Capítulo 6

A medianoche, Jake comprendió que nunca antes había conocido el verdadero significado de la palabra «interminable». Midió los segundos uno por uno, en el tictac apagado y lento de su reloj de bolsillo. Era como si la luna se hubiese congelado en el cielo. Incluso el viento había dejado de soplar. El silencio los envolvía, un silencio horrible que parecía estar esperándoles.

Jake nunca había temido a la oscuridad, pero esa noche la negrura del bosque resultaba amenazadora. No se movía ni una hoja. Tocadas por la luna, las sombras parecían tener vida propia y envolver la cabaña. Si miraba una sombra el tiempo suficiente, terminaba pareciéndole el contorno de un hombre. El sudor le caía por la nuca y tenía los pelos de punta. A veces, el corazón le latía tan fuerte que estaba convencido de que terminaría saliéndole por las costillas.

No dejaba de pensar en la mirada cándida de Loretta Lobo. Le había confiado a su hija y aquí estaba él, en una cabaña mugrienta, con un cuchillo como única arma para defenderse de un hombre que podía dispararles en cualquier momento. Un tiro certero y caería. Después de él, Índigo estaría sola.

A su espalda, Índigo se sentaba erguida, en silencio. No parecía ser consciente de nada, salvo del lobo. Su silencio le ponía nervioso. Quizá fuese su sangre india, pero la manera que tenía de expresar el dolor no le parecía normal.

Le dio un calambre en el muslo. Al cambiar de posición, golpeó sin querer el suelo con la bota. El sonido pareció desafiarle. Su brazo rozó el alféizar de la ventana y el polvo le llegó hasta la nariz. Sintió frío. Encogió los hombros desnudos en busca de calor, dobló una pierna y volvió a mirar en dirección a la montaña.

Un movimiento repentino le hizo girarse. Lobo, como un espectro negro y plateado a la luz de la luna, trató de ponerse de pie con su pata sana. Con sus ojos dorados fijos en la ventana, estiró el cuello y emitió un aullido bajo que fue aumentando hasta convertirse en un desgarrado lamento.

Jake nunca había oído aullar a un lobo desde tan cerca, y el sonido le hizo estremecerse. Parecía que iba a durar para siempre. Índigo se colocó aún más cerca del animal y abrazó su inmenso pecho. Sollozó como si fuera a ahogarse.

—Ah, Lobo, mi amigo.

La angustia que oyó en su voz le encogió el corazón. El lobo aullaba a la luna para honrar su propia muerte. Índigo, perfectamente compenetrada con él, lo había comprendido así y le ayudaba a erguirse. Lobo echó la cabeza hacia atrás y aulló de nuevo. El esfuerzo le dejó sin fuerzas. Se dejó caer sobre su dueña, incapaz ya de mantenerse por sí mismo. Su tercer aullido fue lastimosamente débil.

Índigo reanudó su letanía, con una voz temblorosa y aguda. Jake escuchaba, incapaz de identificar el lenguaje que estaba utilizando. Algo de lo que cantaba parecía latín, que reconoció de sus días en la universidad. El resto, supuso, era comanche. Ein meadro. Ein habbe we-ich-ket. Un canto de muerte, cantado entre lágrimas en honor a Lobo, ya que el animal no tenía más fuerzas para hacerlo él mismo.

Como si Lobo entendiese, inclinó la cabeza sobre su pecho. A la luz de la luna, sus dorados ojos parecieron brillar. Jake tuvo el inquietante sentimiento de que el animal estaba pidiéndole algo, pero no imaginaba qué podía ser.

Después de unos minutos, la fuerza abandonó al animal, que se hundió entre las rodillas de su dueña. Podía medir los segundos contando los dolorosos latidos de su corazón. Segundos en los que el brillo iba apagándose de los ojos del animal. Y supo el momento exacto en el que el último halo de vida abandonó su cuerpo. No dijo nada; no podía.

