Capítulo 15
Fiel a sus promesas, Jake intentó hacer más llevaderas sus restricciones a las actividades de Índigo. Al día siguiente, fue a cazar y volvió con dos ciervos para que tuviese carne. Además, aunque era casi de noche y llovía, insistió en llevarla de paseo, y a partir de entonces lo hizo todas las noches, siempre insistiendo en que no tenía tanta hambre como para no poder esperar a cenar al anochecer.
Sus esfuerzos no pasaron inadvertidos. Aunque todavía estaba insegura y nerviosa en presencia de Jake, Índigo sabía que él intentaba por todos los medios hacerla feliz. En respuesta, ella hacía todo lo posible por ocultar hasta qué punto se sentía verdaderamente triste.
El disimulo no calmaba su tristeza. Limpiar la casa de la tía Amy le llevaba solo un par de horas cada mañana. No tenía que hornear, porque su madre, acostumbrada a dar de comer a una familia, siempre hacía de más y se lo daba para que se lo llevase a casa. En consecuencia, Índigo se levantaba por la mañana, caminaba con Jake a casa de sus padres para dar de comer a los animales, volvía al hogar para hacer sus tareas, y luego se pasaba el resto del día escuchando el tictac del reloj. La única variación en el horario se daba cuando llevaba a la cocina el barreño para bañarse, lo que era necesario si no quería asearse por la noche, cuando Jake estaba presente.
En contraste con los días, que eran aburridos y largos, las noches pasaban corriendo como caballos compitiendo por llegar a la meta. Índigo tenía la impresión de que, en cuanto Jake la recogiera para dar el paseo y luego se tomara la cena, se vería tumbada a su lado en la cama, convencida de que esa sería la noche en que él decidiría hacer valer sus derechos conyugales. Si él movía un músculo, a ella le daba un vuelco el corazón. Cuando la estrechaba entre sus brazos, se quedaba allí tumbada, sin respiración y medio mareada, esperando que su suave tacto se volviese exigente y ávido.
Tras cuatro noches de espera desagradable, Índigo empezó a querer que él lo hiciese y terminase todo de una vez. Cualquier cosa sería mejor que estar noche tras noche ahí tumbada, sabiendo que él la deseaba y preguntándose, medio histérica, cuándo tenía pensado tomarla.
Se preparó lo mejor que pudo. Hasta ahora, él no se había dado cuenta de que había vuelto a poner la piedra bajo el colchón, esta vez a la altura de los pies, para que no la notase. Aunque tenía poco apetito, se estaba obligando a tomar al menos una ración de carne roja al día. Confiaba en que, cuando le hubiese hecho una vez el amor, se habría terminado. Después esperaba que se fuese al Lucky Nugget a buscar placer, como obviamente hacían muchos otros hombres. No es que les desease ningún mal a Franny y May.
Al quinto día de matrimonio, el padre O’Grady se disponía a marcharse tras escuchar las confesiones finales, entre ellas la de Índigo, y dar una última misa. Al concluir el servicio y la comida, el sacerdote anunció que tenía que despedirse de varios parroquianos y se marchó. Cuando se fue, Índigo puso agua al fuego y empezó a ayudar a su madre a recoger la mesa.
—Si te quieres ir, yo puedo ir recogiéndolo —propuso Loretta.
Índigo sacudió la cabeza.
—Me alegro de tener algo que hacer, madre… Sentada en casa, las tardes parecen interminables.
Loretta suspiró.
—Los primeros meses de la monótona vida de casada son siempre difíciles. Nunca podré olvidar cómo me sentí cuando tu padre acabó por fin de construir esta casa y empezó a irse a la mina todas las mañanas. Parecía que el mundo entero se detenía.
Índigo se restregó el jabón entre las manos para hacer espuma en el agua de fregar. Trató de visualizar a su madre escuchando el tictac del reloj. Tal y como ella la recordaba, su madre siempre había sido un alegre torbellino de actividad.
—Creo que me acostumbraré con el tiempo.
Loretta suspiró.
—Supongo. Ahora que recuerdo, yo ya tenía a Chase por aquel entonces, y te estaba esperando a ti, así que encontré muchas cosas con las que entretenerme cuando tu padre no estaba.
—Como he dicho, me acostumbraré.
