Capítulo 10
El aire era frío y húmedo cuando salieron a la calle, ya de noche. Colgándose las alforjas del hombro derecho, Jake cogió a Índigo por el brazo y se situó entre ella y la calle mientras caminaban hacia el otro lado del pueblo, en dirección norte, que era donde estaba la casa de su tía Amy. Índigo sentía la calidez de su mano a través de la manga de ante, y la firmeza de sus dedos sobre su piel, fuertes pero delicados.
Cuando levantó la vista para mirarle, sintió que le faltaba el aire. Estaba tan atemorizada que creyó verlo más alto que antes, como una sólida pared capaz de caer sobre ella en cualquier momento. El golpeteo decisivo y limpio de sus botas en el asfalto le pareció indicativo de su ánimo, como si se hubiese asignado a sí mismo una tarea y estuviera decidido a llevarla a cabo sin retraso.
Índigo miró a las ventanas del piso superior del Lucky Nugget. Tenía que poner en práctica el truco de Franny antes de que el momento llegase. Con toda la fuerza de voluntad que pudo encontrar, trató de olvidar la presencia de Jake Rand y concentrarse. Las margaritas se negaban a aparecer en su mente. En vez de eso, se vio inmersa en recuerdos de Lobo, en los momentos que habían pasado juntos en la montaña.
Lobo. Había estado tan preocupada que apenas había pensado en él. Sintió un nudo en la garganta, y perdió la línea de sus pensamientos. Si no hubiese sido porque Jake caminaba junto a ella, hubiese llorado por todo lo que había perdido, especialmente la libertad. Sus días de aventuras por las montañas tal vez habían terminado. Dependería de lo que decidiese su marido.
Jake suspiró y volvió a colocarse las alforjas en el hombro. Por un instante, su pensamiento viajó hasta Emily. Debería escribirle una carta cuanto antes. El problema era encontrar un momento privado para hacerlo. No podía arriesgarse a que Índigo viese la carta y descubriese quién era. Y el asunto era comprometido. No le gustaba tener secretos con ella.
Por el momento, sin embargo, tenía otras preocupaciones más acuciantes. La mirada distante que veía en sus ojos le preocupaba. Al llevarla de la mano, podía sentir su tensión. De camino a la casa que sería de forma momentánea su hogar, trató de encontrar algo que decir para relajar el ambiente. Pero no se le ocurrió nada.
Si al menos se conociesen un poco mejor… Podría entender más facilmente qué era lo que estaba pensando. ¿Qué sentía una joven en la noche de bodas? ¿Querría hablar un rato? ¿Debería cogerla de la mano, besarla? ¿O eso empeoraría las cosas? A juzgar por la expresión de su cara, se enfrentaba a la consumación del matrimonio con el mismo entusiasmo con el que iba a sacarse una muela.
Por un momento, pensó que podría darle un poco de tiempo antes de ejercer sus derechos conyugales. Pero al instante rechazó la idea. Como mucho, estaría dispuesto a esperar unos cuantos días, y no creía que su actitud fuese a cambiar mucho en tan poco tiempo. Puesto que no tenía intención de vivir como un monje, no tenía sentido posponer lo inevitable.
Ya había tenido bastantes problemas casándose con ella. No quería añadir la frustración sexual a la lista. Como había dicho el padre O’Grady con sabiduría, una pareja necesita pisar suelo común. ¿Qué mejor lugar que el lecho conyugal?
Con los ojos puestos en Índigo, recordó la primera noche que la había abrazado, lo bien que se había sentido, como si el cuerpo de ella hubiese sido hecho para el suyo. Sintió que había fuegos que apagar en su interior. Solo tenía que encontrar la forma de relajarla el tiempo suficiente como para excitarla. Al pensarlo, se le hizo un nudo en las entrañas.
Al subir al porche, creyó oír los latidos de su corazón. ¿Qué diablos pensaba que iba a hacer con ella? Antes de abrir la puerta, se volvió para mirarla. Un agudo olor a pino llenó el aire húmedo de la noche.
—Intenta relajarte, Índigo. Todo va a salir bien.
Su pequeña cara brilló como un óvalo blanco a la débil luz de la luna. Lo miró, asustada. Jake se detuvo para estudiarla un momento, sin poder quitarse de la cabeza la idea de que había algo en ella que se le escapaba. ¿Era esa la misma joven que había intentado dirigir a un grupo de hombres maduros? ¿La misma chica que había sustituido a su padre y hecho un excelente trabajo ocupándose de sus responsabilidades?
