Capítulo 24

A lo largo de las siguientes noches, Jake dejó a Índigo en casa de sus padres alrededor de la medianoche para que no estuviera sola mientras él y Jeremy vigilaban las minas. Al contrario de lo que había predicho Jeremy, no hubo ningún problema, y no vieron a nadie merodeando por los túneles. Una noche, Jeremy creyó ver una sombra moviéndose junto a la entrada de la número dos, pero, cuando se acercó, no había nadie.

Con la suposición de que los actos vandálicos tendrían lugar probablemente en las horas muertas que seguían a la media noche, los dos hombres decidieron abandonar sus puestos alrededor de las tres de la madrugada y se encaminaron de regreso a Tierra de Lobos. Jake era consciente de que Índigo estaba molesta por quedar excluida de las incursiones nocturnas que llevaban a cabo él y Jeremy. Sabía que hubiese preferido que no la fuera a buscar a casa de sus padres todas las noches de camino a casa. Lo único que le aliviaba era saber que la decisión de mantenerla prudentemente al margen era por su bien. Estaba seguro de que algún día, cuando se le pasase el enfado, se daría cuenta.

Jeremy tardaba una hora y media más en volver de Wahat, la mina número dos. En ese lapso, Jake tenía tiempo de estar en casa de los Lobo y tomarse el tentempié que Loretta le preparaba todas las noches, e incluso disponía de la intimidad necesaria para hacerle el amor a su esposa cuando llegaban a casa. No permitió que la resistencia inicial de Índigo le impidiese hacerlo. Nunca había rechazado un desafío, sobre todo cuando el premio era tan increíblemente dulce.

Índigo… Era como fiebre para la sangre de Jake. Incluso cuando trataba de resistirse, respondía a su tacto con un abandono apasionado que él no esperaba. Jake había intentado un montón de veces persuadirla de que no estuviese enfadada, pero, como siempre, las palabras no le resultaban útiles. En su afán por transmitirle lo que sentía, exageraba las atenciones hacia ella con una pasión y una posesividad que no hubiese tenido de haber contado con cierta elocuencia.

No estaba seguro de cómo se sentía Índigo al hacer el amor con él cuando estaba resentida. Sabía que le hería el orgullo que el roce de su mano le turbase los sentidos, pero se rendía tan dulcemente a él que no podía resistirlo. Al menos, cuando estaba en sus brazos no había ira entre ambos. Como los explosivos que ella manejaba con tanta pericia, cuando él encendía la mecha, Índigo prendía igual que un paquete de dinamita.

Una noche, durante los preliminares, él miró sus ojos cargados de pasión y no pudo evitar pincharla.

—Para no querer saber nada de esto, le has cogido el gusto.

Jadeante y temblando, ella hizo el esfuerzo de ponerse de puntillas para besarle.

—Me pasó lo mismo con los espárragos.

Jake se rio y le cogió el trasero con las manos, levantándola hacia él para que su boca alcanzase la suya.

—¿Espárragos?

—Sí. —Y le mordisqueó los labios con impaciencia—. Al verlos, creí que los iba a odiar. —Le pasó la mano por el pelo y le inclinó la cabeza para instalarse en sus labios—. Al final mi madre me obligó a comer unos pocos y, durante semanas, no pude parar.

El último pensamiento de Jake antes de ceder y besarla fue que esperaba que su deseo por él no desapareciese en unas cuantas semanas. Él necesitaría toda una vida para satisfacer el suyo.

Como ya era costumbre, después de hacer el amor Índigo descansaba sobre el círculo que formaba el fuerte brazo de Jake. Desde su discusión, había descubierto con estupor que no podía resistirse a su tacto, ni siquiera estando enfadada con él. Un roce estratégico de su mano podía hacerla temblar como una cuerda punteada.

Lo más humillante era que él sabía el poder que tenía sobre ella. A veces, en la agonía de la pasión, la cabeza de Índigo se despejaba y, al levantar la vista para mirarle a los ojos, veía un brillo de posesión y satisfacción que era más elocuente que las palabras: «Eres mía, completa e irrevocablemente mía. Trata de resistirte si quieres. Cuando te toco, eres incapaz de atenerte a tu enfado».

