Capítulo 7
Horas más tarde, Índigo estaba tumbada despierta en la cama cuando oyó el sonido profundo de la voz de Jake Rand en el salón, hablando con su madre frente al fuego. Tenía una risa bonita, cálida y profunda. Pero al oírla, se sintió atrapada, la misma sensación que había sentido cuando estuvo entre sus brazos, impotente, sin escapatoria. Se puso de lado en la cama, con un miedo que no podía explicar. Era estúpido, casi ridículo. Más allá de su puesto temporal como capataz de la mina, no tenía ningún control sobre ella, y no había ninguna razón para temerle.
El olor de Lobo impregnaba su almohada, y las lágrimas le quemaron las pestañas. Hundió la cara para sofocar un sollozo y agarró con los puños la tela. El aire fresco que entraba por la ventana le tocó la espalda. Lobo nunca volvería a saltar por el alféizar ni entrar en su cama.
Todos esos recuerdos se arremolinaban en su mente, dulces imágenes de Lobo corriendo por la hierba hasta ella, mirándola con sus solemnes y dorados ojos. Nunca volvería a abrazar su cuello ni sentir la aspereza de su lengua en su mejilla. Se había ido. Para siempre.
Todo era culpa de Jake Rand. Desde su llegada, nada había salido bien. Y nada indicaba que fuese a ir mejor, tampoco. Si no hubiese venido, ella no hubiese tenido que detenerse ayer en Geunther Place y Lobo seguiría vivo. Si no hubiese sido por él, su reputación no estaría ahora en boca de todos. Su madre le había dicho ya que los próximos días serían difíciles para ella, con la gente murmurando y haciendo comentarios ofensivos.
Deseó no tener que ir con él a la mina al día siguiente. Deseó no tener que verle de nuevo.
La primera persona a la que vio al día siguiente fue a Jake Rand. Así era como se hacían realidad sus deseos. Acababa de quitarse el camisón y se metía la blusa por la cabeza cuando él pasó por la parte de su altillo, con las botas en la mano. En ese momento, Índigo se cubría los pechos con la gasa de la camisa. Él la vio sentada en el borde de la cama y se dirigió a ella.
Iba despeinado. La camisa abierta mostraba su amplio pecho cubierto de recio vello. Jake se quedó allí de pie un momento y la miró fijamente, como si hubiese perdido el sentido. Sorprendida, tardó en reaccionar. Tenía los ojos de él clavados en el lazo rosa del cuello de su camisa. Con un movimiento apresurado, cogió la manta y se cubrió los pechos.
Él sonrió lentamente, mostrando sus blancos dientes.
—Buenos días.
A juzgar por el brillo cálido de sus ojos, tenía que haber visto más que el lazo.
—¿No podrías dar un golpe o hacer algo para que sepamos que estás despierto?
Él se pasó la mano por el pelo.
—Lo siento. No sabía que estabas despierta, y no quería molestarte.
Ella metió los pies en una grieta que había en las maderas del suelo y deseó que se fuera. Muchos buenos deseos tenía… Él volvió a mirar sus pechos.
—¿Cómo tienes el brazo?
Si hubiese sido una mujer blanca, no se habría atrevido a quedarse allí cuando ella estaba a medio vestir. Índigo apartó la cara. Podía oír a su madre abajo, trajinando con el desayuno. El olor a café recién hecho subía por las escaleras hasta el altillo. Quería que él se fuese lejos… muy, muy lejos. Quizás entonces, ese sentimiento de ahogo desaparecería de su pecho. Con una voz que sonó extrañamente temblorosa, respondió a su pregunta.
—Está bien.
—Deberías ponerte algo de salvia.
Era su brazo. No necesitaba que él le dijese lo que tenía o no que hacer con él. Hizo un ruido inarticulado y le observó mientras bajaba las escaleras de espaldas. Con calcetines, era una forma bastante arriesgada de bajar las escaleras. Su hermano Chase había resbalado así una vez, y había terminado de culo en el suelo. Jake Rand no resbaló, desde luego, pero imaginarlo la animó bastante. Oyó cómo daba los buenos días a su madre. Después sonó la puerta principal al cerrarse. Supuso que habría ido al reservado.
Temblando de frío, cogió sus ropas indias de ante. Al bajar las escaleras, su primer pensamiento fue para Lobo. Por la mañana, él siempre saltaba por la ventana y hacía círculos en el porche, arañando la puerta para que le dejasen entrar antes de que ella bajase las escaleras. Ahora, solo la esperaba el silencio. Sintió una opresión en el pecho. Estuvo un momento allí de pie, escuchando, deseando que su muerte solo hubiese sido un mal sueño.
