Capítulo 17
Una hora después, Jake entró en casa sujetando el saco de yute a un brazo de distancia. Encontró a Índigo tumbada en la cama, con la mirada fija en la pared. Casi no podía esperar a ver la expresión de su cara cuando descubriese lo que le había traído.
—¿Índigo?
Ella se incorporó sobresaltada.
—¿Jake? ¿Qué haces en casa? —Su mirada se volvía hacia el saco que se movía—. ¿Qué es eso?
—Te he traído una sorpresa —contestó—. Échate hacia atrás. En vez de saborear la sorpresa, puede que ella te saboree a ti.
Saltó de la cama y observó perpleja cómo Jake abría el saco. El cachorro salió rodando, se incorporó, y giró para gruñirles. Era como ver una miniatura de Lobo. Jake sonrió y se volvió para ver el gesto de Índigo, esperando entusiasmo y deseando también un poco de adoración. Por él, no por el cachorro. En su lugar, ella reaccionó como si le hubiesen dado una bofetada. Después de un momento interminable, las lágrimas inundaron sus ojos, y apartó la cara.
—¡Aléjalo de mí!
Jake la miró.
—¿Qué?
Ella le dio la espalda al cachorro.
—Ya me has oído.
—Índigo. —Jake soltó una risita—. Cariño, no es verdad, ¿el cachorro de Lobo? Creí que estarías contenta.
Ella tragó aire.
—¿Cómo has podido? —gritó—. ¿Cómo has podido traerlo? —Se cubrió los ojos con una mano—. ¿Crees que quería tan poco a Lobo como para dejar que un cachorro lo sustituya? Nunca, en la vida.
—Cariño, míralo.
—Por favor, no me pidas eso. —Y emitió un sollozo entrecortado—. ¡Llévatelo! Por favor, Jake. Llévatelo…
Recogiendo el saco, Jake agarró al cachorro por el collar. Salió dando zancadas de la habitación, lleno de ira. Se detuvo en la sala y se quedó mirando la bola de pelo mordedora y gruñona que tenía en la mano. ¿Trescientos dólares, y no lo quería? Bueno, pues desde luego él tampoco. No tenía ni idea de qué iba a hacer con ese perrucho inmundo. Tenía la tentación de pisotearlo hasta convertirlo en un charco de grasa y luego retorcer el cuello de Índigo.
Esos ojos dorados le miraban con intenciones feroces. El lobezno se cansó de revolverse y al final se quedó tranquilo colgando de la mano de Jake. Este suspiró y lo metió en el saco de yute. Quizá lo quisiera Loretta. Aunque Jake lo dudaba. Solo Índigo podría domar a un cachorro así. Nadie más que estuviese en su sano juicio lo intentaría.
Esa idea hizo que Jake recordase su primera noche en Tierra de Lobos y la preocupación de Loretta por que nadie adoptase a un cachorro de lobo. Se volvió hacia la habitación, y sonrió. En un tono de voz deliberadamente alto, dijo:
—Pobre bastardo. He hecho todo lo que he podido. No puedo hacer nada más. —Jake aguzó el oído. No oyó más que silencio. Índigo estaba escuchando, perfecto—. Quizá, si no te parecieses tanto a tu padre, alguien te acogería. Dada la situación, no he hecho más que posponer lo inevitable.
Diciendo esto, Jake salió de la casa. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una expresión apropiadamente sombría al ver que Índigo le miraba desde detrás de la cortina del dormitorio. Con férrea, aunque fingida, determinación, Jake bajó a la calle en dirección a la casa de los Lobo. Se sorprendió un poco de que Índigo no le hubiese alcanzado cuando llegó al porche. Decidido a llevar su interpretación hasta el final, subió las escaleras dando ruidosos pasos.
A Índigo, las erosionadas tablas del gallinero le parecieron ásperas cuando se apoyó con fuerza en la pared y se asomó a la esquina de la construcción, en el porche trasero de sus padres. ¿Dónde estaba Jake? ¿Había salido por la otra puerta? ¡Dios! Iba a matar al cachorro. No había un instante en que no pensase en Lobo y ahora tendría que ver a su hijo cien veces al día. En un arranque de cólera, pateó el suelo.
Entonces oyó el crujido de las bisagras de la puerta proveniente del otro lado del jardín y levantó la cabeza. Vio que Jake salía de casa de sus padres, con un rifle en una mano y un saco de yute en la otra.
Índigo tomó aire para darse fuerzas y empezó a andar desde el gallinero.
—¿Jake?
