Capítulo 13
Jake fue directamente a la casa de los Lobo para hablar con Cazador. El padre O’Grady estaba fuera confesando. Loretta le saludó con la misma frialdad que por la mañana. Sintiéndose incómodo, Jake no se entretuvo en formalidades antes de dirigirse a la habitación. Tras saludar a Cazador y preguntarle si quería hablar, cerró la puerta para que Loretta no pudiera oírles.
Con todo lujo de detalles, le habló a Cazador del derrumbe, de lo peligroso que había sido, y de por qué había decidido que Índigo se quedase en casa.
Cuando terminó de preparar el terreno para las preguntas que le quería hacer, Jake extendió las manos y habló con total honestidad.
—Acabo de dejar a Índigo en casa. Está terriblemente enfadada. —Inmediatamente, sin hacer mención de su pasado, Jake explicó lo que pensaba de que las mujeres hiciesen trabajos duros—. Cree que el derrumbe es una excusa para retenerla en casa.
Cazador pensó sobre ello.
—Si no fuera por ese peligro, ¿te negarías a que fuera a la mina o cazase en el bosque?
Jake se metió las manos en los bolsillos.
—Preferiría que tuviese intereses más convencionales, pero esa no es la causa de que le haya prohibido salir de casa. El sheriff Hilton cree que Brandon Marshall trama algo. No se fía de ese hombre y me ha pedido que tome todas las precauciones posibles. Con el disparo que mató a Lobo y ahora este derrumbe, ¿cómo puedo estar seguro de que estará a salvo en la mina o en el bosque?
—Entonces, esta decisión… ¿solo durará hasta que estés seguro de que Brandon no le hará daño?
Jake asintió.
—Es una medida temporal.
Cazador observó a Jake durante un rato.
—¿Por qué me vienes con esta historia?
Jake se rio.
—Quiero tu opinión. ¿Estoy siendo injusto?
Cazador sonrió.
—No me corresponde a mí decirlo. Tú eres el marido de Índigo.
—Quiero ser un buen marido.
—Con ese deseo, ¿cómo vas a equivocarte?
Jake quería una respuesta directa, no andarse con rodeos.
—¿Crees que corre peligro?
Cazador asintió.
—Creo que es posible. Y también creo que tienes buen corazón. Escucha la canción de tu corazón, ¿de acuerdo? Ahí encontrarás las respuestas que andas buscando.
Jake suspiró, desanimado.
—Esperaba que me dieses algún consejo, Cazador. Es tu hija.
—Y te la he entregado.
Jake echó la cabeza hacia atrás y se puso a mirar al techo.
—¿Me dices que escuche una canción? Ni siquiera sé si hay cantos dentro de mí. Y si los hay, son forzosamente distintos a los tuyos y a los de Índigo. La mitad de las veces, no la entiendo. ¿Cómo diablos puedo tomar decisiones sobre su felicidad guiándome por el sonido?
—Debes encontrar la manera.
Jake fijó en él su mirada.
—Para eso he venido aquí.
Cazador volvió a sonreír.
—¿Acaso yo puedo enseñarte? Y cuando hayas recorrido una larga distancia, ¿qué? Cuando te hayas adentrado en el bosque y el camino que te señale deje de estar claro, ¿hacia dónde dirigirás tus pasos? —Sacudió la cabeza—. Debes encontrar tu propio camino desde el principio, un camino que sea bueno para ti y para Índigo. Cuando sepas caminar, no volverás a perderte.
Jake masculló un juramento y sacó las manos de los bolsillos.
—En otras palabras, estoy solo.
—No. Mi hija camina contigo. Elige con cuidado el camino, ¿de acuerdo? El sendero que tienes por delante a veces será abrupto. Otras, rocoso y estrecho. Debes procurar elegir un camino lo suficientemente amplio como para que ella pueda recorrerlo a tu lado.
Jake suspiró y se hundió en la mecedora. Metiendo la cabeza entre las manos, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.
—Ahora mismo, el camino es condenadamente rocoso. La estrangularía. —Se rio en voz baja y miró hacia arriba—. No me habla. Eso es lo que más me saca de quicio.
Cazador sonrió ligeramente.
—Ah, sí, el silencio. Eso se les da bien. Así es. Nosotros tenemos los brazos fuertes, ellas tienen fuerte la voluntad.
—¿Qué haces tú cuando Loretta no te habla?
