Capítulo 12
Después del almuerzo, Jake volvió a su trabajo con el transporte de grava. Repetir el trayecto desde el molino a la canaleta de lavado varias veces le permitía observar a los otros mineros. De lo que no estaba tan seguro era de la utilidad de esa observación. Supuso que buscaba algo que le resultase peculiar. Alguien había tenido que dañar esas vigas en la mina y, según él, nadie estaba libre de sospecha.
En el fondo, deseaba que su padre no tuviese nada que ver con los accidentes. Esa posibilidad era difícil de aceptar antes pero ¿y ahora? Índigo ya estaba resentida con él por la boda. Le detestaría si supiese que su padre había estado a punto de matar al suyo. Jeremy había prometido que seguiría investigando en los archivos de Ore-Cal mientras Jake investigaba en Tierra de Lobos. Esperaba que, en vez de encontrar pruebas contra su padre, Jeremy pudiese probar que era inocente.
Cada vez que Jake arrojaba una carga de grava en la canaleta, miraba hacia donde estaba Índigo. Le habían confiado en matrimonio a una frágil joven que se enfrentaba a todo. Necesitó de toda su voluntad para no interferir cuando vio que ayudaba a Topper a devolver a su sitio un contenedor que se había salido de los raíles. Para su sorpresa, consiguió levantarlo. El peso era suficiente para romper la espalda de dos hombres y un muchacho.
Jake se encogió y miró para otro lado. Después, aunque sabía que no debía hacerlo, volvió a mirarla. Denver se acercó tranquilamente al contenedor. Índigo le miró por algo que el rubio dijo. Jake no pudo ver su expresión. Cerró los puños asiéndose con fuerza a los brazos de la carretilla.
El aire frío refrescó las mejillas ardientes de Índigo. Miró a Denver, consciente de las nubes cargadas de lluvia que amenazaban en el cielo detrás de él. Los altos pinos se balanceaban con el viento, anunciando tormenta. Los ojos azules de Denver brillaron en una mueca grotesca, anunciando también desapacibilidad, aunque de otra índole.
—¿Así que estás casada? —preguntó. Moviendo la cabeza a un lado, sonrió—. ¿Qué se siente?
Índigo miró a Topper, que la esperaba para seguir trabajando. Se dio la vuelta para coger los brazos del contenedor.
—Esa es una pregunta extraña, Denver. Es como preguntar a alguien qué siente por cumplir años. Un día es bastante parecido al otro.
—¿De verdad? Me sorprende que no te hayan puesto la correa.
Índigo sintió calambres en las manos. Observó la expresión fría de Topper al otro lado de la pila de mineral.
Denver rio.
—¿Sabes? Es divertido. Tu padre se rio de mí en la cara. Se indignó tanto aquella vez que traté de comprarte, ¿lo recuerdas? Estaba convencido de que nunca haría algo así. Y en realidad, lo que hacía era esperar una oferta mejor.
Índigo se estiró lentamente. Al darse la vuelta, notó que el pulso se le aceleraba.
—¿Qué estás diciendo? No tengo todo el día para tus juegos.
—Debo admitir que me molestó al principio. Pero ahora que he hablado con Rand sobre ello, no me siento tan mal. En realidad, ahora que lo pienso, estoy casi contento de que haya ocurrido de esta manera. No soy de los que se casan. Prefiero gastar unos cuantos dólares para estar contigo y volver luego a casa disfrutando de mi libertad.
—¡Cierra la boca, Tompkins! —le interrumpió Topper.
Índigo levantó la mano.
—No, deja que diga lo que ha venido a decir. —Miró absorta a Denver—. Termina. Estoy esperando.
—¿Qué más quieres que te diga? Si estoy dispuesto a pagar el precio, podré pasar algún tiempo contigo. —Y le pasó el nudillo por la mejilla—. No al principio. Dijo que quiere tenerte para él un tiempo. Pero, diablos, ¿cuánto tardará en aburrirse de ti? Creo que estará interesado en rentabilizar el dinero que ha gastado contigo. Según me dijo, ha pagado un precio bastante alto. Vas a tener que esforzarte por complacer a los demás para que él recupere su dinero y empiece a tener ganancias.
Índigo echó la cabeza hacia atrás. Denver le cogió la barbilla.
—No seas tan orgullosa y remilgada, Índigo. Cuando empiece a alquilarte, yo seré el primero en la lista. Me apuntaré un tanto o dos en el momento en el que estemos a solas.
