Capítulo 14
Cuando Jake le dio permiso, Índigo se dio la vuelta y huyó de la cocina. Al llegar a la oscura habitación, sus pies se detuvieron, y se volvió para mirar las paredes sombrías, sintiéndose como un animal atrapado. «¿De broma?» Se llevó la mano a la boca y contuvo el pánico. Estaba jugando con ella; no había otra explicación. Estar casada con él iba a ser peor de lo que había imaginado.
Con las piernas temblorosas, se metió en la cama. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a dejar la mente en blanco. Era eso o gritar, y no iba a darle esa satisfacción…
Después de insultarse todo lo que pudo, Jake tomó impulso para incorporarse, cogió la lámpara y caminó por la casa. Encontró a Índigo echada en la cama, con la cara contra la almohada. Dejó la lámpara en la mesilla, luego se sentó a su lado y le puso la mano en la espalda.
—Índigo, por favor, no llores.
Ella se volvió con un semblante afligido pero exento de lágrimas.
—No estoy llorando.
Jake miró hacia la pared.
—Te debo una disculpa. Nunca quise ridiculizarte. Creí… bueno, lo entendí mal, y lo siento.
Su voz sonó tan rígida y formal, tan alejada de lo que sentía, que quiso gemir. Arrastró su mirada de nuevo hacia ella. Volvía a tener la cara contra la almohada. De su trenza escapaban mechones de cabello leonado que le caían como hilos de cobre fundido sobre la sedosa nuca.
—Está bien —dijo con voz ahogada.
No estaba bien. Estaba terriblemente enfadada, y él la había llevado deliberadamente a ese extremo, sin imaginar jamás que su educación le prohibiría responder. La responsabilidad que tenía para con ella era abrumadora ¿Se le había otorgado el gobierno absoluto sobre su vida? La mitad de las veces ni siquiera entendía a aquella muchacha.
—Me he comportado como un imbécil, y no está bien. —Deslizó las yemas de sus dedos por encima del ante de la blusa y jugó suavemente con los tentadores rizos que le caían sobre la nuca—. ¿Sabes? Yo creía…
Sintió que ella se encogía ante su tacto y se dio cuenta de hasta qué punto le despreciaba. Suspiró y apartó la mano. No la culpaba.
Se apoyó hacia atrás sobre un brazo para poder verla de perfil.
—Índigo, ¿podrías mirarme?
Ella volvió la cabeza y fijó en él sus ofendidos ojos azules.
—No me lo merezco, pero ¿podrías encontrar en tu corazón la forma de perdonarme e intentar olvidar que he hecho algo tan despreciable?
Su expresión le dijo sin palabras que no encontraba ni una sola razón por la que hacerlo. Jake tuvo que aceptarlo.
—Sé que no hay excusa, pero yo tengo una hermana… Mary Beth. Me recuerdas mucho a ella. No físicamente, sino en el carácter. Y ella…
Con la mirada fija en esas gigantes esferas azules, Jake siguió hablando, sin apenas oír lo que él mismo decía, esperando y suplicando poder hacerla entrar en razón. Le habló de su hermana y de sus famosas luchas de voluntad. Cuando se quedó callado, algo de aquel dolor se había borrado de su cara.
—¿De verdad rompió toda la vajilla? ¿Y tú qué hiciste?
Jake alisó un mechón de cabello que le caía por la mejilla.
—Escondí el jarrón chino y le grité que parase, ¿qué más podía hacer?
—¿Y dónde coméis ahora en tu casa?
El estómago de Jake se contrajo. Se le había olvidado por un momento que se hacía pasar por un hombre con medios limitados. Gracias a Dios ella no parecía saber lo caro que podía llegar a ser un jarrón chino.
—Tuvimos que comprar más vajilla. De todas formas, volviendo al motivo por el que te hablo de ella, cuando Mary Beth quiere algo, es capaz de hacer casi cualquier cosa para convencerme, incluso artimañas, con el fin de conseguirlo. A veces, no me habla durante días, y eso me saca de quicio. Creí… cuando tú…
—Creíste que estaba haciendo lo mismo —terminó ella.
Jake asintió, sintiéndose todavía un poco mareado al recordar cómo ella le había mirado en la cocina.
—Cuando te pedí que te desvistieras, nunca imaginé que lo harías. Creí que pondrías pies en polvorosa y saldrías corriendo.
—¿Y adónde me iría? —preguntó con un hilo de voz apagado.