Cazador encogió los hombros e hizo una mueca.
—Me enzarzo en una terrible lucha durante un rato, y luego me rindo.
A Jake se le escapó una risita que no pudo reprimir. Cuando vio que Cazador le sonreía, se relajó.
—Lo siento, pero me ha hecho gracia. La tumbarías con un simple estornudo.
—Ya, pero, con un llanto, es ella quien me tumba a mí. —Cerró los ojos un segundo—. Busco la forma de evitar sus lágrimas, ¿entiendes? Y enseguida me doy cuenta de que me he rendido.
—¿Te rendirías si temieses por su seguridad?
—No. Si es por mantenerla a salvo, puedo ser implacable.
—Esa es mi postura. No me puedo rendir en esto.
Cazador inclinó la cabeza, asintiendo silenciosamente.
—Quizá te puedas rendir en cosas pequeñas. Ser marido no es fácil, especialmente el primer día. —Sus sabios ojos azules se llenaron de solemnidad—. Hay muchas formas de herir a una mujer, ¿entiendes? No puedes preservarla de todas.
—¿Por ejemplo? —respondió perplejo Jake.
Cazador agitó la mano sana.
—Índigo no se va a morir de hambre si no come unos días. Quizá podrías dejar que su estómago le dictase cuándo llevarse comida a la boca. Cuando su garganta quiere expulsar la comida, y su esposo le dice que debe tragarla, sucede algo extraño. Mi mujer lo llama atragantamiento.
Jake paró la mecedora. Recordó aquella mañana, cuando le había pedido a Índigo que se comiese una tortita. Arqueó una ceja.
—¿Algo más?
—Deberías dejar que alimentase a su puma. Me haría un hombre feliz. Ha estado todo el día rugiendo y despertándome. Y mi mujer anda de morros.
A Jake se le tensó un músculo de la mandíbula.
—Ya. ¿No será por eso que Loretta me trató tan fríamente esta mañana?
Cazador movió los labios nerviosamente.
—Índigo es su niña. No le hizo feliz verla atragantarse con una tortita. Y siempre le hemos permitido alimentar a sus animales. De repente, su nuevo marido dice que no al puma.
—Entiendo.
Cazador no parecía muy seguro.
—¿De veras? Si no se le da de comer, Mellado empezará a intentar cruzar la línea de trampas. Si lo hace, se pillará una pata, y el trampero lo matará. Como solo confía en Índigo, no podemos alimentarle. Solo nos queda ver y temer lo peor.
—Y estar enfadados —añadió Jake.
Cazador sonrió.
—Mi Loretta es una mujer buena, y no va a decir nada. Pero te puede fulminar con la mirada. Ríndete en las cosas pequeñas, ¿de acuerdo? Demasiados cambios en tan poco tiempo traerán problemas.
Jake se levantó incómodo de la silla.
—Gracias, Cazador. Esta visita ha sido reveladora.
Cazador asintió.
—¿Tratarás de hablar con mi hija para que ella acceda a hablar contigo?
—Ah, sí. Vamos a tener una charla, desde luego.
Jake dejó a los Lobo cuando oscurecía. Avanzó a grandes zancadas por el camino, golpeando con las botas los tablones de madera, dando golpes secos y apretando la mandíbula. Ira. Lo atravesó en oleadas calientes, como un latido descontrolado. Esa mañana, ella había mentido a sus padres; les había contado una sarta de mentiras. La pregunta era: ¿por qué? Jake intentó imaginársela sentada dócilmente a la mesa, tragándose la tortita bocado a bocado, haciendo como que el bruto de su marido la había obligado. La imagen le puso absolutamente furioso.
Al acercarse a casa de López, se dio cuenta de que la lámpara del salón no estaba encendida. Soltó un juramento y apuró los pasos, imaginando que habría huido o interpretado otra estúpida escena femenina. Con las prisas, abrió la puerta de un empujón tan fuerte que golpeó la pared interior.
Se la encontró en la cocina, casi a oscuras. De pie frente a la encimera, cortando con calma una rodaja de carne de venado, una imagen de perfecta domesticidad, excepto por su ropa india, la falta de luz y la expresión afligida de su rostro. Jake se sintió idiota. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y la miró un momento. Parecía que acababan de abofetearla: magullada, frágil, y a punto de llorar.
