Capítulo 5
Jake entró en la casa tres horas después, más bebido de lo necesario y tan frustrado como cuando se había marchado. La taberna tenía dos prostitutas en la parte de arriba. Desgraciadamente, Franny, una rubia con hoyuelos, era tan dulce y vulnerable como Índigo. La mayor, May Belle, rondaba los cincuenta, si es que no tenía más. Incómodo con la idea de acostarse con Franny, había pagado a May Belle diez dólares por una hora de su tiempo, pensando que eso sería suficiente para aplacar su deseo.
Quizá Jeremy pudiese levantarle las faldas a una mujer y olvidarse de todo lo demás, pero Jake estaba hecho de otra pasta. Por suerte, May Belle tenía sentido del humor, un corazón generoso y mucha experiencia en el cuidado del ego masculino. La mujer abrió una botella de whisky y, para cuando habían conseguido llegar al final, Jake estaba tan borracho que apenas se dio cuenta de que había derramado mucho más que un poco de licor en su mesilla de noche. No solo le había contado la historia de su vida, sino que se lo había contado todo sobre su compromiso con Emily y su inesperada atracción por la hija de Cazador Lobo.
El consejo de May Belle había sido breve pero lleno de afecto. Dándole una palmadita en el hombro, le dijo:
—Cariño, ¿sabes cuál es tu problema? Eres demasiado serio. Si te nace un sentimiento de dentro y crees que es bueno, no te lo pienses demasiado.
El consejo le pareció a Jake de lo más divertido. Pero a esas alturas, todo le parecía divertido. Con una carcajada, contestó:
—No creo que sea algo que nazca de dentro lo que estoy sintiendo, May Belle. Nada tan profundo como eso, si entiendes lo que te digo.
—Sí, desde luego… —Ella se unió a él con una risotada—. Muéstrame a un hombre que no tenga el cerebro entre las piernas, y me meteré a monja.
Con esta pequeña muestra de sabiduría para reflexionar, Jake emprendió el camino de regreso a la casa de los Lobo, no tan erguido como le hubiese gustado. Salvo por algún brandy de vez en cuando, Jake no estaba acostumbrado a beber, y la bodega privada de May Belle había conseguido pegarle fuerte.
Mientras intentaba por segunda vez subir las escaleras de la buhardilla, Jake sonrió en la oscuridad, recordando la risa gutural de May Belle. Tendría que volver alguna otra vez. Era una mujer estupenda, más sabia que cualquier otra que hubiese conocido. Hasta esa noche, nunca hubiese pensado que las prostitutas pudiesen ser tan buenas.
Trató de poner la mano en un peldaño y falló. Metió el brazo en el espacio entre los escalones y perdió el equilibrio. Se hubiese caído de no haberse quedado enganchado por la axila a un peldaño. Jake se quedó allí colgado un rato, tratando de encontrar asidero con la bota. Mientras colgaba de los escalones, sujeto por un brazo y con riesgo de romperse el hombro, se le ocurrió que solo un estúpido borracho trataría de subir a una buhardilla cuando no podía siquiera tenerse en pie.
En cualquier caso, ¡maldita escalera! Encontró un punto de apoyo y gateó lo que le quedaba de camino. Cuando llegó a la buhardilla, levantó una pierna, se echó hacia delante y terminó tumbado en el suelo, boca abajo.
No era un suelo malo, para ser un suelo. Pensó que estaría bien descansar allí un rato. Cómodo y fresco. Aunque hubiese deseado que se quedase quieto. No quería caer y terminar en el salón. Era bien entrada la noche. Por no hablar de la posibilidad bastante real de romperse la crisma.
Para estar seguro, Jake se ayudó de la punta de un pie y empujó el suelo para alejarse de la escalera. Después descansó otra vez, pensando en lo estúpido que era beber. El suelo giraba debajo de él. Extendió las manos para asegurarse de que no era él el que giraba. No recordaba haber estado nunca tan borracho. Aunque, claro, tampoco nunca había fallado el tiro con una mujer. Sin duda, lo de esa noche podía contar como una.
¿Se le habría atrofiado la masculinidad? Ese pensamiento era preocupante. Le dolía la nariz. Jake abrió los ojos, preguntándose qué le pasaba. Entonces se dio cuenta de que estaba tumbado en el suelo, boca abajo. Mientras trataba de hacerse con la situación, oyó un leve gruñido. Entonces pudo registrar el sonido. Mierda. Era ese maldito lobo.
Jake se quedó inmóvil en el suelo. El lobo siguió olisqueándole. Por fin, Jake se atrevió a levantar la cabeza. Unos débiles rayos de luna atravesaban la ventana y caían sobre la cama de Índigo. El lobo estaba de pie junto a la cama, en la sombra, a un metro de la garganta de Jake, quien recobró la sobriedad con rapidez.
—Está bien, chico —susurró—. Solo estoy recobrando un poco el aliento.
Lobo no parecía tragárselo. Jake pensó que, con toda seguridad, era la primera vez que el lobo veía a un hombre tirado a los pies de su dueña. Debía de parecerle extraño. Jake parpadeó y trató de ponerse de rodillas. El gruñido del lobo se mantuvo constante, ni más alto ni menos amenazador. Hasta el momento, parecía ir bien.
Ponerse en pie no le resultó tan fácil, pero tenía razones suficientes para salir de allí, así que Jake decidió que era mejor no hacer el tonto y gatear hacia su lado de la buhardilla. Si despertaba a Índigo, ¿cómo iba a explicarle el estado en el que estaba?