Aunque debía de haber sentido también la flacidez del cuerpo de su amigo, Índigo no dejó de cantar en ningún momento. Acariciaba la cabeza del lobo con sus cariñosos dedos y le cantaba sin cesar, como si el animal aún pudiera oírla. Bajo la débil luz, parecía una auténtica comanche. Hasta esa noche, Jake no se había dado cuenta de lo enraizadas que estaban las costumbres de su padre en ella. Casi podía oír el sonido de tambores comanches en la noche.

Jake pensó que estaba hecha de rayos de luna. Pensó, en su locura, que, si él se levantaba y dejaba que su sombra la cubriese, desaparecería. Su canto siguió, incesante. Los minutos se convirtieron en dos horas. Índigo seguía cantando cuando los primeros rayos rosados de la mañana tocaron el horizonte.

Cuando se hizo de día, Jake consideró que era seguro dejar allí a Índigo y salir en busca de los caballos. Como había hecho toda la noche, Índigo seguía de rodillas y sosteniendo a Lobo entre los brazos cuando volvió. Jake se acercó a ella despacio, sin saber muy bien qué iba a decirle.

—¿Índigo?

Sus hermosos ojos parecían no enfocarle.

—Índigo, he encontrado a los caballos y tengo a Buck ensillado. Creo que deberíamos emprender el camino de vuelta a Tierra de Lobos.

Su abrazo se hizo más fuerte alrededor del cuello de lobo, y susurró:

—Nei-na-su-tama-habi, nei-na-su-tama-habi. Kiss, hites.

Jake se puso en cuclillas junto a ella. Tenía sombras bajo los ojos. Jake suspiró y le pasó la mano por el cabello, deseando tener la fórmula para hacérselo más fácil.

—Se ha ido, cariño. Duele, pero tienes que afrontarlo.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no se ha ido. Nunca lo hará.

Pegó la cabeza a él, como si escuchase. El viento de la mañana se metía por las ranuras de las maderas de la cabaña. Cerró los ojos como si pudiera oír algo que Jake no oía.

—Nuestro sagrado hermano, el esa, no muere —susurró—. Se une al viento, a las montañas, a la luna. Su espíritu permanece para siempre. Si escuchas, podrás oír su voz.

El esa. Jake adivinó que hablaba del lobo. Por irracional que pareciese su comportamiento, la expresión de su pequeño rostro le hizo estremecerse. Ojalá pudiese llorar. Hubiese deseado con todo su corazón poder traerle de vuelta al lobo.

—Si pervive, entonces no lo has perdido realmente.

Índigo abrió los ojos y el dolor que vio reflejado en ellos le hizo temblar.

—Sí, lo he perdido. Aunque camine junto a mí, estaremos en dos mundos diferentes.

Jake tocó con respeto la espesa piel del animal.

—¿Me dejarás que lo coja?

Su boca se contrajo, y tragó saliva compulsivamente.

—Deja primero que le dé mi último adiós.

Jake se levantó y dejó la habitación. El aire frío de la mañana le pegó en la espalda desnuda. Se le puso la carne de gallina. Con los ojos fijos en el amanecer, encontró cierto consuelo en saber que, una vez más, el sol saldría por donde debía hacerlo. Las criaturas nacían y morían, pero el mundo seguía su curso. Con el tiempo, Índigo recordaría esta mañana como un momento triste en su vida, nada más.

Sin hacer ruido, Índigo apareció por detrás de Jake. Él bajó los ojos para ver que tenía húmedas las pestañas, el único indicio de que había derramado más de una lágrima.

—Ahora estoy lista —se limitó a decir.

Vacío, Jake volvió a la cabaña a por el lobo. Ella apartó la vista mientras él ataba al animal sobre la montura de Molly. Una vez a lomos del caballo, Jake comprobó que su forma de montar había cambiado: llevaba la espalda encogida, los hombros caídos y la cabeza baja. El fiero orgullo que solía mantenerla erguida parecía haberse evaporado.

Jake se sorprendió al ver que salía de su ensimismamiento y se daba la vuelta para hablarle.

—No quiero que les digas a mis padres que la bala estuvo a punto de darme.

Jake puso a Buck al trote para ponerse a su altura. Miró el cuerpo sin vida de Lobo y tiró de las riendas.