—Ya basta, Tompkins. —Topper rodeó el contenedor—. Una palabra más y acabo contigo.
Con una risotada sarcástica, Denver liberó a Índigo y dio un paso atrás.
—He dicho lo que quería. —Y miró a Índigo—. Puedes apostar a que de aquí en adelante no estaré dejándome el sueldo en partidas de cartas. Ahora tengo cosas mejores en las que gastar el dinero.
Denver se fue dando brincos. Índigo se quedó allí de pie, mirándole, incapaz de moverse, incapaz de pensar. Como si llegara de lejos, oyó la voz de Topper, pero no pudo entender lo que decía. Levantó los ojos a la colina. Vio que Jake había dejado de cargar la carretilla. Cuando se dio cuenta de que ella le miraba, levantó la mano para saludarla.
—Denver está mintiendo, señorita Índigo —dijo Topper detrás de ella—. Lleva toda la mañana inventándoselo. El señor Rand no ha dicho nada de eso.
Índigo sintió mucho frío. ¿Cómo podía Denver saber que Jake había pagado para casarse con ella, y que supiera también la cantidad, si Jake no se lo había dicho? El nudo de miedo que había tenido en el estómago desde la boda se volvió frío como un témpano, y sus entrañas temblaron alrededor de él. Sabía que muchos hombres blancos habían sacado dinero alquilando a sus indias. La práctica era tan común, en realidad, que la gente bromeaba sobre ello. Si Jake decidía hacerlo, no sería ni el primero ni el último.
Jake vio alejarse a Denver Tompkins. Se sintió aliviado al ver que Índigo se volvía hacia el contenedor. Cabía la posibilidad de que Denver no le hubiese dicho nada. Jake estaba seguro de que, si Denver decidía decir algo, lo haría de la peor manera posible. El único consuelo que le quedaba a Jake era Shorty. En el instante en que Tompkins dijese algo, Jake llevaría a Índigo hasta su viejo amigo y le pediría que relatase pormenorizadamente la conversación que él y Tompkins habían tenido.
Jake dio un paso con la carretilla. Al hacerlo, creyó ver un movimiento en la pendiente rocosa de lo alto de la colina. Se dio la vuelta para mirar y lo que vio le puso los pelos de punta. Un movimiento de rocas. La entrada principal del túnel estaba de camino. Por un instante, Jake se quedó mirando, incapaz de creer lo que veía. Entonces dejó caer la carretilla y salió corriendo.
—¡Índigo!
Ella no podía oírle. El efecto cacofónico del interior de la mina y los alrededores sofocaba su voz y el sonido de la caída de rocas.
—¡Índigo, corre! ¡Corre!
Jake sintió como si estuviese en uno de esos horribles sueños en los que el peligro avanza a gran velocidad y él reacciona con una lentitud exasperante. Podía oír el pulso de la sangre en sus oídos, el bombeo de sus pulmones. El impacto de sus botas sobre el suelo le atravesaba el cuerpo.
—¡Índigo!
Por fin, ella y Topper le oyeron. Protegiéndose los ojos del sol con el antebrazo, se volvió para mirarle. Jake hacía un gesto salvaje con el brazo, sin dejar de correr.
—¡Corre! ¡Un derrumbamiento! ¡Sal de ahí! ¡Corre!
Ella miró a su alrededor y, al no ver nada, levantó las manos asombrada.
—¿Qué? —preguntó.
Jake podía ver cómo las rocas iban ganando terreno, cómo arrastraban a otras a su paso. Imaginó a Índigo aplastada debajo de ellas. El miedo le hizo correr a una velocidad que nunca pensó que tuviera.
—¡Corre, maldita sea! ¡Corre!
Ella y Topper se alejaron del contenedor, pero, al no saber de dónde venía el peligro, no se alejaron lo suficiente.
—¡Es un derrumbamiento! ¡Sobre vosotros! ¡Salid de ahí!
Ella miró hacia arriba. Cuando vio por qué Jake estaba gritando, cogió a Topper por el brazo y echó a correr. Las primeras piedras alcanzaron el borde del precipicio y rodaron hasta el contenedor. Una de ellas dio a Topper en el hombro y le hizo caer de rodillas. Índigo se detuvo para ayudarle. A Jake se le heló el corazón. Iba a conseguir que la mataran.