El lobo dejó de gruñir y siguió pisándole los talones hasta que llegó a su cama. No dejó de observarle mientras trataba de subir a esa condenada cama como si se tratase de un caballo. Bueno, no exactamente. Él nunca habría resbalado de un caballo. Decidido, Jake lanzó una pierna sobre la manta y lo intentó de nuevo. Por supuesto, cuando trataba de subir a la silla de un caballo, el suelo no se movía como ahora.
Tras tres intentos fallidos, Jake dejó caer la cabeza en el colchón y escudriñó las sombras en busca de Lobo.
—Si le dices esto a alguien, te mato. ¿Lo entiendes? ¡Bum! Y lobo muerto.
Lobo gruñó una vez más y se sentó en sus patas traseras. Era evidente que no estaba dispuesto a dejar a Jake hasta que estuviese en la cama a la que pertenecía. Jake tenía problemas para centrarse y le miró por encima de la nariz.
—Sabías lo que estaba pensando antes, ¿eh? Te crees muy listo, ¿verdad? —dijo sacando una mano de debajo del pecho y de la cama, y levantó un dedo—. Entiende algo, bestia estúpida. Lo que piense y lo que haga son dos cosas diferentes.
Lobo se chupó el hocico y volvió a gruñir. Jake hizo otro intento de subir a la cama y volvió a caer al suelo. Gimió y puso la cabeza sobre el colchón.
—No puedo hacerlo —susurró.
Lobo gruñó.
Le sobrevino una arcada. Gimió una vez más.
—Vamos, mátame. Ahora mismo, no tengas piedad de mí.
Lobo le respondió con otro gruñido.
Jake cerró los ojos.
—Míralo de esta forma, viejo amigo. Si no puedo subirme a mi propia cama, ¿cómo voy a subirme a la de ella? —Una sonrisa mareada se dibujó en su cara—. E incluso aunque pudiera, probablemente no estaría a la altura de las circunstancias.
Típico del tiempo impredecible de Oregón, la tarde siguiente resultó soleada y cálida. El aire olía a dulce y a húmedo, como un preludio de la primavera, un regalo para Índigo después del largo y lluvioso invierno. Después de mostrar a Jake Rand la segunda mina, a la que su padre llamaba Número Dos, Wahat, en comanche, lo guio en dirección a Shallows Creek, sintiéndose, por primera vez desde el accidente de su padre, tranquila y despreocupada. Montada a pelo en su yegua, Molly, eligió el camino de las altas hierbas y las laderas llenas de árboles. Con un sentido de la orientación innato, los guio hasta el viejo Geunther Place. Jake Rand la seguía a lomos de Buck, la mayor parte del camino en silencio.
Después de haber pasado el día anterior y parte del de hoy en su compañía, Índigo empezaba a comprender que Jake Rand no era muy hablador. En realidad, esa mañana se había comportado de forma casi hosca. A ella no le molestaba lo más mínimo, porque tampoco era de las habladoras. Podía disfrutar de una buena conversación, pero amaba también el silencio, sobre todo en el bosque. Los sonidos de los animales salvajes y de los pájaros eran como música celestial para ella. El susurro del viento hacía volar su imaginación y la transportaba a lugares lejanos y épocas remotas.
Algunas veces, mientras estaba a solas en el bosque, imaginaba que era una auténtica comanche, una mujer respetada por la tribu que cabalgaba en un poderoso caballo por las llanuras de Texas, que su padre le había descrito tantas veces. Siempre se sentía como una estúpida cuando sus sueños terminaban y se veía forzada a enfrentarse a la realidad. Molly estaba lejos de ser un elegante semental, y los barrancos y las colinas de Oregón eran suficientes para hacer que cualquiera se sintiera acorralado. Pero ¿qué había de malo en soñar? Ella no encajaba en este mundo, y se sentía un poco menos sola cuando simulaba, aunque solo fuera por un momento, que vivía con la tribu, que el color de piel no importaba y que nadie la despreciaba.
Ese día, con Jake Rand detrás de ella, estaba demasiado nerviosa para soñar. En vez de eso, disfrutaba con ese día primaveral que tenían y observaba a Lobo mientras retozaba en el bosque. El buen tiempo hacía que se comportase como un cachorro.
Volviéndose un poco sobre la grupa de Molly, anunció:
—Creo que deberíamos detenernos y comer en el viejo Geunther Place. Con este sol, podemos incluso comer fuera.
Jake pensó que el suelo estaría mojado, pero tampoco iba a matarles. Después de sobrevivir a esa noche, supuso que sobreviviría a cualquier cosa.
—Me parece bien. Me está entrando hambre. ¿Está lejos?
—En lo alto de la próxima colina. Mañana debería probar las tortitas de mi madre. Es una magnífica cocinera, ¿sabe?
Dado que la cabeza había dejado de darle martillazos, Jake pudo sonreír un poco.
—No sé por qué, pero no tenía hambre esta mañana.
—Pronto cambiará de parecer. Los días aquí son largos. Es mejor desayunar bien para tener carne en los huesos.
Ella tenía suficiente… al menos en los sitios que contaban. Cabalgando detrás de ella, Jake tenía dificultades para apartar la vista de sus redondeadas nalgas. Se sentaba en el caballo como si ella y el animal fueran un solo ser, con una gracia innata desconocida para él. Sus esbeltas y bien formadas piernas se apretaban a la barriga de la yegua de una manera firme, aunque sutil.
Al verla, podía imaginarla viviendo en un lugar primitivo, salvaje y libre. Le resultaba también muy fácil imaginar que él le hacía el amor, que se sumergía en ese cuerpo salvaje y probaba su dulzura. Un pensamiento de lo más inquietante. Sonrió. Había ciertos picores que un hombre no podía aliviar con un trago de whisky.