—No puedo prometerte eso, Índigo. Creo que tienen derecho a saberlo, por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

Jake bajó la cabeza para esquivar una rama.

—Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Qué pasaría si esa bala iba dirigida a ti?

—Te lo dije ayer, un buen tirador rara vez falla el tiro. Hay gente que le ha disparado antes a Lobo. Y no tengo ningún enemigo. Es ridículo pensar que alguien quiera matarme.

Jake evitó su mirada.

—Lo siento, pero creo que debo decírselo.

—¿Y darles un motivo más de preocupación? —Su voz se elevó una octava—. Ya tienen bastante de lo que preocuparse.

—¿Y cómo se hubiesen sentido si hubieses sido tú en lugar de Lobo? La mina y todas las demás preocupaciones hubiesen palidecido ante eso.

Ella hizo un ruido de frustración y puso al trote a su caballo. Jake sostuvo a Buck. No tenía sentido continuar con la conversación. Tenía que decírselo a sus padres, y no había más que hablar.

De vuelta a Tierra de Lobos, Jake se sorprendió al ver tanta gente por la calle. Nunca imaginó que la llegada de Índigo pudiese provocar tanta expectación. Mientras cabalgaban colina abajo, oyó voces anunciando su llegada. Un momento después, vio a Loretta Lobo salir de la cárcel y correr por la calle con una falda azul revoloteando al viento.

—¡Índigo! —gritó.

No había duda de que su tono era de alivio. Consciente de que iba con el torso desnudo, Jake llevó a Buck hasta la puerta de la casa y bajó de la silla. La gente que había a ambos lados de la calle se había detenido y girado para mirarles. Después del día y la noche que Índigo y él habían pasado juntos, la expresión acusadora que vio en sus rostros le enfureció. Seguro que veían el cuerpo sin vida del lobo en la grupa del caballo de la chica. Si pensaban que Índigo y él habían estado ahí fuera fornicando toda la noche es que eran unos idiotas de mente retorcida.

—Gracias a Dios que estáis bien —gritó Loretta.

Índigo llevó el caballo hacia el establo. Al llegar a la altura de Jake, Loretta vio a Lobo. Palideció y sus pasos se volvieron inseguros. Jake se apresuró a explicarle lo que había pasado. Ella se tapó la boca con la mano y cerró los ojos.

—Ay, Dios mío. Pobre Índigo.

Había dos mujeres mayores de pie junto a la cárcel. Sin dejar de susurrar, lanzaban miradas malintencionadas al torso desnudo de Jake. Él apretó los dientes.

Loretta siguió su mirada. Cuando volvió a mirarle, tenía la boca cerrada.

—No les haga caso, señor Rand.

Era difícil ignorarlas.

—Ya sabe lo que están pensando.

Loretta asintió.

—Sí, pero no podemos hacer nada. No debe preocuparse por eso. Le aseguro que tanto Cazador como yo no somos del tipo de personas que… —Se colocó la trenza despeinada. Era evidente que había pasado la noche en vela—. Usted ha cuidado de nuestra hija y le estaremos eternamente agradecidos por ello.

Índigo llegó del establo con una pala. Sin mirarles casi, pasó el mango por la grupa de Molly, montó en ella y cabalgó hacia los árboles. Loretta la siguió con la mirada.

—Que Dios la bendiga. Amaba a ese lobo con toda su alma.

—Creo que más de lo que ninguno de nosotros pueda entender —contestó Jake con voz trémula—. ¿Estará bien si dejamos que se ocupe ella sola?

Sin dejar de mirar a su hija, Loretta se mordió el labio.

—Eso espero. Me guste o no, esa es su costumbre. Nadie debe inmiscuirse, al menos no durante un rato. —Cuando por fin volvió a mirar a Jake, levantó ambas cejas—. Dios santo, señor Rand, ¿qué le ha pasado a su camisa?

—La usé para vendar a Lobo.

—Si no se constipa será un milagro. Entre en casa y caliéntese un poco. Tengo café recién hecho.