Con ayuda de Índigo, Topper se puso en pie. Le pasó el brazo por el hombro y caminó cargando con él a medias. Solo un segundo después de que hubiesen despejado la zona, el grueso de rocas llegó al precipicio y cayó por los alrededores como una cascada gigantesca y mortal. El contenedor y el lugar en el que estaba quedaron sepultados.
A Jake le temblaban las piernas, y se detuvo tambaleándose a unos metros de donde estaban Índigo y Topper. Había polvo por todos lados y les llenaba la garganta y los pulmones. Los tres se apartaron unos metros más, tosiendo y respirando con dificultad.
Jake sabía que nunca habría llegado a tiempo para sacar a Índigo de allí. Un segundo más, solo uno, y habría quedado sepultada. Empezó a temblar al pensarlo. Quería cogerla entre sus brazos, pero el miedo le paralizaba los músculos.
Cuando empezó a despejarse un poco el aire, Topper exclamó:
—Esto es lo que llamo estar demasiado cerca de la comodidad.
—¿Estás bien? —Índigo trató de examinar el hombro del operador—. ¿Tienes algo roto, Topper?
Otros hombres les rodearon.
—Estoy bien —aseguró Topper a los demás—. Gracias a usted —le dijo a Índigo—. Otros se hubiesen preocupado de ponerse a salvo. Usted me ha salvado la vida, señorita.
—Tonterías. Es a Jake a quien tenemos que agradecérselo. —Índigo miró a Jake—. ¡Gracias a Dios que viste lo que pasaba!
Jake trató de responder, pero no pudo.
Ella se volvió hacia el contenedor enterrado y se quedó algo pálida.
—Si no nos hubiésemos apartado cuando lo hicimos…
Shorty se acercó cojeando.
—Llevo trabajando en estas montañas quince años y nunca había visto moverse ni una piedra de esta pendiente.
Los mineros salieron gateando del túnel, tosiendo y apartando el polvo. Índigo se cubrió la boca con la mano.
—¿Estáis todos bien?
Uno de los hombres levantó el pulgar en señal de confirmación.
Shorty se sacó una bola de tabaco del labio con el dedo sucio y escupió. Miró a Jake con complicidad.
—Yo digo que alguien ayudó a que esas rocas se moviesen. ¿Quiere venir conmigo a echar un vistazo?
Jake, que aún no se había recuperado del todo, cogió a Índigo del brazo con mano temblorosa y la obligó a andar. Después de lo que había pasado, se negaba a dejarla sola.
—Sí, vayamos a ver qué ha pasado.
Treinta minutos más tarde, Jake había visto todo lo que necesitaba. El corrimiento se había producido por el desplazamiento de un gran pedrusco. Todo indicaba que estaba firmemente situado y que no había podido moverse por sí solo.
—Esto no ha sido un accidente —dijo con rabia.
Shorty se frotó la cabeza.
—Parece que no. Aunque podría serlo. Llovió mucho hace unos días. Es posible que la tierra se haya ablandao por aquí.
Jake le clavó la mirada.
—¿De verdad crees eso?
Shorty juntó sus espesas cejas.
—No, creo que no. Pero odio pensar que alguien lo hizo a propósito.
Índigo se sentó en una roca cercana y miró el camino que había seguido el derrumbe.
—¿Crees que alguien lo hizo a propósito?
—Puede. Para bloquear la entrada a la mina, diría yo —se aventuró Shorty.
Jake no quería poner palabras a su temor, pero tenía que hacerlo.
—O para matar a alguien. —Y miró a Índigo. Nunca olvidaría aquella riada de rocas cayendo hacia ella como una ola gigante—. Por ejemplo, a ti.
Ella abrió los ojos, sorprendida.
—¿A mí? —Echó un vistazo a la colina—. Desde aquí no se puede ver la entrada de la mina ni quien está ahí abajo. No puede haber ido contra mí.
Jake hizo un gesto hacia el grupo de árboles que había a su izquierda.
—Alguien podría haber estado vigilando desde allí.
Ella le miró sin disimular su exasperación.
—Podría haberme ido igual de rápido. ¿No es suponer demasiado? Topper también estaba allí. Otros iban y venían. Un derrumbe de rocas no puede ir dirigido a alguien en concreto.
—¿Crees que al asesino le importa a quién más pueda hacer daño, siempre y cuando mate a la persona que tiene pensado?
—No puedes estar hablando en serio.
—Muy en serio.
