tan lejos. Por eso es por lo que tengo tantas preguntas. Aunque entiendo que este no es el lugar para hacerlas. Aquí hace un frío de mil demonios y estás temblando como un pajarito.

Al ver que él se daba la vuelta y seguía andando, ella se puso a su altura y le dijo:

—Con frío o sin él, preferiría que siguiera ahora y que me preguntase aquí todo lo que necesita. Mi madre ya tiene bastantes preocupaciones.

—No creo que silenciando el tema vaya a ayudarla. Ella sabe que el último derrumbe no fue un accidente. Tú trabajas aquí. No creo que lo olvide ni un solo minuto.

—Aun así preferiría que no hablase mucho de ello cuando ella esté presente.

En la entrada, apagó las lámparas y miró hacia donde se ponía el sol. Índigo le adelantó, aliviada de poder estar al aire libre de nuevo. Consciente de que él estaba observándola por detrás, se volvió para mirarle.

—Debe resultar duro tener que guardarte todas estas preocupaciones, ¿verdad? —preguntó él.

Ella irguió los hombros.

—No me quejo.

—No, imagino que no lo haces. —Él dio unos pasos hacia el exterior—. Si eso te tranquiliza, yo me ocuparé mientras esté en la casa. A cambio, me gustaría que pensases en cualquier cosa que hayas podido olvidar decirme. Necesito toda la información que pueda obtener.

A ella no le pasó por alto el hecho de que hubiese hablado en primera persona, sin incluirla a ella. Ya estaba pisándole el terreno. Como si quisiera poner en práctica lo dicho, se adelantó y la guio en el camino a casa.

No habían ido muy lejos cuando, de repente, vio que la cogía con fuerza por la cintura. Con un tirón violento, la atrajo hacia su pecho y la cubrió con el brazo. Ella trató de librarse de él, aterrorizada al ver que sacaba el cuchillo.

—Quédate quieta —susurró—. Tenemos compañía.

Índigo se quedó helada y miró por encima del hombro para ver a qué se refería. Podía ver, a lo sumo, hasta unos cincuenta metros de distancia. Más allá de eso, las sombras se volvían negras. Las ramas de los árboles se movían con el viento. La maleza parecía agitada. Era evidente que había algo que le preocupaba. Podía oír cómo se le aceleraba el corazón.

En cuanto a ella, se sintió aliviada de que la hubiese agarrado para protegerla y no para algo diferente. Fuera lo que fuera lo que se movía en el bosque, Índigo dudaba de que pudiera asustarle más de lo que le asustaba Jake Rand. Antes, en el establo, había podido percibir la fuerza que tenía. Ahora lo sabía con certeza. Su cuerpo estaba cubierto de músculos y entretejido por tendones, todos ellos fuertes y poderosos. Se sintió rodeada por él y supo que no habría forma de liberarse de su abrazo hasta que él no decidiese hacerlo.

—Es un lobo —susurró—. El más grande que haya visto nunca.

Ella intentó hablar, pero él la dejaba sin aliento. La fuerza de sus muslos la dejaba inmóvil. El sudor de su cuerpo se pegaba a la humedad de su ropa.

—¿Si consigo alejarlo de ti, podrás subirte a un árbol?

Ella consiguió sacar una mano y empujarle el pecho con ella.

—Es… mi amigo, Lobo… mi amigo. No nos hará daño.

Su abrazo se relajó, pero solo levemente.

—¿Tu amigo?

Ella consiguió respirar. A esa distancia, se dio cuenta de que su cabeza apenas le llegaba al hombro. Podía ver la parte baja de su mandíbula y la incipiente barba de su garganta. Se sintió embriagada por su olor, una mezcla agradable de lana mojada, sudor limpio y almizcle masculino. Su mano, ancha y de largos dedos, le tocaba las costillas, y podía sentir su calidez incluso a través de la piel de ante.

—Sí, mi amigo. —Aunque su cercanía la ponía nerviosa, no pudo evitar sonreír al ver la expresión incrédula de su rostro—. Se llama Lobo.

Jake enfundó el cuchillo. Ella lo decía como si todo el mundo tuviese lobos como amigos, y le pareció que estaba a punto de reírse de él. Se sintió como un idiota.

Lobo —repitió él—. Tu amigo. ¿Por qué no lo habré adivinado?