Jake la siguió escaleras arriba hasta el porche, y antes de entrar en la casa echó un último vistazo en dirección al bosque donde había desaparecido Índigo. ¿Era esa su costumbre? ¿Dejar que una chica llorase la muerte de un ser querido sola? Quizá Loretta pudiese aceptarlo, pero a él le parecía despiadado.

Después de entrar en casa, Loretta fue directamente a la habitación de Cazador. Jake pudo oír cómo le contaba lo que había ocurrido. Él fue a la puerta del dormitorio y se quedó allí escuchando hasta que terminó la historia y empezó a hablar a su marido del comportamiento que la gente del pueblo había tenido.

—¡Viejos hipócritas! —gritaba—. Me enfurecen tanto que podría escupirles en la cara. Son todos unos chismosos. Están celosos, eso es todo.

Jake se preparó para oír la reacción de Cazador. Sabía cómo se sentiría él si Índigo fuera su hija. Unas pocas lenguas malintencionadas podían arruinar la reputación de una muchacha y, si la situación empeoraba, solo habría una manera de acallar esas murmuraciones. Jake no estaba seguro de cómo se sentía ante eso. En deuda, sí. Pero también ofendido. No era lo que había pedido.

Cazador miró preocupado hacia la puerta y pidió a Jake que entrara.

—Parece que ha pasado una mala noche, amigo mío.

—Las he tenido mejores. —Jake se frotó el hombro mientras se acercaba a la cama—. Para Índigo ha sido aún peor, se lo aseguro. —Se dio cuenta de que Cazador le miraba el pecho. Dado que no había oído que Loretta le explicase el motivo de su desnudez, decidió que era mejor aclarar malentendidos—. Utilicé la camisa para hacer los vendajes. Hice todo lo que pude.

El mestizo cerró los ojos un momento, después respiró hondo. Cuando volvió a mirar a Jake, su expresión era triste.

—¿Cómo está Índigo?

—Me temo que se lo ha tomado muy mal.

Loretta tocó a su marido en el hombro.

—El señor Rand dice que la bala estuvo a punto de darle a Índigo, Cazador. Se libró por muy poco.

Cazador le cogió la mano y le dio un apretón cariñoso. Después, miró a Jake con desconcierto.

—¿Cree que alguien ha disparado a nuestra hija?

Jake no quería alarmarles innecesariamente.

—No estoy seguro. Lo único que puedo decir es que le hubiese dado a ella si no se hubiese movido. Quizás el hombre estaba esperando a tener bien a tiro al lobo. —Miró a Loretta y comprobó que se había quedado blanca como la cera—. Tal vez fue eso lo que pasó. Pero como el tiro pasó tan cerca, pensé que era mejor decírselo.

Cazador pareció considerarlo.

—¿Qué es lo que usted cree?

Jake suspiró.

—Es una pregunta difícil de contestar. Me aterroriza pensarlo y, justo después de que ocurriese, hubiese jurado que… —Se mordisqueó los labios y tragó saliva—. Ahora, con un poco más de distancia, pienso que tal vez mi reacción fue exagerada. Índigo me asegura que no tiene enemigos. Si es verdad eso, no parece muy probable que alguien haya tratado de hacerle daño. Sé que habían disparado antes contra Lobo.

—Varias veces —intervino Loretta—. Los lobos no inspiran demasiada simpatía.

Jake se preguntó si no había respondido demasiado rápido. Aun así, no podía culparla por agarrarse a cualquier explicación. Nadie quería pensar que un ser querido estaba en peligro.

—Si ese es el caso, supongo que no nos equivocaremos si asumimos que Lobo era el blanco.

Cazador soltó la mano de su esposa y pidió a Jake que se sentara en la mecedora.

—Le estamos muy agradecidos por lo que ha hecho.

Jake se sentó en la mecedora, incómodo sin saber por qué.

—No hice mucho. Y a juzgar por las apariencias, lo que hice ha… —Hizo una pausa—. Siento no haber podido traerla a casa antes del anochecer. Los caballos se espantaron y tenía miedo de dejar sola a Índigo para ir a buscarlos. Incluso aunque lo hubiese hecho, ella no quería marcharse. El lobo estuvo agonizando varias horas.

