Capítulo 11
A la mañana siguiente, Jake se despertó con el olor a café. Trató de abrir los ojos cuando vio que Índigo estaba inclinada sobre él con una taza en la mano. Con una sonrisa llena de incertidumbre, le dijo:
—Nuestra apuesta, ¿te acuerdas?
Jake le dedicó una sonrisa adormecida y se incorporó sobre un codo para coger la taza. Mirándola por encima del borde, bebió lentamente, consciente, incluso a través de su vista adormecida, de que se alejaba rápido de él, como si temiese que fuera a cogerla. Pensó que le iba a gustar despertar viendo su dulce cara cada mañana. Incluso vestida con sus viejas ropas de ante, le parecía guapa. La prefería con el cabello suelto, pero sus delicadas facciones resultaban también encantadoras enmarcadas por la corona trenzada que se había hecho en lo alto de la cabeza.
—Debo de estar muerto —dijo con voz ronca. Echando un vistazo a la roca que había quitado de debajo de la cama, añadió—: No es fácil dormir con una piedra clavada en las costillas. Me pregunto por qué tus tíos tenían esto debajo del colchón.
Ella miró asombrada hacia la mesilla de noche. Con cuidado de no derramar la taza, Jake cogió la almohada de ella y la suya propia, les dio una sacudida y apoyó los hombros sobre ellas.
—Te levantas con las gallinas.
—Tenemos que ir a la mina. —Muy remilgada, le observaba sentada a los pies de la cama, a una distancia prudencial de él—. ¿Está a tu gusto?
Jake dio un sorbo.
—Es perfecto. —La observó un momento y se dejó embriagar por la mezcla de olores que llenaban la habitación: café, vainilla y rosas, una mezcla que le recordaban al hogar y a la chimenea—. Índigo, en cuanto a lo de que trabajes en la mina…
—¿Sí?
Jake reparó en el brillo de temor que había en sus ojos. Pasó la mano por la colcha y después miró por la ventana un momento. Hasta ayer, había sido la hija de Cazador Lobo, y su trabajo en la mina se había desarrollado bajo circunstancias totalmente diferentes a las de ahora. Sin embargo, ahora era su mujer.
Aun así, Índigo no era como las demás mujeres. Jake sabía lo mucho que le gustaba trabajar en la mina. Sabía también que era un privilegio que había llegado a dar como hecho. En los últimos días, todo su mundo se había puesto patas arriba. Además de perder a Lobo, se había visto obligada a casarse con un hombre mayor al que apenas conocía. ¿Cómo podía él obligarla a afrontar otro cambio radical?
Dejando a un lado sus propios sentimientos, Jake la miró y se obligó a sonreír.
—Nada.
El alivio en su cara fue inmediato. Jake deseó poder solucionar todos los problemas que surgiesen entre ellos con tanta facilidad. Solo había tenido que abandonar sus propias convicciones.
Poniéndose en pie, Índigo hizo ademán de salir de la habitación, como si quisiese escapar antes de que él dijese algo más.
—El desayuno espera caliente en el hornillo. Te serviré y guardaré nuestro almuerzo en una bolsa mientras te vistes.
Unos minutos más tarde, Jake entró en la cocina. Índigo se apresuró a coger la cafetera del hornillo para llenarle otra vez la taza que sostenía en la mano. No estaba acostumbrado a un servicio tan solícito. Arqueó una ceja en señal de asombro y la observó mientras se apartaba. No era para quejarse. El café estaba delicioso, y él quería otra taza, pero había algo desesperado en su manera de complacerle.
Empezó a moverse hacia la mesa y, al oír el sonido de sus botas, ella le miró con desconfianza por encima del hombro. Con cuidado de no hacer movimientos bruscos, Jake colocó su humeante taza de café junto al plato. Apoyando la cadera en la mesa, se cruzó de brazos y la miró, sintiendo una vez más que la muchacha atemorizada que tenía ante él era una impostora.
Era evidente que estaba imaginándose una serie de horrores que él no tenía ninguna intención de cometer. Sacó su reloj de bolsillo y miró la hora. Eran casi las seis y media. Tenía todavía algo de tiempo. Se estiró lentamente y se acercó a ella, decidido a darle a probar algo de lo que sí tenía intención de hacer con ella.