Cuando Jake vio Geunther Place, le agradeció a Dios que hiciese sol. El lugar era una choza, y no le atrajo la idea de comer ahí dentro. Índigo desmontó bajo un laurel y después hizo una lazada con las riendas de Molly para que pudiese pastar libremente. Jake bajó balanceándose de Buck, aunque con mucha más facilidad que la mostrada la noche anterior para subirse a la cama. Desensilló al animal y siguió el ejemplo de Índigo de dejarlo suelto.
El sonido del riachuelo era como música para sus oídos. Las hojas de helecho y las moreras se alineaban en la ribera. Jake estiró los pies sobre la hierba, respiró profundamente y cerró los ojos un momento para saborear lo que le rodeaba. Hacía años que no disfrutaba así del campo, que no cabalgaba por el puro placer de hacerlo, rodeado de bosque silvestre. Había olvidado lo maravilloso que era.
—¿Ocurre algo?
Él fijó la atención en Índigo, que estaba de rodillas en la hierba, deshaciendo las alforjas para sacar la comida. Hoy no se había puesto el sombrero, y la luz del sol la iluminaba dándole una tonalidad entre dorada y cobriza a su cabello suelto. Mirarlo era cegador. Jake parpadeó y sonrió.
—El aire huele tan bien, que hace que me den ganas de gritar.
Las palabras brotaron de su boca antes de darse cuenta de lo tontas que sonaban. Sin embargo, ella no pareció sorprenderse. En vez de eso, miró por encima de él a la colina que acababan de descender. Tenía una expresión distante en sus hermosos ojos. Después de un momento, le dedicó una sonrisa traviesa.
—Entonces, tal vez debería gritar, señor Rand.
Él soltó una carcajada. Después, dio un brinco al oír el grito como tirolés que ella profirió. Nunca había oído nada parecido.
—¿Qué diablos es eso?
—Un grito de guerra comanche. No es difícil, solo tiene que sentirlo. Vamos, inténtelo. Le dará fuerzas. Solo estamos yo y Lobo para escucharle.
Con una carcajada, Jake guiñó un ojo y se sentó junto a ella, contento de que Índigo empezase a relajarse. Durante toda la mañana, se había comportado de forma reservada y nerviosa con él. Aunque tampoco él había estado muy hablador.
—Tal vez más tarde. Primero, me gustaría comer.
Loretta había empaquetado dos sándwiches para cada uno, queso, un trozo de pastel de chocolate, gajos de manzana seca y una pequeña jarra de vinagre llena de zumo. En cuanto Índigo lo hubo puesto todo en una manta, él se apresuró a saborear cada bocado. Descubrió que el zumo era de mora y que sabía mejor que cualquier vino caro.
Empezaba a darse cuenta de que la vida de los Lobo, pese a toda su sencillez, era, a su manera, mucho más agradable que la suya. Jake pensó que tal vez tuviese dinero para comprar mil claros de montaña como aquel, pero que nunca tendría tiempo para disfrutarlo. Incluso aunque tuviese el tiempo, dudaba de que encontrase un compañero de merienda entre la élite de Portland. Emily no estaría muy dispuesta a sentarse en un suelo sucio a comer un sándwich. ¡Emily! No podía siquiera recordar su cara.
Este pensamiento lo entristeció. Hasta entonces, había creído tener todo lo que necesitaba. Ahora se sentía vagamente insatisfecho. Había más cosas en la vida que el trabajo. Los años le habían engañado, y darse cuenta de eso le hizo sentirse frustrado. ¿Cómo podía un hombre de su posición sentirse pobre al lado de una chica que bebía zumo de moras de una jarra de vinagre cascada?
Cuando Lobo se les unió, Índigo retiró el envoltorio de papel de periódico en el que llevaba su comida, y le dio una generosa porción de carne. Jake supuso que era venado. El lobo lo devoró al instante.
—Con tu padre en la cama, ¿no deberías racionar la carne que tenéis en la despensa? —preguntó Jake—. ¿Cómo puedes alimentar a Lobo y a un puma desdentado sin que se os acabe la carne?
—Siempre hay más. —Se limpió los dedos en la manta y volvió a coger su sándwich—. Soy yo la que traigo a casa la mayor parte de la carne, así que a mis padres no les importa que sea generosa con Lobo y el puma.
Jake la miró fijamente a los hombros.
—¿Sabes disparar un rifle? Hubiese creído que el estallido sería suficiente para… —se calló.
—Algunas veces uso el rifle. Pero prefiero el arco.
Jake se quedó pensando en ello. Mataba animales, lo que significaba que probablemente los descuartizaba y desollaba a continuación. ¿Cómo demonios era capaz de cargar con un ciervo? Como veía que ya no estaba tan tensa como antes y además quería que siguiese hablando, le preguntó cómo lo hacía.
—Lo troceo en cuartos, llevo una parte a casa y vuelvo a por el resto con Molly. No voy lejos. Estas montañas están llenas de caza.
Era una chica extraordinaria. Tan pronto se hacía amiga de un lobo y alimentaba a animales salvajes, como tenía las agallas necesarias para descuartizarlos. Jake estudió su pequeña cara, tratando de entenderla. Vana tarea. Lo que más le sorprendía era que pareciese tan nerviosa a su lado. Quizá Jeremy tenía razón y él tenía una mirada demasiado dura. O tal vez podía percibir el efecto que ella producía en él.
—¿Te molesta? Matar animales, quiero decir.