La pregunta le partió el corazón. Ella no tenía adónde ir, pensó. Tierra de Lobos era el único mundo que conocía.
—No volveré a pedirte algo así nunca más —prometió.
—¿Que me desvista, dices?
Odiaba defraudar el destello de esperanza que vio en sus ojos.
—No te pediré que te humilles —corrigió—, ¿me perdonas?
Sus ojos se suavizaron en un azul nublado.
—Sí, te perdono por obligarme a que me quitara la camisa.
Él percibió un matiz de condición al final de la frase.
—Pero no me perdonas por obligarte a que te quedes en casa.
Ella no contestó. Jake miró hacia otro lado.
—Ojalá pudiese cambiar de opinión, Índigo, pero no puedo. Siento que mi decisión te haya puesto tan triste y enfadada.
—Ahora no estoy enfadada. —Sus ojos se cerraron—. Solo vacía.
Dios, se sentía como un maldito cabrón. Lo más horrible es que no había querido serlo. Quería tomarla entre sus brazos y tranquilizarla. Pero tras su desencuentro en la cocina, no quería hacer nada que ella pudiera malinterpretar.
Se sentó, se deslizó hacia atrás en la cama, y se apoyó de lado en la cabecera. Acariciando la parte de almohada que tenía a su lado dijo:
—¿Por qué no vienes y te sientas junto a mí? Quizá si hablamos, podemos llegar a alguna solución para que te sientas menos vacía, ¿de acuerdo?
Ella se incorporó sobre los codos y miró hacia el lugar que había junto a él.
—Vamos —insistió con delicadeza—, prometo no morderte.
No muy entusiasmada, se alzó sobres sus rodillas y gateó por la cama. Cuando se colocó a su lado, Jake le pasó el brazo por los hombros. Al tocarla, sintió la rigidez temblorosa de su cuerpo, y se dio cuenta de que lo último que quería era estar cerca de él.
Una horrible sospecha se le vino a la mente. «¿Es eso lo que deseas?» Bajando la barbilla, miró su cabeza inclinada. Decidió que necesitaba saber con exactitud qué es lo que pensaba de él, antes de ir más lejos.
Tocando con suavidad un pequeño rizo de su sien, le dijo:
—¿Sabes? Me encanta cuando te haces una trenza. Pero creo que me gusta más cuando llevas el pelo suelto.
Ella levantó las manos y empezó a quitarse las horquillas.
Acongojado, Jake la vio soltarse la trenza y peinarse el pelo con los dedos. Los sedosos mechones se derramaron sobre su brazo, después sobre su regazo. Se odiaba por lo que estaba a punto de hacer. Pero, maldita sea, tenía que saberlo.
—No quería decir que te la quitases ahora mismo, Índigo.
Ella se apartó el pelo de los ojos para mirarlo. Jake nunca había notado tanto como ahora la mezcla de los rasgos de sus padres, la belleza frágil de su madre, la orgullosa majestuosidad de su padre, todo ello moldeado para crear una cara tan atractiva como adorable. Índigo, una desconcertante combinación de orgullo y humildad, fuerza y fragilidad. Nunca la entendería.
A Jake le dolió la confusión que vio en sus ojos. Entonces, apartó la cara y empezó a recogerse el pelo para hacer una nueva trenza. Iba a tomarle por un indeciso, pero, al menos así, obtendría la respuesta.
Apoyó la cabeza contra la pared y miró al techo.
—Ahora que te lo has soltado, déjalo así, Índigo —le dijo con voz grave.
Con el rabillo del ojo, la vio dejar las horquillas a un lado y posar las manos en el regazo. Silencio. En ese momento, Jake lo agradeció. La magnitud de lo que acababa de descubrir le resultaba casi sobrecogedora. Dios, seguro que ella se había rebelado contra el matrimonio. Desde el primer día que la conoció, había tres cosas que le llamaban la atención de ella: su lado salvaje, su fiero orgullo y su fidelidad a las creencias de su padre. Ahora, a sus ojos, se había convertido en la propiedad de un hombre blanco.
Jake volvió la vista atrás, tratando de recordar un momento en que hubiese visto a Cazador dar una orden. Las únicas veces que Jake lo había presenciado habían sido la noche anterior: una, cuando levantó la mano para hacer callar a su esposa; y la segunda, cuando reprobó severamente a Índigo por atreverse a quejarse por la boda. «¿Me estás desobedeciendo, Índigo?» Jake cerró los ojos al recordar su trémula respuesta. «No, padre mío; jamás te desobedeceré.»