Índigo sintió su cercanía antes de que él le pusiera las manos en los hombros. Con los dedos puestos aún en el asa de la cafetera, se volvió para mirarle y, entonces, deseó no haberlo hecho. El vaquero azul de su camisa llenaba todo su campo de visión. Al levantar la vista, encontró que él había inclinado su oscura cabeza de forma que su cara estaba a solo unos centímetros de la suya.
—¿Nos hemos deseado los buenos días? —preguntó con voz ronca.
No había forma de malinterpretar el brillo soñador y determinado de sus ojos negros. Sintió un pánico irracional que le quitó la respiración. El silencio de la casa la envolvió, recordándole que estaba a solas con él, inevitable y absolutamente sola. Y aunque no lo estuviese, nadie hubiese podido ayudarla, nadie lo hubiese ni siquiera intentado. Ella era su mujer. Él tenía derecho a hacer lo que quisiese, ante la ley y ante los ojos de Dios.
—Sí… sí, creo que tú… —Su cara se acercó aún más y entonces supo que iba a besarla. Posiblemente, algo más—. ¿Buenos días? —Hizo un intento esperanzado.
Con una sonrisa de complicidad, le cogió la barbilla.
—Esa no es forma de desear buenos días a tu marido.
—¿Ah, no? —gimió ella.
—No, señora Rand, no lo es —susurró—. Deja que te diga cómo.
Sus labios sedosos tocaron los de ella, ligeramente y, al mismo tiempo, con una fuerza impactante. Con la boca cerrada, Índigo se quedó inmóvil, con miedo a retirarse. Él tenía todo el derecho del mundo a besarla y podía enfadarse si ella se resistía. No había olvidado lo violento que se había puesto Brandon cuando ella lo rechazó.
Jake se echó hacia atrás y la observó con sus ojos chispeantes.
—¿En boca cerrada no entran moscas?
—¿Cómo?
Con el dedo, trazó una línea a lo largo de su mandíbula, sus ojos aún soñadores. Dedicándole una sonrisa exagerada, le mostró unos dientes luminosos, totalmente cerrados.
—Moscas. Así bebo yo café cuando voy cabalgando. Es la forma que tengo de evitar que entre ningún insecto en mi boca. Pero no es compatible con los besos. Al menos no en la forma en la que yo los concibo.
—¿No?
—No —afirmó él, con una voz que se hacía cada vez más seductora. Le puso una mano en la cintura y la volvió hacia él para que le mirara de frente. Cuando vio que aún tenía un brazo doblado en la espalda para sostener la cafetera, subió la ceja extrañado—. ¿Estás pensando en utilizar esto para darme un porrazo?
Índigo soltó el asa.
—No. Yo solo… El desayuno está listo. Patatas fritas y panceta y… —Trató de mantener la distancia entre ellos—. ¡Y huevos! Con galletas calientes y mantequilla fresca que hace mi madre. Y miel. ¿No tienes hambre?
—Estoy famélico —murmuró y la cogió con más fuerza para atraerla hacia él—. Pero la miel que yo quiero no es la que tú piensas. —Antes de que pudiera reaccionar, le puso la otra mano en la nuca—. No debes tener miedo, Índigo —susurró—; no voy a hacerte daño.
—No… no tengo miedo.
Una risa baja vibró en su pecho.
—Entonces deja de apretar los dientes y dame un beso de buenos días. Tenemos que empezar por algún sitio.
—¿Por qué?
A Jake le dieron unas ganas irrefrenables de reír y estuvo a punto de olvidar lo que se traía entre manos.
—Es una ley natural. No se puede terminar lo que nunca se empieza. —La tensión hizo que el cuerpo de ella, demasiado rígido, se amoldase al de él—. ¿Has hecho alguna vez esto? Una chica guapa como tú debería ser una experta en besar.
—Nunca me pidieron demasiado…
—Pues ahora sí que hay una petición.
Ella se echó hacia atrás, cada vez más alarmada.
Jake sonrió.