—Usted hizo lo que creyó que era mejor —murmuró Loretta—. No le hacemos responsable.

Cazador asintió.

—Cuidó de nuestra hija. Si las malas lenguas encuentran algo sucio en ello, nos enfrentaremos a la tormenta.

En opinión de Jake, sería Índigo la que tendría que hacerle frente, y no ellos. ¿Entendía Cazador, como comanche que era, las consecuencias de esos comentarios? Le bastó con mirar la expresión de Loretta. Los Lobo lo entendían, pero eran demasiado honestos como para culparle de algo que no había podido evitar.

Jake se sentía culpable. Aunque ¿de qué diablos tenía que sentirse así? No era culpa suya que un bastardo les hubiese disparado y matado al lobo. Ni que no hubiese tenido otra alternativa que quedarse en Geunther Place durante la noche.

Aun así, no podía evitarlo. Alguien tenía que enfrentarse al problema, y salir corriendo nunca había sido una respuesta para él. Hizo un gesto hacia la puerta principal.

—Por cómo nos han mirado esas mujeres, diría que están dispuestas a hacernos la vida imposible.

—Ese es su problema, no el nuestro. —Cazador levantó los ojos hacia su esposa—. ¿Dónde está, pequeña?

—Fue a enterrar a Lobo —contestó Loretta con voz trémula.

Cazador se movió inquieto. Jake vio que se moría por ponerse en pie y correr junto a su hija.

—Si no creen que deba estar sola, puedo ir con ella —se ofreció Jake.

Cazador cerró los ojos y asintió.

—Dele cinco minutos, ¿de acuerdo? Dele algo de tiempo para pasar el duelo sin nadie que la mire. Es algo privado, y es la costumbre de nuestro pueblo.

Jake volvió la mirada a la ventana. El sol entraba a raudales por un cristal limpio. Tenía la garganta seca, y deseó tomarse ese café que olía en la cocina. La noche en vela le había dejado seco. ¿Cuánto tiempo más debía sufrir Índigo? La calidez de la chimenea le ofrecía el cobijo de una manta. Se miró las manos. Tenía sangre y tierra en los dedos.

—Será mejor que me lave y me ponga una camisa —dijo.

Loretta rodeó la cama.

—¿Tiene hambre, señor Rand? Puedo prepararle algo ahora mismo.

Jake se levantó de la mecedora.

—Una taza de café me vendrá bien, además de un poco de agua caliente y jabón.

Algo más de una hora después, Jake dejaba la casa y se internaba en el bosque. Las herraduras de Molly habían dejado unas huellas claras y, después de un kilómetro más o menos, le condujeron hasta un claro. Se detuvo al ver a Índigo en cuclillas junto a un montículo de tierra removida. Se abrazaba las rodillas, la cabeza baja y la espalda doblada. En cada línea de su cuerpo podía leerse el agotamiento. Molly estaba cerca de ella, atada a un gran tronco caído.

Jake se quedó entre los árboles, con miedo a inmiscuirse. Entonces, observó que Índigo tenía sangre en el antebrazo derecho. Se le aceleró el pulso y corrió hacia ella. Ella le oyó y levantó la cabeza.

—Índigo, ¿qué…? —Jake se quedó a medio camino y miró fijamente el cuchillo que empuñaba con la mano izquierda— ¿qué diablos has hecho?

Se dejó caer de rodillas junto a ella, incapaz de creer lo que veía. La herida parecía profunda, y la hoja del cuchillo estaba manchada de sangre. Miró a la tumba y vio que había manchas oscuras de sangre sobre la tierra.

—Índigo, por el amor de…

Le cogió la muñeca para examinarla más de cerca. La hemorragia era menor ahora, pero el corte era profundo y la herida necesitaría unos puntos para que cerrase. Incluso así, no se libraría de una cicatriz. ¿Por qué? ¿Qué la había llevado a hacerse eso a sí misma?

—Es la costumbre de nuestro pueblo —dijo—. Cuando un ser querido nos deja, nos hacemos una marca en la piel para recordarlo.