Su boca se puso firme y un poco curvada hacia abajo.
—Mi familia debe comer. Los animales son tao-yo-cha, hijos de la Madre Tierra. Algunas veces deben morir para que nosotros vivamos.
Amaba de verdad a los animales. Podía verlo en su expresión.
—Te duele tener que matarlos, ¿verdad?
—Me entristece, pero solo durante un tiempo. Como dice mi padre: «Así debe ser». No podemos cuestionar la pirámide de la naturaleza. Si yo fuera un ciervo, me comerían seguramente —dijo mirándole la mano—. Su sándwich es de venado.
Jake volvió a reír.
—Lo he entendido. Es solo que uno no imagina a una señorita como tú cazando. Suele ser un trabajo de hombres.
—Soy bastante diferente a las demás señoritas —admitió—, como debe de haber notado ya. Hace años que dejé de intentar ser como las demás. Yo sigo mi propio camino.
Jake pensó que sería una pena que cambiase. Índigo Lobo era única. Un día no muy lejano, aparecería un joven, la miraría y se enamoraría de ella. Ese pensamiento hizo que dejara de masticar. Deseó ser diez años más joven para poder pretenderla. Había algo en ella que le atraía de una forma en la que nadie antes le había atraído, ni siquiera Emily.
Pero él no era joven. Y probablemente fuese una bendición. Una chica como ella sería marginada en su mundo, y las restricciones sociales de Portland la harían un ser desdichado. Ella pertenecía a ese lugar, a ese laurel bajo el que estaba sentada, a esa brisa que jugaba con su pelo.
Dio otro bocado al sándwich y disfrutó del sabor.
—¿Tao-yo…?
—Tao-yo-cha. Pronuncia muy bien el comanche —dijo mirándole un momento—. ¿No será, por casualidad, mitad indio?
—No estoy seguro. Los Rands estamos mezclados, es difícil seguir la pista. Mi madre tenía raíces gitanas, de ahí mi pelo moreno y mis ojos. Mi padre… solo Dios lo sabe. Creo que el nombre de Rand es una abreviación de algo extranjero: ruso, italiano o algo así. Mi padre me lo dijo una vez, pero era tan largo que lo he olvidado. Tampoco me importa demasiado.
—¿Gitana?
—De raza morena. —Buscó sus ojos extrañados y sonrió—. Los orígenes son muy importantes para ti, ¿verdad? Te parece inconcebible que yo no sepa lo que soy o de dónde vengo.
Ella apartó los ojos.
—Alguien debe llevar su legado.
Bajo ese orgullo estirado, oyó el dolor que había en su voz. Miró su piel aterciopelada.
—Eres preciosa, Índigo.
No sabía muy bien de dónde habían salido sus palabras o por qué las había dicho. Pero allí estaban. En el momento en que las dijo, la frágil camaradería que estaba tejiéndose entre ambos se rompió. Ella clavó sus grandes ojos azules en los de él: unos ojos vulnerables, ocultos por una sonrisa pícara. Él vio dolor en esos ojos, un dolor que trataba desesperadamente de ocultar. Y miedo. Un miedo cuyo origen desconocía.
La tensión entre ellos era casi palpable. Jake quería darse un puntapié. Tenía miedo de moverse o de decir nada más. La brisa movió la copa de los pinos. El sonido se le antojó solitario.
Jake decidió seguir el ejemplo de ella y aplicarse con la comida. Pero no podía dejar de preguntarse qué era lo que le asustaba tanto. Aunque sintiese que la encontraba atractiva, tenía que ver que era inofensivo. ¿O no podía verlo? La noche anterior, en la montaña, su comportamiento había sido poco ejemplar. Quizá se sentía intimidada por su tamaño. Estaban a kilómetros del pueblo. Quizá tuviese miedo de que él tratase de acercarse y forzar las cosas.
Nunca había utilizado la fuerza con una mujer. Pero ella no podía saberlo. Sin alcanzar a decírselo, no se le ocurría nada que pudiera disipar sus temores. Nunca se le habían dado bien las palabras. Si por casualidad aludiese a la violación, ella pensaría que al menos se le había pasado por la cabeza.
—¿Índigo, son imaginaciones mías o me tienes miedo?
Ella se puso rígida.
—¿Por qué iba a tener miedo?
Esa era una buena pregunta.
—Pareces nerviosa, por eso. Si he hecho algo que…
—No ha hecho nada.
La boca se le secó de repente.
—Espero que no. —Con la esperanza de quitar un poco de seriedad a la conversación, dijo—: Soy inofensivo, de verdad. Pregunta a cualquiera.
A Índigo no le parecía inofensivo. En ese preciso momento, era como si solo tuviera hombros ante ella. Sus piernas le parecían interminables. Llevaba las mangas de la camisa de lana verde arremangadas, lo que dejaba al descubierto unos antebrazos bronceados y musculosos. Estaba sentado a solo unos centímetros de ella, lo suficientemente cerca como para extender una mano y agarrarla por sorpresa. No le había pasado desapercibido el brillo en sus ojos y sabía lo que eso significaba. Una vez, hacía ya mucho tiempo, otro hombre blanco la había mirado de esa forma.
—No le tengo miedo ni a usted ni a nadie —dijo.
Era mentira, una de las pocas que había dicho hasta ahora. Todo lo que tuviese que ver con Jake Rand le asustaba. No podía evitar sentir (¿sería una premonición?) que de alguna forma él iba a hacerse con el control de su vida. En el momento en que lo vio por primera vez, había sentido eso mismo, algo inexplicable, un extraño sentimiento de reconocimiento, como si finalmente el destino la estuviese llamando.
