Capítulo 3

Cuando Índigo oyó que se abría la puerta de la entrada, forzó una sonrisa, decidida a ser simpática con Jake Rand por mucho que le costase. Aunque le hubiese usurpado un lugar que creía suyo, sabía que no podía culparle de nada. No obstante, todos sus buenos propósitos se desvanecieron al verlo. No era así como lo había imaginado.

Allí venían mineros de todos los tipos, colores y tamaños, pero la mayoría no eran tan guapos como este. Ninguno que ella recordase había sido más alto que su padre, y aquellos que tenían experiencia suficiente como para supervisar una excavación solían ser de más edad. Tuvo que levantar los ojos para poder ver su rostro bruñido por el sol. Reparó en la línea cuadrada de su mandíbula, en las pequeñas arrugas de los ojos castaños y en el saliente de la recta nariz. Las limpias facciones, cinceladas como a conciencia, le recordaron a una talla de madera bien terminada. No había ni una cana en su cabello color ébano. A juzgar por su apariencia, debía rondar los treinta y pocos.

Llevaba una camisa de lana a cuadros rojos y unos pantalones vaqueros que, sin ser nuevos, eran de una limpieza desconcertante. Las ropas de los mineros, incluso recién lavadas, solían estar llenas de manchas. Cerró la puerta y dio dos largas zancadas antes de detenerse junto a ella, tan alto que casi rozaba el techo del porche. Después de hacer una leve inclinación en señal de saludo, miró a un lado y a otro y después frunció el entrecejo y clavó la vista en la cortina de lluvia, en dirección al pueblo.

Índigo pensó que era de muy mala educación ignorarla de esa manera. Pero no creyó adecuado ser ella la que se dirigiese al caballero, si quería comportarse como una señorita. En otras circunstancias, esto le hubiese dado igual, pero sabía que la gente que no era de Tierra de Lobos le daba mucha importancia a las formas. Empezaba a pensar que hubiese sido mejor entrar para que su madre los presentase. Lo último que quería era causar una mala impresión.

Con la vista aún puesta en la calle, él apretó los labios y se puso a silbar por lo bajo Yankee Doodle. Índigo aprovechó para observarlo. El viento apartaba su espeso pelo negro de la frente. El tejido vaquero de sus pantalones se pegaba a su esbelta cadera y dibujaba el contorno de sus muslos. Bien metida por la cintura, su camisa dejaba ver un pecho y unos hombros magníficos. En su postura había energía y determinación: de pie, con sus largas piernas separadas, los brazos en jarras y el chubasquero colgado del brazo.

De repente sintió una especie de escalofrío. Sin saber por qué, supo que nada volvería a ser como antes ahora que él estaba allí.

Él seguía en silencio, ignorándola. Índigo decidió hablarle primero, aunque no fuese apropiado:

—Hola.

Hubiese dicho algo más, pero él inclinó la cabeza hacia ella, más o menos en su dirección, al menos, y empezó a silbar de nuevo. Terminó la melodía con una nota cortada y suspiró con resignación. Después se pasó la mano por el pelo y colgó el chubasquero de lona en la baranda del porche. A continuación pasó a ocuparse de las mangas de la camisa, desdoblándolas hasta dejar entrever la forma de sus brazos. Sin decir nada, volvió a su melodía. Índigo empezó a impacientarse.

Luego, sin venir a cuento, Jake dijo:

—Hace un tiempo desapacible, ¿verdad?

Su voz era tan profunda y surgió de forma tan inesperada que Índigo dio un respingo.

—Así es febrero aquí —añadió él—. Algunas veces se reza por que salga el sol y otras solo se busca la sombra. Parece que esta vez las nubes os han pillado desprevenidos.