Él se dio la vuelta al oír su voz y la buscó por el jardín. Al verla, dibujó una lenta sonrisa y relajó la postura, la cadera adelantada, sus largas piernas enfundadas en los vaqueros y ligeramente dobladas. El viento le revolvía el cabello y le daba un aire viril y guapo, para nada el de un asesino de cachorros despiadado.
Índigo intentó no mirar a la arpillera que se movía.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
Su mandíbula se puso tensa.
—¿Por qué no vas dentro y te tomas una buena taza de cacao con tu madre? —le sugirió con un tono amable—. Volveré en unos minutos y te acompañaré a casa.
A Índigo se le aceleró el pulso. Le dieron ganas de golpearle el pecho con los puños. ¿Cómo le podía hacer esto a ella?
—No puedo dejar que mates al hijo de Lobo, Jake —le informó temblorosa.
Él frunció los labios y exclamó con calma.
—Cariño, a veces la vida es dura. Siento haberte puesto en esta situación. Es culpa de mi idiotez. No pensé en cómo te iba a hacer sentir.
El saco de yute se retorcía y balanceaba contra su muslo. La mirada de Índigo se quedó fija en ese movimiento.
—No, no puedo permitir que le dispares. Le daré un hogar.
Frunció el ceño.
—Sé que tienes buena intención, pero no le harías ningún favor. Los cachorros necesitan mucho amor. No estaría bien criarlo en un ambiente en el que siempre se le comparase con su padre, sin esperanzas de ser como él.
—Le querré —insistió con voz aguda.
Jake suspiró, cansado.
—Lo que dijiste en casa, sobre la deslealtad a Lobo. Tienes razón. Sería muy frívolo por tu parte quedarte con otro lobo ahora. No lo pensé bien.
—¡Pero no es cualquier lobo! Es el hijo de Lobo.
—Cierto. —Miró con preocupación el saco abultado—. Por eso fui a cogerlo. Es la viva imagen de su padre. Bueno, a veces una sustitución puede calmar el dolor de una persona. Pero eso lo pensé antes de ver tu reacción.
Índigo miró primero el saco y después a Jake. Parecía dispuesto a seguir con aquello. No importaba cómo se sintiera ella. La vida del cachorro estaba en peligro.
—Superaré el dolor —gritó—. Por favor, no le dispares, Jake.
Él alzó las cejas.
—Cariño, ¿crees que yo quiero hacerlo? Dime qué otra cosa puedo hacer y lo haré. ¿Se te ocurre alguien que lo pueda querer?
Índigo hizo memoria.
—Chase lo querría, pero está a muchos kilómetros. —Se mordisqueó los labios y levantó las manos—. Y, por supuesto, mi padre, pero no está en condiciones de cuidar a un cachorro. Qui… quizá podría tenerlo yo temporalmente.
Jake sacudió la cabeza.
—Te tomaría afecto, y romperías su corazoncito cuando te deshicieses de él. No, cariño, mi solución es mejor, rápida y limpia. Vete a casa y tómate un chocolate caliente. Vuelvo ahora mismo.
Tras decir esto, Jake se dio la vuelta y echó a andar a grandes zancadas hacia el bosque. Índigo se quedó parada mirándolo, atrapada por un torbellino de emociones. Ni siquiera quería mirar a ese cachorro.
Empezó a correr.
—¡Jake, espera!
Él se dio la vuelta para mirarla. Índigo corrió para alcanzarle. Sin pararse a pensar, cogió el saco. Él se resistió a dárselo.
—Índigo, vete a casa como te he dicho.
Ella arrancó el saco de su puño y lo apretó contra su pecho, sintiendo el forcejeo de una cálida bola de pelo en el saco.
—¡No me voy a casa! ¡Este es el bebé de Lobo, Jake! Nunca me lo perdonaría.
Mirando a su esposa, le sobrevinieron dos pensamientos simultáneos: había conseguido hacer que quisiera el cachorro y, por primera vez desde que se casaron, le estaba desafiando. ¡Dios, qué hermosa estaba cuando ese fiero orgullo comanche le hacía erguir la columna! Se quedó con la barbilla levantada, los ojos azules ardiendo de determinación, y los estrechos hombros erguidos.
Jake pensó que esta era realmente la muchacha con la que había creído que se casaría, y no la apocada dócil y sumisa en que se había convertido tras jurar los votos. En un fogonazo de claridad, la vio sentada a su lado en la cama, destrenzando y trenzando su pelo según sus órdenes. ¿El sueño de todo hombre hecho realidad? Quizá. Pero no el suyo. Él quería a esta Índigo, una muchacha que tenía una parte de ángel y una parte de seductora salvaje, una mezcla curiosa de dulzura y fuego. Lo que había empezado como un intento de hacerle ansiar el cachorro, tomó otro cariz. Jake miró sus vívidos ojos azules y lo lamentó por los dos: por él porque se sentía estafado, por ella porque sus creencias y experiencias con hombres blancos la estaban ciñendo a un molde que acabaría por ahogarla.