Él no era un hombre al que se pudiese tomar a la ligera. Cada poro de su piel irradiaba fuerza, cada movimiento que hacía estaba cargado de masculinidad. ¡Ah, sí, le temía! Había visto en la tienda a mujeres que miraban un trozo de tela de la misma manera con la que él la miraba a ella. Tentadas, pero diciéndose a sí mismas que no. Nueve de cada diez veces, estas mujeres volvían, una y otra vez, hasta que por fin compraban la tela. Una semana después, llevaban vestidos nuevos, cortados exactamente de la manera en la que querían. Índigo no quería que su mundo desapareciera y se convirtiera en un mundo a la medida de Jake Rand.
Al recordar el poder que sintió en su cuerpo la noche anterior, estuvo a punto de temblar. Tenía el cuello de la camisa abierto, por lo que podía ver las vértebras de su cuello. Cuando se movía, la lana verde de su camisa se le pegaba al cuerpo y marcaba los músculos de sus brazos y hombros. Trató de imaginar toda esa fuerza dirigida contra ella y decidió que sería más fácil vencer a un muro de piedra.
—¿No temes a nadie? —La observó como si encontrase su respuesta de lo más divertida—. Estoy impresionado. Pensé que todos teníamos miedo de alguien.
Volvió al presente. Trató de guardar la compostura y responder.
—¿Ah, sí? ¿Y a quién teme usted, señor Rand?
La pregunta dejó a Jake en blanco.
—Te agradecería que me llamases Jake.
—Es usted mayor que yo, no sería respetuoso.
Él hizo una mueca.
—¡Ni que fuera Matusalén!
Le dolía que le tratase como a un hombre mayor. Se metió un trozo entero de queso en la boca. Treinta años no eran tantos. Él solo tenía… calculó rápidamente… once años cuando ella nació. ¡Por el amor de Dios! Conocía a hombres que se habían casado con mujeres veinte y treinta años más jóvenes que ellos.
Al queso le siguió un gajo de manzana seca. Jake la miró una vez más y trató de recuperar su sentido del humor.
—¿Crujo cuando camino? —preguntó con una fingida preocupación—. Me doy friegas de grasa en las articulaciones todos los días. El médico me prometió que eso solucionaría el problema.
Había aún un deje incómodo en los ojos de ella, pero vio un atisbo de sonrisa en su boca.
—Ya sé. —Sacó la mano y la hizo temblar—. Has notado la parálisis, ¿verdad? Es embarazoso, pero no puedo evitarlo teniendo la edad que tengo.
Por fin, obtuvo su recompensa en forma de sonrisa.
Al ver que el juego funcionaba, Jake miró al cielo y gimió.
—¡Ay, no! Fue toda esa lluvia de ayer, ¿verdad? Ha desleído el tinte negro de mi pelo. Admítelo. Viste los chorretones negros que me caían por el cuello, ¿a que sí?
El sonido de su risa fue providencial, aunque se mordiese el labio inmediatamente para contenerla. Para Jake era una tortura. ¡Cuánta dulzura! Se sintió feliz al ver que el temor había desaparecido de sus ojos.
—No quería ofenderte, Jake.
Dijo su nombre como si fuera algo íntimo, y sus mejillas se tiñeron de un encantador color rosado.
—No eres tan viejo —añadió.
—Dime que soy endiabladamente guapo, y te perdonaré.
Ella volvió a reír. Ese sonido le reconfortaba.
—Eres endiabladamente guapo —contestó ella—. Un diablo guapo muy joven, tan joven que estás aún verde.
—Sin lugar a dudas estás perdonada.
Lobo irguió las orejas en dirección a la colina. Jake siguió la mirada del lobo sin ver nada.
—No le hagas caso. Probablemente ha visto el postre corriendo por ahí. Los conejos son su comida favorita. —Ella puso su segundo sándwich en las alforjas y después empezó con el pastel. Le dio un primer bocado y a continuación se pasó la lengua por la boca para limpiar los restos de chocolate—. ¿Oiga, señor Rand…?
—¿Otra vez lo mismo?
—Jake —volvió a sonrojarse—, ¿puedo preguntarte algo?
—Tengo treinta años.
—No —dijo, riéndose—, no era sobre tu edad.
—Pregunta, pues.
Ella dio la vuelta al pastel como si buscase algún defecto en él.
—¿Puedes decirme por qué no tienes callos en las manos como los otros mineros?
No era lo que él esperaba. Jake se miró las manos. Podía decirle una docena de mentiras para explicárselo, pero, por alguna razón, no podía hacerlo. Había viajado hasta allí sabiendo que tendría que mentir para ganarse su confianza y creyó que estaba preparado para hacerlo. Pero eso había sido antes de conocer a Índigo y a sus padres.
—Yo… esto… —se aclaró la garganta—. En los últimos años, he estado trabajando en oficinas.
—¿Oficinas?
—Para una gran empresa minera.
—¿Qué te hizo dejarla?
Jake sintió como si estuviese ahogándose.
—No la he dejado exactamente. Es más como si estuviera de permiso. Yo… —inspiró aire profundamente— vine aquí con la esperanza de poder… —la miró a los ojos y, aunque no pudiese decir por qué, supo que no podía mentirle—. ¿Has tenido alguna vez la sensación de estar viviendo la vida como si estuvieses dormido?
—No.
—Pues yo sí. Vine aquí en busca de la verdad.
—La verdad —repitió ella—. ¿La verdad sobre qué?