—El dolor pasará —dijo su madre. Se dio la vuelta desde el fregadero con un cuenco de pasta para el rebozado en un brazo, y le sonrió, comprensiva—. Trata de sacarlo de tu mente. Es más duro si piensas en ello.
Índigo respiró profundamente. Lobo había formado parte de su vida de tal manera que no había pensado nunca en él como algo externo a ella. Había sido como un brazo o una pierna, siempre allí cuando lo necesitaba. Era su protector, un amigo con el que hablar. Y, como si le hubiesen amputado un miembro de su cuerpo, iba siempre a echar de menos su presencia, por mucho que tratara de no pensar en ello.
La puerta del dormitorio de sus padres estaba abierta, y pudo ver a su padre recostado sobre las almohadas. Entró en la habitación para darle los buenos días. En el pasado, su padre siempre había sido capaz de consolarla, y esperaba que siguiera siendo así todavía.
Cazador sonrió y le cogió la mano. Unos dedos fuertes y cálidos se entrelazaron con los suyos. Índigo se sentó en la cama y suspiró de cansancio. Para su sorpresa, su padre no dijo nada. En vez de eso, cerró los ojos, como si absorbiese su presencia y tratase de saborear los sentimientos que la molestaban. A duras penas contenía las lágrimas. Deseaba hundirse en él y llorar, pero esa no era la costumbre de su pueblo.
Guardaron silencio. La necesidad de llorar se fue haciendo cada vez mayor. Parpadeó. En parte, oía los ruidos normales de la mañana y comprendía que la vida seguía su curso, como si nada hubiese pasado.
Entonces, como si su padre le leyera el pensamiento, dijo:
—Así tiene que ser, pequeña. El sol sale y se pone todos los días. La madre luna nos sonríe. El dolor nos hace creer que la tierra se convierte en cielo y el cielo en tierra. Pero cuando el padre sol sale y nos calienta, entendemos que no es así. Es algo bueno, la rutina.
Índigo pensó que tal vez fuera así. Volvió la vista hacia la ventana.
Con la misma voz cariñosa, añadió:
—Las lágrimas también son buenas.
Se volvió para mirarle, sin estar segura de haber oído bien. Él siempre se había opuesto a la debilidad.
—Solo el corazón débil se deshace en lágrimas, padre mío.
Él mantuvo los ojos cerrados.
—Cuando tenemos una herida, la limpiamos para que pueda sanar. Los lugares de nuestro interior que han sido heridos son inalcanzables, por eso los dioses nos dan las lágrimas.
Miró fijamente el rostro fuerte, moreno y bien perfilado de su padre. Observó la cicatriz de duelo que llevaba en la mejilla, perdida ahora entre las líneas pronunciadas de la vida. No podía imaginarse a su padre llorando.
—Pero cuando era pequeña, me regañabas si lloraba.
—Ah, sí. Una hoja se caía de un árbol y llorabas. El viento cambiaba de dirección y llorabas. Te regañaba porque llorar por nada no es bueno. Las lágrimas deben reservarse para las grandes desgracias.
—¿Cuándo has llorado tú, papá?
Él levantó las pestañas. El azul oscuro de sus ojos se clavó en los de ella.
—Mucho tiempo atrás, antes de que tu madre os abrazase a ti y a tu hermano contra su pecho, me abrazó a mí. Lloré por aquellos que había amado y perdido.
—¿No te sentiste avergonzado de llorar?
Le soltó la mano para acariciarle la cabeza.
—No, si el dolor era grande. No hay que avergonzarse de amar, Índigo. Lo único de lo que debemos avergonzarnos es de no sentir nada. Lo que te he enseñado no vale si crees que está mal derramar lágrimas. Tal vez sea porque los dioses nos han bendecido, ¿no crees? No hemos tenido dolor entre estas paredes de madera. Cuando el dolor llegue, te enseñaré a llorar —le acarició el brazo y después se echó hacia atrás en las almohadas—. Lo hago muy bien.
Índigo sonrió con melancolía.
—Creo que yo también puedo hacerlo muy bien.
—Ahora ve y enfréntate al día. El dolor es como una tormenta. Puede golpearte fuerte, pero, con el tiempo, siempre pasa.
Índigo se levantó de la cama. El dolor de la pérdida seguía en su pecho, pero, por extraño que le pareciese, se sentía reconfortada. Otros habían andado este camino antes que ella, y todos habían sobrevivido. Tal y como ella lo haría.
—Gracias, padre.
Cazador la alejó con la mano.
—La verdad no es un regalo, Índigo. No necesita ser agradecida.
Al dejar la habitación, Índigo pensaba que aquello no era cierto. La verdad era uno de los regalos más preciados, y nadie podía compartirlos tan bien como lo hacía su padre.
