Capítulo 25
La noche se cernía sobre Jake. Gruñó y trató de incorporarse, llamado por una voz distante, la de Jeremy. Trató de localizar la dirección desde la que venía y moverse hacia allí. La luz de la luna se le clavaba en los ojos. Sentía una explosión de dolor en la parte trasera de la cabeza.
—Jake, por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? ¿Dónde está Índigo?
—Índigo. —El pánico en la voz de su hermano le devolvió a la realidad con un sobresalto—. Dios mío, ¿qué es lo que me ha golpeado?
Con el brazo medio paralizado, tomó impulso para sentarse y parpadeó para aclarar la vista. Hacia el este vio ribetes en el cielo negro surcado de franjas rosáceas tras las sombrías cumbres de las montañas. ¿Amanecer? Sacudió la cabeza. ¿Cuánto tiempo había estado…?
Miró a su alrededor y vio el cuchillo de Índigo tirado en el suelo. El miedo le recorrió la columna.
—¿Índigo? ¿No está aquí? —Miró a Jeremy con ojos llorosos—. ¿Qué demonios ha pasado? Estábamos… —Se detuvo, tratando de hacer memoria. Lo único que recordaba con claridad era la dulce cara de Índigo inclinada hacia atrás, con los labios separados por un jadeante placer. Luego, una repentina negrura. Jake se puso en pie—. Dios mío, ¿dónde está?
Jake se tambaleó hacia los lados antes de recuperar el equilibrio. Tenía ganas de vomitar. Apuntaló los brazos en las rodillas y respiró con fuerza varias veces. Entretanto, Jeremy observaba la tierra.
—Dos hombres a pie —dijo con tono grave. Se enderezó y miró hacia Shallows Creek—. Se llevaron a Índigo.
Jake entornó los ojos sobreponiéndose al dolor y miró hacia la negrura del bosque. Su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí? ¿Dos horas, quizá tres? Había recogido a Índigo sobre las tres y veinte. Tenían que ser casi las seis.
Jeremy se volvió hacia él.
—Tenemos que esperar a que se haga de día. No podemos ver a un palmo de distancia en medio de esta oscuridad.
Jake volvió a tambalearse.
—Podemos intentar seguirles la pista a caballo con faroles. —Miró un trozo de madera que había cerca y se llevó la mano hacia la débil punzada que sentía en la parte de atrás del cráneo—. Hijo de perra. La he mantenido lejos de allí, tratando de protegerla, y aun así le ha pasado algo.
—No podemos seguirle la pista a nadie con estos faroles, Jake —respondió Jeremy—. Será de día en menos de una hora. Vamos a esperar a ver qué diablos hacemos.
Jake se encaminó hacia el establo.
—Tú haz lo que quieras. Es mi mujer la que está por ahí en alguna parte.
Una vez en el establo, Jeremy aceptó la situación y ayudó a Jake a ensillar los caballos. Jake acababa de sacar a Buck cuando escuchó un sonido que le produjo escalofríos. Se quedó paralizado y ladeó la cabeza, escuchando la llamada desolada de un lobo elevándose misteriosamente en un triste crescendo que venía de la oscuridad. No podía creer lo que estaba oyendo. Lobo. No había oído jamás aullar a un lobo, pero el sonido era inconfundible. No era un coyote. Había oído esos aullidos muchas veces por Tierra de Lobos, y había una clara diferencia en los alaridos.
—¿Crees que será Sonny?
Jake se sacudió la mente con ímpetu. Miró alrededor buscando al cachorro, hasta ahora no lo había echado en falta. Evidentemente, había seguido a Índigo.
—Sonny es demasiado joven para aullar así —dijo con voz quebrada.
Jake se volvió para mirar hacia la oscuridad, tratando de ubicar la llamada. Había olvidado el dolor de su cabeza. El aullido se repitió, largo y desolador. Le sobrevino otro escalofrío. Era el aullido mortal de Lobo… exactamente así. El grito estaba grabado en su memoria, una melodía sobrenatural que no olvidaría jamás. Cuando el grito se extinguió, susurró:
—Jeremy, ese es Lobo.