Loretta suspiró otra vez, e Índigo estuvo a punto de sonreír. Cuando reflexionaba sobre un problema, su madre siempre tenía una forma de suspirar casi musical, un sonido estridente que desembocaba lentamente en el silencio.
—Lo que necesitas son algunos proyectos, como tejer o hacer encajes.
Índigo sonrió.
—Podría tejer un carcaj para mis flechas.
Loretta soltó una risita.
—O un jersey para tu esposo.
Índigo visualizó los anchos hombros de Jake.
—Madre, estaría tejiendo un año. Además, sabes que siempre se me sueltan los puntos. Se desharía al primer golpe de viento.
Loretta se rio.
—Podrías hacerte algo para ti.
—¡Dios me libre! Preferiría que se le deshiciese a él y no a mí. Bastantes problemas tengo ya bañándome a escondidas antes de que llegue a casa.
El sonrojo trepó por las mejillas de Loretta, que se concentró en secar la vajilla. A Índigo se le secó la boca. Ahí estaba otra vez, el tabú secreto.
—¿Y por qué no coses? —preguntó Loretta—. Te puedo prestar mi máquina. El señor Hamstead tiene una fabulosa selección de tejidos.
—¿Qué podría coser?
Loretta lo pensó un instante; luego dijo visiblemente animada:
—¡Vestidos! Pronto necesitarás tener un vestuario.
Índigo se detuvo.
—¿Para qué?
—Bueno, para tu nueva vida, Índigo. Te marcharás pronto. —Los ojos azules de Loretta se llenaron de dolor. Sonrió débilmente—. Caramba, qué envidia nos va a dar a las mujeres de Tierra de Lobos. Verás sitios nuevos y cosas apasionantes. Cuando vuelvas de visita, estaremos pendientes de todas tus palabras.
—Parece que tienes ganas de que me vaya.
Loretta parpadeó.
—No seas tonta. Solo soy realista y trato de prepararme. Jake nunca ocultó el hecho de que aquí estaba solo de paso. Antes de que nos demos cuenta, estará insistiendo para irse.
Índigo sintió que las piernas se le convertían en agua.
—¡Ay, cariño! —canturreó Loretta—. No te pongas triste. Te encantará tu nueva vida. ¿O acaso no te ha tratado bien Jake hasta ahora?
—Sí.
—Bueno, entonces… —Loretta dejó un montón de platos en el estante—. Estoy segura de que siempre se portará bien contigo.
Índigo no podía evitar preguntarse por qué su madre era tan poco comprensiva con la situación. Se preguntaba si su padre le habría prohibido hablar en contra del matrimonio.
Loretta se restregó laboriosamente con la toalla, entonces levantó el platillo que estaba secando y estudió su propio reflejo en el fondo brillante.
—Jake es un hombre bueno, fuerte y guapo, y parece fácil llevarse bien con él. Cualquier chica estaría encantada de casarse con él.
Índigo se quedó mirando el agua espumosa de lavar. Con dedos trémulos, agarró una burbuja y la hizo estallar.
—No soy cualquier chica, y este matrimonio ha arruinado mi vida.
Loretta cogió otro platillo.
—Lo hecho hecho está, Índigo. Intenta sacar lo mejor. Es hora de que te olvides de tus sueños infantiles y afrontes la vida no como quieres que sea, sino como es. Deja de luchar contra lo que no puedes cambiar. Solo te partirá el corazón.
—¿Crees que este matrimonio no me va a partir el corazón? Dices que no luche contra lo que no puedo cambiar, como si me comportase de manera inmadura. Bueno, te voy a decir una cosa, madre. Hace mucho tiempo que he afrontado las cosas que no podía cambiar. Ahora me estás pidiendo que sea algo que no puedo ser.
Loretta la miró con ojos tristes.
—Deberías intentar sacar lo mejor de esto y prepararte para ser una buena esposa.
—Puedo intentar hasta el día de mi muerte ser el tipo de mujer que querría un hombre blanco. —Índigo tomó la mano de su madre—. Mira mi piel al lado de la tuya.
Loretta apretó los dedos de Índigo.
—Tu piel es hermosa. Si te preocupa ser más oscura que la mayoría, intenta lavarte la cara y las manos con agua de limón. He oído que blanquea los efectos del sol. A lo mejor funciona.