Cuando entró en la cocina, Jake se disponía a acceder a ella desde la puerta trasera. Tenía el pelo húmedo por la niebla, y el rostro rojo y recién restregado. Índigo supuso que habría encontrado la bomba de agua y se habría echado algo de agua en la cara para despertarse. Llevaba la camisa de lana azul abotonada, que marcaba los músculos de sus hombros. Llevaba las botas puestas.
—Hay un ciervo gigante ahí fuera —dijo Jake, con una sonrisa—. Pensé que iba a perseguirme.
—Eso es normal por aquí —le dijo Loretta—. Somos bastante populares a la hora del desayuno.
Índigo le rodeó y se dirigió a la puerta trasera. Antes de salir, su madre le advirtió.
—Será mejor que no te vayas muy lejos, Índigo. El desayuno estará listo en unos minutos. Cuando vuelvas, ¿podrías traerme tres huevos más del gallinero?
Índigo tiró del pomo de la puerta para abrirla, incómoda al notar que Jake Rand tenía los ojos puestos en ella. Se precipitó escaleras abajo. El aire frío de la mañana azotó sus mejillas mientras corría por el jardín.
Ya en casa, se encontró con una pila de tortitas puestas en el centro de la mesa. Corrió hacia el fregadero y abrió la bomba de agua para lavar los huevos que había traído. Su madre hizo una seña para que Jake se sentara y puso un plato de huevos ante él. Índigo se sentó al otro lado de la mesa, con los ojos aún pegados de sueño y la boca seca. Observó que Jake se había afeitado.
Cuando su madre volvió y le puso un plato bajo la nariz, Índigo se santiguó y bajó la cabeza para susurrar una bendición. Al terminar de rezar, se santiguó otra vez y cogió un tenedor.
—¿Eres católica? —Él la miraba con lo que parecía ser una divertida curiosidad—. Pensé que tenías las creencias de tu padre.
Aunque no tenía apetito, Índigo tragó un bocado de huevos y trató de ignorar el hormigueo que le sobrevenía cada vez que notaba su mirada.
—Los dioses de mi padre y el dios de mi madre caminan juntos.
Él cogió la miel caliente y vertió un generoso chorro sobre sus tortitas untadas de mantequilla.
—La iglesia debe de estar muy llena, entonces.
Enfadada, pidió que le pasase la miel tan pronto como terminase de servirse. Tenía la sensación de que aprovechaba la mínima oportunidad para cuestionar sus convicciones.
—¿No crees en la Santísima Trinidad?
—La mayoría de los cristianos creen en ella, de una manera o de otra.
—Mi madre cree en un dios con tres caras que reina sobre el cielo y la tierra. Mi padre adora a muchos dioses que se hacen uno como una fuerza mística de la naturaleza. Un dios con muchas caras, o muchos dioses con una… ¿Hay alguna diferencia?
Él pareció considerar esto un momento.
—No, supongo que no.
Índigo se esforzó por sonreír, sin tener muy claro por qué se molestaba en explicárselo. La opinión de Jake Rand no le importaba lo más mínimo.
—Me han enseñado a reconocer a dios en todas partes, dentro de la iglesia de mi madre y fuera, en la catedral de mi padre. No me siento confundida, señor Rand, sino afortunada.
Jake le miró a los ojos. Era evidente que podía ver dolor en ellos. Sin embargo, hablaba con voz firme, como si su corazón no estuviese roto. Sin duda, era una chica llena de contradicciones: con una mano se santiguaba y con la otra utilizaba el cuchillo para herirse en honor a un primitivo ritual de duelo. Un dios con muchos rostros. Ella encarnaba dos culturas diferentes, en armonía, por extraño que pareciese. Por un instante, era tan blanca como él y, al siguiente, parecía india pura. La mezcla le fascinaba. Con su sencilla forma de ser, ella había sido capaz de solucionar cuestiones complejas que habían mantenido ocupados a los teólogos durante siglos. Jake recordó la noche que habían pasado en la cabaña de Geunther, el sentimiento místico que le había impregnado. Ninguna otra mujer había conseguido conmoverle ni la mitad de lo que le había conmovido esta chica.
Aunque hiciese por demostrar lo contrario, Jake se dio cuenta de que apenas había tocado el desayuno. Cuando se levantó de la mesa para recoger las sobras del plato, su madre le acercó otro plato con cortezas de cerdo.
—Tal vez esto ayude a Mellado con sus bolas de pelo en el estómago.
Jake buscó en su mente y no pudo recordar a qué animal llamaban Mellado. Observó a Índigo mientras echaba las sobras del plato en el comedero. Tenía una expresión triste.