—Creí que a Lobo le habían disparado.
Jake miró la silueta negra de la montaña e hizo un esfuerzo por hablar.
—Le dispararon. Está… muerto.
Jeremy se apoyó en su caballo y observó a la oscuridad.
—Ese golpe te ha afectado bien.
El aullido volvió a elevarse. Jake le hizo señas a Jeremy para que se callase. Después empezó a andar hacia él.
—Está en la mina —dijo tembloroso—. Ese es Lobo, Jeremy. Reconocería su llamada en cualquier parte.
—¿Has perdido la cabeza? —Jeremy rio en voz baja—. ¿En qué diablos estás pensando, Jake? ¿Y adónde crees que vas?
Jake rodeó a Buck, se colocó a su izquierda y saltó a la silla.
—Voy a la mina. ¿Tú qué crees? Ese es Lobo, te lo aseguro.
Jeremy se levantó para subir a su caballo. Lo condujo hasta ponerse a la altura de Jake.
—Estás loco. ¿Podrías pararte a escuchar algo razonable?
Jake siguió avanzando.
—Tu mujer está ahí en los bosques, en algún sitio —gritó Jeremy—. ¿Y qué haces tú? En lugar de seguirle la pista, ¿te vas detrás de unos aullidos de lobo? Maldita sea, Jake. No estás pensando con claridad. Debe de ser el golpe en la cabeza. ¡Escúchame, maldita sea!
Jake estaba escuchando otro aullido. No podía explicárselo a Jeremy. No podía ordenar sus sentimientos y darles sentido ni siquiera para sí mismo. Lo único que sabía es que era irracional, algo que surgía de su interior, y que le decía que el aullido era de Lobo. Lo creía con tanta fuerza que se atrevía a poner en juego la vida de Índigo.
El aire helado y húmedo iba disminuyendo. Los ojos de Índigo ardían de tanto mirar la oscuridad. Estremeciéndose, tomó un poco de aire, y terminó la última frase de su canto fúnebre:
—Nei, Indigo, habbe we-ich-ket. Yo, Índigo, busco la muerte.
Silencio. Solo oía el ruido de su respiración. Pronto no tendría aire suficiente para entonar las canciones de su padre ni pronunciar los rezos de su madre, y se moriría ahogada en el horrible silencio. Trató de combatir el pánico.
—¡Jaaake! —gritó, horrorizada—. ¡Jake!
Su nombre resonó en torno a ella, luego se extinguió. Sabía que removería cielo y tierra para salvarla. Confianza. Confianza absoluta. Había tardado mucho en llegar.
Jake… Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y sollozó. Enfrentada a la muerte y cegada por la oscuridad, finalmente podía ver con claridad. Las diferencias entre sus dos mundos no eran tan enormes. Ahora, todas las cosas que había temido eran como una promesa del cielo. Irse con Jake a un mundo más allá de las montañas. Ah, sí… Si tuviese esa oportunidad. Con él a su lado, ¿qué podía temer?
Lo vio arrodillado ante ella, su pelo negro-azulado bajo la luz de la luna, inclinado para besarla. Esta última semana, había estado molesta todo el tiempo porque le había prohibido acercarse a las minas. Había temido su arrogante negativa como un preludio de lo que iba a venir después, tal vez la prohibición de hacer otras cosas igualmente importantes. Había temido que le hiciese la vida miserable. Le habían ofendido sus caricias, por cómo le hacían desearle. ¿Y por qué? Porque evidenciaba el control que ejercía sobre ella. Incluso sintiendo su amor, había tenido miedo a convertirse en la propiedad de un hombre blanco.
La propiedad de Jake. Aquí en la oscuridad, Índigo podía dejar salir ese miedo y examinarlo. ¿La posesión de Jake, su esclava, su india? Ah, sí… Sería eso para siempre, si tuviese la oportunidad.