—Sobre mí mismo, sobre todo lo que creía que era. La verdad sobre mi trabajo —suspiró. Hasta el momento no había dicho nada que no fuese cierto—. Cuando trabajas en una gran empresa, es demasiado fácil asignar un valor monetario a todo. La gente se convierte en nombres en un papel. Un hombre puede estar tan inmerso en hacer negocios que no se da cuenta de nada más. Pasó algo que hizo que me diera cuenta de que quizás había perdido el contacto con todas las cosas que de verdad importaban. Tenía que encontrar respuestas. Y por eso terminé aquí en Tierra de Lobos.
—¿Por accidente?
A Jake se le aceleró el pulso. Pero ahora que había llegado tan lejos, no podía echarse a atrás y empezar a mentir, por muy doloroso que fuera.
—No, no fue por accidente. Había oído hablar de los derrumbes en la mina de tu padre y también acerca de su lesión. Imaginé que querría contratarme. Por lo que sabía de Tierra de Lobos, pensé que podría ser el lugar que estaba buscando.
—O sea, que no estabas en Jacksonville por casualidad.
—No.
—Dijiste a mi padre que…
—Ya sé lo que le dije a tu padre. —Jake puso los codos en las rodillas y se echó hacia delante—. Algunas cosas no son fáciles de explicar. ¿Qué hubiese pensado si le hubiese dicho que venía buscando respuestas? Me pareció más fácil decir que simplemente pasaba por aquí.
Ella le miró fijamente por un momento que se le antojó interminable. Después, su expresión se suavizó.
—Espero que encuentres la verdad que estás buscando. Y no te pondré en evidencia diciéndoselo a mi padre.
Jake se sintió aliviado.
—¿No lo harás?
—No. Un viaje interior es algo privado, y lo respeto. También lo respetaría mi padre, si tú se lo dijeses. —Sus ojos le miraron con candor—. Muchos nunca se hacen preguntas. Nunca miran dentro de ellos mismos en busca de la verdad. No estoy segura de si se dan cuenta de que tienen una verdad que buscar. Sin embargo, mi padre no es uno de ellos. Él viaja a su interior casi a diario. Y lo mismo hacemos mi hermano y yo. Es la costumbre comanche.
Jake miró a la parte que le quedaba del sándwich. Con el nerviosismo, había metido los pulgares en el pan.
—Un lugar interior —repitió—. Haces que suene incluso noble. Aun así, sienta tan… —Hizo una pausa, sin estar seguro de cómo acabar la frase—. Cuando miro con detenimiento a mi interior, no estoy seguro de estar orgulloso de lo que veo.
Ella sonrió.
—Si no te gusta en lo que te has convertido, entonces pon tus pies en otro camino.
Ella hacía que sonase muy fácil. Pero no lo era. ¿Cómo podía él dar la espalda a todo aquello que amaba, a aquello por lo que había trabajado tanto? Quizá su mundo en Portland no era el ideal, pero era aquello a lo que pertenecía.
—No siempre es tan sencillo.
—Un viaje interior nunca es sencillo.
Ella buscó su mirada. Jake necesitó de toda su voluntad para no apartar la vista. Tenía la sensación de que le estaban leyendo la mente. Después de un rato, ella apartó los ojos y terminó el trozo de pastel que le quedaba por comer. Se hizo el silencio entre los dos. Jake se concentró en lo que le quedaba de comida, sin disfrutar ya del sabor. Lanzó un trozo de pan a Lobo, que seguía sentado junto a Índigo, con la vista puesta en la colina. Cuando el pan tocó el pecho del lobo, lo dejó caer al suelo y lo miró con desdén.
Estirando los brazos por encima de su cabeza, Índigo respiró hondo y después se sentó de lado. Al hacerlo, el aire que rodeaba a Jake pareció explotar. Era el estampido de un rifle.
Por un instante que parecieron horas, fue incapaz de reaccionar. Sus ojos registraron los más mínimos detalles, en su cerebro las imágenes se imprimieron como negativos en una cámara. Lobo, que un momento antes estaba sentado junto a Índigo, yacía ahora a sus pies. Había sangre por todos lados, derramada por la manta, sobre la hierba, en la cara de Jake. Índigo gritaba. Los caballos huyeron desbocados.
Jake sintió que se sumergía en melaza fría. Un rifle, por el amor de Dios; un rifle. El zumo de moras se le cayó por el regazo cuando soltó la jarra con unos dedos que le costó una eternidad mover. Se arrojó hacia delante para cubrir a Índigo con su cuerpo y tuvo la sensación de estar flotando y de que nunca llegaría a alcanzarla. Solo tenía un pensamiento en mente. Si Índigo no se hubiese estirado hacia un lado como lo hizo, esa bala le habría atravesado el pecho. La cubrió con su cuerpo y cruzó los brazos sobre su cabeza.
Dios mío.
No hubo más disparos. Jadeando como si hubiese estado corriendo, levantó un codo, se limpió la sangre de los ojos y escudriñó la colina. Vio a un hombre desaparecer a toda prisa entre los árboles. Poniéndose en pie de un salto, cogió a Índigo de un brazo y tiró de ella en dirección a la cabaña, con la única idea de ponerla a cubierto.
—¡Lobo! —Sollozó y trató de soltarse—. ¡Lobo! ¡No puedo dejar a Lobo!
Jake profirió una maldición.
—¡Olvida al condenado bicho!
La arrastró hasta la entrada de la desvencijada casa. Una vez dentro, hizo que se agachara en el suelo, cerca de una ventana, y se acurrucó junto a ella sin quitar la vista de la ventana. Si el hombre estaba aún allí, se había escondido bien. Jake sintió algo pegajoso en los labios. Hizo una mueca y escupió. Después se restregó la cara. Era una telaraña.