Su enfado remitió un poco. Aunque le enfurecía pensar en las vergonzosas mentiras que les había contado a sus padres esa mañana, tenía que admitir que los últimos días habían sido muy tristes para ella. Probablemente se estaba defendiendo de la única forma que sabía. Lo mínimo que él podía hacer era tener en cuenta eso y tratar de dominar su genio.
Fue a buscar la lámpara del salón, la encendió y la llevó a la cocina.
—¿Vas a necesitar más leña para mañana?
Apenas alteró el gesto.
—Ya la traigo yo.
Su respuesta sonó monocorde, cortante y hostil, salpicada del elocuente zas que hizo la hoja del cuchillo al cortar limpiamente el venado y golpear la tabla. Jake tuvo el desagradable sentimiento de que para ella el trozo de carne era su cuello.
—A mí no me importa ir a cogerla.
Decidido a ser paciente y razonable, salió y recogió una brazada de leña. Cuando regresó, ella había terminado de cortar la carne y empezaba a pelar patatas. Con una alegría fingida, él dijo:
—La tormenta ya ha pasado. Así que vamos a batir un récord de días de sol.
Obtuvo un silencio tenso como única respuesta. Jake apretó los dientes y volvió a salir por leña, maldiciendo a las mujeres y sus estrategias de guerra. Cazador quizá podía reírse, pero Jake no. No estaba dispuesto a soportar esto cada vez que se cruzase con Índigo.
Decidido, Jake volvió a la cocina y descargó la madera cuidadosamente, haciendo una pila ordenada en la caja de la leña.
—Aquí tienes, señora Rand. Esto bastará hasta mañana por la noche.
Ella no le dio las gracias. Ni siquiera se dio cuenta de que acababa de hablar. Jake observó pensativo cómo colocaba una tapa sobre la sartén de patatas y empezaba a colocar el venado troceado y envuelto en harina sobre la plancha caliente. La ira se manifestaba en cada línea de su pequeño cuerpo. Paciencia, se recordó él. Se le ocurrió que quizás ella temía mostrar sus sentimientos por miedo a que la castigase.
Él se frotó el cuello.
—Cariño, sé que estás enfadada.
La grasa estalló sobre la plancha, y ella dio un respingo.
Jake esperó a que respondiera, se dio cuenta de que no tenía intención de hacerlo, y frunció los labios.
—¿No puedes ver el lado bueno? Si no tienes que trabajar los próximos días, quizá puedas pasar más tiempo con tu madre. —Hizo una pausa un momento, y luego añadió en voz baja—: O con tus animales. Con Mellado, a lo mejor.
Ella lo miró asustada. Jake vio la expresión que atravesaba su cara. ¿Culpa? No estaba seguro. Después de un rato, pareció recuperar la compostura. Alzó los hombros y volvió a centrarse en el venado, como si él no estuviese.
—No tienes que tener miedo de que me enfade contigo por decir lo que piensas.
Ella no levantó la vista.
—No tengo miedo.
Era una tontería, y los dos lo sabían. El enfado de Jake crecía por momentos.
—Bueno, si no tienes miedo, al menos mírame.
Aunque sus ojos mostraron desconcierto, Jake no pudo ignorar el resentimiento que se ocultaba al fondo.
—Así está mejor. —Concluyó que, si las miradas quemasen, sería reducido a cenizas. Sabía perfectamente que ella tenía el carácter y destreza comunicativa necesaria para sacarlo de quicio—. ¿Cuánto tiempo va a durar este silencio infernal, Índigo?
Ella se lamió los labios.
—Solo hasta que tenga algo que decir. Ahora mismo dentro de mí no hay nada más que… —su cara se puso tensa y le lanzó una mirada aprensiva— ira.
Era un paso en la dirección correcta.
—Entonces, expresa tu ira —insistió con un tono severo.
Ella le devolvió otra mirada asustada.
—¿Es ese tu deseo?
Acostumbrado a las artimañas femeninas de Mary Beth cuando quería que las cosas fueran a su manera, Jake miró a Índigo con repentina cautela. Este acto servil estaba empezando a afectarle. Si lo que quería era hacerle sentir como un ogro, lo estaba consiguiendo de manera admirable. Si lo que pretendía era irritarle, se estaba acercando peligrosamente a conseguirlo, también. No tenía ni idea de cuánto.
—Sí, es mi deseo.
Alzando los hombros, apartó la plancha del calor, se secó las manos con un paño y se volvió hacia él.