Abrió la puerta y se echó a un lado para que pudiera entrar. Ella cruzó el umbral y se detuvo, escudriñando la oscuridad que se cernía ante ella. Jake la instó a que avanzase y cerró la puerta detrás de él. Sabiendo que su rígido cuerpo estaba solo a unos centímetros del suyo, Jake esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad y luego caminó hacia una mesa redonda, en la que había una lámpara. Puso las alforjas en el suelo y buscó en ellas la caja de cerillas. Unos minutos después, la lámpara siseó y se encendió entre parpadeos; su luz dibujaba sombras sobre las paredes.
Frotándose las manos, Jake miró a su alrededor para familiarizarse con la casa y dijo:
—Hace frío aquí.
—He preparado la chimenea —contestó ella con voz temblorosa.
Jake se volvió hacia el hogar.
—Qué bien. —Llevó las cerillas con él y se acurrucó para encender el fuego. Las llamas saltaron y se elevaron en la chimenea. Él cogió el atizador y colocó los troncos.
—Bueno, ya está. —Era consciente de que estaba diciendo obviedades. La conversación nunca había sido su fuerte. Poniéndose de pie, se volvió hacia ella.
—Estará caliente en un minuto.
Jake cogió la lámpara y la dejó sola en la habitación mientras daba una vuelta rápida a la pequeña casa. No tenía nada que ver con su casa de Portland. Cuando volvió al salón, colocó otra vez la lámpara en la mesa y se acercó al fuego.
Índigo no sabía si era la luz del fuego, las sombras que proyectaba la lámpara, o la combinación de ambas cosas, pero lo cierto es que él parecía más imponente conforme pasaba el tiempo. El ámbar de las llamas parpadeaba en su cara y le daba a sus facciones un aire siniestro. El cabello, bien peinado, le brillaba como si fuera ébano pulido.
Al ver que le miraba, sonrió.
—Ven aquí, Índigo.
Ella levantó los hombros y alzó la barbilla.
Su sonrisa se hizo mayor.
—Vamos. Aquí estarás más caliente.
Los pies le pesaban una tonelada. Se movió hacia él, por miedo a desobedecerle. Cuando estuvo cerca de la chimenea, él apoyó el hombro en la repisa y la miró fijamente. La hacía sentir como si estuviese tratando de resolver algún problema de aritmética con todo su empeño. El aire le pareció, de repente, tan escaso que le costó respirar.
—Más cerca. Ahí tampoco te da el calor.
Ella dio dos pasos más. No era fácil traducir el brillo que veía en sus ojos. Lo quisiese o no, planeaba poseerla. Desde la primera vez que lo vio, supo que era un hombre de fuerte voluntad, el tipo de persona capaz de conseguir todo lo que se propusiese. Ahora, su objetivo era acostarse con ella. No hacía falta decir cuál sería el final de todo eso. Índigo no pudo evitar pensar en lo fácil que le había resultado deshacerse de Brandon.
Brandon.
Tenía cubierto el cuerpo de una fina capa de sudor frío. Las imágenes del pasado pasaron por su cabeza. Imágenes de aquella tarde en la que Brandon y sus amigos la habían atacado. Como era una india insignificante y tenía el cabello de color leonado y los ojos azules, habían pensado que era un trofeo.
Al ver ahora el semblante de Jake Rand, no pudo evitar preguntarse si no tendría él también ese lado oscuro. Bajo todas esas capas de educación, ¿guardaba instintos perversos que nunca revelaba a los demás? Aunque le pareciese increíble, sabía que algunos hombres enmascaraban bien sus más bajos instintos con buenas palabras y modales exquisitos.
—¿Te llega el calor? —preguntó él—. Puedes acercarte más si quieres. No muerdo tan fuerte.
Dignidad. Su padre había hecho que sonase fácil, aunque no lo fuera.
—En… en realidad, no tengo frío.
Con una voz cargada de indulgencia, dijo:
—¿De verdad? ¿Entonces por qué tiemblas?
—¿Estoy temblando? —Se cogió las manos y se clavó las uñas en la piel. El dolor le dio algo en lo que concentrarse—. Tal vez tenga un poco de frío.
Los ojos de él, cálidos y chispeantes a la luz del fuego, hurgaron en los de ella. Índigo trató de ver a través de ellos, pero era como si hubiese corrido una cortina para que no pudiera ahondar. ¿Por qué iba a hacer eso si no tuviese nada que ocultar? Su miedo se hizo aún mayor.