De repente, como si hubiese tomado conciencia de su desafío, su expresión se volvió incierta, y sus ojos se oscurecieron por la tristeza. Al verla, Jake aguantó la respiración, temiendo que ahora le devolviese al cachorro. «Vamos, plántame cara por una vez —quería decirle—. No se va a acabar el mundo.» Pero no quería violentar así su educación. Si esperaba que ella encontrase un equilibrio sólido en su matrimonio, no podía cambiarle los cimientos. Tenía que ser ella la que encontrase su lugar, sin traicionar el que creía que era el papel de una buena esposa. Eso solo podía venir con el tiempo.
Jake vio que sus brazos se relajaban en torno al cachorro. Luego inclinó la cabeza. Sabía lo que quería hacer. Antes de que lo hiciera, dijo:
—Si es tan importante para ti, Índigo, llévatelo a casa.
Ella levantó la barbilla despacio. Tenía lágrimas en los ojos. Jake buscó una sombra del fuego que había visto hacía un instante, una huella del orgullo que había ardido con tanta luz. Pero tampoco había rastro de eso. Solo un vacío absoluto, como si hubiese apisonado y escondido sus impulsos rebeldes.
Trató de imaginar cómo sería sentirse esclavizado y forzado a tragarse el orgullo cientos de veces al día. Para ella, eso era lo que significaba el matrimonio. Los deseos de él estaban por delante, siempre, sin importar lo mucho que a ella le afectase eso. Ahora, volvía a asumir el comportamiento dócil que consideraba apropiado.
—Vamos, cógelo —repitió.
Ella abrazó fuerte al cachorro y retrocedió, mirándolo con desconcierto. ¿A qué esperaba? ¿A que él le diese una paliza? Intentó tranquilizarla con una sonrisa. Quizá lo que necesitaba era comprobar por experiencia que no era un monstruo tiránico.
—¿Estás enfadado? —preguntó suavemente.
Lo miró con tanta preocupación que la sonrisa de Jake se ensanchó.
—¿Parezco enfadado?
Eso no parecía tranquilizarla.
—No.
—Entonces, será que no lo estoy. —Balanceó el rifle en su hombro y miró el saco que ella abrazaba de manera tan protectora—. ¿Ya tiene edad para comer carne?
Ella asintió vacilante.
—Entonces deberías ir a echar un vistazo al almacén de ahumados.
Ella volvió a asentir. Después se volvió y huyó como alma que lleva el diablo. Jake la vio marchar. Cuando desapareció de su vista, tomó aire con fuerza y lo expulsó, sintiendo que había entrado en una lucha de titanes y había perdido.
Índigo ya había empezado la cena cuando Jake volvió a casa. Su estómago se cerró cuando oyó la puerta principal. Su presencia le ponía los nervios de punta. Al verle en la entrada, con sus vaqueros azules y su piel bruñida, pensó que el lugar quedaba envuelto en sombras.
Hizo como si no le viese y siguió removiendo el guiso. Todo con tal de retrasar el momento de mirarle a los ojos. ¿Estaba enfadado? Esa pregunta la había acosado todo el día, y solo él podía darle una respuesta. «¿Parezco enfadado?» Hacía mucho tiempo que había aprendido que los hombres blancos podían esconder las emociones e intenciones más oscuras tras una encantadora sonrisa.
Sintió al cachorro tirar de su mocasín. Era imposible ignorar sus gruñidos juguetones. Dejó a un lado la cuchara y se obligó a levantar la vista. Los ojos oscuros de Jake centellearon en los suyos, y sus labios firmes dibujaron una sonrisa burlona.
—Parece que un compañero tan enzarzado a los pies molesta más de lo que ayuda —dijo con suavidad.
—Parece que no sabe cuándo es hora de jugar y cuándo no.
Jake se asomó para ver las travesuras del lobezno.
—Todo el tiempo es juego, por lo que parece. Lo has transformado. No me puedo creer que sea la misma criatura que me mordió.
Índigo dio un tirón con el pie, tratando de soltarse. El cachorro se lo tomó como una invitación para zarandear su mocasín.
—Esta mañana tenía miedo. Ahora que hemos tenido tiempo de conocernos, ya no se siente amenazado.
Jake arqueó una ceja, con expresión indulgente.
—Los dos habéis tenido una larga charla, ¿no? —Su mirada buscó la de ella—. Me gustaría que uno de estos días me enseñaras cómo se hace.