—Lobo…
El miedo que nublaba la mente de Jake fue cediendo poco a poco. Índigo levantaba las manos. Las tenía manchadas de sangre. Temblaba descontroladamente. Jake gimió y le bajó los brazos. Después la atrajo hacia él. Pasándole la mano por el pelo, pensó en dos cosas, a cual más irrelevante y loca: la primera era que su pelo era más sedoso de lo que había imaginado; la segunda, que lo único que podía sentir en esos momentos era un fuerte sentimiento de protección hacia ella.
—Volveré a por Lobo, cariño, tan pronto como sea seguro.
—¿Por qué? —gimió—. ¿Por qué le han disparado? Él nunca ha hecho daño a nadie. ¡Nunca!
Con la vista puesta en la ladera de la montaña, Jake le pasó la mano por la espalda, tratando de reconfortarla de la única manera que conocía. Dios mío. ¿La bala era para ella?
Parecía tan desesperada por el lobo, que Jake se arriesgó a volver ahí fuera. Mientras salía precipitadamente del porche, miró a su izquierda y después al interior del bosque. Las ramas de una morera le rasgaron la camisa cuando se acercó gateando a donde habían estado comiendo. Lobo yacía allí. Su paletilla izquierda, que antes había sido un cúmulo de músculos y piel, ahora era un agujero sangriento. Había sangre por todos lados. Le pareció increíble que el animal siguiese respirando.
Volvió a inspeccionar la ladera. Después se levantó, cogió a Lobo en brazos y corrió de vuelta a la cabaña. Índigo se reunió con él en la puerta. Él hizo que se apartara a un lado, le pidió a gritos que se quedara agachada y llevó al animal hasta una esquina. Índigo cayó de rodillas junto a él. A Jake se le rompió el alma al ver cómo abrazaba a su mascota.
Pero no lloró. Jake hubiese preferido ver las lágrimas. En cambio, se sentó sobre sus talones y colocó respetuosamente una mano sobre la frente del lobo. Jake se quitó la camisa.
Aunque no le gustase particularmente el lobo y supiese que era muy probable que muriese, Jake no podía dejarle ir sin luchar, aunque solo fuese por lo mucho que Índigo le quería. Dio otro paseo hasta la ventana, para vigilar la ladera. Después sacó el cuchillo y cortó una tira de lana de su camisa para hacer una venda. Lo que quedaba de camisa serviría de almohada. Si presionaba lo suficiente en la herida, podría tal vez detener la hemorragia.
Se acercó a Índigo y le pidió que se apartase.
—Déjame hacer algo —le dijo con suavidad, tocándole el hombro.
El interior de la cabaña estaba envuelto en sombras, lo que le impedía ver con claridad la herida. Con la ayuda del cuchillo, Jake buscó la bala. Índigo permanecía inclinada junto a él, con las manos temblorosas y un silencio que hablaba por sí solo de su dolor. «El mejor amigo que tengo en este mundo.»
Hacía mucho que no se encomendaba a Dios, salvo para pronunciar su nombre en vano. Pero en esos momentos rezó. No por el lobo, sino por la chica. Si Lobo moría, una parte de ella moriría con él.
Jake tocó el plomo con la punta del cuchillo. Con sumo cuidado, puso la masa hacia arriba. Finalmente, la bala salió de la maltratada piel y golpeó el sucio suelo con un ruido metálico.
Jake dobló lo que quedaba de la camisa con rapidez y cubrió con ella la herida. Mantuvo la presión un rato con la esperanza de que la hemorragia se detuviese. El lobo seguía vivo, algo que ya de por sí era milagroso. Ahora que había examinado la herida más de cerca, sabía que no había esperanza. La mayor parte de la articulación había desaparecido. Si Lobo vivía, sería un lisiado. Era mejor dejarle morir.
Entonces, ¿por qué hacía lo que hacía? Como mucho, daría a Índigo esperanzas allí donde no las había. La respuesta la obtuvo al ver su cara. Al mirar esos ojos azules grandes y asustados, no pudo por menos que rendirse a la súplica que vio en ellos para que le salvase la vida. Jake intentó recordar cómo era cuando tenía su edad, y solo tuvo una cosa clara. A los diecinueve años, él aún creía en los milagros. No tenía derecho a desilusionarla. La vida lo haría a su debido tiempo.
—¿Va… va a morir? —preguntó con voz quebrada.
—No lo sé, cariño. No se ve muy bien.
Ella colocó la mano sobre la cabeza de su amigo.
—No puede morir, es imposible que muera. ¿Lobo? ¿Me oyes, amigo mío? No puedes morir. No puedes dejarme…
Con la tira de lana, Jake vendó la herida y después volvió a la ventana para dejarla a solas con su dolor. Lo que oyó le hizo palidecer. Deseó que ella pudiese llorar y gritar. Cualquier cosa sería mejor que aquellos suspiros lastimeros y esas plegarias temblorosas. Era incapaz de imaginarse amando algo con tanta pasión, y ese pensamiento hizo que se sintiera vacío.
Escudriñó la montaña una vez más y trató de no pensar en nada. Supuso que era un momento de locura. Ese sentimiento de no reconocerse o de no saber ya lo que quería, ese pensar que a su vida le faltaba algo vital, era producto de la locura. «Lo has despreciado toda tu vida, y ahora te has convertido en alguien como él.»