Él miró hacia abajo y se quedó petrificado, sin dejar de sostenerla. El horrible sombrero había caído con el forcejeo. Después de haber pasado casi toda la tarde tratando de adivinar el color de su pelo en silencio, no pudo por menos que mirarlo sobrecogido. Ni era de color caoba como el de su madre, ni era castaño claro como el de su padre, ni tampoco podía decirse que fuera rubio. «Leonado» era la única palabra que encontró para describirlo. Una mezcla de tono oscuro, rica miel y franjas finas de color oro por todos lados. Ahora le caía suelto sobre un hombro, una masa sedosa y lisa recogida con una diadema y horquillas en la parte alta.

Ese color claro contrastaba de una forma tan espectacular con su tez morena, que dejaba en evidencia su parte india, algo que de haber tenido el cabello moreno no hubiese sido posible. Con ese pelo leonado y esos ojos azul claro, nadie que la mirase podría saber si su piel era así o si la tenía bronceada por el sol.

La naturaleza había gastado una de sus bromas con Índigo Lobo. Era una rareza que hubiese heredado la piel morena de sus antepasados comanches y el pelo de una mujer blanca rubia. Una broma de la naturaleza, sí, pero a Jake no le daban ganas de reír.

Sin ese horrible sombrero, resultaba ser la mujer más atractiva que había visto nunca. Tenía una apariencia salvaje y, al mismo tiempo, encarnaba la más pura feminidad, tan frágil y ligera en sus brazos que parecía que iba a evaporarse. Salvo por la contundencia de sus pechos. Podía sentir cómo desprendían calor allí donde le tocaban.

Jake empezó a hablar y olvidó lo que iba a decir cuando la miró a los ojos. Fue tan rápido que parecía estar golpeándole a cada latido: un deseo que le atravesó y que, por unos pocos segundos interminables, le nubló el entendimiento.

Por su estatura, a Jake le gustaban las mujeres altas. Sin embargo, Índigo Lobo parecía encajar a la perfección en sus brazos. Sus pechos, tan cálidos y blandos, le rozaban justo debajo de las costillas y le quemaban la camisa con un calor puro. Le rodeaba la cintura con el brazo, y le tocaba la pelvis con los muslos. Por un instante, imaginó cómo sería el tacto de su piel, tan sedosa; imaginó cómo sería tener sus piernas rodeándole la cintura. Imaginó cómo sería hundirse en ella.

—¿Se… señor Rand?

Había incertidumbre en su voz, pero Jake se sintió incapaz de enfrentarse a ella en ese momento. Solo podía mirarle la boca. Si no hubiese visto tanta inocencia en sus ojos, habría inclinado la cabeza para besarla. Pero supo que estaba asustada. Se había puesto rígida, le había agarrado la camisa con sus pequeñas manos y había arqueado la espalda para marcar algo de distancia.

—¿Señor Rand?

Jake parpadeó. Tragó saliva. Trató de coger aire con unos pulmones que no le funcionaban. A continuación, sin mucho estilo y sin avisar, la soltó. Índigo perdió el equilibrio y se tambaleó. Él la cogió del brazo para evitar que cayera. Ella miró a su alrededor en busca del sombrero. Al verlo, se apartó de él y fue a buscarlo.

¿Qué diablos le pasaba? Esa muchacha prácticamente acababa de salir del colegio. Cuando la miraba no podía creer que tuviese diecinueve años, edad suficiente para casarse. Jake siempre había odiado a los hombres que pretendían a jóvenes inocentes, y siempre sería así. Tampoco le gustaban los hombres infieles, y él tenía una prometida esperándole en Portland. Entonces, ¿por qué salivaba por la hija de Cazador Lobo? Necesitaba que alguien le diese una patada en el trasero.

Índigo volvió a ponerse el sombrero, sujetándoselo con horquillas. Un instante después, lo tenía calado hasta las orejas. Jake se sintió como si alguien le hubiese apagado la única vela de una habitación oscura.

A Índigo le temblaban las manos, por lo que Jake supo que había sentido su cambio de actitud cuando la sujetaba. Había estado con demasiadas mujeres como para no darse cuenta de que había ido a dar con una no muy acostumbrada a los hombres. Dios, ¿cómo podía haberse comportado de esa manera? Era apenas una niña. Sin embargo, no era eso lo que había sentido al tenerla en sus brazos.