¿Estaba vivo al menos? Rezó porque lo estuviese, y luego rogó a Dios que encontrase una manera de salvarla a ella también. Solo pedía una oportunidad más para arreglar las cosas entre ellos. Aunque Jake la recluyese en el hogar para criar a sus hijos. ¿Sería ese un destino tan horrible? Era bueno, amable y atento en todos los sentidos. Incluso si la sacaba de Tierra de Lobos y la llevaba a un mundo hostil, al menos estaría con él. De todas formas, él era lo único que necesitaba en el mundo…
Era ya pleno día cuando Jake detuvo a Buck junto a la entrada de la mina. Bajó despacio de la silla y miró las colinas circundantes buscando un espectro negro y plateado. Lobo. Su garganta se tensó mientras avanzaba hacia el enorme agujero negro del túnel. Jeremy llegó hasta arriba y saltó del caballo.
—Bueno, ya estamos aquí, y aquí no hay ningún maldito lobo —dijo—. ¿Podemos volver a bajar y seguir las huellas?
—Cállate, Jeremy. Vuelve tú si quieres, pero, si te quedas conmigo, cierra la maldita boca.
Jake se agachó para coger el farol. Lo encendió rápidamente y lo levantó, caminando hacia la inquietante entrada negra. Estaba aterrorizado. En parte esperaba encontrar a Índigo muerta en el suelo. En lugar de eso, vio unos ojos brillantes y dorados. Su pulso se aceleró. Luego resonó un aullido agudo.
—Sonny —dijo con una risa temblorosa—. Hola, amigo.
Claramente asustado, Jeremy rio también, con un sonido agudo y agitado.
—Bueno, esto explica el aullido de lobo. Dentro del túnel, el eco hacía que sonase más fuerte de lo normal.
A Jake ya no le importaba quién había aullado.
—Jeremy, si Sonny está aquí, seguro que Índigo también.
Sin esperar la respuesta de su hermano, Jake levantó el farol y se precipitó hacia el interior de la mina. El frío era mortal.
Vagar… vagar en la oscuridad. Índigo trataba de combatir ese sentimiento, pero era tan cómodo sucumbir a él, sentirse fuera del cuerpo helado. Las palabras se mezclaban en su cabeza. Los rezos de su madre, los cantos de su padre. Una pesada modorra se había apoderado de ella. Sus pulmones doloridos tomaban aire superficialmente, con ritmo rápido y frenético.
—Padre nuestro… bendito sea el fruto de tu vientre… Me arrepiento de todo corazón…
Los rezos calmaban sus labios; era su único alivio, su única arma para combatir el pánico. Índigo Rand. Rand, Rand, Rand. Cerró los ojos. Los tenía llenos de lágrimas. Tenía tanto miedo. No quería morir sola, como una brizna insignificante en medio de la oscuridad absoluta. Una brizna que se iba haciendo cada vez más pequeña. Una pequeña brizna que giraba. Visualizó la cara de Jake. En su mente dispersa, parecía tan real, tan cercana. Lo imaginó cerrando los brazos en torno a ella, fuertes y cálidos…
Y entonces, vio a Lobo. Su boca húmeda le tocaba la mejilla. Ay, sí, Lobo, su buen amigo. Emitió un aullido bajo y afligido que se elevó en torno a ella para precipitarse en forma de eco. No estaba sola, después de todo.
—Lobo —susurró.
Él gimió y le lamió la cara de nuevo. Luego se tumbó a su lado. Tan real, era todo tan real. Índigo quería liberar sus brazos para poder abrazar su ancho cuello peludo, como lo había hecho en vida. En lugar de eso, se conformó con apretar la mejilla contra su pelaje. Suficiente para sentir algo de calor. Las lágrimas cayeron por su collar.