Después de un largo y tortuoso momento, él levantó una mano y le tocó el cabello. Su caricia fue ligera e increíblemente tierna. Hundió sus largos dedos en los mechones de su pelo y le cogió la nuca para que mirara hacia él.
—Índigo, ¿tienes miedo?
—¿De… de qué?
Jake estuvo a punto de echarse a reír. Era evidente que estaba asustada. Era también obvio que su orgullo le impedía reconocerlo. Aunque sus temores eran infundados, podía ver que para ella eran importantes, y tuvo que admirar su sangre fría. Nada de lágrimas para conseguir un aplazamiento. Nada de súplicas. Su mujer estaba allí ante él, decidida a aceptar su sino. Como si fuera una Juana de Arco, pensó, algo que le hizo sentir bastante incómodo. Al fin y al cabo, él no era su verdugo.
Esa muestra de bravuconería tuvo el efecto perverso de enfatizar su corta estatura. Nunca había conocido a nadie tan dispuesto a mantener la cabeza erguida cuando tenía tan pocas armas con las que defenderse. ¿Por qué seguía allí de pie, con la cabeza orgullosamente alta, negándose a dejar que su mirada flaquease?
La compasión que sintió por ella no disminuyó su deseo en lo más mínimo. Desde que la vio por primera vez, la había deseado. Ahora era suya. Era un sentimiento embriagador. Todo lo que tenía que hacer era cogerla en brazos y llevarla a la cama. Por muy poco entusiasmo que mostrase, estaba seguro de que no se negaría, lo que facilitaría mucho las cosas. Con un poco de amabilidad y paciencia, podría hacer que se relajase, y entonces…
El pulso se le aceleró al pensar en la manera en la que le quitaría la ropa como si fuese una fruta deliciosa a la que había que pelar. Índigo… una curiosa combinación de inocencia y sensualidad, de temor e intrépido coraje.
Jake no quería prolongar más su agonía. Le agarró la nuca con fuerza y se inclinó hacia ella. Su olor, mezcla de rosas y piel recién lavada, le intoxicó. Bajó la cabeza y rozó sus labios con los de ella. Tanta perfección… y toda para él. ¿Cómo había podido dudar en pedirle matrimonio?
A Índigo le costaba trabajo respirar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y cerró los puños cogiéndose a su camisa como si de esta forma pudiese mantenerse erguida. Jake se abrió camino y encontró la aterciopelada pendiente de su garganta con los labios. Cerró los ojos y saboreó esa piel que se le resistía. Su imaginación había sido injusta, era mucho más dulce de lo que había soñado. Sintió una descarga eléctrica que le atravesó el cuerpo de pies a cabeza. Sin querer pensar en nada más, deslizó el otro brazo alrededor de ella.
Índigo se curvó como un junco, tan tensa que temió que fuera a romperse si la rodeaba con más fuerza. No podía oír su respiración. Pero sí su corazón: un zumbido que hablaba con elocuencia del terror que sentía. Jake se quedó helado. Su estado superaba con mucho el nerviosismo de una recién casada. Tampoco es que fuese un experto en vírgenes. Quizás todas las mujeres reaccionaban de esa manera cuando se enfrentaban a su primera experiencia con un hombre.
Le puso la mano en la espalda, sintiéndose culpable cuando notó el pulso acelerado bajo sus dedos.
—Índigo… —Sin saber muy bien lo que iba a decir, o lo que podía decir, se limitó a abrazarla.
—¿Qu… qué?
Jake sufrió el temblor en su voz como si fuera suyo. ¡Maldito orgullo comanche! Si estaba tan asustada, ¿por qué no lo decía? No por eso iba a tenerla en peor estima. ¿Era esa una secuela de su experiencia con Brandon Marshall y sus amigos? ¿Qué le habían hecho esos malditos bastardos?
De repente, se irguió. Índigo perdió el equilibrio y cayó sobre él, sin soltarle la camisa. Jake le cogió la cara entre las manos.
—Índigo… —Rozándole las mejillas con los dedos, dijo—: Cariño, no voy a hacerte daño. —Fue terminar de decirlo y darse cuenta de que no era cierto. Le haría daño la primera vez—. Al menos no más de lo que pueda evitar.