Ahora la suprema autoridad que Cazador había ejercido sobre su hija le había sido entregada a Jake.
Lentamente, esta realidad le provocó un terrible malestar. No es que no creyese que el cabeza de familia debía tener autoridad. Lo creía. Pero le producía náuseas pensar que todos sus deseos se habían convertido en órdenes para Índigo. Si él seguía pidiéndolo, ¿cuánto tiempo seguiría ella sentada en silencio a su lado, trenzándose y destrenzándose el pelo? Jake tenía el presentimiento de que lo haría toda la noche. El hecho de que tuviese o no sentido parecía carecer de importancia.
Él no estaba hecho para aceptar eso. Le aterrorizaba pensar que Índigo se tomaría todo lo que dijese de manera literal y lo obedecería sin rechistar. En un ataque de ira, podría decirle que fuese a meter la cabeza en el abrevadero del caballo o que se ahogase en el arroyo. De donde él venía, la gente decía ese tipo de cosas. La reacción de Mary Beth era sacar la lengua o despreciarlo. Jake ni se acordaba de las veces que había amenazado con estrangularla. Índigo se tomaría en serio una amenaza así.
Le dieron unas ganas irrefrenables de echarse a reír. Toda la situación era absurda, si se paraba a pensarlo. En un hogar blanco donde la autoridad se cuestionaba a menudo, no había duda de quién era el jefe porque, en diferentes grados, gritaba, amenazaba, y a veces incluso recurría a la fuerza física para hacer que se cumpliesen sus órdenes. En la casa de Cazador, donde su autoridad era absoluta, nadie podría decir quién gobernaba porque este apenas sentía necesidad de afirmarse.
Jake pensó que era un buen modo de vida. Todo el mundo en casa de Cazador parecía feliz, más que la mayoría. El único problema era que él no estaba seguro de poder seguir los pasos de su suegro. Nunca había tenido la necesidad de medir cada una de sus palabras antes de pronunciarlas. Nunca nadie se había doblegado a él, cumpliendo hasta su mínimo deseo. Le asustaba tener ese tipo de poder sobre alguien.
Aunque también era tentador.
Por primera vez en su vida, Jake se vio frente a frente con el lado oscuro de su naturaleza. ¿Qué hombre no había albergado alguna vez el secreto anhelo de tener a una adorable criatura a su entera disposición, medio esclava, medio seductora, para satisfacer cada uno de sus antojos? En muchos casos, la fantasía quedaba ahí y era absolutamente inofensiva. Solo que, para Jake, se había hecho realidad.
Tenía abrazada a una hermosa, dulce e inocente muchacha que haría cualquier cosa que le pidiese. Incluso ahora, permanecía sentada en silencio, esperando a que hablase. Se le vinieron a la mente tentadoras imágenes de Índigo arrodillada ante él, gloriosamente desnuda, su pelo cayendo como una cortina cobriza en torno a la cara mientras se inclinaba para dejarle lamer sus pechos.
Jake le pasó la mano por el hombro hasta la sedosa curva del cuello. Frotando distraídamente los nudillos a lo largo de las vértebras del cuello, la imaginó tumbada ante él, levantando las caderas y abriéndose para dejar que él saborease su almibarada humedad. Su pulso se aceleró, presionó con el dedo la parte baja de su frágil mandíbula para dirigir su cara hacia la de él.
Tenía sus labios oscuros a unos centímetros de los suyos, y su respiración era tan cálida y dulce que pensó que no iba a poder resistirse a besarla. Era suya. Ni siquiera Dios lo condenaría. No solo no tenía que esperar, podía pedirle cualquier cosa que quisiera.
Era un pensamiento poderoso y embriagador. «¿Es ese tu deseo?» Por el amor de Dios, no sería humano si no sintiese la tentación. Tragó saliva y apartó de sí la imagen. Quizás era humano sentirse tentado, pero, si iba más allá, sería el maldito cabrón más cruel del mundo.
Ella le miró, y el azul de vidrio opalino de sus ojos se oscureció hasta volverse plateado. Otra vez el miedo. Todo esto podía ser una revelación para él, pensó, pero no para Índigo. Ella había llegado a este matrimonio sabiendo que sería empujada a una vida entera de servidumbre. Probablemente la noche pasada, sin ir más lejos, había valorado las posibilidades y aceptado que su destino dependía por entero de él. ¿Era extraño que se sobresaltase cuando él se le acercaba?
Jake sintió como si alguien le apretara el cuello.
—Íbamos a hablar de formas de hacerte sentir un poco menos vacía.