Lobo…
—Ah, Dios mío, no… —Jake se quedó paralizado mirando hacia la parte derrumbada de la galería, con el corazón helado. De entre los escombros, asomaban dos cuerdas. Lo miró y supo lo que había pasado. Posó el farol, sin poder contener el pánico—. Dios, Jeremy, está ahí dentro.
Jeremy se puso detrás de él.
—Eso no lo sabes, Jake. Por favor, mantén la calma.
Justo después de que Jeremy hablase, Sonny adelantó a Jake y empezó a arañar desesperadamente el muro de tierra. Jake maldijo y empezó a tirar piedras.
—¡Brandon Marshall! ¡Hijo de puta! Era él desde el principio. Tenía que haberla vigilado a cada segundo. ¡Ese bastardo la ha enterrado aquí!
Jeremy agarró el brazo de Jake.
—Necesitamos palas, Jake; por el amor de Dios, contrólate. No puedes sacarla de ahí con las manos.
Jake se soltó y se puso a hacer exactamente eso. Cavaba en la tierra como un salvaje, maldiciendo, rezando, sollozando.
—Quizás esté…
Jake se dio la vuelta.
—¡Ve a buscar una maldita pala!
Jeremy dio un paso atrás, asustado por la mirada demente que vio en los ojos de su hermano.
Cuatro horas más tarde, Jake cavó la última barrera de tierra con las manos sangrientas. La brecha que habían abierto él y Jeremy era estrecha, y un movimiento brusco podía provocar el derrumbe. Jake se arrodilló y miró hacia el foso de negrura que había ante él, más aterrorizado de lo que había estado nunca en su vida.
—¿Índigo?
Solo le respondió el silencio. Le lanzó a Jeremy una mirada torturada.
—Voy a entrar.
Jeremy le agarró el brazo.
Ambos sabían que Jake podía quedar fácilmente enterrado si la tierra se movía. Jeremy nunca podría sacarlo a tiempo. Sus miradas se encontraron. Por una vez, no eran necesarias las palabras. Algunas emociones no podían expresarse, e incluso Jeremy se había quedado mudo.
Jake se volvió hacia la brecha y empezó a atravesarla cuidadosamente. En este momento tenía tanto miedo que ya no sentía. La muerte no suponía una amenaza. Vivir sin Índigo era lo que le aterrorizaba.
Un horrible sofoco golpeó la cara de Jake cuando llegó al otro lado del la improvisada entrada. Cayó en una negrura sin fondo. Sus pulmones luchaban por encontrar algo de oxígeno. Entonces supo… lo supo, pero no pudo desechar un último atisbo de esperanza.
Tanteando en medio de la oscuridad, consiguió encontrarla. Tan pequeña y fría. Aire, tenía que sacarla al aire. Se arrastró con ella hacia la brecha de luz tenue. Cuando la alcanzó, llamó a Jeremy.
—La tengo, Jer. La tengo. Te la voy a pasar. Cógela por los hombros y tira de ella hacia fuera.
Delicadamente, ah, muy delicadamente, la empujó hacia la luz. Jeremy se agachó para cogerla por los hombros. Desde ese momento, Jake solo podía mirar y rezar para que Jeremy la sacase antes de que la tierra se derrumbase. A la luz. Seguro que Dios se lo concedería. Si no por Jake, por Índigo, una muchacha hecha de rayos de luna y cantos de viento. No pertenecía a la oscuridad.
Cuando Jeremy consiguió sacarla, Jake estuvo a punto de llorar de alivio. A salvo, estaba a salvo. Esforzándose por llenar los pulmones del aire que se colaba por la abertura, Jake resistió el mareo que le causaba la falta de oxígeno. Luego empezó a cruzar él, primero una mano y después otra, un pie detrás de otro. Hacia la luz, y hacia Índigo. Cuando acabó de reptar, se alejó de allí sorteando la lluvia de tierra que se derrumbaba. Un instante después, el túnel que él y Jeremy habían cavado en la tierra se cerraba a sus espaldas. Fue un milagro que los dos consiguieran salir a tiempo. Un milagro. Dios le había concedido otro milagro.