—No tiene ningún misterio. Yo te pongo la mano en la cintura —la cogió con más firmeza para demostrárselo— y la otra en la parte de atrás de tu cabeza. Lo único que tienes que hacer es cerrar los ojos.
—Pe… pero entonces no podré ver.
—Cierto. Pero en sitios cerrados como este, tampoco es muy conveniente que puedas anticiparte a mis movimientos.
Ella le miró la boca.
—Tu… tu desayuno se va a enfriar.
Él dobló otra vez la cabeza. Ella se contrajo bajo su mano, pero él reprimió cualquier intento de huida cogiéndole el cabello con el puño. Él no era como Brandon. Sus manos eran como el acero y no tenía forma de combatirle. Sus labios se pusieron sobre los de ella y sintió una lengua que trataba de abrirse paso entre ellos. Ella gimió y se echó hacia atrás, sorprendida de que él dejara que se moviera. Por un momento interminable, sintió que le faltaba el aire. Después, el calor de la cocina que tenía a su espalda le traspasó el tejido de ante de los pantalones. Trató de soltarse, saliendo en la única dirección posible: hacia delante. Con su cuerpo, presionó fuerte el cuerpo que tenía enfrente.
Él gimió y dio un paso atrás, trayéndola con él. Después, deslizó la mano desde su cintura hasta su culo y la tuvo tan cerca que la pelvis de ella le rozaba el muslo. Al notar el contacto, dejó de pensar tanto en el asalto que estaba sufriendo su boca para centrarse en la nueva calidez que sentía en el estómago.
Conmocionada y sorprendida, olvidó que la estaban besando, el tiempo suficiente como para que él invadiese por completo su boca en busca de su lengua. Índigo se vio invadida por un cúmulo de sensaciones, tan fuertes y repentinas que no tuvo el valor de tratar de combatirlas.
Tenía que apartarse de él, pensó salvajemente. Tenía que apartarse antes de… No lo recordaba. A diferencia de Brandon, Jake no la conquistaba solo con fuerza. Utilizaba su boca, su cuerpo y sus manos para desarmarla. Empezó a sentir una debilidad deliciosa y embriagadora.
Como si él sintiese su rendición, retiró su boca de la de ella y le dirigió una sonrisa seductora.
—Así es como se dan los buenos días.
Índigo se balanceó contra él, aún aturdida. Sintió que los brazos de él temblaban alrededor de los suyos y supo que también él estaba desorientado.
—Dar las buenas noches —dijo con voz ronca— es incluso mejor. Cuando volvamos a casa, te daré una primera lección.
Esa promesa fue suficiente para devolverla a la realidad. Le miró con los ojos muy abiertos, y su mente se puso a imaginar cosas. El miedo volvió a apoderarse de ella. Con manos temblorosas, le puso la mano en el pecho para apartarle.
—Ya veo que te entusiasma la idea —bromeó él—. Es algo totalmente aceptable entre marido y mujer, y es mucho mejor que dar los buenos días. Te lo aseguro.
Liberándola, se volvió hacia la mesa en la que tenía el desayuno. Después de sentarse, se metió un gran bocado de huevo en la boca y sonrió.
—Tenías razón. Está frío. —La traspasó con una mirada llena de amor—. Pero ese beso ha valido la pena.
Antes de ir a la mina, Jake e Índigo tenían dos paradas que hacer, una en la penitenciaría, para obtener noticias del sheriff Hilton, y otra en la casa de los Lobo, donde Jake planeaba ayudar a Loretta en sus tareas en el establo mientras Índigo daba de comer a sus animales salvajes.
Las noticias de Hilton dejaron a Jake lleno de frustración. Brandon Marshall decía no saber nada de los accidentes ocurridos en la mina o del disparo a Lobo. También tenía varios amigos dispuestos a testificar sobre dónde se encontraba la tarde que dispararon al animal.
—Eso no significa nada —dijo Hilton—. Sus amigos pueden haber mentido. Tendré los ojos abiertos… puede estar seguro de eso. —Dio una palmadita en el hombro a Índigo y miró a Jake con complicidad—. Mientras tanto, deberíais tener cuidado. No me fío de ese sinvergüenza, y no estoy seguro de que vaya a comportarse como es debido.