Levantó la vista hacia los árboles y trató de pensar en algo que pudiera decir para suavizar las cosas. No encontró nada. Puede que ella fuese inocente, pero no era estúpida. Las mujeres tenían un instinto innato para reconocer estas cosas y, por muy jóvenes que fueran, siempre sabían cuándo un hombre tenía en la mente algo inapropiado.

Vio que Lobo deambulaba por el bosque y decidió que era mejor no decir nada. La elocuencia no era una de sus virtudes. Si empezaba a disculparse, no encontraría las palabras adecuadas y terminaría por empeorar las cosas.

—¿Un lobo como mascota? —preguntó con un tono deliberadamente jovial—. No me lo digas. Supongo que tienes a la mitad de las criaturas del bosque dando vueltas a tu alrededor.

Le miró por debajo del ala del sombrero, con una expresión de incertidumbre. Jake casi esperaba que saliese corriendo, y no la hubiese culpado por ello.

—No, solo Lobo. Doy de comer a algunas criaturas salvajes. Al ciervo, al que más. Estos siempre están pidiendo. Hay también un viejo puma, que ha perdido casi todos sus dientes, y una familia de mapaches. Vienen y comen de mi mano, pero no suelen seguirme.

—Un puma sin dientes. ¿Quieres decir que sus garras no cuentan?

—No es un puma estúpido, señor Rand. Si me hiciese daño, no habría nadie más dándole de comer todos los días.

—¿Y los mapaches? ¿Qué pacto tienes con ellos? Todos los que he visto han resultado ser violentos.

—Quizá porque los asustó usted. Cualquiera puede volverse violento si tiene miedo.

Una muchacha, ¿por ejemplo? Jake se rio débilmente y sacudió la cabeza.

—Nunca he visto a un lobo tan grande o con esa coloración.

—Proviene del Yukón.

Jake asimiló eso.

—¿Cómo ha terminado siendo tuyo?

—No es mío. Solo somos amigos. Nadie puede poseer a un lobo, no realmente. Son ellos los que elijen. Los animales salvajes son así, sobre todo los lobos. —Ella se apartó un poco más y miró hacia el bosque en el que había desaparecido el lobo—. Un viejo minero del norte pasó por aquí hace unos tres años. Cuando él se fue, Lobo decidió quedarse. Hemos sido amigos desde entonces.

Así que los animales salvajes eran así, ¿eh? Jake se metió las manos en los bolsillos, con la esperanza de que ella se sintiese menos amenazada ahora. Había perdido el control un segundo. Lo admitía. ¿Pero acaso tenía ella que comportarse como si le hubiese robado la honra?

Tenía que disculparse. No había forma de eludirlo. Al menos rezó para encontrar las palabras adecuadas.

—Siento haberte abrazado de esa forma.

—Está bien. Le cogió por sorpresa.

Igual que ella.

—Siento haberte asustado. —Dios, cómo detestaba ese horrible sombrero—. Si lo he hecho, te pido disculpas.

—No es necesario. Usted solo quería protegerme.

Desde luego que necesitaba protección. Pero de él mismo. Consiguió reír.

—¿La verdad? Pensé que íbamos a acabar siendo su cena. Me imaginé una horda de monstruos, la manada entera, y todos con hambre. Me asusté mucho.

Creyó ver un atisbo de sonrisa en su boca. Por el momento, todo iba bien. Al menos ya no parecía que fuese a salir corriendo.

—Él nunca atacaría a los hombres, a menos, claro, que pensase que están haciéndome daño.

¿Era una sutil amenaza? Jake sabía que no tenía más remedio que aceptarla. Si se sentía mejor amenazándole con el lobo, que así fuera.

—En ese caso, intentaré recordar que debo comportarme contigo. —Lo haría siempre. De aquí en adelante, sería mejor que ni la tocase. Mirando hacia el cielo, añadió—: Será mejor que volvamos. Pronto será de noche.

No necesitaba palabras de ánimo para eso. Jake tuvo que andar rápido para poder seguirle el paso.

La simplicidad de la vida familiar de los Lobo le fascinaba. Después de una breve visita a Cazador, Jake se encargó de los quehaceres nocturnos. Cuando hubo terminado, se sentó en un taburete rústico delante de la chimenea, con una taza de café humeante en las manos esperando a que Loretta terminase de preparar la cena. Detrás de él, podía oír a Índigo chapoteando en la bañera. Su padre, Cazador, había construido un excusado sin techo en la esquina de la cocina y, para mantener la privacidad, había colocado un panel que rodeaba la bañera y el grifo a la altura de la barbilla. Mientras se bañaba, podía mantener una conversación a distancia con su madre. Una mujer de Portland nunca hubiese accedido a bañarse en la misma habitación que un hombre, por mucho panel que los separase.