Sabía que era verdad. Le asustaba darse cuenta. Jake tendía a ser demasiado protector. Si ella cedía fácilmente en este tipo de cosas, quizás acabaría siendo igual de tiránico en otras. Era crucial que reforzase su posición ahora y le hiciese saber que no podía ser feliz solo con mimos. Si se derretía en sus brazos cada vez que la tocaba, no iba a tomarse en serio sus sentimientos.

Pero se derretía, sí.

En parte, era irónico. Toda su vida había temido que la poseyese un hombre blanco. Ahora pertenecía, en cuerpo y alma, a Jake Rand. La poseía, no por la fuerza, sino con frágiles hebras de amor y ardientes hilos de pasión que la envolvían y la arrastraban hacia una hoguera de deseo.

La séptima noche, Índigo notó que había pasado algo malo cuando Jake llegó a casa de sus padres para recogerla. Normalmente, empezaba a despertar sus sentidos un segundo después de salir del porche de sus padres, acariciándole levemente la mejilla, el cuello, el hombro, el brazo… Cuando llegaban a casa, ella siempre sentía un cosquilleo de impaciencia por sus besos. Pero esta noche, tenía un aire preocupado.

—¿Jake? ¿Ha pasado algo?

Pareció sorprenderse por su pregunta.

—¿Pasado algo? No.

—Pareces distante.

Él rio y le pasó un brazo por encima.

—Lo siento. Estaba pensando. —Le acarició la oreja—. Cuando logre ordenar mis ideas, te prometo que me concentraré en ti.

Las mejillas de Índigo ardieron.

—No estaba demandando atención.

—Qué desilusión. Eres una pequeña veleta. Primero te cansas de los espárragos y luego de mí. —Inclinó la cabeza para darle un beso—. Mmm, no es este el sabor de la indiferencia.

Índigo le miró.

—¿Y en qué pensabas? ¿En algo de las minas? —Se inclinó hacia delante para mirarlo—. Hasta ahí me puedes hacer partícipe.

Él suspiró.

—No trato de excluirte, cariño. Es solo que no sé de qué va todo esto —dijo sacudiendo la cabeza—. Siete noches, y no hemos visto nada. Estoy empezando a pensar que mi padre se ha dado cuenta de que andamos detrás de él y le ha dicho a Hank Sample que retire a sus hombres.

Índigo se mordió el labio.

—Si es así, probablemente nunca sabremos quién provocó los derrumbamientos. Tu padre se irá a otra mina, y el contacto de aquí que por poco mata a mi padre nunca recibirá su castigo.

—Exacto —susurró Jake—. Esperaba que hiciesen alguna maniobra. Pero no parece que tengan intención.

Al salir de la calle principal, la hizo girar entre sus brazos y le metió la mano por debajo de la falda. El golpe de aire fresco en contraste con su mano cálida hizo que Índigo se sobresaltase. Trató de resistirse y se odió a sí misma al notar que se le aceleraba el pulso.

—Tengo que hacerme más pololos —dijo jadeante.

—No tengo ni un centavo para pololos.

Introdujo los dedos por entre sus muslos. Índigo dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Eres rico. Puedes comprar lo que quieras.

Con voz entrecortada, dijo:

—Lo que quiero sentir es tu pequeño trasero desnudo.

—¡Nos van a ver!

—Estamos en mitad de la noche. —Le apretó la cintura con el brazo—. Eres tan dulce, tan increíblemente dulce.

Índigo gimió en voz baja y arqueó la espalda sobre sus brazos para ver el cielo. Tres ramas. Una luna atravesada de nubes. La débil luz de las estrellas. Y un brazo levantado, sujetando un garrote. Consiguió fijar la vista justo cuando formaba un arco en el aire y la cabeza de Jake se doblaba. Un terrible golpe se hundió en la carne y el hueso. El cuerpo de Jake se dobló.

Antes de darse cuenta, Índigo dio con la espalda contra el suelo. Jake cayó sobre ella como un peso muerto de dos toneladas. Ella parpadeó y trató de llevar oxígeno a sus pulmones. Escuchó gruñir a Sonny. Luego aulló y se quedó en silencio.

Aturdida, le costó volver a la realidad. Jake estaba inconsciente. Las sombras de dos hombres les rodeaban. Sentía la mano inerte de su marido posada sobre su pierna. Inerte… le brotó un grito, pero no tenía suficiente aire para darle ímpetu, y lo único que consiguió fue un gemido. Jake, ay, Dios, Jake…

Uno de los hombres se arrodilló junto a su cabeza.