—Supongo que no tendré que cazar tanto ahora.
—No, supongo que no —contestó con dulzura Loretta.
Jake esperó a que Índigo saliera por la puerta de atrás. Después, preguntó:
—¿Quién es Mellado?
Loretta lo miró sorprendida.
—¿No lo ha visto? —Rio, y sus ojos azules se llenaron de cariño—. Será mejor que tenga cuidado, señor Rand. No verá a una serpiente hasta que le muerda.
—¿Mellado es una serpiente?
Ella soltó una carcajada.
—Dios santo, no. Aunque hay una serpiente de jardín que viene de vez en cuando a tomar el sol en el porche. Si sigue usted por aquí en primavera y se la cruza, será mejor que se aleje de ella. Gracias a Índigo, cree que tiene derecho a quedarse con nosotros. Mellado es un puma.
—Un puma. —Jake miró, incrédulo, hacia la ventana—. ¿Un puma al que su hija da de comer?
Ella volvió a reírse.
—Es un viejo amigo. Con la edad ha perdido los dientes y padece de artritis. No puede cazar bien, por eso Índigo complementa su dieta. Todas las mañanas, se acerca al jardín y espera a que le dé el desayuno.
A Jake se le pusieron los pelos de punta.
—¿No le preocupa que alimente a un puma?
—Índigo no es como las demás muchachas.
Olvidándose del desayuno, Jake se levantó de la silla y se acercó a la ventana. A unos cuantos metros de los árboles, vio a Índigo arrodillada cerca de un gran felino dorado. Además de la escudilla de cortezas y huevos, le daba un pedazo de carne ahumada. Con los músculos marcados bajo la capa de piel, el puma daba círculos junto a ella, de un lado para otro, impaciente mientras ella cortaba el venado en trozos más pequeños.
—Dios mío —susurró Jake—, un zarpazo y la habrá rajado en dos con la garra.
Loretta se unió a él en la ventana.
—Yo también me asustaba mucho al principio. Con los años, me he acostumbrado. Mi hija no levantaba dos palmos del suelo; tenía unos cuatro años, creo, cuando la primera criatura salvaje empezó a seguirla. Era un coyote que había metido la pata delantera en una trampa. Vino corriendo y preguntó a su padre si podía curarlo.
El puma se acercó a Índigo y Jake contuvo la respiración. No podía creerlo: la chica levantó las manos y dejó que el puma le lamiese los dedos.
—Está loca —miró a Loretta—. ¿Qué hizo Cazador?
—¿Qué podía hacer? Salió y fue a curarlo.
—¿Así, sin más?
—Bueno, no. Índigo tuvo primero que tranquilizar al coyote. Tuvo que hablar un buen rato con él para convencerlo de que Cazador era inofensivo.
—¿Hablar con él?
—No puedo explicárselo, señor Rand. Pero confíe en mí. Ella habla con los animales. —Sus ojos le miraron con complicidad—. ¿No lo ha notado cuando le mira?
Jake sintió frío en la espalda.
—¿Notar qué?
—Que tiene un don. Si tiene secretos, guárdelos bien.
Jake recordó la sensación que había tenido el día anterior de que ella le leía el pensamiento. Incómodo, pero fingiendo no estarlo, dijo:
—Me contó que una osa trató de matarla una vez. Su don no funcionó entonces.
—Como pasa con todas las conversaciones, se necesita que ambas partes colaboren.
Jake respiró al oír aquello. A partir de ahora, tendría cuidado de no dejar que Índigo le mirase a los ojos mucho tiempo. La idea no le entusiasmaba. No podía estar de verdad creyéndose ese sinsentido, ¿verdad?
Loretta siguió con sus explicaciones.
—La osa tenía oseznos. Índigo y Lobo se toparon con ellos accidentalmente. El animal se asustó. —Se limpió las manos en el mandil y volvió a la cocina—. Créame, muy pocos animales se vuelven contra ella. Algunas veces, muy de mañana o por las noches, necesito un garrote para llegar al excusado. Me encuentro con mofetas, mapaches, tejones, coyotes y ciervos. Vienen pidiendo ayuda. Los ciervos son los más osados. Se acercan y te golpean el trasero para que les des tortitas. No sería tan raro si viviésemos lejos del pueblo, pero supongo que tampoco se sienten amenazados aquí. Mi hija se entiende con ellos.
Jake observó a Índigo, que volvía a la casa. El puma desapareció entre los árboles.
—¿Por qué se molesta en cazar? Podría coger a los ciervos del porche trasero.
—Dios, no. No puede cazar a los que vienen a casa. No sería justo, ellos confían en ella.