Salió del excusado con un camisón de franela, una toalla y unos pesados botines de piel que hacían que sus pequeños pies pareciesen tan grandes como unas raquetas de nieve. Cuando su madre le dio una taza de chocolate caliente, ella se unió a Jake sentándose en otro taburete junto a la chimenea, sin darse cuenta, al parecer, de lo inapropiado de su indumentaria. Le parecía maravilloso ver lo dulce y poco complicada que era. Jake deseó que las cosas fueran igual de simples y directas allá de donde venía.

Por lo demás, se comportaba como una mujer más. Se había sentado tan lejos de él como le había sido posible, tan lejos, en realidad, que Jake temió que no pudiera calentarse. Y su camisón era bastante modoso y casto. No hubiese tenido ningún sentido vestirse justo antes de ir a la cama. En cuanto al baño, ¿qué otra cosa podía hacer si venía llena de barro y la única bañera que tenían estaba en la cocina?

Su cabello leonado le caía como una cortina lisa y brillante por la espalda y parecía tan suave que Jake deseó tocarlo. Miraba fijamente las llamas y se comportaba como si él no estuviese allí. De vez en cuando, Jake la miraba de reojo. Hacía ruiditos al sorber el chocolate, y sus labios rosados se cerraban dulcemente en el borde grueso de la taza. Luego, sacaba la punta de la lengua para limpiarse la boca.

Jake imaginó estos labios en su piel, imaginó la calidez y la dulzura de su boca y le dolieron las entrañas. ¿Qué diablos le estaba pasando? Sabía que tenía que poner fin a eso. Un hombre podía terminar cayendo en una olla de agua hirviendo si no miraba por dónde pisaba.

Cuando Loretta hubo terminado de dar de comer a Cazador, llamó a Índigo y a Jake para que se sentaran a la mesa. La cena resultó ser una tortura para Jake. Sin saber cómo, Índigo Lobo conseguía hacer de la comida un acto sensual. Se pasó gran parte de la cena con la mirada fija en el plato, sin casi darse cuenta de los bocados de venado, patatas y maíz que se llevaba a la boca.

No podía quitarse de la cabeza los dormitorios del altillo en los que tendrían que dormir. Separados por solo una mampara, él dormiría en una habitación e Índigo en la otra. Durante toda la noche, podría oír su suave respiración y sus movimientos en la cama. Y sabría que ella estaba a solo unos pasos de distancia.

Jake nunca se había permitido solicitar los favores de una prostituta, pero empezaba a preguntarse si no debía de haber una primera vez para todo. Durante su compromiso con Emily, no habían compartido nada más que unos castos besos. Aunque Jake hubiese considerado pedirle algo más, un vago sentimiento de inquietud había hecho que se contuviese. Emily era sin duda hermosa, elegante, de buena familia… Era la esposa perfecta para él. Pero por algún motivo no sentía ninguna urgencia por casarse con ella.

Su trabajo y su agenda social le mantenían muy ocupado, pero alguna vez Jake se había parado a preguntarse, no sin cierto sentimiento de culpabilidad, si de verdad amaba a Emily. Pero antes de responder a esa pregunta, había preferido pensar en otra cosa. Porque, al fin y al cabo, ¿qué era el amor? ¿Una relación como la de sus padres, en la que su madre lo daba todo y su padre lo tomaba sin devolver nada a cambio? Al menos él se preocupaba por el bienestar de Emily. Eso siempre le había parecido suficiente.

Hasta ahora.

Jake dio un sorbo al café, con la mirada aún fija en el plato. Había una taberna al otro lado de la calle, el Lucky Nugget, si no recordaba mal. Quizás hubiese una mujer en la parte de arriba para desahogarse.

El sonido de un roce en la puerta principal sacó a Jake de su ensimismamiento. Cuando Índigo pidió permiso para levantarse de la mesa, Loretta sonrió.

—Ese debe de ser Lobo, que vuelve de visitar a su mujer y a su familia.

A Jake se le pusieron los pelos de punta cuando Índigo abrió la puerta. Nunca había tenido el extraño placer de compartir habitación con un lobo. Para esconder su resquemor, dijo:

—¿Mujer y familia?