—¿No te enfadarás?
—No. Lo que me va a hacer enfadar es que no hables.
Ella levantó la barbilla.
—Creo que eres un bastardo arrogante y egoísta.
Su discurso era tan bien modulado y preciso que, por un instante, el cerebro de Jake no registró las palabras.
—Y también te detesto —terminó.
Él sintió la garganta extrañamente tensa, por la indignación o las ganas de reír, no lo tenía claro.
—¿Eso es todo?
Claramente agitada, ella caminó hasta el armario, cogió un cuenco y lo observó con la mirada vacía.
—No, no es todo.
—¿Y bien?
Ella lanzó una mirada al hornillo, volvió a colocar el cuenco en el estante y sacó un plato.
—Me gustaría quemarte la cena, tirarla por el suelo y golpearte con la plancha caliente.
—¿Tanto, eh? Vaya, pues sí que estás enfadada.
—Sí.
Él cruzó los brazos.
—Sin embargo, acabas de apartar la plancha del fuego para que el venado no se haga demasiado rápido.
Sus labios se estrecharon con inconfundible disgusto.
—Eres mi marido. Mi deber es prepararte la comida.
—¿Incluso estando tan enfadada?
—Mis sentimientos solo importan si tú lo permites.
Entornó los ojos. Empezaba a comprender. La culpa, el arma final. Mary Beth podría tomar lecciones de esta pequeña descarada.
—No me digas más. Es una costumbre comanche, ¿verdad? Una esposa tiene que ser obediente y, si su marido es un bastardo arrogante y egoísta, a ella no le queda más remedio que aceptarlo.
Sus ojos tomaron más brillo.
—Sí.
Disfrutando con el juego, respondió al gesto rebelde de su cara con una lenta sonrisa.
—¿Lo entiendo correctamente? Estás tan furiosa que te gustaría, ¿cómo era la palabra? Ah, sí, golpearme, pero aun así viniste aquí, empezaste a preparar mi cena y no dijiste ni una palabra. ¿Eso es lo que hace una buena esposa comanche cuando quiere asesinar a su marido?
Sus mejillas brillaron levemente.
—Sí.
—¿No grita cuando se enfada? —sonrió él—. ¿No replica? ¿Solo hace lo que le dicen, sin rechistar?
—Sí —contestó ella.
—Repítelo. No lo he entendido.
—¡Sí!
Jake la observó durante un minuto, sonriendo todavía. Al final, se enderezó.
—Ese es el sueño de todo hombre. —Inclinando la cabeza sobre el hornillo, dijo—: Prefiero una tostada en vez de galletas. Ligeramente tostada. —Después, salió de la cocina.
Tras cambiarse la ropa de trabajo y lavarse fuera, Jake volvió para descubrir que su bella, sepulcralmente callada y hosca esposa le había preparado un magnífico menú, cocinado en su justo punto. Se sentó y se puso la servilleta sobre el regazo. Con una sonrisa engreída, le dijo:
—¿No vas a comer?
—No tengo hambre.
Él masticó un trozo de carne y tragó, recordando las múltiples huelgas de hambre de Mary Beth. Si se trataba de una guerra de voluntades, él era un experto.
—¿Y si insisto?
Ella miró la comida con resignación.
—Entonces, comeré.
—¿Incluso si te atragantas?
Lo miró sobresaltada. Jake casi se enfrenta con ella. Ambos sabían bien que él no le había mandado tragarse a la fuerza la tortita. Estaba preocupado porque no había comido, y había intentado convencerla de que tomase algún tipo de alimento. Por razones que desconocía, ella había querido sacar provecho de aquello, siguiendo sus palabras al pie de la letra, sin duda para hacerle quedar mal.
¿Por qué? Esa era la pregunta. ¿Quería que sus padres decidieran anular el matrimonio? Jake no tenía ni idea. Lo único que sabía con seguridad es que no le gustaba pasar por un ogro sin corazón, y, para cuando hubiese terminado con esto, ella no volvería a intentar nada parecido de nuevo.
—Supongo que no te hará daño perder un par de comidas. No eres lo que yo llamaría rellena, pero a ese trasero no le vendría mal bajar un poco.
Ella se llevó la mano al muslo, con evidente consternación.
—Tenía miedo de que me dijeras que ibas a esperar a que tu marido acabase de comer. Esa es otra costumbre india, ¿no? Los hombres comen antes y las mujeres, mientras, dan vueltas por ahí.