Jake se frotó la barbilla. Esta familia cada día le sorprendía más. Índigo entró en la casa. Una ráfaga de viento fresco entró con ella. Él dio la espalda a la ventana. Recordó lo que había pensado la primera vez que la vio, que había algo salvaje en ella. Había acertado más de lo que imaginaba.
Cuando ella y Jake llegaron a la mina, Índigo comprobó que las cosas iban a ser más difíciles de lo que su madre había temido. A la entrada del túnel, había varios mineros jóvenes de pie, formando un círculo. Al verla, se disolvieron y volvieron al trabajo, pero a Índigo no se le escaparon las miradas acusadoras y las sonrisitas que vio en sus caras. Quería no hacerles caso. La pérdida de Lobo ya le resultaba demasiado dura.
Con la esperanza de sacar fuerzas de la naturaleza, Índigo levantó los ojos hacia los gruesos árboles que cubrían la ladera rocosa de lo alto de la mina. Sin darse la vuelta, absorbió la serenidad que emanaba del bosque a derecha e izquierda. Se sintió en paz. Irguió los hombros, lista para enfrentarse a la parte de humanidad que tenía ante ella.
—Imbéciles —murmuró Jake.
Índigo trató de volver a la realidad.
—¿Cómo dice?
—Nada.
Supo por el sonrojo en el cuello de Jake que las sonrisas de los hombres le enfurecían. Rezó para que no dijese o hiciese algo que pudiera empeorar las cosas. Lo mejor en estos casos era fingir indiferencia. Jake se iría en unas semanas. Pero aquel era su mundo.
Escogiendo su camino entre la maraña de carriles, Índigo se acercó al operador de superficie, el hombre que manejaba todas las vagonetas que salían de la mina. El contenedor estaba lleno, lo que le dio a entender que el carril quedaba libre para perforar y excavar en las galerías occidentales.
—Buenos días, Topper. ¿Cómo va?
Topper escupió y miró a Jake.
—Las cosas irán mejor cuando podamos entrar en las otras galerías. Trabajar solo en una sección es como tratar de vaciar el mar con un dedal. Este es el primer cargamento que he podido sacar con el trasportín.
—Mejor que nada. ¿Ha revisado Shorty las vigas antes de empezar a trabajar?
Topper asintió.
—Siempre lo hace cuando usted llega tarde. Oímos lo de Lobo, señorita. Lo sentimos todos mucho.
Aunque Topper quisiera hacerle creer lo contrario, Índigo dudaba de que todos los empleados compartieran ese sentimiento.
—Gracias, Topper. —Se volvió hacia Jake—. ¿Conoce al señor Rand?
Jake ofreció su mano derecha.
—Creo que hablamos de pasada ayer. Encantado de conocerle.
—¿Es usted el nuevo jefe?
—Solo temporalmente. Sustituiré al señor Lobo hasta que vuelva a ponerse en pie.
Topper volvió a escupir. Uno de los hombres que acababa de irse estalló en carcajadas. Índigo se volvió a tiempo para ver cómo la miraba y le daba un codazo al tipo que tenía al lado. Podía imaginar lo que decían, y la vergüenza se reflejó en sus mejillas. Volvió a centrarse en Topper, decidida a mantener la cabeza bien alta.
Además, ¿qué le importaba a ella lo que pensasen? Su interés en la mina no había tenido nunca nada que ver con los hombres que trabajaban en ella. Podían reírse todo lo que quisiesen, siempre y cuando la obedecieran.
Se apartó a un lado mientras Topper y Jake conversaban. Cuando consideró que era educado moverse, tocó a Jake en el brazo y se volvió hacia el arroyo, donde algunos de los hombres más jóvenes trabajaban la canaleta con el pico y la pala, y otros cargaban las vagonetas. Era mejor enfrentarse a los chismosos de una vez por todas.
Sintió la tensión de Jake cuando se despidió de Topper y se acercó. Era evidente que a él le gustaba tan poco como a ella esa situación. Índigo se aproximó a los trabajadores, sin perder de vista la expresión de sus caras. Tal vez se equivocase, pero le pareció que Denver Tompkins, un rubio escuálido que la había cortejado alguna vez, tenía el honor de ser el más despreciable de todos. Clavó la pala en el suelo y se apoyó sobre el mango, sonriéndole. Ella se fue directamente hacia él.
—Buenos días, Denver.
Él la miró de arriba abajo con sus ojos azules.
—Buenas. —Su sonrisa se hizo más amplia cuando miró a Jake—. Me han dicho que anoche tuvieron una aventura excitante.
—Si llamas aventura a que te disparen… —contestó Jake.
—Tenía que pasar antes o después. A mucha gente no le gustaba ese lobo.
—Eso no da derecho a nadie a dispararle —replicó Jake.