Hizo una mueca al oírse. ¿Por qué siempre que quería decir algo terminaba haciéndose un lío y empeorando las cosas? Ella no dijo nada, pero tampoco era necesario. El pánico que vio en sus ojos azules hizo que quisiera darse cabezazos contra la pared.
Jake respiró hondo y dijo:
—¿Quieres que hablemos un rato?
Ella parpadeó.
—¿Hablar?
Jake casi sonrió al ver la expresión incrédula en su rostro.
—Sí, hablar. No hemos tenido mucho tiempo para hacerlo.
—Está bien. ¿Sobre qué?
—Esto… —La apartó de él y después hizo que se incorporara hasta que recuperó el equilibrio—. ¿El tiempo?
Ella le recompensó con una risita aguda que sonó más histérica que divertida.
Jake trató de pensar con rapidez. Tenía que haber cientos de temas de los que pudieran hablar. Ese era el problema, ¿no? Apenas se conocían. No se le ocurría nada. Además, con la amenaza del dormitorio a solo unos metros de distancia, dudaba de que ella pudiera concentrarse en un tema de conversación.
—Supongo que tu tía Amy no tendrá por aquí ningún juego, ¿verdad?
—¿Ju… juego?
—Una baraja de cartas, dados. —Recolocó un tronco en la chimenea con la punta de la bota y después miró hacia arriba—. En realidad, no estoy aún listo para ir a la cama. ¿Y tú?
El alivio que vio en su cara casi le hizo sonreír de nuevo. Esto podía ser un error fatal. Ella podría pensar que se estaba riendo de ella, y eso era lo último que quería que pensase.
—¡N… no! No estoy en absoluto cansada. —Casi pudo ver cómo trataba de guardar la compostura—. ¿Un juego? —Sus ojos brillaron—. ¿Qué tal las damas?
Jake no había jugado en años, y nunca había disfrutado particularmente con el juego.
—Tráelo.
Ella casi tropezó con sus propios pies en su predisposición para ir a buscarlo. Jake trajo dos sillas de la cocina y las puso junto a la mesa. Cuando ella salió del vestíbulo con el tablero, él apartó la lámpara para hacer sitio. Sentándose a horcajadas, observó a Índigo mientras preparaba el tablero.
—¿Qué prefieres, rojas o negras? —preguntó.
—Rojas. —Como su pasión no correspondida.
Ella se sentó en el borde de la silla y colocó las fichas con cuidado. Le temblaban las manos. Jake no pudo por menos que sentir una profunda ternura al verla.
—Tú mueves primero —ofreció ella.
Él sacó una ficha roja, decidido, como si le fuera la vida en ello, a concentrarse en el juego. Treinta minutos más tarde, ella le había dado una soberana paliza. Cuando le comió la última pieza, levantó sus grandes ojos azules y le dijo con voz optimista:
—¿El mejor de tres?
Reprimiendo una carcajada, él respondió:
—¿Y si apostamos algo? ¿Eso haría más interesante el juego?
—No tengo dinero.
—Hay otras cosas que pueden apostarse. —Estaba pensando en cosas como que el perdedor pagase con un beso, pero, cuando vio el nerviosismo en su cara, dijo—: El ganador tendrá café en la cama por las mañanas durante una semana.
—Yo no bebo café.
—Chocolate caliente para ti, y café para mí.
—Acepto.
Jake se resignó a la larga noche que tenían por delante. Ella estaba tan nerviosa como un ratón en una jaula de gatos, lo que no ayudaba a entablar conversación. Para encontrar mayor interés en el juego, ideó que la persona que perdiese tendría que pagar con una prenda, la que el ganador quisiera.
Después de pensarlo unos minutos, decidió que él elegiría su blusa. Recordó aquel primer encuentro y lo que había visto bajo el ante mojado. No le había costado mucho imaginarla desnuda de cintura para arriba. Su destreza con las damas dio un vuelco excepcional, y ganó los dos juegos siguientes.
Cuando ejecutó su último golpe mortal y miró a través del tablero a su oponente, comprendió por qué había ganado tan fácilmente. Índigo se caía de cansancio, los ojos azules empañados, sus sedosas pestañas caídas en una imposible batalla por mantenerse despierta.
—Será mejor que demos la noche por concluida —dijo él.
Ella abrió los ojos de repente y se puso erguida. No hubiese obtenido una respuesta más rápida si la hubiese pinchado con un alfiler.
—Una partida más, ¿de acuerdo? Merezco una oportunidad.