Jake temblaba de arriba abajo, poseído de una trémula felicidad. Se volvió y vio a Jeremy de pie, entre él y la acurrucada forma de su esposa. Por la postura que tenía Jeremy, con las piernas completamente separadas, Jake lo supo. Pero su mente no podía aceptarlo.
—Jake. —La voz de Jeremy tembló, y sus ojos le miraron con una expresión fatal—. Ay, Dios; Jake, lo siento.
Jake sintió un escalofrío. Se quedó parado un momento, mirando el rostro afligido de su hermano. Luego desplazó la vista hacia el cuerpo inerte que había detrás.
—No… —pronunció con rechazo—. No…
Con las manos magulladas, temblorosas, le tocó la mejilla, luego el cuello, recorriendo la carne fría, sin vida, en busca de pulso.
—Jake, no respira —susurró Jeremy—. Sé que lo ves.
No respira. Tumbándola sobre sus muslos, Jake le cogió la cara entre las manos ensangrentadas y le rozó los labios con los suyos. La haría respirar, maldita sea. Tragó aire y lo expulsó con dificultad desde sus pulmones hasta la boca de ella. Rebotó en el fondo de la garganta. Le inclinó la cabeza hacia atrás y le separó los dientes.
—Respira, Índigo. ¿Me oyes? ¡Respira, maldita sea!
Volvió a bombear aliento en su cuerpo. Una vez. Y otra.
—Jake, por el amor de Dios. —Jeremy se alejó ahogando un grito—. Contente, por favor.
Jake se levantó a por aire y le lanzó a su hermano una mirada salvaje.
—¡Reza, maldita sea! ¡No te quedes ahí sin hacer nada! ¡Reza! —Volviéndose hacia Índigo, le apretó desesperadamente la cara entre las manos—. Respira, Índigo. ¿Me oyes? ¡Respira, maldita sea! Has hecho todas las otras cosas que te he pedido. Te pido que respires. ¿Me oyes? Soy tu esposo, y te digo que respires.
Al ver que no respondía, se echó a llorar.
—Te quiero. No puedes morirte. ¡No te doy permiso para morir, maldita sea!
Varios minutos después, Jake seguía insuflándole aliento. Sabía que no era suficiente. En el fondo, sabía que no era suficiente. Quería darle su corazón latiente. Quería derramar el pulso de su sangre en ella. Quería darle su calor. Hubiese muerto en su lugar sin pensárselo dos veces, le hubiese entregado su vida. Pero las cosas no eran así. Y darle aliento no bastaba.
En medio de la oscuridad, había un pequeño túnel de luz. Alguien le hablaba desde allí. La voz era sonora, cálida y hermosa, aunque extrañamente triste. Las palabras fluían hacia ella, a veces eran poco más que susurros, otras veces eran profundas y sonoras, repitiéndose en ecos.
«Te quiero», decía la voz. Las palabras la envolvían, cálidas y dulces. «Creo que nunca te he dicho cuánto.» Sentía unas manos cálidas sobre ella. Unos brazos poderosos la abrazaban con fuerza. Un sollozo entrecortado la sacudió. Era arrastrada hacia la luz. Le hablaba de la luna llena y de Lobo, de margaritas amarillas y blancas, de cantos en el viento, de criaturas salvajes que comían de sus manos. Sonaba de maravilla, como el cielo. «Sé que ahí es donde estás. Lejos, en alguna parte, flotando sobre rayos de luna.»
Índigo frunció el ceño y trató de abrir los párpados. No estaba en un campo de margaritas. Sintió frío, un frío terrible. Jake… Trataba de llegar a él. Estaba llorando. No con lágrimas silenciosas, sino con enormes y desgarrados sollozos que le sacudían todo el cuerpo. Tenía que tranquilizarlo. Pero no lo encontraba. Estaba cerca, muy cerca, en algún sitio en medio de la oscuridad. Se dirigió hacia la luz. Sí, ahí es donde estaba, más allá de su alcance, en el túnel de luz.