—El sentimiento se irá —respondió ella en voz baja—. Con el tiempo, me acostumbraré.
El dolor se apoderó de Jake, junto con una insólita ternura. No podía calificar aquella emoción y no quería perder tiempo en analizarla ahora. De momento, tenía suficiente con ocuparse del feroz sentimiento de protección que brotaba de él. Ella le parecía más vulnerable que ninguna otra persona que hubiese conocido, completa e irrevocablemente vulnerable, un valioso regalo que su padre le había otorgado bajo la forma de matrimonio. Jake sabía que Cazador la quería, lo que significaba que la había entregado en un acto de fe. Aunque fuese lo último que hiciera, quería demostrar que estaba a la altura de esa confianza.
—Supongo que, con el tiempo, los dos nos acostumbraremos, Índigo —le dijo Jake delicadamente—. Pero no tiene sentido que seas más infeliz de lo necesario, ¿verdad? En las últimas veinticuatro horas has perdido varias cosas. Creo que podremos suavizar tu sentimiento de pérdida buscando algunos sustitutos.
Aunque todavía presionaba con la punta del dedo la parte de abajo de su mandíbula, ella apartó la cara. Jake le puso los dedos en torno al cuello, sin apretar, atento al pulso de su garganta.
Con voz tensa, ella susurró.
—Hay cosas que no pueden reemplazarse.
—Cierto. No puedo devolverte a Lobo.
—No.
—Pero creo que sí puedo hacer algunas otras cosas.
Alzó hacia él unos ojos llenos de curiosidad.
—¿Qué cosas?
Jake sonrió.
—Sé que te hace verdaderamente infeliz no poder ir al bosque. Creo que no va a ser lo mismo si te acompaño, pero podría salir de la mina con tiempo suficiente para llevarte a caminar.
—¿Sí?
—Desde luego.
Ella no parecía entusiasmada.
—Eso estaría bien, Jake. Gracias.
No iba a rendirse antes de tiempo.
—Y hasta que puedas volver a la mina, me haría feliz sentarme junto a ti en el riachuelo mientras lavas el oro. ¿Eso serviría?
Sus ojos recobraron algo de brillo, y casi sonrió.
—Sí, eso ayudaría mucho.
Jake se detuvo un momento, manteniendo la emoción del momento.
—Sé que, probablemente, también estarás preocupada por la carne para Mellado, porque te he prohibido ir a cazar al bosque. Hasta que puedas volver a esa actividad, te prometo mantener el almacén de ahumados lleno de carne fresca. Eso significa que tendrás que renunciar a pasear una noche por semana, pero, si sales los otros días, quizá no te importe mucho.
Giró bruscamente la cabeza, y clavó en él sus ojos atónitos.
—¿Mellado? Pero dijiste que no…
Jake le pasó un dedo por los labios.
—Ya sé lo que dije. El problema es que no dije exactamente lo que quería decir. No desapruebo realmente que des de comer a tu puma. Solo me preocupa. —Y se encogió de hombros—. Tampoco me voy a morir por preocuparme un poco.
—¿Quieres decir que me dejas darle de comer?
—Nunca quise que no lo hicieras, Índigo. Fue todo un malentendido. De ahora en adelante, intentaré con todas mis fuerzas no decir cosas que no…
Sus palabras quedaron interrumpidas por el impacto del pequeño cuerpo contra su pecho. A Jake le cogió tan desprevenido que por poco pierde el equilibrio. Ella le rodeó el cuello con un fuerte abrazo.
—¡Ah, Jake! Gracias. Llevo todo el día tan triste por Mellado. ¡Gracias!
Por un instante, Jake no supo qué hacer con las manos. No quería incomodarla. Pero su fuerza de voluntad solo podía resistir una fantasía al día, y esta le tentaba mucho más que la anterior… Tener a Índigo, receptiva y dispuesta, en sus brazos… Hundiendo la cara en su sedoso pelo, Jake cedió al instinto y la abrazó.
En claro contraste con la anterior, esta fantasía, en lugar de hacerle sentir oscuro y horrible, le pareció brillante. También corta. En el espacio de un latido, sintió cómo se ponía tensa, y él aflojó el abrazo para dejarla apartarse un poco. Trató de no reírse al verle la cara. Su expresión le decía que no sabía en absoluto cómo había llegado a ese punto y que todavía sabía menos cómo salir de ahí.