Agitado, trató de contenerse. No quería exagerar, y los argumentos de Índigo eran sensatos. Pero, maldita sea, ¿cómo podía arriesgarse de esa manera? Trabajar en una mina ya era de por sí peligroso. Era el lugar perfecto para matar a alguien y hacer que pareciera un accidente.
Jake recordó los otros dos accidentes que habían estado a punto de matar a Índigo: el derrumbe que había herido a Cazador y el tiro que había matado a Lobo. Y ahora una caída de rocas. Seguía viéndola aplastada bajo las piedras.
Sin tener un claro sentido de la realidad, dijo:
—Estabas reajustando un contenedor, Índigo. Si había alguien en los árboles, pudo verlo y esperar al momento propicio. Sabía que estarías allí un rato. —Dio una patada a una piedra y vio cómo rebotaba y salía volando—. Tuvo mucho tiempo para venir hasta aquí y mover el pedrusco. Son solo unos segundos de camino.
Ella apoyó las manos en las rodillas y se puso en pie.
—La piedra también pudo moverse sola.
Jake apretó los dientes. Después de un buen rato, dijo:
—Quizá. Pero una vez más, quizá no. No soy hombre de apuestas.
—¿Qué quieres decir?
Jake no quería contestar. Sabía demasiado bien cómo iba a sonar, y que ella iba a detestarlo por ello.
—Creo que será mejor que te vayas a casa.
Ella se abrazó la cintura.
—Sabes que tiene sentido. No estás segura aquí y yo no puedo protegerte. Hay mucha gente yendo y viniendo, mucho ruido, y situaciones demasiado peligrosas. Hasta que no descubramos lo que está pasando, creo que es mejor que te quedes en casa.
—Si alguien quiere matarme, puede hacerlo allí también.
—No con tanta facilidad. Para empezar allí puedes ver venir el peligro más fácilmente. Tienes a mucha gente que te oiría si pidieses ayuda, por lo que solo un estúpido se atrevería a hacerte algo a la luz del día.
La voz de Índigo se convirtió en un agudo hilo cuando señaló hacia la tierra movida en la que había estado la piedra.
—Esta es una pendiente inclinada. Las piedras se mueven solas, ¿sabes? No puedes estar seguro de que alguien la haya movido.
—No, pero tengo el presentimiento…
—¡Esto es solo una excusa! —gritó.
Shorty tosió.
—Creo que este es el momento en el que yo digo que me voy a trabajar.
Jake le vio alejarse. En cuanto Shorty estuvo lo suficientemente lejos, él se volvió hacia Índigo.
—Cariño, escúchame.
Ella se abrazó con más fuerza y apartó la mirada. Jake suspiró.
—Índigo, por favor, no seas así. ¿Crees que te mandaría a casa si no tuviera una buena razón?
—Sí —contestó ella con voz profunda—. Eso creo. No querías que viniera. Pero como no encontraste una razón para dejarme en casa, no lo hiciste. Pero ahora te la han servido en bandeja.
—Eso no es verdad.
Ella le acusó con la mirada, la boca apretada.
Jake cerró los dedos alrededor de su cuello.
—Lo admito, ¿sí? No me gusta que hagas trabajos de hombres. Preferiría que no lo hicieras, pero esto no tiene nada que ver.
Con una voz carente de matices, dijo:
—Creo que sí tiene que ver.
Jake sabía que ella tenía razón al pensar así. En lo referente a sus sentimientos, era completamente transparente frente a ella, y lo cierto era que no le gustaba la idea de que trabajase en una mina. A pesar de ello, había algo más en juego, y no podía ser tan estúpido como para ignorarlo.
—El sheriff Hilton me avisó de que tomase todas las precauciones posibles. Eso es exactamente lo que estoy haciendo. Por mucho que me odies, he tomado una decisión. Hasta que las cosas se calmen y estemos seguros de que Brandon Marshall no está detrás de todo esto, te quedarás cerca de casa.
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo de cerca?
—No saldrás sola hasta que yo te lo diga.
—¿Quieres decir que no puedo… —miró hacia el bosque que les rodeaba— que no puedo salir a pasear? ¿O a cazar?
—No.
Jake vio la sombra que se cernía sobre sus ojos. Por unos segundos, se quedó allí parada, con los labios abiertos, incapaz de decir nada. Él esperaba que protestase. Se sorprendió cuando lo único que dijo fue:
—¿Esa es tu última palabra?
Agitado, Jake metió las manos en los bolsillos para no tocarla. Diablos, no quería esto ahora, no con todo lo que estaba pasando.