De repente, le oyó gritar.
—Está viva. Jeremy, maldita sea, ¡entra! Está viva.
La voz saltaba alrededor de ella. Se acercó a la luz. Deslumbrantemente cegadora. Tembló y trató de mover la cabeza para que no le hiriese los ojos.
—Índigo… ¿cariño? Índigo…
El mundo empezó a girar. Unos brazos la levantaron. Alguien la transportaba. Índigo trató desesperadamente de ir en dirección a la luz, pero, en lugar de eso, volvía a girar de nuevo hacia la oscuridad.
Al abrir los ojos, lo primero que Índigo vio fue el demacrado rostro de Jake. Parpadeó y fijó la vista, perpleja porque se encontraba a salvo en casa, en la cama, con la luz de la luna entrando por la ventana. Jake estaba sentado en una silla de la cocina cerca de la cama, con los codos apoyados en el colchón, con una de sus manos entre las suyas.
—Bienvenida —dijo con voz grave. Después de besarle cada yema de los dedos, sonrió—. Qué vaga eres, durmiendo todo el día y la mitad de la noche.
Índigo tocó su mejilla poblada.
—He tenido sueños extrañísimos —susurró con la voz quebrada—. Terribles. ¿He estado enferma?
Tomó aire entrecortadamente.
—Casi te pierdo.
Ella le pasó la punta del dedo por debajo del ojo.
—Soñé que estabas llorando —susurró y esbozó una sonrisa temblorosa—. Es todo un lío. Brandon Marshall y Denver… —Cerró los ojos—. Y Lobo vino a mí. Creí que me estaba muriendo, y él venía a entonar mi canto fúnebre. Parecía tan real…
Lentamente, para que ella pudiese absorberlo, Jake le contó lo que había pasado:
—Brandon y Denver están en la cárcel de Jacksonville. Marshal Hilton y el sheriff de Jacksonville los detuvieron esta tarde. Brandon ha confesado todo. Dice que conoció a Hank Sample en la taberna de Jacksonville hace unos meses. Sample necesitaba que le hiciesen un trabajo de tipo confidencial, y Brandon estaba interesado. Cuando descubrió que el objetivo era la mina de tu padre, vio la forma de vengarse de ti y recibir un buen dinero al mismo tiempo.
—De tu padre —dijo con tristeza—. ¿Qué le va a pasar ahora, Jake? ¿A tu padre, digo?
Él inclinó la cabeza para besarle las manos de nuevo.
—Índigo, hoy he ido al infierno y he vuelto, por culpa de mi padre y del horrible daño que ha hecho Brandon Marshall. No respirabas cuando te saqué de ahí. Creímos que estabas muerta. —Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras la miraba, y se encogió de hombros—. Supongo que parece una locura, pero creo que igual lo estabas y que…
Su voz se quebró, y miró por la ventana un momento antes de seguir. Al final sacudió la cabeza.
—Todo eso ya no importa. Lo que cuenta es que salí de la mina contigo viva en los brazos, y no hay espacio dentro de mí para mi padre. No hay amor, no hay odio, solo un sentimiento de vacío. Jeremy y yo hemos acordado que la ley decidirá su destino.
Su mirada le reveló a Índigo que lo decía de verdad. Nunca lo había visto tan exhausto. Aunque también parecía encontrarse extrañamente en paz. Triste, pero en paz.
—Siempre será tu padre —dijo con suavidad.
Torció el gesto.
—El hombre que me engendró, pero nunca un padre. He ahí la diferencia. Mi único consuelo es que no creo que desease hacerle daño a nadie. Su error fue dejarse guiar por la codicia y contratar a un loco como Marshall para que hiciese el trabajo en su lugar. —Clavó en ella una mirada decidida—. Pero son errores suyos, no míos. Yo ya no voy a pagar más por lo que haga él. —Le apretó la mano con más fuerza—. Hoy por poco pago el precio definitivo. Creo que a partir de ahora tendrá que expiar sus propios pecados.