A Jake se le encogió el estómago. Miró su piel ensangrentada y el corte que tenía en el brazo. Estaba furioso.

—Dios santo, es una locura. —Sin poder creerlo, levantó los ojos hacia ella—. Es una locura, Índigo. Nadie utiliza un cuchillo contra uno mismo, por nada del mundo.

—Es la costumbre del pueblo de mi padre.

—Tú no perteneces al pueblo de tu padre.

Casi al momento de decirlo, se arrepintió de sus palabras. Por mucho que sus ojos azules y su cabello tocado por el sol la traicionaran, había sangre comanche en sus venas. Lo había dejado muy claro la noche anterior. Buscó en el bolsillo trasero un pañuelo, contento de haber tenido la previsión de coger uno limpio antes de salir de casa. Lo agitó para desdoblarlo y, sujetándole la herida con la mano para cerra la brecha, le vendó rápidamente el brazo.

Sentado sobre los talones, estudió su cara pálida. La calma de sus ojos le indicaba que había encontrado cierta paz en el ritual funerario, por muy bárbaro que le pareciera a él.

—¿Estás bien? —Era una pregunta estúpida. Desde luego que no estaba bien—. Volvamos a casa para que tu madre pueda coserte la herida.

—Nada de puntos.

Jake le apretó la muñeca.

—¿Qué quieres decir con nada de puntos? Ese corte es muy profundo, jovencita. Nunca se curará bien si no se cose.

—Así está bien.

Entonces lo entendió. No quería una cicatriz fina o poco visible. Quería llevar la marca de Lobo durante el resto de su vida, y quería que todo el mundo lo viera. Se le contrajo el estómago, y sintió que iba a vomitar el café que acababa de beberse.

Como si él no estuviera allí, ella alzó la vista a través del claro. El viento jugaba con su cabellera. Unos mechones de color cobrizo le tapaban los ojos y se enredaban en sus largas pestañas. Jake le soltó la muñeca y le apartó el pelo de la frente con el dedo. Después le puso una mano en el hombro.

Al ver que no le miraba, dejó de intentar convencerla para que volviesen y se sentó junto a ella, apoyó los brazos sobre las rodillas, con la mirada fija en la punta sucia de su bota. Tampoco es que fuera a morir desangrada. Quizá su madre tuviese más éxito en convencerla para que le cosieran la herida. Jake podía sentir su proximidad en cada poro de su piel. Hubiese querido conocer sus pensamientos.

—Estuvo a punto de morir por mí una vez —susurró—. Tropecé con un gran oso negro y sus crías, y la madre se abalanzó sobre mí. Lobo se dejó la piel del estómago tratando de protegerme —dijo, sin aliento—. Mamá tuvo que coserle. Su piel era tan espesa, que la herida apenas se veía. Pero yo nunca lo olvidé.

Jake tragó saliva. El sonido hizo un ruido hueco en su pecho. La lana de la camisa le hacía daño a la altura de una axila. Se encogió de hombros.

—Vas a echarle de menos, lo sé.

—Incluso después de que él y Gretel tuvieran cachorros, pasaba la mayor parte del tiempo conmigo. Cuando me quedaba dormida por la noche, sabía que estaba allí vigilando. Cuando me despertaba por la mañana, seguía junto a mí. Adoraba mi almohada. Tenía que luchar por mi mitad.

Jake recordó la noche en la que subió a gatas a la buhardilla y la fiereza con la que Lobo había protegido su cama. Podía fácilmente imaginar al lobo dando su vida por salvar a su dueña de un oso. Fijó la vista en la tumba. Deseó poder decir las palabras adecuadas.

Los minutos pasaban. Sabía que a ella le molestaba que estuviese allí, pero no iba a dejarla sola mientras siguiese con el cuchillo en la mano. Recordó la cicatriz en la cara de Cazador. ¿Una cicatriz funeraria? El pensamiento le horrorizó. ¿Cómo podía haber criado a esta hermosa muchacha en la creencia de que era necesario autolesionarse como muestra de duelo? Y por un lobo, por el amor de Dios. Jake sabía que amaba a ese animal de una forma que pocos podían entender, probablemente de una forma que ni él comprendía, pero hacerse daño a sí misma superaba todos los límites. Quería quitarle el cuchillo a la fuerza y arrojarlo al bosque.