—Mi padre ignoró esa tradición. En su hogar, hay una cómoda mezcla de costumbres blancas y comanches, y él disfruta con la presencia de mi madre en la mesa. —Su padre también se había rendido cuando su madre se enfadó y dejó de hablarle. Cazador podía ser muchas cosas, pero no era un hombre autoritario.
—Ya veo —le sonrió—. Entonces, si yo considero que una costumbre comanche es insoportable, podemos alterarla, ¿correcto?
—Sí.
Él se metió en la boca un trozo del pan que había hecho Loretta. Acompañándolo con un sorbo de café, dijo:
—No es que me queje. Todavía no he conocido a un hombre que se queje de tener a una mujer completamente servil cuyo único objetivo es complacerlo y concederle todos sus caprichos.
Ella volvió a sonrojarse.
Jake escondió una sonrisa tras la taza de café.
—Dime, ¿qué se espera de un marido en este tipo de arreglos? ¿Hay alguna regla que tenga que seguir? No querría defraudar a una mujer tan dócil y sumisa.
—No hay reglas para el marido —contestó, aunque indecisa.
—¿Ninguna? Seguro que la esposa tiene alguna expectativa o algún ideal.
—Espera que su marido la ame y —su mirada se volvió hacia la de él— trate de complacerla en todos los sentidos.
Aleluya ¿Un recordatorio sutil de la promesa que él le había hecho ayer en el granero? ¿Cómo lo había dicho? «Haré todo lo que pueda para hacerte feliz.» Sabía que había trampa.
—No hay ninguna ley que diga que debe hacerlo —añadió con voz temblorosa—. Una mujer solo puede esperarlo.
Él posó su taza de café con un golpe, aplaudiéndola mentalmente. Sus tretas, destinadas a remorderle la conciencia, le daban mil vueltas a las rabietas de Mary Beth. Desafortunadamente para ella, nunca se había dejado manipular ni pensaba hacerlo. Podía seguir así durante un mes que él no renunciaría a su decisión de hacerla quedarse en casa. Tampoco iba a conseguir que sus padres anulasen su matrimonio, si es que ese era el plan. Esta noche se iba a asegurar de eso.
No tenía la intención de permitir que siguiese en esa línea hasta crear un problema. Quizás ella no era consciente, pero también él disponía de técnicas ocultas para cortar esa historia de raíz.
—Así que, en pocas palabras, mis deseos son órdenes —meditó un momento sobre el tema—. Es un plan condenadamente perfecto para el hombre ¿Esto se aplica a todo? ¿Da igual lo descabellada que sea mi petición, siempre vas a obedecerme, sin preguntar ni discutir?
Siendo la viva imagen del orgullo herido, parecía costarle responder. Al final, pronunció un débil «sí».
Jake se columpió hacia atrás en la silla y la miró de arriba abajo, lenta y concienzudamente. Alzando una ceja, dijo:
—Eso podría ser interesante.
Ella le miró con tanto miedo que supo que había entendido lo esencial. Le sorprendió bastante ver que no daba muestras de retractarse. Cuando las tretas de Mary Beth se volvían en su contra, solía cambiar inmediatamente de táctica.
Sacó el reloj del bolsillo y miró la hora.
—¿Te das cuenta de que llevamos casados casi veinticuatro horas? —La miró directamente a los ojos, alegrándose de percibir que había empezado a inquietarse. Puede que fuera inocente, pero, desde luego, no era estúpida—. Veinticuatro horas… y todavía no he visto a mi esposa sin estar cubierta de arriba abajo de franela y ante. ¿Qué pasaría si pidiera que te descubrieses? Puedes ser mi… postre.
Ella se llevó la mano al cuello, abochornada. Su reacción hizo que casi se arrepintiese de seguir por ese camino. Hizo lo que pudo por mantener la compostura.
—¿Es e… eso lo que quieres? —le preguntó.
—¿Y si quisiera? —respondió él—. ¿Te quitarías la ropa para mí, Índigo?
Ella tragó saliva y lanzó una mirada aterrorizada a la lámpara.
—La lámpara está ardiendo.
—Mejor, para poder verte. —Se recostó aún más en su silla y le lanzó la mirada más lasciva que pudo—. Primero la blusa, creo. Pero no en la otra punta de la habitación. Acércate y quédate frente a mí. Y quítatela despacio. El deseo es la mitad del placer.