—Un sonido más, Índigo, y le rajo el cuello a este bastardo.

Rajar… cuello… bastardo. Las perturbadoras palabras giraban en su cabeza, sin sentido alguno. Esa voz, conocía esa voz. Pestañeó y trató de ver en medio de la nebulosa. Brandon, ¡ay, Dios, era Brandon! El movimiento que sentía al otro lado atrajo su vista borrosa. Tragó aire con un gemido, repentinamente aterrorizada. Rodeó con los brazos los hombros inánimes de Jake.

—¿Qué… qué le has hecho? ¿Qué has hecho?

Brandon se acercó más. Ahora podía verlo. La luz de la luna brillaba sobre su pelo rubio y centelleaba en sus ojos azules.

—Hasta ahora, lo único que he hecho es provocarle un serio dolor de cabeza. Sin embargo, si haces un movimiento en falso, es hombre muerto. ¿Lo has entendido? Es conmovedor, tú con los brazos en torno a él y demás. Pero olvida eso y dame tu cuchillo. Bien despacio, Índigo.

Apartó la mano de Jake y palpó a ciegas su cadera. Al rodear con los dedos la empuñadura del cuchillo, valoró sus posibilidades y se dio cuenta de que no tenía ninguna. Brandon sostenía una navaja contra el cuello de Jake. Sacó el arma de la funda y la dejó caer en el polvo. Con una sonrisa, Brandon la apartó de un golpe.

—Ahora te tengo como quería. Indefensa. —Miró hacia arriba—. Amordázala, Denny.

¿Denny? Una sombra se inclinó sobre ella. Unas manos crueles la forzaron a separar las mandíbulas. Le metieron un trapo entre los dientes. Denver Tompkins… Denny. Cerró los ojos mientras le ataba una banda de tela en torno a la boca.

—Mi primo Denver —dijo Brandon riendo—. Nunca conectasteis, ¿verdad, zorrita estúpida? Era mi fuente infiltrada hasta que tu marido se deshizo de él.

Poniéndose de pie, Brandon hizo un gesto a Denver.

—Sácala de debajo del gilipollas ese, y así podremos atarla. Y vigilarla. Es rápida.

Las manos despiadadas engancharon a Índigo por las axilas y la arrastraron de debajo de Jake. En lugar de pensar en el dolor, se concentraba en la cálida e inerte mano de Jake, que le recorría el muslo y se deslizaba hasta caer en el polvo. Le oyó gemir.

La pusieron de pie, se tambaleó vertiginosamente y lanzó una mirada desesperada hacia los oscuros edificios de la calle. Aunque hubiese podido gritar, nadie la habría oído. Nadie vendría. Lanzó una mirada mareada a Sonny y rezó para que se despertase y empezara a ladrar. No le veía ninguna herida grave. Denver le ató los brazos a la espalda. La cuerda se clavaba en sus muñecas.

—Ya está, totalmente amordazada, Bran, y atada.

—Buen trabajo. Ahora larguémonos de aquí.

Cada hombre la agarraba de un brazo, e Índigo era medio guiada, medio arrastrada entre los dos hacia el oscuro bosque de detrás de los edificios. Escuchó el suave discurrir de Shallows Creek. Dieron un giro brusco. Unos minutos más tarde, los dos rubios la llevaron a través del jardín trasero de la casa de sus padres. Índigo deseó gritar. Su padre estaba tumbado detrás de aquella ventana. Aun con muletas, Índigo sabía que vendría a ayudarla si pudiese despertarlo.

El breve destello de esperanza murió cuando Brandon y Denver la arrastraron hacia la montaña. Los ojos de Índigo sobresalían de la mordaza. Una parte de la tela le subía hasta la nariz, y tragar aire le suponía un esfuerzo. La mina. Iban de camino a la número uno.

Cuando el camino se volvió empinado, Índigo perdió toda esperanza de que alguien la ayudase. Había varios senderos desde el pueblo. Nadie pasaría por ese en mitad de la noche. La ruta de Jeremy hasta casa pasaba a medio kilómetro hacia el este de la montaña. Ay, Dios… Si Jake recuperaba la conciencia, no tendría ni idea de dónde estaba.