Contra toda lógica, Jake accedió. En el fondo, le movía su egoísmo. Quizá, si seguían jugando, estaría tan cansada cuando la llevase a la cama que no tendría energías para asustarse.
No tuvo tanta suerte. Al final de la cuarta partida, que ganó otra vez, solo tuvo que mirar la rapidez del pulso en su garganta para saber que sus temores se habían reavivado. Sin embargo, él ya no podía más con las damas. Eso no podía durar toda la noche.
Empujó la silla para levantarse.
—¿Quieres unos minutos antes de que yo te siga? —preguntó, haciendo un gesto hacia el dormitorio.
—¿Unos minutos para qué?
Él la miró. El asombro que vio en sus ojos era real. Aguantando la risa, respondió:
—Para prepararte antes de ir a la cama.
Miró al oscuro pasillo con cara de terror.
—Ah —se obligó a mirarle—, yo… Sí, si eres tan amable.
—¿Quieres llevarte la lámpara?
—No, está bien así.
Mientras ella caminaba hacia el dormitorio, Jake apoyó la cadera sobre la mesa y se cruzó de brazos. Ladeando la cabeza, escuchó. Oyó el sonido de un cajón al abrirse. Suspiró y se entretuvo en contar las planchas de madera que había en el suelo desde la pared hasta la alfombra del salón.
Cuando pensó que había pasado tiempo suficiente, apagó la lámpara y guiándose por la desvanecida luz, se encaminó hacia el dormitorio. Lo primero que notó al llegar a la puerta fue el olor a vainilla. Índigo le esperaba de pie delante de la ventana abierta, cubierta solo con un camisón de franela que le llegaba hasta los pies. Se abrazaba como si tuviese frío. Parecía tan joven e indefensa… Él se dirigió lentamente hacia ella.
Al ponerle las manos en los hombros y notar su rigidez, abandonó toda esperanza de hacer el amor con ella. Podía ser muchas cosas, pero no un maldito insensible. La atrajo hacia su pecho y se inclinó para verle la cara. Tenía una expresión contraída en la frente, como si estuviese buscando algo o a alguien en la oscuridad. Él siguió su mirada y escudriñó las sombras del exterior. Se acercaba una tormenta. Unas nubes negras cubrían el cielo. El viento golpeaba la casa y silbaba suavemente contra los aleros.
Resignado, Jake la condujo amablemente a la cama. Ella temblaba, aunque Jake no podía saber si era de frío o de miedo. Miró una vez más hacia la puerta abierta y pensó en cerrarla. Entonces recordó su costumbre de dejar la ventana de la habitación abierta para Lobo. A pesar del frío, no tuvo el coraje de cerrarla.
Tirando hacia atrás de las sábanas, rozó a Índigo con el codo. Ella se metió entre las sábanas con visible apatía. Jake divisó un pedazo de gasa y comprendió que ella llevaba los pololos debajo del camisón. Seguro que llevaba también combinación. Su mujer, la mujer fatal.
Se desabrochó la camisa, consciente de que ella le observaba en cada movimiento que hacía, con sus dos ojos azul plateado, que brillaban como esferas a la luz de la luna. Se llevó la mano al cinturón. Ella se dio media vuelta para darle la espalda. Sentado en el borde de la cama, se desabrochó los cordones de las botas y tiró de ellas para quitárselas. Después, fueron los pantalones. Dudó y, por fin, decidió dejarse puestos los calzoncillos. No tenía ningún sentido asustarla con su desnudez cuando no iba a servirle para nada.
Tumbándose de costado, se cubrió con las sábanas y el cobertor y estudió su estrecha espalda. Seguía temblando. Se acercó a ella y le colocó una mano en la curva de la cadera. Al notarlo, ella dio un respingo.
—Tienes frío —le dijo.
—No… no, de verdad que no.
Jake notó un bulto en su lado de la cama. Se puso más del lado de ella para evitarlo.
—He dormido en mejores camas.
Él le pasó una mano por el estómago. Índigo no se movía. Jake dobló las rodillas y la atrajo hacia él, de forma que sus nalgas descansasen sobre sus muslos. El calor los envolvía ahora y, sin embargo, ella seguía temblando.
—No tienes que tener miedo, Índigo.
—No… no tengo miedo.