Jake asintió.
—Tomaré todas las precauciones necesarias.
—Hágalo. Yo y mi señora tenemos predilección por esta jovencita. No queremos que le pase nada malo.
Rozando el codo de su mujer, Jake contestó:
—No más predilección que la que tengo yo, se lo aseguro.
Una vez fuera de la prisión, se dirigieron a la casa de los Lobo. Jake se dio cuenta de que sus palabras habían sido sinceras. Había cogido mucho cariño a Índigo, tanto que le alegraba tener cosas que hacer mientras ella alimentaba a sus animalitos. No estaba seguro de poder ver cómo alimentaba a Mellado otra vez sin decir nada al respecto. Por mucho que dijese Loretta, Jake no creía que el puma fuera de fiar, y la idea de que su mujer estuviese al alcance de las fauces de ese animal le ponía enfermo. Cuanto más lejos estuviese de la situación, mejor.
Antes de separarse frente a la casa, Jake dijo:
—Después de dar de comer al ciervo, espero que comas tú un par de esas tortitas, Índigo. No has tenido tiempo de desayunar.
—En realidad, no tengo hambre.
Jake vio la tristeza que había en sus ojos y se dio cuenta de que probablemente estaba pensando en Lobo.
—¿Al menos te comerás una?
—Si tengo que hacerlo…
—Tienes que hacerlo —le dijo con una mueca—. Te espera un largo día. Me reuniré contigo dentro cuando haya terminado en el establo. —Jake empezó a alejarse. Después se volvió y le tomó la barbilla con la mano—. ¿Me harás el favor de tener cuidado cuando des de comer a esos animales?
Ella le miró con ojos desconcertados:
—¿Cuidado?
Jake entrecerró un ojo.
—Sí, cuidado. Es que no apruebo que alimentes al puma.
—¿Ah, no?
—No. —Le pasó el pulgar por la frágil línea de su mejilla—. Solo pensar en ello me hace empezar a sudar.
Índigo lo miró alarmada.
—Pero, Jake, Mellado es totalmente inofensivo. Nunca me haría daño.
—¿Inofensivo? —Soltó una carcajada seca y la soltó—. Es un animal salvaje, Índigo. No puedes predecir cómo va a comportarse, y no trates de convencerme de que puedes.
—No —admitió ella.
Retrocediendo un paso, le dio un golpe con los nudillos debajo de la barbilla.
—Entonces, haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Sin más, Jake se dirigió al establo. Unos minutos más tarde, cuando estuvo de vuelta en la casa, encontró a Índigo sentada a la mesa, con los últimos trozos de la tortita aún en el plato. Jake puso el cubo de leche fresca en la encimera y se dirigió al dormitorio de Cazador para darle los buenos días. Después se unió al padre O’Grady que estaba junto a la chimenea.
El párroco le dio un empujón con el codo.
—Me entristece confesarlo, siendo metodista como eres, pero veo que piensas lo mismo que yo acerca de ese condenado puma.
—Se lo ha dicho ella, ¿verdad? —Jake se encontró con los ojos de Índigo y se preguntó por qué parecía tan abatida—. ¿Tan mal sabe esa tortita? —le preguntó, bromeando.
Con una falta de entusiasmo evidente, Índigo bajó los ojos y se puso el último trozo en la boca. Un momento después, Loretta salió del dormitorio con el plato de Cazador en la mano.
—Buenos días, señor Rand.
Jake levantó una ceja.
—¿Señor Rand? Pensé que podríamos tratarnos por nuestro nombre de pila ahora que soy su yerno.
Sin dedicarle la sonrisa acostumbrada, Loretta pasó delante de él y fue a la cocina. Cuando vio el cubo de leche, dijo:
—Veo que ha vuelto a hacer mi trabajo. Gracias, Jake.
Como el tono era visiblemente seco, Jake arrugó la frente y respondió:
—De nada.
El padre O’Grady se acercó para tocar el hombro a Jake.