Resuelto a resolver la situación lo más fácil posible, Jake solucionó el dilema retrocediendo él en primer lugar. Algún día, pronto, sería quizá ella quien acudiría a sus brazos para quedarse. Sujetándole la barbilla, se inclinó hacia delante para mirarla a los ojos.
—Vamos a limpiar la cocina y luego podrás ir a dar de comer a ese maldito gato para que no tenga a tus padres en pie toda la noche.
Una humedad que se parecía sospechosamente a las lágrimas le brilló en los ojos. Luego empezó a agitarse. Jake se preguntó qué habría hecho esta vez, pero, antes de que pudiera decir nada, ella murmuró:
—Topper tenía razón. No le dijiste todas esas cosas de mí a Denver, ¿verdad?
Su corazón se paró, luego corrió desbocado.
—¿Qué cosas?
Las lágrimas se le acumulaban tras las pestañas y rodaban por sus mejillas.
—Cariño, ¿qué cosas? —preguntó de nuevo Jake.
Ella sacudió levemente la cabeza.
—No importa. Me basta con saber que Topper tenía razón y que no las dijiste. No honraré las mentiras repitiéndolas.
Jake sabía por sus lágrimas que, fuera lo que fuera lo que hubiese dicho Denver, le había hecho daño, y mucho.
—Índigo, Shorty oyó todas y cada una de las palabras que intercambiamos Denver y yo esta mañana. Si tienes alguna duda, solo tienes que ir a preguntarle. O a mí, si confías en mi palabra.
Ella se restregó las mejillas para secarlas y sacudió la cabeza.
—No tengo ninguna pregunta. Ya no.
Jake no podía dejarlo pasar, no si aquello había hecho brotar lágrimas de los ojos de una muchacha orgullosa que jamás lloraba.
—¿Qué dijo, Índigo? ¿Te importaría contármelo?
Ella le miró, herida, y su cara se puso colorada. Apretó los puños.
Jake suspiró.
—Cielo, si es tan difícil de decir, déjalo.
Ella sacudió la cabeza.
—Dijo que, cuando te cansases de mí, que… —Se mordió el labio inferior y apretó los dientes—. Dijo que me iba a tocar dar mucha diversión para devolverte el dinero que le pagaste a mi padre por casarte conmigo y que él iba a verme mucho. —Tomó aire, luego lo expulsó con un pequeño sollozo.
—¡Jesús! —Jake estaba escandalizado—. Índigo, ¿por qué no viniste a decírmelo?
Sus ojos se encontraron.
—Yo, esto… —Levantó las manos en un gesto mudo.
Jake se esforzaba por respirar pese al nudo que tenía en la garganta.
—¿Creíste que podía ser verdad?
Ella se quedó mirándole un momento, y al final asintió.
—¿Estás enfadado? —le preguntó con voz temblorosa.
Él gruñó.
—No, Índigo; no contigo.
Agarrándola por la cintura, se separó de la cama y se incorporó, arrastrándola consigo. La cogió con fuerza, apoyando los puños en su pelo y haciendo que su cabeza se inclinase hacia atrás.
Con voz entrecortada, susurró:
—Te voy a prometer dos cosas. Quiero que me escuches atentamente y que nunca las olvides. ¿De acuerdo?
Desconfiada aún, pareció sopesarlo y al final asintió.
—Lo primero es que yo acepté felizmente pagar el precio de la novia porque quería honrar las costumbres de tu padre. Me importa un bledo el dinero. No pensé que te estuviera comprando entonces, ni lo pienso ahora, ni lo pensaré nunca. ¿Está claro?
—Sí.
—Lo segundo que te prometo es que, si algún hombre aparte de mí te toca, será por encima de mi cadáver. No hay dinero en el mundo que me pueda hacer cambiar de opinión. No quiero que ese pensamiento se te pase por la cabeza siquiera. Sé que ocurren este tipo de cosas. Quizá suceden a menudo. Pero a ti no te va a pasar. Jamás. ¿Lo entiendes?
Ella asintió, llorosa. Jake apretó su cara contra su pecho y se balanceó con ella durante un rato, temblando.
—Si alguien te vuelve a decir una cosa así de despreciable, quiero que me lo digas inmediatamente. ¿Lo vas a hacer?
—Sí —contestó con voz ahogada.
Jake cerró los ojos con fuerza, pensando en todas las horas que ella había llevado dentro esas oscuras sospechas. Le había jurado una cosa a Denver Tompkins, y él era un hombre de palabra. Iba a secar las lágrimas de Índigo con su pellejo y luego le iba a pegar un tiro.