—No estoy muerta, Jake. Estoy aquí, hablando contigo.
Asintió, claramente incapaz de hablar. A la luz de la luna, vio las lágrimas que discurrían por sus mejillas. Pasado un momento, tragó saliva y dijo:
—Tenemos una segunda oportunidad, tú y yo. Voy a aprovecharla al máximo y a vivir cada segundo como si fuese el último.
Ella le secó las lágrimas de las mejillas, y le pasó la mano por detrás de la cabeza.
—Entonces no llores. Quiero que tu último segundo sea feliz.
Exhalando un fuerte sollozo, se metió con ella en la cama y la arrastró hacia sus brazos.
Índigo lo abrazaba con fuerza, asustada porque nunca lo había visto así. Todo su cuerpo temblaba. La abrazaba tan fuerte que parecía que le daba miedo soltarla.
Después de varios minutos, él tragó aire entrecortadamente, se relajó y se secó las mejillas en su pelo.
—No me abandones nunca. Prométemelo.
Ella cerró los ojos y sonrió, recordando todas las revelaciones que la habían asaltado en la mina.
—Te lo prometo, Jake. A donde tú vayas, iré yo. Incluso si es a Portland. Si estoy contigo, no me da miedo la idea.
—Al infierno con Portland —respondió con voz ronca—. Quizá tenga que ir un par de semanas para entrenar a Jeremy, pero después Tierra de Lobos es mi casa, y aquí es donde me voy a quedar.
—Cuando vayas, iré contigo.
—Ya lo sé —dijo con una sonrisa en la voz.
—No pareces sorprendido.
—No lo estoy —le dio un beso en la sien—. Tú y yo nacimos para estar juntos. Da igual los problemas que nos encontremos, conseguiremos solucionarlos.
—¿Qué pasa con Ore-Cal?
Él rio en voz baja.
—Creo que es hora de que Jeremy tome las riendas. ¿Por qué no? Yo he llevado la carga durante años. Es su turno. Puede manejarlo. Me he ganado el derecho a ser la persona que quiero ser y a vivir mi propia vida. Me propongo hacer eso en Tierra de Lobos, con mi pequeña experta en dinamita y nuestros doce niños.
Índigo se revolvió, consciente del mensaje oculto en esas palabras.
—¿Yo? ¿La señora de Jake Rand, poniendo dinamita? Veremos cómo te desenvuelves cuando haya que poner un explosivo.
Le recorrió la espalda con la mano, con un amor que no había sentido nunca antes.
—He aprendido una lección importante en las últimas veinticuatro horas. No puedo protegerte de todo. Estaba contigo anoche cuando Brandon llegó, ¿te acuerdas?
—Bueno, te golpeó por detrás. No puedes culparte por eso.
Él suspiró.
—No. Y tampoco puedo pasarme la vida culpándome por todas las cosas malas que pasan, simplemente porque no puedo prevenirlas. —Con voz vacilante, le habló de la muerte de su madre—. Estar a punto de perderte me ha hecho pensar que lo que importa es la calidad de vida, no el tiempo que vivas.
Tomó aire profundamente y exhaló un suspiro.
—La verdadera tragedia de la vida de mi madre fue lo triste que resultó durante el poco tiempo que estuvo en la tierra. Puedo protegerte hasta la vejez y hacer que tu vida sea una amargura, o puedo darte libertad y que disfrutes de cada minuto. —Se quedó en silencio un momento—. Estaba equivocado, Índigo, en muchas cosas. Mary Beth, por ejemplo. Solo espero que no sea demasiado tarde para cambiar.
—¿Vas a dejar que estudie derecho?
—Se acabó lo de tener entre algodones a las mujeres que quiero. —Tomó aire con fuerza y emitió un suspiro—. Mírate a ti, por ejemplo. Quiero saber que te he hecho feliz. Al final, cuando tenemos que decir el último adiós, esos son los únicos recuerdos que nos reconfortan.