Índigo reprimió las ganas de advertirle con la mirada. Si él perdía los nervios, ella no podría hacer casi nada. Corey Manning llegó hasta ellos y descargó un puñado de grava. Se levantó una nube de polvo. Índigo se echó a un lado y Jake se acercó a la canaleta para revisar los separadores de mineral. Por la postura de sus hombros, Índigo vio que estaba enfadado. Y no podía culparle. Rezó para que no complicase más las cosas.
Denver debió percibir también el malhumor de Jake. Su sonrisa burlona desapareció y se apresuró a sacar la pala del suelo. Al verles juntos, Índigo decidió que, si Denver era listo, se cuidaría mucho de provocar a Jake, que era mucho más alto y fuerte que él.
El otro hombre que estaba en la canaleta de lavado siguió el ejemplo de Denver. Las sonrisas y miradas burlonas desaparecieron de sus caras como marcas de tiza en una pizarra. Índigo se relajó un poco. Jake parecía no darse cuenta. Pero cuando terminó de examinar los separadores, Índigo vio que miraba lenta y deliberadamente a cada uno de los hombres. Había una amenaza velada en sus ojos oscuros.
Se alejaron de allí e Índigo no oyó ninguna otra murmuración. Cuando Jake vio que ella le miraba, le guiñó un ojo.
—El arte sutil de la intimidación —susurró—. Siempre funciona.
¿Sutil? Índigo deseó no tener que ser nunca uno de sus objetivos. Le guio arroyo abajo para mostrarle el molino accionado por mulas que desmenuzaba el mineral. De allí, le llevó a ver dos galerías situadas un poco más arriba de la mina. Después de examinar las poleas de las dos cuevas, Jake se puso las manos en las caderas y se quedó mirando el tobogán de agua, que era lo que la hacía fluir por las canaletas.
El viento revolvió su pelo negro y cubrió con él su bronceada frente. La miraba de una forma que parecía que iba a adivinar sus pensamientos. Sintió una punzada en el estómago y se preguntó por qué le afectaban tanto sus miradas.
—Siento mucho todo esto —dijo él con dulzura.
Ella miró en dirección a las canaletas. Denver estaba observándoles. Sonrió.
—No es culpa tuya.
—No —admitió él—. Pero tú tampoco has hecho nada para merecerlo. Desearía…
Al ver que callaba, Índigo le miró con atención, sorprendida al notar un tono de emoción en su voz. Sus ojos se encontraron. ¿Qué era lo que deseaba? Al mirarle, el resentimiento que había sentido por él desde el día anterior se esfumó. No era culpa suya. Nada de lo que pasaba lo era. Sencillamente, su llegada había coincidido con sucesos sobre los que no tenía ningún control, y ella estaba siendo injusta con él por culparle.
—No se sienta mal, señor Rand. No tiene importancia.
—Me temo que sí la tiene.
Índigo respiró con profundidad.
—Si yo fuera otra persona, estaría en lo cierto. Pero no lo soy, y, a pesar de lo que usted crea, no me importa lo que opinen los demás de mí. Siempre y cuando hagan su trabajo, pueden pensar lo que quieran.
No le había convencido. Él buscó su mirada y su intensidad hizo que se sintiera vulnerable. Después ella le dio la espalda para marcharse.
—Jake —dijo él a sus espaldas.
Índigo se detuvo y se volvió para mirarle.
—¿Cómo dice?
—Jake… me gustaría que me llamaras Jake.
Ella recordó la conversación del día anterior, sus bromas, su risa, ese sentimiento de camaradería que había empezado a surgir entre ellos. Unos minutos después, Lobo había muerto. El recuerdo cruzó por su mente como un rayo, duro y claro, y vio franjas de color escarlata.
—Jake, entonces —se oyó contestar a sí misma—. Si quieres, puedo llevarte a visitar el almacén de explosivos. Y me gustaría que conocieses a Stringbean y a Shorty. Cuando volvamos a casa, te enseñaré los libros. Todos los suministros los compramos en Jacksonville.
A mediodía, Índigo sintió que el día pasaba ante sus ojos como en una nube borrosa. Tenía un vago recuerdo de la visita que había hecho a la mina con Jake, de haberse sentado a la mesa con él después de comer y haberle mostrado el papeleo, pero nada de eso parecía real. Solo había una cosa que parecía real, y era ese horrible sentimiento de vacío. Estaba tan acostumbrada a la presencia de Lobo, que había bajado la mano varias veces para acariciarle la cabeza, para darse cuenta de que no estaba allí. Más de una vez, tuvo cuidado de dónde pisaba, convencida de tenerlo a los pies. Conforme fueron pasando las horas, el dolor interior creció hasta hacerse insoportable.