—Nunca resulta fácil para una madre enfrentarse a los primeros días después de que sus hijos se hayan casado —susurró—. Después de todos estos años, se ha despertado esta mañana y se ha dado cuenta de que tú la has sustituido y que desde ahora tú tomarás las decisiones. Ten paciencia, ¿de acuerdo?
—¿Decisiones? —Jake miró inquisitivo al párroco—. No tengo ninguna intención de sustituirla en la vida de Índigo.
—No. Claro que no. —El padre O’Grady le dio una palmada para reconfortarle—. Es solo que es muy sensible. Todas las madres lo son, sobre todo al principio. En poco tiempo, todo se calmará y ella te aceptará. Confía en mí. He visto muchas bodas.
Aún preocupado por la actitud de Loretta, Jake volvió su atención a Índigo.
—¿Estás lista?
Ella se levantó de la mesa.
—Sí. Hoy no me ha llevado tanto tiempo dar de comer a los animales.
El padre O’Grady volvió a dar una palmada a Jake en el brazo, sonriéndole.
—¿Pensaste anoche sobre lo que te dije de convertirte a la fe? Ahora que ya ando por aquí, me quedaré unos días más a cuidar de mi rebaño. Me haría muy feliz empezar a instruirte mientras estoy en el pueblo.
Distraído por la pregunta y divertido por la perseverancia del párroco, Jake rio.
—Para serle sincero, padre, la última cosa que anoche tenía en mente era la religión.
El párroco miró hacia el techo.
—Supongo que me lo tengo merecido.
Justo en ese momento, Índigo volvía de la cocina. Jake la cogió por el brazo y la llevó hacia la puerta.
—Se lo diré cuando haya tomado una decisión, padre. Se lo prometo.
Una vez fuera, en el porche, Jake notó que Índigo tenía las mejillas sonrojadas y pensó que tal vez hubiese oído la conversación con el cura. Sus ojos azules se encontraron con los de él, y después miró hacia otro lado. Jake estuvo a punto de gruñir. Por su expresión, se diría que no había comprendido lo que había querido decirle esa mañana al besarla.
—Y bien, ¿estás lista para el largo día que nos espera? —preguntó con un tono deliberadamente casual.
—Sí.
Él no pudo evitar escuchar el tono de impotente resignación de su voz.
Al llegar a la mina, Jake e Índigo tomaron caminos diferentes. Jake se encontró primero con Denver Tompkins, quien le sonrió con suficiencia y miró en dirección a Índigo, diciendo:
—Cuando jugamos, tenemos que pagarlo. Imagino que ha aprendido la lección de la manera más difícil.
Jake se puso tenso.
—¿Estás hablando de mi matrimonio?
—Diablos, todo el mundo en el pueblo supo lo que pasaba cuando apareció cabalgando con el padre O’Grady. Lo único que nos sorprendió es que Lobo esperase tanto tiempo para obligarle a hacer lo correcto —aseveró levantando una ceja—. Las cosas se complican el doble cuando le pillan a uno con una india. ¿Cuánto dinero le ha pedido su papi? ¿Un caballo y un par de mantas? —Se mordió el labio y silbó—. Menuda ganga, ¿verdad? Es toda una joyita lo que se lleva, ¿no es así?
Jake se quedó inmóvil con la hoja de la pala hundida en la grava. Su primer impulso fue golpear a ese hombre hasta que se desangrase y quemarlo después. Pero había tres razones que se lo impedían y, de ellas, la más importante era que no quería humillar a Índigo. En segundo lugar, si ya habían circulado los rumores, pulverizar a Tompkins solo sería añadir leña al fuego. La tercera razón, aunque fuera menos inmediata, era igual de poderosa. De todos los mineros, en el que menos confiaba era en Tompkins. Hasta que averiguase quién era el responsable de los derrumbamientos, quería tenerle cerca.
Como Jake tardaba tanto en responder, Tompkins empezó a reír.
—¿No habrán sido dos caballos? Le han desplumado, ¿verdad? —Le guiñó un ojo en señal de complicidad—. Si es listo, podrá triplicar su inversión en una semana. Una india hará todo lo que su hombre le diga, incluso ser buena con sus amigos.