Antes de que Índigo pudiese responder, él centró su atención en la piqueta rota que estaba apoyada en la baranda. Después de estudiar el mango de roble resquebrajado durante un momento, desplazó el peso de su cuerpo sobre un solo pie para probar la resistencia de la madera que pisaba. Luego, agarró una viga de la baranda y le dio una sacudida. Ella supuso que estaba tratando de probar su solidez. Estaba claro que pensaba que el sitio necesitaba algunas reparaciones. A Índigo no le habían enseñado a ser orgullosa, por lo que este examen no le molestó. Al fin y al cabo, no había por qué avergonzarse de un poco de madera vieja. Aunque sí le pareció de mala educación que encontrase pegas estando ella presente.

El hombre metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y echó un vistazo rápido al reloj.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí fuera?

—No mucho.

Ella pensó que a lo mejor quería ponerla a trabajar ya. Su madre siempre decía que algunos hombres habían nacido para ser jefes y otros para ser indios. Jake Rand era definitivamente de los autoritarios. Le rodeaba un aura de poder, perceptible en la forma en la que caminaba, en la manera en la que miraba como de soslayo lo que no le interesaba y miraba con ardiente intensidad aquello que creía interesante. Supuso que estaba acostumbrado a mandar y que pocas personas se atrevían a contrariarlo.

Sus ojos se posaron brevemente en los pantalones llenos de barro de Índigo, y después en sus zapatos de ante.

—Imagino que no estabas aquí cuando la señorita Lobo se fue, ¿verdad, muchacho?

¿Pensaba que era un chico? Sorprendida, lo miró fijamente.

Él interpretó como una negativa su silencio y volvió a inspeccionar la calle.

—Demonios, me pregunto adónde habrá ido. —Mientras contemplaba la lluvia, las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo y sus arrugas se acentuaron—. Está lloviendo a cántaros ahí fuera.

Ella subió el último escalón y se unió a él en el porche, segura de que al verla de pie se daría cuenta de su error.

—Es usted Jake Rand, ¿verdad?

Jake miró hacia abajo. El chico llevaba un sombrero de piel mojado calado hasta las orejas. Todo lo que podía ver de su cara era una pequeña y testaruda barbilla. Con sorprendente madurez, el joven de complexión débil le ofreció la mano.

Aún preocupado por la suerte que Índigo pudiese correr bajo la lluvia, Jake le apretó la mano y bajó la mirada. La camisa mojada del chico se le había pegado al cuerpo y mostraba ahora sus raquíticos hombros y lo que era aún más evidente, la forma exquisita de los dos pechos más bonitos que hubiese visto nunca. Los pezones, erectos por el frío, empujaban con orgullo contra el ante plegado. Por unos segundos interminables, estuvo mirándolos como un idiota.

—¿Señor Rand?

Jake se sacudió mentalmente y se obligó a levantar la vista para enfrentarse a la pequeña cara en sombras que se escondía bajo el ala del sombrero. Sabía que tenía que decir algo, pero no encontró nada que decir a este chico que había resultado ser una chica y que había dado un nuevo significado a lo que él entendía como «mojado».

—Lo siento. Cuando me ha llamado «muchacho», me he dado cuenta de que no sabía quién era. Soy Índigo Lobo.

Jake tragó saliva y dijo:

—Ya lo veo —se avergonzó tan pronto como sus palabras salieron de la boca—. Quiero decir… —¿Qué quería decir exactamente?—. Desde luego que es usted la señorita Lobo. Me di cuenta en el momento en que —podía sentir el rubor subiéndole por el cuello— nos dimos la mano.

Ella se levantó el ala del sombrero con su delgado dedo y por primera vez dejó que le viera la cara. Tenía los ojos grandes como los de su madre, de un color increíblemente luminoso, azul claro. Tenía unas pestañas sedosas y oscuras, y la claridad de sus ojos contrastaba a la perfección con el moreno de su piel. Sus facciones eran frágiles, aunque contundentes, una versión femenina de la majestuosidad de su padre. Su nariz era prominente, los huesos de sus mejillas perfilados, su boca jugosa y su mandíbula delicada, como la de su madre. El conjunto era más atractivo que bello. Jake se dio cuenta de que lo único que deseaba era poder quitarle ese horrible sombrero y ver su cabello. ¿Sería negro, rubio o de un color intermedio?