Evidentemente, sus captores compartían el sentimiento de que no había posibilidad de interferencia, así que aminoraron el paso y le soltaron los brazos. El alivio de Índigo por no ir sujeta duró poco tiempo. Brandon retrocedió unos pasos y le plantó la punta de la bota en el trasero. El empujón la hizo tambalearse. Con los brazos atados detrás, Índigo no podía detener el golpe. Se desplomó de rodillas, cayó de bruces, y se deslizó unos cuantos centímetros por la pendiente. La mordaza le salvó la cara.

Fingiendo empatía, Brandon la agarró del hombro y la puso boca arriba.

—Lo siento. Pensé que ahora te arrastrarías mejor. —Le apretó la barbilla con crueldad—. Pero supongo que aún no te ha enseñado nadie. Está bien. Yo te daré clases.

La enderezó y la puso de pie. Índigo se retorció para quedarse sentada, luego se esforzó por permanecer de pie. Él se acercó.

—Pareces muy sorprendida. ¿No recuerdas que prometí que te enseñaría a gatear, Índigo, tal y como deben hacer los indios? Seguro que sí. —Su boca llena de cicatrices dibujó una sonrisa horrible—. Es hora de pagar, cielo. —Se echó el pelo hacia atrás para enseñar la oreja cortada—. Nunca debiste enfrentarte a mí, ¿sabes? Hubiese sido mucho más fácil que te abrieses de piernas. Ahora tengo que enseñarte cómo se arrastran los indios.

Denver se rio.

—Díselo. Dile lo que le vamos a hacer.

El miedo se apoderó de Índigo: estremecedor y crudo. Se le doblaban las piernas, y temió caer. Lo habían planeado. Y fuese lo que fuese lo que le tenían preparado, iba a ser diabólico.

Brandon la miró con lascivia.

—Es sencillo, en serio. Esta noche, o te arrastras y me pides que te lo haga, o te enterraremos viva. Tú eliges, cariño.

—Y a mí también —añadió Denver—. A mí también me toca, después de lo que me hizo Rand.

Pese a estar aturdida por el miedo, Índigo lo comprendió y volvió los ojos desconcertados hacia él. La mirada de Denver ardía de ira.

—¿No te lo contó? —Se reía con violencia—. Ese bastardo me pegó una paliza y luego me despidió.

Ella se quedó mirándolo. ¿Jake había despedido a Denver? Se acordó de aquel mediodía que había estado en la mina y cayó en la cuenta de que no había visto al rubio por allí. Era una afortunada pérdida, así que no lo pensó en el momento. ¿Por qué Jake no le había dicho nada?

Denver se acercó.

—¿Sabes por qué? Por pasarme de la raya contigo. ¿Te lo puedes creer? ¿Pasarme de la raya con una india guarra? Se puso como si hubiese insultado a la reina de Inglaterra o algo así.

Brandon cogió a Índigo por los brazos y la puso a caminar.

—Tu reinado fue breve. Ahora toca la vuelta a la realidad —soltó entre risas—. Dios, no me puedo creer que por fin haya llegado este momento. He esperado seis años para esto, seis años. —La sacudió ligeramente—. No creas que el gilipollas de tu marido vendrá a rescatarte. El hecho de que te tengamos demuestra que somos más listos que él.

Denver lo interrumpió con una risa.

—¡Lo hemos estado observando en las guardias casi una semana!

—Lo que no sabía es que yo te quería a ti, no la maldita mina. Cuando vimos que no te iba a dejar ir por allí, tomamos el toro por los cuernos y te asaltamos de camino a casa. Ese estúpido bastardo cayó como una mosca.

Índigo resollaba en busca de aire a través de la mordaza, moviendo las piernas para mantenerse en pie. Su mente solo podía pensar en una cosa. La mina. Ay, Dios, la iban a llevar a la mina. Enterrada viva. Sabía lo que pretendían hacer. Dios, lo sabía.

Brandon alzó la vista y sonrió.

—Ya sabes de qué va esto, ¿no? Yo diría que eres casi blanca. Tienes más cerebro que la mayoría de los de tu raza. Así que ¿qué piensas, amor? ¿Te vas a desnudar ya para rogarnos a mí y a Denny que te dejemos darnos placer? ¿O prefieres morir poco a poco a decenas de metros dentro de la mina?

Revolviéndose, Índigo trató de soltar el brazo.