—Ah, sí —contestó Loretta—. El viejo pastor, el señor Morgan, se presentó con Lobo y sus siete cachorros hace alrededor de un mes. Los lobos se emparejan de por vida, ¿sabe? Lobo se toma muy en serio su paternidad y se queda con los pequeños varias veces al día mientras Gretel va a dar una carrera. También les lleva carne fresca.

Lobo entró en la habitación. Era hermoso, con su espesa cabellera plateada y negra, su cola larga y su orgullosa cabeza. Jake observó sus ojos dorados y se preguntó si la bestia dormiría en la casa. Esperaba que no.

Índigo se puso de rodillas y rodeó el cuello del lobo con los brazos, hundiendo la cara en su pelaje. Como si fuera lo que le correspondía, el lobo aceptaba este signo de adoración con una actitud distante, sin apartar los ojos del extraño. Jake tuvo la sensación de que el lobo lo estaba poniendo a prueba y de que sabía que había tenido pensamientos poco honorables con respecto a su dueña. El trozo de venado que tenía en la boca se convirtió en una bola de proporciones gigantescas, tan seca que no podía tragársela. Consiguió hacerla desaparecer con un sorbo de café.

—No es como los demás perros —comentó.

—Es que no es un perro —le dijo Loretta—. Los lobos son diferentes. Nos llevó un tiempo entenderle, al principio. Para empezar, no tiene dueño. Adora a Índigo, desde luego, pero ni siquiera ella puede darle órdenes. Va y viene cuando quiere y hace cuanto quiere. Afortunadamente, sus deseos suelen estar en consonancia con los nuestros. Sus modales son excelentes y es un animal sorprendentemente solícito.

Después de lavarse las manos, Índigo volvió a la mesa y terminó de comer. Entre bocado y bocado, explicó a Jake en detalle las costumbres de los lobos. Jake aprendió que los lobos, a diferencia de los perros, tienen garras en vez de uñas. Son animales muy independientes, aunque leales hasta la muerte. Tienen el instinto de manada en sus genes, pero se adaptan bien a la vida doméstica. La voz de Índigo flotaba hasta él como el vino caliente, dulce y musical. Se dio cuenta de que deseaba verla reír.

—No estoy seguro de querer un animal al que no puedo controlar —admitió Jake cuando ella terminó de hablar.

Ella arqueó una ceja.

—Eso pensé.

¿Y qué había querido decir con eso? Jake la observó a conciencia.

—Tal vez seamos diferentes en esto. Según mi forma de pensar, un animal debe conocer a su dueño y obedecerle en todo.

Sus mejillas se tiñeron de un color brillante.

Lobo no necesita que le controlen. Es muy inteligente.

El lobo yacía a sus pies, en silencio y sin inmiscuirse. Jake le miró por debajo de la mesa.

—Parece muy educado.

—Un perfecto caballero —accedió ella—, y el mejor amigo que tengo en este mundo.

El amor que vio en sus ojos era inconfundible. Jake se sintió abatido. No era posible que no tuviese otros compañeros: chicas de su edad o jóvenes llamando a su puerta. Se prometió que no diría nada más en contra de su mascota. Y deseó que el animal no le diese nunca la espalda.

—¿Y dices que tiene crías? ¿Se parecen a los lobos?

—Solo uno de los siete se parece a Lobo —dijo arrugando la nariz—. Los otros son mestizos.

Loretta se excusó y se levantó de la mesa.

—Ese pequeño es cien por cien lobo, idéntico a su padre. Me preocupa que el señor Morgan no sea capaz de encontrar un hogar para él. Tendrá que dispararle si nadie lo quiere.

—Nunca dejaré que eso ocurra —gritó Índigo—. ¿Al hijo de Lobo?

Loretta sonrió.

—Imagino que podemos alimentar una boca más hasta que alguien más lo adopte.

—O hasta que él adopte a alguien —intervino Jake—. Si resulta ser como su padre, tal vez no acepte a cualquiera.

Loretta refunfuñó.

—Que Dios nos asista. Si el hijo hereda sus gustos, se pegará junto a su padre a las faldas de Índigo. Esta muchacha atrae a las fieras como la miel a las moscas.

Jake echó hacia atrás la silla y ayudó a quitar la mesa, con cuidado de no molestar a Lobo mientras se movía de un lado a otro y trataba de juntar los platos.