Tenía el pelo extendido por la almohada. Él puso su mejilla sobre ese manto sedoso. Dios, era una sensación tan maravillosa. Cerró los ojos y trató de que su cuerpo no reaccionase. Tener esas prietas nalgas contra él era una tortura. Con determinación, mantuvo la mano donde la tenía, incluso cuando esta buscaba la curva de su pecho. ¡Vaya manera tan absurda de comenzar un matrimonio!
Sin saber por qué, se acordó de Mary Beth. En ciertos aspectos, Índigo era un poco como ella. Jake trató de imaginar a su testaruda hermana en esa situación, casada contra su voluntad con un hombre al que apenas conocía. Si eso sucediese, Jake esperaba que el hombre fuese comprensivo y la tratase con dulzura. En su caso, ¿cómo no iba Jake a hacer lo mismo?
Índigo sintió que el brazo de Jake se relajaba y se volvía más pesado. Contuvo la respiración y escuchó el ritmo de su respiración alterada. ¿Estaba dormido? No podía tener tanta suerte.
Le había puesto la mano en el estómago y sus dedos le tocaban la parte baja del pecho. Incluso a través de una doble capa de gasa y franela, su calidez le quemaba. Estaba al borde del pánico, con miedo a que él se moviera.
Empezó a recordar momentos pasados y apretó los ojos para hacer que desaparecieran. Brandon, sus amigos, el horror que había sentido cuando los cinco saltaron sobre ella. No quería que nadie la tocase de ese modo otra vez.
Jake se revolvió, y el corazón le dio un brinco. Murmuró algo contra su pelo. Creyó que iba a asfixiarse, pero permaneció inmóvil, esperando a que él hiciese algo… aunque no estaba muy segura de qué. Recordó el consejo de Franny y trató con todas sus fuerzas de pensar en Lobo y en las margaritas. Las imágenes entraban y salían de su cabeza.
Pasaron algunos minutos. Entonces él empezó a roncar. Su fuerte respiración le revolvía el pelo y humedecía cálidamente su nuca. Se había quedado dormido, profundamente dormido. No podía creerlo. ¿Por qué? La pregunta le daba vueltas en la cabeza. Él tenía la intención de hacerla suya, lo había visto en sus ojos.
Miró fijamente la pared, convencida de que no sería capaz de descansar. Cuando vio que él no se movía ni trataba de tocarla, se relajó un poco. Empezaron a pesarle los párpados. Divagó un momento, casi sin darse cuenta, sin poder todavía confiar lo suficiente en él como para bajar la guardia.
En la oscuridad de la noche, Jake despertó al notar un dolor persistente en el costado. No tenía ni idea de dónde estaba. Poco a poco, empezó a tomar consciencia y recordó la cama de matrimonio. Identificó una calidez blanda contra su espalda: el cuerpo de una mujer. Asombrado, abrió los ojos. Un esbelto brazo le rodeaba la cintura. Escudriñó la oscuridad. Y luego sonrió.
Índigo… Dormido, le había dado la espalda. Ella había perdido todas sus inhibiciones y había apoyado la mejilla contra su omóplato, dejando caer su sedoso pelo sobre su piel.
El dolor que había interrumpido su sueño persistía. Recordó el bulto que había sentido bajo el colchón y comprendió que estaba tumbado sobre él. Trató de moverse, pero Índigo murmuró en sueños y le abrazó con más fuerza. Él volvió a sonreír e imaginó su expresión si despertase y viera lo cariñosa que se había vuelto.
Por más que le doliese poner fin a su abrazo, sabía que no podría dormir con ese bulto en la espalda. Quitándole el brazo, se liberó de ella y consiguió pasar el bulto a otro lado. ¡Maldición, era como si le estuviesen azuzando con un palo!
Jake salió silenciosamente de la cama y pasó la mano por debajo del colchón para ver si se había roto una parte de la cama. Sus dedos se toparon con una tabla sujeta por cuerdas. Después encontró algo grande, frío y rugoso. «¿Qué diablos…?» Tiró del objeto hacia fuera. ¿Una roca?
Contrariado, la puso en la mesilla, sacó la tabla hacia fuera y volvió a meterse en la cama. Como si hubiese echado de menos su calor, Índigo se acurrucó de nuevo junto a él. Jake, incapaz de resistirse a una mujer, la recibió con los brazos abiertos. Ella apoyó la cabeza en el hueco de su hombro y dobló una pierna sobre sus muslos. Incapaz de resistirse, Jake le tocó la cadera y el muslo, tiró de su camisón y le puso una mano en la rodilla. Pololos. Sonrió y volvió a quedarse dormido.