Él soltó una risotada.

—No creas que no voy a hacerlo, Índigo. Te la debo desde hace seis años —dijó y se señaló la cara—. Me destrozaste la cara, zorrita. ¿De verdad te creías que iba a desaparecer de tu vida y no hacértelo pagar nunca? —Se acercó más—. Al principio, pensaba matarte sin más. La primera vez, casi mato a tu padre en tu lugar. Eso acabó bien. Casi era igual de satisfactorio verte lamentarte por lo que le había pasado.

De repente, Índigo empezó a marearse. Parpadeó y se tambaleó para recuperar el equilibrio.

—Y luego el lobo. Dios, eso fue gracioso. Quería darte a ti y, en su lugar, le di al viejo Lobo, pobre. Me quedé sentado en la ladera de la colina y por poco me muero de risa.

Índigo tropezó con una piedra. Brandon evitó que cayera.

—Cuando falló el derrumbamiento, decidí que era necesario un objetivo más específico. Denny y yo pensamos en un montón de planes distintos, pero lo único que tenía en la cabeza era lo divertido que sería ver cómo te retorcías. Retorcerte o morir. Si te arrastras con estilo ante nosotros y nos tientas lo suficiente con tus encantos, te dejaremos vivir. ¿De acuerdo?

Índigo lo entendía, perfectamente.

Le dio otro empujón, esta vez no tan fuerte como para derribarla.

—Su tumba espera, señora.

Mientras recorrían el resto del camino hasta la mina, Brandon le pintó una imagen clara del que sería su destino si decidía no gatear para ellos. Esta vez había elegido cuidadosamente las vigas que dañaría. Cuando se derrumbase la galería, una pequeña sección permanecería intacta al fondo. Ahí es donde ella exhalaría su último aliento, a decenas de metros bajo tierra, en medio de la oscuridad total, helada hasta los huesos, mientras el oxígeno huía lentamente. Una amplia tumba, meticulosamente escogida para que muriese despacio y en medio del terror.

Índigo casi deseó que los dos hombres la violasen y acabaran con aquello. Pero sabía que la satisfacción sexual no era exactamente lo que quería Brandon. En su mente perversa, ella era un trozo de basura que se podía utilizar, y ella no solo se había atrevido a rechazarlo, sino a dejarlo marcado de por vida tratando de defender su virtud. Desde su punto de vista, una mujer como ella solo tenía una utilidad, y ser casta no era una de ellas. Para sentirse vengado, tenía que degradarla. A cambio de su vida, esperaba verla arrastrarse y rogarle que la deshonrara. Pensaba que ese sería su único recurso.

Lo que Brandon no entendía es que sin su honor ella sería realmente la criatura insignificante por la que él la tomaba.

Cuando llegaron a la mina, los dos hombres encendieron unos faroles y la llevaron hacia el lado más profundo de la mina. Un frío mortal penetró en los huesos de Índigo. Torcieron hacia la derecha, hacia una de las galerías reconstruidas. Le pareció que caminaban eternamente. Cuando ya casi habían llegado al final de la galería, Brandon pasó por debajo de un grupo de vigas y se detuvo, sujetando el farol en lo alto para que Índigo viese dónde se encontraban. Se veían marcas de hacha recientes en la madera oscurecida.

—Apuntaladas —dijo suavemente—. Este es un punto débil que sellaron con vigas cuando volvieron a excavar esta sección. —Mientras hablaba, un trozo de tierra se desprendió del techo. Él sonrió—. Apuesto a que tu esposo sudó sangre ayudando a ponerlas aquí arriba, sin saber que estaba construyendo la trampilla para la tumba de su esposa.

Señaló dos cuerdas atadas en torno a un par de vigas.

—Estando las vigas tan debilitadas, ¿qué crees que pasará si Denny y yo desenrollamos el resto de la cuerda y les damos una buena sacudida cuando salgamos de aquí? —Balanceó el farol, que siseó—. En un instante, todo se vendrá abajo. El derrumbe probablemente no tendrá más que unos cuantos centímetros de ancho, pero servirá para nuestro objetivo —explicó sonriendo lentamente—. Porque ¿sabes qué, dulzura? En el derrumbe, tú vas a estar del lado de la tumba, en una pequeña sala subterránea, sin respiraderos. Durarás unas cuantas horas, como máximo. Unas cuantas horas que parecerán una eternidad.