Índigo ya había sospechado que conocía su don cuando vio una expresión misteriosa en sus ojos al tratar de penetrarlo, pero deseó estar equivocada. Ahora lo había confirmado. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué le parecería tener una esposa que se comunicase con los animales? Y si no tenía nada que esconder, ¿por qué no dejaba que le leyera la mente? Ahora sabía que lo hacía deliberadamente. En momentos como este, sus ojos eran cálidos y expresivos. Cuando trataba de ver más profundamente, alzaba los muros.
Él se irguió y entró en la cocina. Echando una mirada al hornillo, dijo:
—¿Huele a café recién hecho?
Arrastrando al cachorro con ella, Índigo caminó hacia la alacena y cogió una taza del armario. Jake se rio al ver que el cachorro no le dejaba un momento de tregua. Se sentó en una silla y estiró las largas piernas, cruzándolas a la altura de los tobillos. Ella sintió su mirada. Sus nervios se alteraron. ¿Tenía un lado oscuro que temía que ella viese? La mano le tembló al coger la cafetera.
—Llevas falda. ¿Qué se celebra?
Índigo se volvió para darle la taza llena. Él se adelantó y metió el dedo por el asa.
—Se ha hecho pis encima de mí.
—¿Qué?
Lo repitió, avergonzada. Jake sonrió y examinó los flecos del dobladillo de su falda rodillera con admiración.
—¿Pantalón de montar y pololos? —Ella asintió, y la sonrisa de él se ensanchó—. Quizá tenerlo en casa no esté tan mal. Creí que la única falda que tenías era la de ante blanco.
Índigo sacudió la cabeza.
—Tengo varias para todos los días. No me las pongo mucho cuando trabajo. —El cachorro tiró más fuerte del mocasín, y ella miró hacia abajo—. Por lo menos antes no. Ahora no me queda otro remedio que llevar faldas hasta que mis pantalones estén limpios y tratados. El proceso lleva bastante tiempo.
—¿Solo tienes un par? —preguntó gentilmente.
—No, dos. Pero dada su tendencia a hacer aguas, guardaré el par extra por si acaso. —Miró hacia arriba—. Dijiste que podría volver al trabajo cuando sintieses que era seguro.
Él asintió.
—Eso dije.
Índigo se relajó ligeramente. Si estaba enfadado, era un maestro del camuflaje y, si tenía un lado oscuro, era un actor consumado. El cachorro miraba una monda de patata que se le había caído. Dejando su mocasín, correteó por el suelo moviendo su poblada cola. Ladrando y gruñendo, atacó la monda, la sacudió y corrió con ella hacia el salón.
—¿Lista para tu paseo? —preguntó Jake.
Ella se inclinó para abrir el horno y mirar las galletas.
—He pensado que lo voy a dejar por hoy. Tengo miedo de que el cachorro huya y no vuelva cuando lo llame. Mañana ya nos conoceremos mejor.
El calor le secaba los ojos. Se echó hacia atrás y apartó la cara. Luego cerró el horno.
—¿Cómo lo vas a llamar?
Índigo se estiró y cepilló un mechón que se le había escapado.
—Aún no lo he decidido. El nombre es muy importante. Me gustaría que tuviese significado.
Él se tocó la barbilla, pensativo.
—¿Qué te parece Sonny? Temporalmente, quiero decir.
—¿Sonny? —Índigo arrugó la nariz—. No es solemne.
Jake encogió los hombros.
—Pero tiene significado. Es el hijo de Lobo. Además, aún es pequeño. Para cuando crezca, habrás pensado un nombre mejor.
Ella articuló el nombre una vez más y acabó por sonreír.
—Me estoy acostumbrando a él. De acuerdo, será Sonny.
Al mirarla, Jake reparó en la parte de pierna entre los mocasines y la falda. Sorprendido, se inclinó hacia delante.
—Cariño, ¿eso son arañazos?
Ella se inclinó también para mirar y se sorprendió al ver varias marcas rojas en las pantorrillas.
—Los lobos tienen pezuñas, y saltan. Cuando son cachorros, pueden ser un poco traicioneros al jugar.
—¡Jesús! —Le cogió la pierna por detrás de la rodilla y la acercó—. Te ha hecho trizas. —Alzó la vista para mirarla—. ¿Y me tienes miedo a mí? Es increíble.
—No te tengo mi…
Antes de que pudiera terminar, Jake se levantó y le tapó la boca con la mano.
—Olvida lo que acabo de decir.
Le habló con suavidad, moviendo los ojos maliciosamente.