Ella parecía querer salir corriendo.
Conteniendo la risa, añadió:
—Ven, esposa obediente. No tengo toda la noche.
Bajando la cabeza, se acercó a él. Cuando su cadera rozó la esquina de la mesa, se detuvo y cruzó los brazos para agarrarse la parte de abajo de la blusa de ante. Él seguía esperando que parase, estaba seguro de que lo haría, hasta el momento en que, efectivamente, se quitó la blusa por la cabeza y la tiró al suelo.
Jake se sintió como si le hubiesen echado un jarro de agua fría. Los pulmones se le helaron. Creyó que el corazón se le paraba, y no se hubiese movido ni aunque se lo pidiese el mismísimo Dios. Ella estaba frente a él como un chivo expiatorio esperando el cuchillo, su cabeza pendía con vergüenza, le temblaba el cuerpo. La muselina de la combinación, casi transparente a causa de los múltiples lavados, se le pegaba suavemente a los pechos, y provocaba más de lo que escondía.
La pata delantera de la silla de Jake golpeó el suelo con un sonoro zas, y ella se sobresaltó. Jake se quedó sentado en un silencio de asombro. De repente vio, con absoluta claridad, que no había estado actuando. De verdad pretendía acatar cualquier orden que él le diese, incluso si suponía el fin del mundo para ella.
Le sobrevino un recuerdo del día anterior; Índigo aceptando los deseos de su padre y diciendo que nunca le desobedecería. Recordó su palidez durante la ceremonia de la boda y después, y su miedo la noche anterior. Lo último que ella quería era casarse con él, pero lo había hecho. ¿Y por qué? Porque su padre se lo había pedido.
Todo lo que había cenado se había convertido un montón de piedras en la boca de su estómago. Había hecho el imbécil varias veces en la vida, pero esta se llevaba la palma.
—Índigo… —susurró.
Al sonido de su voz, ella tragó un poco de aire y sacó la combinación de debajo de la cinta que llevaba en el talle del pantalón. Jake la agarró de las muñecas para detenerla. Ella alzó la cabeza. Los ojos azules, brillantes a causa de las lágrimas derramadas, y afligidos por la humillación, se fijaron en los suyos en un silencio interrogante.
—Yo no quería. Era una broma. —Las palabras, ásperas por la emoción, golpearon el aire y se quedaron allí colgando, tan discordantes y horribles que hubiese querido tragárselas. ¿Una broma? Ella tenía razón; era un maldito egoísta y un capullo arrogante. Y un auténtico idiota, además.
—Nunca hubiese imaginado que tú, de verdad…
—Yo creí que…
No había palabras. Al mirarla se dio cuenta, demasiado tarde, de que no estaba en su naturaleza manipular a nadie. Lo más cerca que la había visto de contar una mentira era cuando negó que tuviera miedo, y eso se debía más a su obstinado orgullo que a un intento de engañar. Señor, ¿por qué no había leído aquello en sus ojos? Eran claros como el cristal lacado y revelaban todas sus ideas y sentimientos.
«¿Es ese tu deseo? ¿Debo? ¿Esa es tu última palabra?» Recordó su rostro afligido esa mañana, cuando le pidió que tuviese cuidado al dar de comer a sus animales. «Lo cierto es que no apruebo que alimentes al puma.» No se lo había prohibido. No había sido necesario. Su desaprobación era suficiente. La voz de Denver Tompkins volvió a su encuentro. «Una india hará todo lo que le diga su hombre.»
Jake sintió que se mareaba. Ella se había entregado como un felpudo a que caminasen sobre ella, y él le había hundido su orgullo en el polvo con la suela de la bota. Le soltó las muñecas y volvió a colocarse en la silla.
—Lo siento, Índigo. Puedes ponerte la camisa.
Ella se pasó el brazo por encima del pecho y se inclinó para recoger la blusa con la mano inmóvil. La mirada de Jake se detuvo en la herida de cuchillo de su antebrazo derecho. No tenía nada que ver con Mary Beth; había sido un imbécil al compararlas.
Se pegó el ante al pecho.
—Si has terminado, ¿puedo irme a la habitación?
¿Si había terminado? Jake se encogió. Estaba seguro de que ya había hecho todo el daño que podía hacer. Había terminado, desde luego.