Jake se irguió lentamente. Durante un instante, la rabia le pudo, e imaginó lo bien que se sentiría si rodeaba con sus manos el cuello de Tompkins. Tenía el cuerpo tan tenso que hubiese saltado si la razón no le hubiese hecho recapacitar. No quería que Índigo pagase las consecuencias. Si empezaba una pelea, eso sería lo que ocurriría.
Contando con que el ruido de la mina amortiguara sus palabras, contestó:
—Tienes dos segundos para arrepentirte de lo que acabas de decir y pedir perdón.
Tompkins dio un paso hacia atrás.
—Mire, señor Rand. Quizá por ser forastero en estas tierras no conozca demasiado a los indios y no entienda sus costumbres. Nosotros sí las conocemos y a veces nos reímos de ellas. —Tompkins levantó las manos, encogiéndose de hombros—. No hacemos mal a nadie. ¿No quiere divertirse un poco? Todos sabemos que tuvo que casarse con ella y que su papi, por ser indio, le ha hecho probablemente pagar por ella. Así es como lo hacen ellos.
Agarrando la pala con más fuerza, Jake dijo:
—El precio que un hombre paga por una mujer india no es una compra, de la misma manera que la dote que la mujer blanca aporta al matrimonio no es ningún soborno. Si no fuerais tan condenadamente ignorantes, sabríais eso.
Tompkins le miró con una expresión de suficiencia.
—¿Así que usted pagó por ella?
Jake se dio cuenta de que sus palabras no habían hecho sino corroborar las sospechas del hombre.
—Yo no he dicho eso —respondió Jake.
—No tiene que hacerlo —dijo Tompkins con una risotada—. Tiene escrita la respuesta en la cara. Dios, esto es fantástico. Una boda de compromiso, y tiene que pagar por la novia. Como usted es nuevo por aquí, me hubiese gustado ver la cara que puso.
Jake trató de pensar con rapidez y encontrar una manera de reparar el daño que acababa de causar. Con un dolor agudo en el estómago, miró a Tompkins a los ojos y supo que no había nada que hacer. Cuanto más tratase de reparar la situación, peor se pondrían las cosas.
Si alguien iba a Índigo con el cuento de que su marido había pagado por la novia, ella pensaría que había sido él el que lo había mencionado. Después de ver la expresión en sus ojos al descubrir la noche anterior que había dinero de por medio, Jake sabía que no podría convencerla nunca de que no tenía nada que ver con ese rumor. Solo le quedaba esperar que no oyese el chisme. Ya que no le acompañaba la suerte, al menos quería asegurarse de que los rumores sirviesen para que ella se sintiese orgullosa.
El rubio tenía un brillo de curiosidad en los ojos.
—¿Cuánto pagó por ella?
Jake tenía el horrible presentimiento de que andaba por arenas movedizas y miró a su alrededor para estar seguro de que Índigo no les oía.
—Una pequeña fortuna, y pagué cada céntimo con gusto. Ah, y quiero decirte algo, para que sepas toda la verdad. No ha sido una boda de compromiso. Cualquier hombre con ojos en la cara puede ver eso. En el instante en que la conocí, supe que quería casarme con ella y, cuando por fin tuve el valor de proponérselo, ella me hizo el honor de aceptar. Esa es la verdad, y te mataré si tú o cualquier otro cuenta una historia diferente.
El rubio levantó las manos.
—Eh, soy el primero en admitir que ella está hecha del más fino paño de algodón… ¿o debería decir de ante?
—Del mejor. —Jake trató de no alterar el tono—. No vuelvas a cometer el error de referirte a ella como «india» de nuevo. Ni en mi presencia, ni en la de ella. No existe una mujer en el pueblo, ni blanca ni india, que sea más casta o temerosa de Dios que esa muchacha, y el hombre que no tenga la deferencia de quitarse el sombrero ante ella tendrá que vérselas conmigo. ¿Está claro?
—Como el agua.
—Me alegra ver que nos entendemos —dijo Jake con firmeza—. Y ya pueden aplicarse el cuento los otros chismosos, así que haz correr la voz. No olvides lo que te he dicho, Tompkins. Si oigo una palabra ofensiva más sobre mi matrimonio, sabré que viene de ti. —Y dirigió un dedo hacia donde estaba Índigo—. Si esa chica derrama una lágrima por algún insulto, iré a buscarte.