—Índigo, no digas nada. Es una orden.
Cuando apartó de nuevo la mano de su boca, ella se mordió el labio, mirándolo perpleja. Él le guiñó el ojo, luego reanudó el examen de sus piernas.
Sus dedos cálidos le provocaban un cosquilleo en la piel desnuda. Trató de apartarse, pero él la agarró rápidamente y le levantó la falda con la otra mano para evaluar los daños. Ningún hombre había visto sus piernas desnudas, aparte de su padre y su hermano, y de eso hacía muchos años. Desde entonces, solo la había visto y tocado su madre. Índigo enrojeció.
Jake no parecía consciente de la libertad que se estaba tomando. Ella sentía las yemas de sus dedos, suaves y ligeras como plumas, recorriendo cada arañazo.
—¿Tu tía Amy tenía algún bálsamo?
—Hay algo en el cajón de arriba del escritorio. —Índigo solo quería escapar de su tacto y volver a bajarse la falda—. Me las lavaré bien y me pondré bálsamo después de cenar.
—Después de cenar, ¡diablos! —La soltó y se puso de pie—. Los arañazos de animales se infectan fácilmente.
Salió de la cocina y volvió poco después con la lata de medicamentos. La acompañó hasta una silla y después sacó una toalla del cajón, la humedeció con agua de la jarra y se postró ante ella apoyando una rodilla. Cogió su pie derecho, se lo colocó sobre el muslo y le levantó la falda.
A Índigo se le cortó la respiración. No llevaba pololos. Él iba a vérselo todo. Trató de recolocarse la falda. Jake miró hacia arriba, sonriéndola.
—Soy tu marido —le recordó.
Sea como fuese, eso no tranquilizaba a Índigo.
—Lo… lo puedo hacer sola. ¡De verdad!
Él le lanzó una mirada elocuente.
—No me importa.
En esa postura, ella le veía la nuca. Cuando deslizaba la mano por encima de la rodilla, saltaba y cerraba los muslos.
Mirándola con sus ojos castaños le dijo:
—Índigo, ¿te puedes relajar? Lo único que me interesa son los arañazos.
Ella seguía apretando la piernas, e intentaba en vano relajarse. Él la miró con ojos interrogantes.
—¿No confías en mí? —Su voz era profunda y sonora—. Si desease ver lo que intentas ocultar, ¿no crees que ya habría intentado echarle un vistazo?
Tenía sentido. Él le bajó el pie derecho, le levantó el otro, y se afanó en limpiar el resto de los arañazos. Cuando terminó, aplicó el bálsamo.
Después de curar el último arañazo, volvió a tapar la lata, la puso en la mesa y sonrió.
—¿Sigues de una pieza? —le preguntó.
Índigo asintió entrecortadamente, pensando únicamente en volver a tener los pies en el suelo. Sin embargo, él parecía resistirse a soltarle el tobillo. A ella le costaba cruzar la mirada con él.
—Tienes un sonrojo más bello que el de ninguna rosa que haya visto —le dijo con voz ronca.
Ella se quedó mirándolo, con el pulso acelerado, los puños apretados sobre el borde de la silla.
—Tus galletas se van a quemar —dijo temblorosa.
—He aquí una maniobra táctica como ninguna que haya presenciado —contestó con una risita. Bajó su pie al suelo y se levantó.
Sonny volvió a entrar en la cocina, jugando aún con la monda de patata. Jake volvió a su silla y bebió un sorbo lento de café mientras observaba a su esposa. No estaba seguro, pero pensaba que algunas de las sombras de sus ojos se habían disipado.
Índigo se sentó a la mesa para cenar. Al verla comer una abundante porción de guiso, Jake se sintió más animado. Era el primer síntoma de entusiasmo por la comida que le había visto desde la muerte de Lobo. Cada pocos mordiscos, cogía un trozo de venado y se lo daba a Sonny. Lo de darle de comer al perro en la mesa no era del gusto de Jake, pero no dijo nada. Diablos, por él podía sentar al cachorro en una silla y ponerle un babero. Lo que la hacía feliz a ella le hacía feliz a él. En eso se resumía todo.
Cogió un trozo de carne del cuenco y se agachó llevándolo en la palma de la mano. Los ojos dorados del cachorro brillaron al ver la carne y, lentamente, se aproximó a cogerla. Jake se limpió la mano con la servilleta y encontró la resplandeciente mirada de Índigo.
—Gracias por traérmelo —susurró con voz trémula—. Es el regalo más bonito que he recibido nunca.
Jake enderezó los hombros. Para ser un hombre que había tirado trescientos dólares en un perro que no quería, se sentía absurdamente orgulloso.