Como si le hubiese leído el pensamiento, ella lo enfundó y se puso en pie. Su presencia la obligaba a volver a casa.

—Índigo.

No sabía qué decir. Con los ojos secos e inexpresivos, le miró, dio media vuelta y fue a buscar el caballo. Jake supuso que montaría y se iría. En vez de eso, guio a Molly desde el claro. Él se levantó, cogió la pala y la siguió, acortando el paso para igualarlo al suyo.

Por el rabillo del ojo, Índigo observaba las botas de Jake al tocar el suelo. Caminaba con paso seguro, pegando un pie al otro, como todos los hombres blancos. Los músculos de sus muslos se tensaban y estiraban la tela vaquera del pantalón con cada zancada. Tenía el entrecejo arrugado. Era evidente que desaprobaba las costumbres de su padre.

Índigo apretó la mandíbula y apresuró el paso. Podía sentir su conmoción y su repulsión. No tenía ningún derecho a seguirla y, mucho menos, a juzgar lo que hacía. Ella solo quería que la dejasen en paz.

Parecía como si se hubiese convertido en su sombra, una presencia inamovible e incómoda. A Índigo no se le había escapado la forma en la que él había mirado el cuchillo. Hubiese querido quitárselo. Por la expresión de su cara, quizás aún quería hacerlo. Si lo intentaba, no podría detenerlo. Él era una cabeza y un hombro más alto que ella. Una mirada a su pecho le hizo recordar lo atrapada que se había sentido cuando él la cogió con sus fuertes brazos. No tenía dudas de que podría coger todo lo que quisiese de ella.

Sintió claustrofobia; a su lado le faltaba el aire. Y rabia. Él no tenía ningún derecho a interferir en nada de lo que hacía. Ninguno.

Entonces, ¿por qué se asustaba?

Mientras trataba de responder a esto, notó que volvía a quedarse sin aire. Sabía la respuesta. Por muy triste que estuviera, no podía desprenderse de esa sensación de que él era su destino. Era como un susurro de advertencia, como un canto en su mente: «Ten cuidado. No confíes en él». Su padre diría que eran los espíritus los que le hablaban. Índigo no estaba segura de si eran los espíritus o su imaginación, pero esas palabras seguían persiguiéndola. Jake Rand era peligroso y, cuanto antes dejase Tierra de Lobos, más feliz sería ella.

Jake esperaba que Loretta pusiese el grito en el cielo al ver la herida de Índigo. En vez de eso, roció la herida con whisky, sin reñirla. Índigo soportó el dolor sin quejarse.

—Deberías vendártela antes de ir a la mina mañana —dijo Loretta con suavidad.

—La manga de la camisa me servirá de protección. —Índigo levantó los ojos hacia Jake—. El señor Rand cree que estoy loca.

Loretta acarició la cabeza de su hija y se levantó para llevarse el whisky.

—No debe de estar muy equivocado. Pero es una buena forma de locura. —Cerró el aparador y sonrió a Jake—. Apuesto a que está usted hambriento. Tengo algunos panecillos de maíz con mermelada de moras en el horno.

A Jake se le contrajo el estómago.

—Quizá más tarde.

—¿Café, entonces?

—No, gracias.

Índigo se levantó de la mesa y desapareció escaleras arriba. Jake la siguió con la mirada, la boca tan seca como el polvo. Después de un rato, se dio cuenta de que Loretta estaba observándole con expresión de desconcierto. De repente, sintió la necesidad de tomar el aire. Alguien tenía que echar un vistazo a la mina, y le agradaba la idea de dar un paseo. Tenía que salir de allí. Tenía que alejarse de aquella locura. No había otra palabra para calificarlo. Una joven no podía cortarse con un cuchillo, por nada en el mundo, y ninguna madre en su sano juicio debería permitirlo.