Tompkins parecía incómodo.
—No es muy aconsejable hacer amenazas de muerte. Alguien podría creer que lo dice de veras.
—¿Y qué te hace pensar que no es así?
—No puedo controlar lo que los demás dicen. Contaré lo que usted quiera, pero dudo que eso cambie la forma de pensar de la gente.
Dicho esto, Tompkins se escabulló por la pendiente. Impotente, Jake se quedó allí de pie, observándole.
—Estoy seguro de que lo es —dijo una voz grave y profunda detrás de él.
Jake se dio la vuelta para ver a Shorty, que salía de detrás de una vagoneta cercana.
—¿Ser qué?
Shorty se acercó a él rascándose la oreja. Después se apoyó en la vagoneta y escupió tabaco de mascar.
—Ser un buen marido para nuestra señorita. Al menos, la ha defendido. —Se puso al lado de Jake y dirigió los ojos hacia donde había desaparecido Tompkins—. Es más de lo que ese bastardo sin sesera hubiese hecho. La mitad de lo que dijo es por la envidia, ¿sabe? Él la quería pa él. Una vez ofreció al viejo trescientos pavos.
Jake guiñó los ojos deslumbrado por el sol.
—¿Qué dijo Cazador?
Shorty colocó los pulgares por los tirantes.
—Ná. No suelta prenda cuando no le gusta lo que ve. Le miró así como él mira… ya sabe, que te hace echarte la mano a la cabellera. —Volvió a escupir—. Se lo juro, me alegro que haya sio usted quien se lleve a la niña y no Tompkins.
Al parecer, eso podía considerarse un cumplido y, como las maneras del hombre no parecían muy amigables, Jake no estaba seguro de cómo reaccionar. Se aventuró a darle las gracias, con vacilación:
—Gracias. ¿Tiene usted la costumbre de esconderse detrás de las vagonetas y escuchar las conversaciones ajenas, Shorty?
—Cuando tiene que ver con nuestra señorita y su felicidad, no atiendo a formas. Llevo oyendo las monsergas de Denver toa la mañana. Pensé que podría aprender muchas cosas de usted si podía oír su respuesta cuando él le viniera con el cuento. Sabía que le vendría con el cuento desde el momento en que llegase. Lo único que tenía que hacer era estar cerca y esperar. —Shorty le recompensó con una mirada directa—. Cuando le vi por primera vez, tuve miedo de que se fijase en ella. No estaba tan equivocao.
Jake se preguntó adónde quería llegar el anciano.
—No, imagino que no.
—Después de oír lo que ha dicho, supongo que no tengo necesidad de decírselo, pero lo haré de todos modos. Será mejor que la trate bien. Si no lo hace, tendrá que vérselas con nosotros, y no crea que no será así. No crea que, porque su viejo esté en cama y todos sus hombres lejos, no hay nadie pa dar la cara por ella.
Aunque Jake no se sintiera particularmente intimidado, hizo un intento galante de parecerlo. Reprimió una sonrisa.
—¿Quiénes son ustedes?
Shorty levantó sus artríticos hombros.
—Servidor, Stringbean y Stretch. Tóquele un pelo de la cabeza y tendrá que responder ante los tres. No se le olvide.
Tratando de parecer serio, Jake contestó:
—No lo haré.
—Sé que no lo hará. —La punta bulbosa de la nariz de Shorty se puso roja—. Supongo que me dará la patada en cuanto pueda. Pero alguien tenía que decírselo. No está bien que una niña como ella esté solita en el mundo.
Jake no pudo esconder la sonrisa esta vez.
—Estoy de acuerdo. Esté tranquilo. Cuidaré bien de ella. De ahora en adelante, no tienen de qué preocuparse.
Shorty asintió.
—Por lo que le ha dicho a Tompkins, creo que no —dijo, buscando la mirada de Jake—. Pero cúbrase las espaldas. Ese es un bastardo y lleva salivando por esa chica desde hace más de un año. Estará echando pestes a todo el que vea a partir de ahora. No parará hasta que no haga llorar a la señorita.