Parecía que lo hubiese aprendido por propia experiencia. Índigo apretó la mejilla contra su pecho y escuchó el latido robusto y regular de su corazón.
—Lo dices de verdad, ¿no? ¿Vas a dejar que ponga la dinamita y desplace la carga?
La abrazó con fuerza.
—Cariño, siempre seré sobreprotector. Es parte de mi naturaleza, igual que la necesidad de ser libre es la tuya. No me acabo de ver tan tranquilo, permaneciendo al margen mientras haces un trabajo agotador. Tendremos que llegar a compromisos con los que podamos vivir los dos. Pero la dinamita es diferente. A no ser que explote accidentalmente, no te hará daño manipularla.
El corazón de Índigo se inundó de felicidad.
—Tendré cuidado, de verdad.
Él se rio.
—Más te vale. Ya me he hecho a la idea de que voy a estar a tu lado cuando manejes ese maldito material. Si sales volando al quinto infierno, iré contigo.
Excepto por el azote del viento entre los tejados, a su alrededor se había instalado un sosegado silencio. Llena de felicidad, Índigo se sumergió en una duermevela. Se despertó cuando Jake se apartó suavemente de ella y salió de la cama.
Sin saber que estaba despierta, Jake se acercó a la ventana. No sabía por qué, pero el sonido de las ráfagas de viento le arrastraba. Se pegó al cristal y miró a la luna y a las sombras que se movían en la noche. Después de un tiempo, aquellas sombras empezaron a tomar forma. Sabía que era su imaginación, pero, en la distancia, creyó oír en el viento el aullido desolado de un lobo.
Con una sonrisa absorta, levantó el pestillo y abrió la ventana de par en par. Desde su boda con Índigo, se había acostumbrado a dormir al aire fresco. Además, ¿qué tenía de malo dejar la ventana abierta?
Por si acaso…
Con lágrimas en los ojos, Índigo observó a Jake de pie ante la ventana, mirando la noche. Sabía lo que estaba pasando por su mente. Giró la cabeza sobre la almohada y escuchó el canto del viento, llena de gozo porque Jake finalmente había ido un paso más allá de lo explicable para compartir con ella la belleza de lo inexplicable.
Después se volvió hacia ella, con unos ojos que brillaban como la plata a la luz de la luna. Sus ojos se encontraron y todo lo que había dentro de ella confluyó en él. Jake sonrió lentamente y se acercó. Sabía que oía el mensaje, aunque no lo hubiese pronunciado, igual que ella oía el que él le enviaba.
Si el espíritu de Lobo permanecía o no en aquel lugar ya no era importante. Estaba en sus corazones, y con saber eso bastaba. Lo que contaba realmente es que Jake empezaba a compartir la magia que a ella tanto le había costado mostrarle. La parte india que la hacía diferente en medio de un mundo hostil. Levantó los brazos pidiéndole en silencio que la abrazara, más feliz de lo que nunca había soñado.
Cuando Jake se apartó de la ventana, su cuerpo se recortó a la luz de la luna y su sombra alcanzó la cama. Por un momento, vio a Índigo fundirse en la oscuridad. Él dio un paso más, y ella volvió a reaparecer.
Índigo… una enigmática muchacha hecha de rayos de luna que oía el canto del viento, una muchacha que no era del todo parte de este mundo, pero sí absolutamente necesaria para que el suyo estuviese completo. Se metió con ella en la cama y la rodeó con sus brazos, disfrutando del momento, agradeciendo a todos los dioses aquella segunda oportunidad. Sabía que era absurdo, demencial, totalmente irracional, pero, aunque viviese hasta los mil años, no dejaría de creer que había sido arrancada de las garras de la muerte y traída de vuelta a él por un leal lobo plateado y negro cuyos aullidos se mecerían siempre en el viento de la noche, como parte esencial de las montañas y la luna.
Índigo… Ella era, sin lugar a dudas, el más precioso de los regalos.