—No le hará daño, señor Rand —le tranquilizó Loretta—. Si tuviésemos la menor duda de que pudiese ser peligroso, no dejaríamos que estuviera aquí. La gente del pueblo se mostró también desconfiada al principio, pero Lobo ha demostrado ser de confianza con los niños y los demás animales. No creo que muerda a nadie a menos que le provoquen.

—¿Le gustaría acariciarle? —preguntó Índigo.

Con una risa espontánea, Jake dijo:

—No, gracias.

Caminó hasta el fregadero con los platos y los dejó allí, pidiéndole a Loretta que le dejara abrir el grifo. Hacía años que no había lavado un plato, pero desde luego no le importaba hacerlo. Esta noche, era él quien se había ocupado de las labores domésticas, quitándole trabajo a ella. Aun así, estaba seguro de que había tenido un día duro. Igual que Índigo.

—No pensé que hubiese un hombre en estos parajes capaz de fregar los platos, además de Cazador —dijo Loretta con una sonrisa—. No es necesario que lo haga. Puedo hacerlo yo.

—Terminaremos antes si ayudamos todos —contestó. Hundiendo las manos en el agua jabonosa, Jake le miró a los ojos—. Me gustaría ver su otra mina mañana por la tarde. ¿Le importaría que Índigo me acompañase?

Jake esperaba a medias que dijese que no. Era un largo camino para que una joven se paseara con un hombre al que apenas conocían. Loretta respondió con una de sus encantadoras sonrisas y con unos ojos tan inocentes como los de su hija. Jake supuso que ni siquiera se le pasaba por la cabeza que él pudiese estar teniendo pensamientos inadecuados.

—¡Qué gran oportunidad para que vea usted nuestro campo! —contestó—. Les haré algo de comer. Quizás en el camino de vuelta puedan dar un rodeo y pasar la tarde por allí. ¿Qué opinas, Índigo?

Jake notó que a Índigo no le entusiasmaba tanto la idea como a su madre. Sin duda, era una chica lista. Se acercó a ellos lentamente, llevando en las manos la jarra de crema y el plato de la mantequilla.

—Supongo que podemos volver por Shallows Creek.

—Eso sería perfecto —dijo Loretta—. Por ese camino, si llueve, podéis refugiaros en alguna de las chozas que hay a lo largo del río y comer allí.

En cuanto la mesa estuvo limpia, Índigo y Lobo desaparecieron escaleras arriba. Fascinado, Jake observó cómo el lobo subía los escalones sin ninguna dificultad.

—¿Cómo baja después? —preguntó.

—Sale por la ventana. —Loretta terminó de secarse las manos y volvió a poner la toalla en la barra—. Ella la deja abierta, de forma que él pueda entrar y salir cuando quiera por la noche. Últimamente, tiene que repartirse entre el amor que siente por mi hija y sus deberes como padre. A veces se va a visitar a Gretel y a los cachorros. El techo del porche no es tan alto y Cazador ha colocado un viejo barril ahí fuera para que pueda saltar y llegar al suelo.

—¿No se enfría Índigo con la ventana abierta?

Loretta rio.

—Ella es mitad comanche, señor Rand. Siempre y cuando tenga suficientes mantas, le gusta que le llegue el aire frío. Creo que por eso Lobo la quiere tanto. Son almas gemelas, los dos salvajes a su manera. Índigo no es como las demás.

Jake se había dado cuenta de ello, pero, hasta ese momento, no se había percatado de hasta qué punto era diferente. Salvaje. Podía sentirlo en ella. Y, aun así, podía sentir también su innata dulzura y vulnerabilidad.

Se bajó las mangas de la camisa.

—Creo que me daré una vuelta por la taberna un par de horas.

—¿Es usted jugador de cartas?

—Me entretiene una partida de vez en cuando. —Jake no tenía intención de jugar a las cartas. Solo había un remedio para lo que le aquejaba, y estaba dispuesto a obtener su dosis. Aunque fuese en contra de sus principios pagar por los servicios de una mujer para aliviar su deseo, era mejor que acosar a una mujer de la edad de Índigo—. Si deja la puerta entreabierta, cerraré cuando regrese.

—En ese caso, le dejaré la lámpara encendida.

Jake abrió la puerta.

—No es necesario. Encontraré la manera de subir a la buhardilla sin ella. Buenas noches.