Ella se soltó de un tirón. Sorprendido, Jake comprobó que aún sujetaba sus delgados dedos entre los suyos. Los retiró inmediatamente.

—Lo siento, es solo que… Lo cierto es que me ha pillado por sorpresa. Pensé que…

—Supongo que donde usted vive, las mujeres no visten de ante.

—No —admitió. Y tampoco iban cubiertas de barro y mojadas de pies a cabeza. Jake volvió a mirarla, fascinado sin saber muy bien por qué. Por separado, sus facciones no eran particularmente hermosas. Pero había algo en ellas que le atraía, quizás ese extraño contraste que veía, como si se tratase de una muñeca de porcelana envuelta en ante. Sobre todo, le fascinaban sus ojos. Brillaban al mirarlos, grandes y cándidos, mostrando mucho más de lo que probablemente ella imaginaba. En una partida de póquer, no duraría más de tres manos—. Ahora que lo pienso, no sé por qué esperaba un vestido. No hubiese sido muy práctico en la mina. Es solo que usted va tan… —Jake se detuvo a tiempo para evitar decir lo sucia que llevaba la ropa.

Como si ella adivinase lo que tenía en la cabeza, se sacudió los pantalones.

—He estado trabajando en las canaletas de lavado. Además de las cajas de cribado, es lo único que tenemos aún en funcionamiento, y necesitamos que rindan al máximo.

Una ráfaga de viento traspasó los aleros del porche, trayendo consigo un chorro de lluvia. Ella se puso la mano en el sombrero. Al chocar con la casa, el viento tuvo una reacción violenta y pegó con fuerza en la parte delantera de su camisa mojada.

A Jake se le secó la boca. Se odió a sí mismo por no poder evitarlo. Índigo parecía no darse cuenta del efecto de la lluvia sobre su camisa de ante.

—Mi madre me ha dicho que a usted le gustaría ir a la mina. Si no desea mojarse, podemos esperar a que amaine —dijo arrugando la nariz y mirando la cortina de lluvia—. Esta es una de las bondades de Oregón. Si no te gusta el tiempo…

—Solo tienes que esperar a que cambie —terminó él—. No me preocupa mojarme. Tengo el chubasquero. Lo que me preocupa es que usted coja frío. —Antes de pensarlo, volvió a mirar hacia abajo y solo con esfuerzo pudo retirar la vista—. Está empapada.

Ella se encogió de hombros. ¡Qué extraño! Unos segundos antes, esos hombros le habían parecido escuálidos. Ahora le parecían perfectos. Salvo por la generosidad de su busto, tenía la misma complexión que su madre, ligera con huesos frágiles. Dudaba de que pudiese pesar más de cuarenta kilos, ni siquiera con la ropa de ante mojada.

—Estoy acostumbrada a la lluvia.

Índigo le miró y él sonrió como un niño travieso. Ella pensó que esa sonrisa acentuaba las arrugas de su boca y transformaba la rigidez de su cara. Sus ojos marrones se clavaron en los de ella. Se produjo una reacción extraña entre ellos. Era como cuando soplaba viento de tormenta: la tensión se arremolinaba en torno a ella.

De repente, la idea de pasar varias horas a solas con él, lejos del pueblo, no le pareció tan buena. No le gustaba la forma que tenía de mirarla, o la reacción que provocaba en ella al hacerlo. No podía decir qué era, pero sabía que la asustaba.

Su padre confiaba en él. Pero Cazador Lobo era muy inocente. La hipocresía era algo que escapaba a su comprensión. Una sonrisa amable podía esconder un corazón siniestro. Nadie lo sabía mejor que ella.

Recordando la fuerza con la que Jake Rand le había cogido la mano, volvió a mirarle las manos, que ahora tenía a ambos lados de las caderas. ¿Cómo era posible que un hombre que trabajaba en las minas no tuviese callos en las manos?