Eso era lo que más temía Jake. Observó a Shorty un momento y decidió que podía confiar en ese hombre. Después se aclaró la garganta.
—Si empiezan a hablar del precio que pagué para la boda, le romperán el corazón. Como soy blanco, no le gustó para nada la idea, y no la culpo. Me preocupa que piense que he estado haciendo alardes de ello. O peor aún, que he estado quejándome. No pensé en ello como en una compra, pero eso es lo que ella creerá si escucha el rumor por ahí.
—Envíemela a mí. —Los ojos de Shorty brillaron rejuvenecidos—. A veces, estar entre el bien y el mal tiene sus ventajas. En este caso son mis oídos. Le diré lo que de verdad se dijo. —Y ofreció a Jake la mano—. Usted hizo lo que tenía que hacer, en mi opinión.
Jake se sintió aliviado. Cogió la mano de Shorty con fuerza.
—Aprecio la oferta, y puede que lo necesite. Me temo que no va a creer nada de lo que yo le diga.
Shorty clavó los ojos en Jake.
—Ella estaba presente el día en que Tompkins ofreció a su padre esos trescientos pavos. El imbécil se presentó allí, muy seguro de sí mismo, y trató de comprarla. Intentar eso y que le pongan a uno en su sitio no debe de sentar muy bien. —Con esto, Shorty se agarró el tirante y se fue dando zancadas colina abajo.
Con la frente enfurruñada y una sacudida de cabeza, Jake volvió al trabajo, haciendo una pila con la grava del molino y metiéndola en la carretilla para llevarla, carga a carga, hasta la canaleta.
En el descanso de mediodía, fue en busca de Índigo y la encontró ayudando a los hombres con las cajas de cribado, una tarea que, además de ser agotadora, machacaba la espalda. Haciendo uso de todo su autocontrol, consiguió no poner ninguna objeción. Si iba a impedir que hiciese cualquier trabajo de la mina, era mejor mandarla a casa.
Cuando Índigo vio que llegaba Jake, habló con su compañero y dejó el trabajo. Jake vio una pregunta en sus ojos cuando bajaba por la cuesta. Obligándose a apartar la vista de sus femeninas caderas y centrarse en la estrechez de sus hombros, Jake recordó lo frágil que había sentido sus costillas la noche anterior. Después, recordó la suavidad y el calor de su pequeño trasero esa misma mañana. Era su esposa, maldita sea. Podía comprarle todo lo que necesitaba y, sin embargo, aquí estaba ella, matándose a trabajar en una mina de tres al cuarto. Le invadió un fuerte deseo protector hacia ella.
Mirándola fijamente, apretó la mandíbula y se juró que no diría nada. Dudaba de que a Índigo le importase lo más mínimo todo lo que pudiera comprarle. Estaba seguro de que su moderna casa en Portland le impresionaría, pero no de forma favorable. Para ella, todas las riquezas del mundo estaban aquí, y él no podía ser tan desalmado como para robárselas. El único consuelo que le quedaba era ver que aquí parecía más ella misma que en todo el tiempo desde la boda. Se movía con confianza, y sus ojos se encontraron con los suyos sin flaquear.
A Índigo le costó poco interpretar la mirada de Jake y, por enésima vez esa mañana, volvió a sentirse insegura. No tenía dudas de lo que había estado pensando cuando le dijo: «En cuanto a lo de trabajar en la mina…». Había estado muy cerca de pedirle que se quedara en casa.
Se sentaron juntos bajo un roble a comer el almuerzo que habían traído. Índigo se esforzaba en mordisquear un trozo de manzana seca, mirando al infinito y tratando de imaginar cómo sería la vida si Jake le prohibiese trabajar en la mina. Sabía que él no era el único que pensaba que las mujeres debían quedarse en casa.
Trató de pensar en algo que decir para convencerle de que no se lo prohibiese, pero no se le ocurrió nada. El deseo de una esposa no tenía demasiado peso para la mayoría de los maridos blancos, y aún menos para los maridos indios. Su única esperanza era rezar y confiar en su benevolencia.