—Siempre me reservo el derecho a cambiar de opinión, Índigo. Pero en esta ocasión sí, es mi última palabra.
Ella bajó la cabeza. Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva.
—Índigo, no es lo que estás pensando —le dijo con voz entrecortada—. Juro por Dios que no es así. Solo quiero protegerte. En cuanto crea que es seguro, quitaré estas restricciones.
Ella asintió y se alejó de él. Jake permaneció allí de pie, observándola. De repente, la voz de Mary Beth sonó en su cabeza. «Si al menos te casases con la pobre Emily. Entonces tal vez te dedicarías a hacer su vida miserable en vez de la mía.» Solo que no se había casado con Emily. Se había casado con una chica medio salvaje que nunca había recibido órdenes de nadie.
Siguiéndola, Jake dijo:
—Terminaré temprano hoy y te acompañaré a casa, ¿de acuerdo? Podremos hablarlo.
Ella le miró al ver que caminaba a su lado. Con una expresión extrañamente vacía en los ojos, preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que cambies de idea?
Jake quería decir que sí. Pero no parecía muy probable. Por muy enfadada que estuviese y por mucho que lo detestase por ello, tenía que pensar, ante todo, en su seguridad.
—No lo creo —contestó—, pero quizá, si lo hablamos, podemos hacer que te sientas mejor con la decisión.
Aquella noche, después de que Jake saliese para ir a hacer una visita a su padre, Índigo fue al pozo en busca de agua. Mientras tiraba el cubo, miró con nostalgia hacia el bosque. Los pájaros cantaban en el jardín de la tía Amy, pero no con tanta serenidad como en el bosque. El viento también soplaba, pero no le hablaba de la misma forma que en el bosque. Tenía que enfrentarse a la posibilidad de no volver nunca más a deambular por sus queridas montañas.
Una prisionera. Se había convertido en una prisionera. Y podía muy bien ser una sentencia perpetua.
Sintiéndose entumecida, se sentó y apoyó la espalda en el pozo, con la vista perdida en el infinito. En el fondo, se preguntaba si su cuerpo no estaría ahora reaccionando a todo lo que había pasado. La pregunta le exigía pensar demasiado y decidió no responder. No le importaba realmente. El entumecimiento le sentaba bien después de toda la confusión de los últimos días.
Tres días. ¿Cómo podía la vida cambiar tanto en tan poco tiempo? Examinó un trozo de hierba que tenía cerca de su pie. Setenta y dos horas atrás, la hierba era igual a como era ahora, varias briznas verdes que brotaban de un sistema enmarañado de raíces. El sol se ponía a la hora precisa, como llevaba haciéndolo desde hacía siglos. La luna salía cuando se hacía de noche. Nada en el mundo había cambiado y, sin embargo, nada era lo mismo.
Trató de reunir los cambios en un todo que tuviese sentido, de manera que pudiese ver dónde estaba y qué era lo que la esperaba. Pero se sentía mareada, como cuando Chase la cogía por las muñecas y daba vueltas con ella en círculos hasta que no podía mantenerse en pie. Se sentía así ahora, como si la tierra y el cielo estuvieran girando y no pudiese encontrar un lugar sólido donde poner los pies.
Todo aquello en lo que había confiado hasta ahora le había sido arrebatado: Lobo, el apoyo de sus padres, el hogar en el que había crecido, la mina y sus montañas. Incluso su nombre había cambiado. Ya no era Índigo Lobo, sino Índigo Rand. Se sentía como una taza de la que alguien había bebido hasta dejarla vacía.
Los insultos de Denver Tompkins retumbaban en su mente. Cerró los ojos, avergonzada. Trató de imaginar la noche que la esperaba, pero su mente se negó a formar ninguna imagen. Lo único que sabía era que hacer el amor con un hombre que consideraba a su mujer una posesión y estaba dispuesto a dejársela a otros hombres debía de ser horrible. Sin embargo, Jake le había dado un respiro la noche anterior, ¿por qué? ¿Estaba Topper en lo cierto? ¿Le había mentido Denver? ¿O es que Jake solo estaba jugando con ella?
El rugido de un puma se elevó en el aire. Índigo levantó la cabeza y escuchó. Era Mellado. Estaba a punto de ponerse a llorar. Irguiendo los hombros, contuvo las lágrimas, cogió el cubo y corrió hacia la casa, vertiendo agua.