Mientras esos interminables minutos se volvían horas, los suspiros de Índigo se hicieron más calmados y buscó refugió contra la pared, preparándose para una vigilia que duraría hasta que su amigo muriese. Jake lo sentía de veras, pero en ese momento su mayor preocupación era conseguir sacarla de allí a salvo. No podía dejar de mirarla: subía los brazos al cielo y después los bajaba. ¿Había esa bala fallado su objetivo?
Ese pensamiento le aterrorizaba. Lo único que tenía era un cuchillo apestoso. ¿Por qué diablos no había traído un rifle? ¿Y dónde estaban los caballos? Si ese bastardo llegaba hasta la ventana y empezaba a disparar, Jake no podría defenderles mucho, armado con su pequeño cuchillo.
Echó un vistazo a lo alto de la colina. El sol empezaba a ponerse. No quedaban muchas horas de luz. Dos horas, tal vez tres. ¿Qué pasaría si no podía encontrar los caballos?
—Índigo, ¿podemos llegar a casa a pie antes de que anochezca?
Como una sombra que se funde en la oscuridad, Índigo se revolvió.
—No podemos mover a Lobo.
Jake miró al lobo. ¿Es que no sabía que no había esperanza para él?
—Cariño, no podemos quedarnos aquí con él. —Había llegado el momento de compartir sus sospechas—. Creo que esa bala iba dirigida a ti.
Ella dejó escapar un entrecortado suspiro, claramente consternada. Después, miró al lobo.
—Si Lobo muere, desearé que me hubiesen disparado a mí.
Jake no podía dejar de mirarla.
—No lo dices de verdad.
—Sí.
Él se peinó el pelo con los dedos, tratando de contener una ira irracional, no contra ella, sino contra el bastardo que se escondía allí fuera.
—¿Sabes de alguien que haya podido tratar de dispararte? Piénsalo bien, Índigo. ¿Se te ocurre alguien?
—No —negó con la cabeza otra vez, en medio de la sombra, con el pelo cubriéndole los hombros—. Creo que quien lo hizo quería acabar con… —Su voz se quebró—. Mucha gente odia a Lobo. Le temen. Ya le han disparado antes. Quien lo hizo pensó que tal vez sería divertido matarlo.
Divertido. A Jake le dieron ganas de vomitar. Tan solo el día anterior, él mismo hubiese disparado al lobo. Pero nunca lo hubiese hecho sabiendo que el animal era una mascota. Le resultaba inconcebible que otro hombre lo hiciera. Pero era más fácil creer eso que pensar que alguien había intentado matar a Índigo.
—Quien lo hizo se arriesgó mucho. Si hubiese fallado solo un poco, te habría dado a ti.
—Un buen tirador raramente falla —contestó ella—. Si la bala hubiese sido para mí, me habría encontrado.
Jake rezó para que estuviese en lo cierto.
—Aun así sigo creyendo que debemos salir de aquí.
—No —se limitó a decir ella—. No puedo dejar a Lobo.
Jake tragó saliva.
—Cariño, no va a salir de esta. Lo sabes, ¿verdad?
—Tal vez sí. Ha parado de sangrar, creo. Si lo movemos, empezará otra vez. Entonces su muerte sería segura.
Jake apoyó el codo en el sucio alféizar de la ventana, se sujetó la cara con la mano y suspiró.
—No puedes arriesgar tu vida por un lobo, Índigo.
—Dices «lobo» como si fuera algo sucio.
—No era mi intención que sonase de esa manera.
—No, pero así es como te sientes. Él es diferente, no es un perro, por eso no te gusta.
Jake volvió a suspirar.
—Estoy seguro de que hubiese llegado a apreciarlo con el tiempo. Pero incluso aunque fuera un perro, mi pensamiento sería el mismo. Tu vida es mucho más preciosa que la de cualquier animal.
—Yo también soy diferente. —Su voz era un débil susurro—. Lobo y yo nos parecemos. Sé que no lo entiendes, pero somos amigos. De los especiales. Uno no deja a sus amigos para que mueran solos.
—Si él te quiere tanto como tú le quieres a él, querrá que te vayas. No es seguro para ti estar aquí.
—Puede que tampoco sea seguro salir al bosque —le respondió—. Los caballos se han espantado. Si alguien quiere dispararme, puede hacerlo si salimos a buscarlos. Aquí estamos tan seguros como en cualquier otro sitio, quizá más. Y Lobo… Él no me abandonaría, por muy grande que fuese el peligro. Yo no voy a ser menos.
Salvo por su irracional lealtad al lobo, en lo demás tenía razón. Jake mantuvo la mirada fija en el exterior. Pensó en ir a buscar los caballos, pero ¿qué pasaría si el tirador entraba en la cabaña mientras él no estaba? Lo más probable era que ella tuviese razón y no corriesen ningún peligro. Pero este era un riesgo que Jake no quería correr. Pensó en ir a Tierra de Lobos a pedir ayuda. Pero rechazó la idea por la misma razón.
—Quién sabe —susurró él—, quizá tengas razón y quedarse sea la mejor opción. Tu madre sabía que teníamos intención de venir aquí, de todos modos. Tal vez envíe a alguien a buscarnos.
—No sabrá dónde nos hemos detenido. Los caballos no están aquí.
Eso era verdad. Jake dio un golpe a la pared. Quizá, solo quizá, la suerte estuviese de su parte. Quizá la bala iba dirigida a Lobo. Quizá Loretta Lobo enviaría a alguien a buscarlos, y la montura llamase la atención de esa persona. Quizás el hombre que había disparado a Lobo estuviese ya a kilómetros de distancia. Quizá todo podía salir bien, después de todo.
El problema era que había demasiados «quizás».