Mientras decía esto, le dio un empujón. Con las piernas heladas, Índigo avanzó hacia la oscuridad. Su tumba. El miedo se apoderó de ella.

Cuando llegaron al fondo de la galería, Brandon dejó a un lado el farol y le desabrochó la mordaza. Retrocediendo un paso, la recorrió con una mirada brillante.

—A ver qué bien sabes rogar, india.

Denny plantó su farol en el polvo y se acercó sigilosamente a ella.

—Vamos a quitarle esa camisa para ver sus peritas, Bran.

—No —gruñó Brandon. Tenía la cara contraída. Luego esbozó una sonrisa tensa—. Me tiene que rogar que la mire. —Y se acercó a ella—. Cuéntame lo dulces que son, Índigo. Y cómo arden por mis besos. Pídeme que te levante la camisa, ¿me oyes? Pídeme que las coja. Dilo con mucha dulzura. O morirás.

Índigo movió la boca y le escupió en la cara. Durante varios segundos, Brandon se limitó a mirarla. Sus ojos atónitos le dijeron a Índigo algo que no había sido capaz de ver hacía años. Brandon no tenía ni una noción de lo que era la dignidad porque carecía por completo de ella. Había estado arrastrándose toda la vida sin saberlo.

—Vete al infierno, Brandon —susurró—. No puedo evitar que me violes, pero nunca le pediré a una escoria como tú que me toque. Aunque sea lo último que haga.

Empezó a temblar de ira.

—¿Vas a aguantar eso? —gritó Denver—. Pártele la cara.

Por un instante, Índigo pensó que Brandon haría eso exactamente, pero, en el último momento, pareció recuperar la compostura.

—No, si empiezo a pegar a esta pequeña zorra, no podré parar, y quiero que muera con la cabeza despejada. —Respirando fuerte, se dio la vuelta y levantó un dedo hacia ella—. Tú lo has elegido, india inmunda. Acuérdate. Ahora no te haría mía ni aunque me lo rogases.

Denver se rio.

—Vamos, Bran. Tenemos mucho tiempo. Estoy muy excitado.

Brandon lo miró con desprecio.

—Vete a buscar a una puta. No me vas a estropear esto solo para desfogarte. He esperado demasiados años. Este era el plan desde el principio: tenía que rogar o morir. Lo sabías cuando te comprometiste a ayudarme.

Denver levantó las manos.

—Bueno, ¿quién se iba a imaginar que elegiría morir? Vamos, Bran. Nunca está tan bien cuando tienes que pagar…

—¡He dicho que no!

Índigo observó cómo Brandon recogía el farol. Denver lo siguió a regañadientes. Brandon se sacó otro trozo de cuerda del abrigo.

—Sujétame la cuerda, Denny.

Índigo permaneció inmóvil mientras Brandon le ataba los tobillos. Cuando se levantó, le sonrió con frialdad.

—Solo para que no puedas ponerte a salvo. ¿Quién sabe? A lo mejor ruedas hasta las vigas y consigues que te entierren. Así acabaría más rápido.

Se dio la vuelta despacio.

—Adiós, Índigo. Saluda al diablo de mi parte.

Tras decir esto, los dos hombres se alejaron. Índigo esperó hasta que sus faroles se convirtieron en diminutos puntos de luz en medio de la negrura, y entonces se echó a un lado, tal y como le había sugerido Brandon, y rodó. La tierra y las piedras la magullaron. Ignoró el dolor. Las vigas. Tenía que traspasarlas. Tenía que hacerlo.

El mareo se apoderó de ella. Se impulsó con los pies y rodó hacia un muro de piedra. La negrura era ahora absoluta. ¿Estaba al menos rodando en la dirección correcta? Había perdido el sentido del espacio.

—¡Adiós, puta zorra!

Las palabras de Brandon resonaron en torno a ella. A-diós-diós-diós. Los sonidos se extinguieron con un zorra-zorra-zorra. Luego un estruendo interrumpió el grito. La tierra se sacudió debajo de ella y vibró. Llovía tierra. Después, el silencio, un silencio horrible, negro, interminable. Índigo estaba allí tumbada, helada e incrédula. No podía ser. Era demasiado horrible para ser cierto.

Estaba enterrada viva.