Cuando su madre le pidió que fuera a la tienda de abastos a por comida, celebró la oportunidad de salir de casa. Jake había salido solo unos minutos antes. Como no había dicho nada de volver a la mina, sabía que le aguardaba una tarde bastante aburrida. No estaba acostumbrada a pasar mucho tiempo en casa, y siempre deseaba salir a tomar el aire y hacer un poco de ejercicio.
El camino hasta la tienda se le hizo corto. Ni siquiera la mirada inquisitiva de los vecinos al pasar ante las tiendas pudo evitar que disfrutara de la brisa. Ya en la puerta del establecimiento, se detuvo un momento ante un saco de patatas que acababa de llegar. Decidió que era mejor ahorrarse el dinero. Su madre tenía aún patatas en la talega, si no le fallaba la memoria, y, en sus circunstancias económicas, había que pensarlo bien antes de gastar cada penique.
Al entrar en la tienda, necesitó un tiempo para habituarse a la oscuridad. Elmira Jones, la mujer del propietario, salió de entre las sombras y dijo:
—Hola. Me alegro mucho de verte, Índigo. ¿Cómo estás?
Índigo se acercó al mostrador. Como siempre, Elmira iba muy arreglada, con un corsé tan apretado que Índigo se preguntó cómo haría para respirar. Su vestido, demasiado elegante para la tienda, era una creación de tafetán azul con capas plisadas y una sobrefalda de algodón a rayas azules y blancas adornada con un fleco de seda blanco.
—Yo también me alegro de verte —contestó Índigo entregándole la lista de la compra—. ¿Vestido nuevo?
—¿Te gusta? Me lo ha mandado mi tía Mary. Hecho en Nueva York, ¿sabes? La última moda. Es un vestido de los que quitan el hipo.
«¿De los que quitan el hipo? —pensó, Índigo—. El hipo, la respiración y las ganas de moverse.» Índigo trató de sonreír.
—Es precioso.
Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Al darse la vuelta, vio que Jake Rand estaba de pie junto al estante de guantes. Él la miró por encima del hombro en ese mismo instante, y sus ojos se encontraron. En los de él había una expresión divertida. Sin duda, coincidían en lo inapropiado que era el vestido de Elmira en una tienda como aquella.
En aquella habitación, la altura de Jake era aún más patente. Índigo lo comparó con el estante superior que tenía al lado y vio que era un estante y medio más alto que Elmira, y que el ancho de sus hombros tapaba la mitad de un estante. Su postura, aunque relajada, era puramente masculina: brazos musculosos caídos a ambos lados del cuerpo, ligeramente doblados, y las piernas abiertas. Los pantalones vaqueros se ajustaban a sus largas piernas. El cinturón le caía sobre las caderas. Sin pretenderlo, su postura era imponente.
Elmira movía las manos mientras caminaba entre los estantes en busca de los artículos de la lista. Índigo se preguntó dónde estaría su marido Sam. Desde su precipitada boda el pasado otoño, no había dejado a Elmira sola en la tienda ni una vez.
—¿No tendrá usted una talla más de estos guantes? —preguntó Jake.
Le dio un par de guantes de piel gruesa. Índigo aplaudió su previsión. Si había trabajado en la oficina hasta ahora, debía protegerse las manos si no quería tener ampollas. Elmira frunció el ceño y se mordió el labio.
—Estoy segura de que Sam tiene otros que no ha expuesto todavía, pero siento decirle que no recuerdo dónde están.
Jake eligió otro par.
—No pasa nada. Estos me irán bien.
Mientras hablaba, Doreen Shipley y Adelle Love, ambas esposas de comerciantes de la zona, entraron en la tienda. Irrumpieron juntas las dos, formando una estampa formidable: las dos encorsetadas con sus vestidos de seda y rodeadas de más volantes y adornos de los que sus talles podían admitir.
Al ver a Jake e Índigo, levantaron la nariz. Lo hicieron de manera tan exagerada que Índigo se preguntó si no habrían entrado solo para poder despreciarlos. Años atrás, la tía de Índigo, Amy, había escandalizado al pueblo admitiendo públicamente que tenía un amante, Antílope Veloz, para salvarlo de la horca. Adelle y Doreen, que no tenían nada mejor que hacer, aún cotilleaban sobre aquello. Ahora tenían carne fresca para desmenuzar.
La señora Shipley se tapó la boca con la mano y dijo a su amiga:
—¿Es que no tienen vergüenza? Porque yo, si fuera ella, no pondría un pie en la calle de pura vergüenza.
Elmira, que también había sido víctima de esta pareja el otoño pasado tras su malograda merienda con Sam, entornó los ojos.