Índigo centró la vista en las montañas. La neblina cubría las laderas. Dentro de tres horas se haría de noche. Si le decía a su madre que no podía ir con Jake Rand porque le temblaban las piernas, no iba a entenderlo. Sus padres pensarían que estaba buscando excusas solo porque quería ser ella la que se encargase de la mina.

Irguió los hombros.

—Está bien; si unas cuantas gotas no le molestan, deberíamos salir ahora.

—No me importa esperar a que se ponga ropa seca —sobre todo una camisa, añadió mentalmente—. No tiene sentido que se resfríe. Le dejaré mi chubasquero si no tiene uno.

—El ante mojado es increíblemente cálido. Actúa como una segunda piel.

Sí, Jake lo había notado.

Se separó la camisa del cuerpo.

—Normalmente voy preparada para la lluvia, pero estas últimas semanas han sido tan caóticas que no he tenido tiempo.

Él hizo un gesto hacia el caballo.

—Si no le importa enseñarme el establo, me gustaría desensillar a Buck. Después del viaje en tren hasta Roseburg y la gran cabalgada hasta aquí, se merece un sitio seco para descansar. El alojamiento para el ganado, cuando se viaja, no es tan cómodo como el de las personas.

—¿De dónde viene?

Jake no sabía si debía decir «Portland».

—Del norte.

Ella bajó las escaleras con rapidez. No tenía sentido cargar con el chubasquero si ella no lo llevaba. Así que Jake dejó la prenda en la baranda y salió detrás, hundiendo los hombros bajo la lluvia. Ella desató a Buck y lo llevó hasta el sombrío edificio gris que se alzaba junto a la casa.

A medio camino, Jake dejó de intentar mantenerse seco. En vez de eso, se dedicó a observar el alegre balanceo de las caderas de Índigo. Su paso era largo y elegante, y su cuerpo se movía en armonía. Trató de imaginársela con uno de los vestidos de moda de Mary Beth y sonrió. Si llevara polisón, más de uno perdería la cabeza al ver mover sus caderas.

Al llegar al establo, la muchacha se convirtió en un remolino de eficiencia. Tres cerdos blancos gruñían en un corral bajo el altillo. Jake se detuvo en la puerta y aspiró el olor casi olvidado. Los establos de su casa estaban tan limpios que se podría tomar té en el suelo. No ocurría lo mismo aquí. Por el olor, Jake adivinó que el lugar necesitaba una limpieza, otro signo de la incapacidad de Cazador para trabajar.

De repente, tuvo consciencia de la magnitud de la situación de esa familia. Dos mujeres tan pequeñas como Loretta e Índigo no podían trabajar tanto.

—¿Por qué no deja que termine con Buck mientras usted me espera en el porche? —sugirió Jake.

—Usted no sabe dónde estás los aperos.

Índigo desató la cincha de la panza de Buck. Jack le cogió el brazo antes de que levantara la silla.

—Ya lo hago yo.

Ella dio un paso atrás. Jake colgó de un gancho los aperos de montar mojados y cogió un trapo que había cerca para secarlos. Tenía la intención de hacer lo mismo con el caballo, cuando se dio la vuelta y vio que Índigo llevaba en brazos un pesado fardo de heno.

—¡Ey! —exclamó; dejó caer el trapo y corrió hacia ella—. Un peso pluma como usted podría hacerse daño con esto. —Cogió el fardo por las cuerdas y lo balanceó por encima de la pila que había en el suelo—. ¿Dónde lo quiere?

Ella se retiró unos pasos para observarlo. En la oscuridad del establo, Jake no podía estar seguro, pero le pareció que estaba perpleja. Le hizo una señal para que lo pusiese en el suelo del último establo, donde, a pesar de estar vacío, aún quedaban restos de heno.

—Allí está bien. Cuando corte las cuerdas, lo ahuecaremos con la horca y lo llevaremos al fondo. Así podremos darle algo de grano.

Mientras movía el fardo, Jake preguntó:

—¿Dónde está la horca?

Al ver que Jake Rand no iba a dejar que le ayudase, Índigo movió los ojos hacia el lugar en el que estaba apoyada la herramienta. Le dolía que le hubiese llamado «peso pluma». Era como le llamaba su hermano Chase, y no le gustaba.

—Soy más fuerte de lo que aparento, señor Rand, y estoy acostumbrada a trabajar aquí.

—No lo dudo. Su padre me ha dicho que es usted una muchachita muy trabajadora.

¿«Muchachita trabajadora»? ¿«Peso pluma»? Índigo apretó los dientes.

—Soy una mujer adulta, cumplo diecinueve años este mes.

—¿Tantos? —Lanzó el heno sobre los muros de separación, colocándolo exactamente en el último establo. En la oscuridad, le dedicó una sonrisa—. No parece tan mayor.

Con disimulo, Índigo trató de erguirse para parecer más alta.

—Pues sí lo soy.

Él se detuvo a medio camino, con un montón de heno sobre el hombro. Índigo no podía leer su expresión.

—No quería ofenderla. —Puso el heno en el suelo y cogió otro montón con la horca—. Para una mujer, una complexión pequeña como la suya resulta atractiva. Hasta que las conocí a usted y a su madre, pensaba que mi hermana Mary Beth era pequeña. A su lado, ella es una amazona.

—Soy mediana, no pequeña.

Esta vez, él se detuvo, apoyó las puntas de la horca en el suelo y se inclinó sobre el mango para observarla. Después de un rato, sonrió y dijo:

—Está bien, mediana. Me da la impresión de que la he ofendido. Si es así, le pido disculpas.

Su disculpa la hizo sentir como una niña. Pronto le demostraría que su tamaño no era un impedimento para ella.

—Mientras termina con esto, iré a traer algo de grano y agua para Buck.

Índigo sintió la mirada del hombre siguiéndola en su camino al almacén de grano. El saco de veinte kilos estaba casi vacío. Índigo saltó sobre el montón de sacos apilados para coger uno nuevo. Acababa de poner los brazos en cada uno de los extremos del saco cuando sintió que unas manos grandes le sujetaban con suavidad la cintura. Fue tan inesperado, que se sobresaltó. Miró por encima del hombro y se encontró con los ojos oscuros de Jake Rand. Podía sentir la calidez húmeda de su respiración en la sien. El pecho de él llenaba todo su campo de visión. Era gigantesco. Podía sentir la fuerza en sus dedos.

—Yo me ocupo —dijo él en voz baja, aunque enérgica.

Con un giro de caderas, Índigo escapó a sus manos y levantó el saco, dispuesta a mostrarle lo fuerte que podía ser.

—Me ocupo de estos sacos cada día, señor Rand.

Él le quitó la carga antes de que pudiera levantarla.

—Y lo hace usted muy bien.

Desde la posición elevada en la que se encontraba, era tan alta como él, con la cara a solo unos centímetros de la suya. A esta distancia, podía ver las pequeñas arrugas de sus ojos y la textura curtida de su piel. Le extrañó que se sintiera como si le faltase el aire, por lo que saltó de los sacos y puso cierta distancia entre ellos. Él la miró y después sonrió perezosamente. Tenía unos dientes blancos y brillantes, y por su expresión se diría que estaba divirtiéndose con la situación.

Puso el saco en una esquina y desenfundó su cuchillo. Con él rajó la tela de arpillera del saco. Índigo comprobó que utilizaba el cuchillo con la misma maestría con la que ella utilizaba el suyo. Cada vez que hacía un movimiento, se le marcaban los músculos de la espalda, y la tela mojada de su camisa se estiraba. Índigo dio un rodeo para llegar a la puerta mientras él sacaba la medida de la lata del saco vacío.

Índigo no podía entender por qué la ponía tan nerviosa. Esperó en la entrada a que terminase, consciente de los movimientos que hacía a su espalda para atender a Buck. Quería posponer para el día siguiente la visita a la mina, cuando hubiera otros mineros. Si iban esta tarde, serían las únicas dos personas en la montaña.

Jake Rand la asustaba, aunque no pudiese detectar nada siniestro en su mirada.