—¿Qué desean, señoras?
Adelle Love levantó la nariz.
—No estoy segura. Pensábamos que un establecimiento como este solo atendía a gente decente.
A Índigo le subió el rubor por el cuello. Elmira sonrió.
—Están en lo cierto. Así que será mejor que se vayan.
Con una mirada de incredulidad, la señora Shipley jadeó y contuvo el aliento, apretando el cuerpo de tal manera que faltó muy poco para que se le saltaran los botones del corpiño.
—¡Ahhh! —gritó—. Está bien… Veremos qué tiene que decir Samuel a esto. Como sabrá, gasto gran cantidad de dinero en esta tienda.
Elmira volvió a sonreír.
—¿Ah, sí? No me he dado cuenta. —Puso una lata de pimientos en el mostrador—. Pero no se preocupe, Jacksonville está solo a diecisiete kilómetros.
El rostro de la señora Love enrojeció como el carmesí.
—¿Está usted sugiriendo que no somos bienvenidas en su establecimiento?
Elmira miró a Índigo.
—¿No lo he dicho bien claro?
—¡No tenemos que soportar esto! —gritó la señora Shipley.
—¡Desde luego que no!
En un ataque de rabia, las dos mujeres salieron tan rápido como habían entrado. La tienda se quedó en silencio. Índigo no se atrevía a mirar a Jake.
Elmira dejó caer un saco de judías en el mostrador.
—No les hagas caso, Índigo. —Cogió una lata de levadura y lo puso junto a las judías—. Esas viejas brujas viven para ensañarse con la gente. No pienses que todos en el pueblo pensamos como ellas, porque no es así.
—Espero que Samuel no se enfade cuando se entere —se aventuró a decir Índigo.
Elmira sacó el libro de cuentas de debajo del mostrador e hizo rápidamente una lista con las cosas que Índigo se llevaba.
—Si Samuel hubiese estado aquí, les habría dado una patada en el culo para ayudarlas a salir. Son dos víboras, y todos en el pueblo lo saben. Si no hubiese sido por gente como ellas, Samuel y yo… —Hizo una pausa y movió la mano—. Bah, eso es agua pasada. Pero que sepas que se lo tenían merecido.
Sin querer encontrarse con la mirada de Jake, Índigo cogió sus compras.
—Aprecio mucho que me hayas defendido. Gracias, Elmira. —Con una sonrisa forzada, añadió—: Será mejor que me vaya antes de que pierdas más clientes.
—Mantendremos los que de verdad cuentan.
Jake vio salir a Índigo y se quedó parado en el mismo sitio durante un momento. Primero los hombres de la mina, y ahora las mujeres del pueblo. ¿Quién sería el próximo en despreciarla?
—Supongo que la noticia habrá llegado también a Jacksonville —murmuró.
Elmira tendió la mano para coger los guantes y ver la etiqueta con el precio.
—Sin duda. Ayer por la mañana enviamos un cargamento de mercancías allí. Harry, el conductor, siempre se entera de las últimas noticias en la cantina. Estoy segura de que le ha faltado tiempo para ir a contar el chisme.
Jake apretó los dientes. Cuando algo como esto ocurría en Portland, un caballero zanjaba el asunto tan pronto como fuera posible. Por muy tolerantes que fuesen los Lobo, estaba seguro de que las costumbres eran las mismas para todos.
Sin embargo, saber lo que tenía que hacer y hacerlo eran dos cosas diferentes. ¿Casarse? El pensamiento le dejó sin aire. Estaba seguro de que Emily se recuperaría bastante rápido si rompía su compromiso con ella. Probablemente, encontraría otro novio en menos de un año. Porque lo suyo no era verdadero amor. Más difícil le parecía conseguir que el matrimonio con Índigo funcionase. La joven pertenecía a este sitio, Tierra de Lobos, donde el viento jugaba con su hermoso cabello y el sol besaba su piel. Antes o después, él tendría que volver a Portland. Su familia estaba allí, sus obligaciones, su casa. Índigo se marchitaría y moriría de pena si la llevaba a la ciudad.
Mientras metía la mano en el bolsillo en busca de dinero, Jake sonrió para sí, recordando la primera noche en la montaña, cuando había sostenido a Índigo en sus brazos. Tenía que admitir que la idea de casarse con ella no le desagradaba del todo. Esa mujer le atraía de una forma que no podía definir. Casi podía saborear la dulzura de sus labios rosados, la suavidad de su piel. Un hombre podía sufrir destinos mucho peores.
Dejando a un lado sus pensamientos, Jake pagó los guantes y salió de la tienda. Tenía que ser práctico. Solo un necio dejaría que sus deseos tuvieran más fuerza que su razón.