Índigo se volvió hacia la vajilla.
—Esto no lo ha hecho el sol.
—¿Te avergüenzas de ello? —preguntó Loretta.
La pregunta hizo que Índigo sintiese que se le cortaba la respiración.
—Estoy orgullosa de lo que soy, ya lo sabes.
—Entonces actúa en consecuencia —respondió Loretta firmemente—. Sé la hermosa muchacha que eres. Deja de esconderte detrás del ante manchado y de ese horrible sombrero viejo. Tus faldas de piel y tus vestidos están bien para Tierra de Lobos, pero no sirven para los sitios donde las señoritas van adornadas con vuelos y volantes.
¿Esconderse? ¿Su madre creía que se estaba escondiendo? Sintiéndose extrañamente desorientada, Índigo recompuso sus pensamientos y trató de concentrarse en la conversación. ¿Vuelos y volantes? En sus fantasías sobre el mundo que existía más allá de las montañas, no había pensado que tuviera que llevar ese tipo de vestimenta.
Consiguió terminar con la vajilla, mientras su madre cotorreaba sobre los patrones que había visto en el bazar de Harper y lo bien que le quedaría esta o aquella pieza de tela. Índigo volvió a casa con imágenes de corsés y enaguas y limones flotándole por la cabeza.
Agotada, se arrodilló junto a la cama para empezar la penitencia que le había impuesto el padre O’Grady en la confesión: tres rosarios. Sintió que era más que justo, y tenía la firme intención de rezar una ronda extra de avemarías por si acaso, solo por si al Dios de su madre se le daba bien dividir. A veces, el padre O’Grady era demasiado indulgente. Tres rosarios entraban cinco veces en diecisiete mentiras, y quedaban dos fuera. Quería asegurarse de que no se dejaba manchas en su alma. Las mentiras eran pecados mortales, y el padre decía que mentir a un marido era probablemente lo peor que se podía hacer.
Dos horas más tarde, el dolor del pecho de Índigo rivalizaba con el de sus rodillas. Tres rosarios suponían una carga potente de rezo, especialmente si se olvidaba constantemente de por dónde iba y tenía que volver a empezar. Vestidos. Señoritas adornadas con vuelos y volantes. Agua de limón. Su garganta se tensó, y las lágrimas inundaron sus ojos. Sentía mentirle a Jake, de verdad que lo sentía, y, si no hacía su penitencia, sabía que sería condenada a perpetuidad ¿Pero qué diferencia había? Ir al Infierno no podía ser peor que el castigo en que se había convertido su vida.
El rosario le resbaló de entre las manos, y clavó los puños en la cama. La suave colcha le hizo pensar en el pelaje de Lobo. Hundió la cara en ella y se echó a llorar, torturada por las imágenes de hacía unos días, cuando trotaba junto a ella por los bosques. Inclinó el cuerpo sobre el borde del colchón. Sentía un centenar de cuchillos clavándosele en las entrañas.
Un profundo anhelo se apoderó de ella, no solo por el lobo, sino por todo lo que representaba. Imaginó las sombras de los bosques y casi pudo oír el susurro del viento ¿Cómo iba a vivir el resto de su vida confinada? ¿Cómo soportaría mes tras mes no oír el canto de su corazón, o no sentir la brisa en la piel? ¿Por qué… por qué le había hecho esto su padre? Él entendía mejor que nadie su amor por lo salvaje y su aversión al encierro. ¿Por qué le había hecho casarse con un hombre blanco que nunca podría comprender lo que sentía?
Se incorporó, llevada por una necesidad primaria. La cara de Jake era una imagen borrosa. Las órdenes de que se quedara en la casa se habían convertido en susurros sin sentido. Lo único que parecía real era su hambre de ser abrazada por aquellas cosas que le eran familiares y amadas.
Solo una última vez…
Jake levantó la vista desde la presa para divisar al padre O’Grady. El barro tiznaba la sotana del sacerdote, y sus mejillas regordetas estaban coloradas por el esfuerzo de la empinada subida. Consciente de que un hombre en las condiciones físicas del párroco jamás se embarcaría en una caminata tan dura, lo primero que pensó Jake es que había pasado algo terrible.
—¿Índigo está bien?
Esforzándose por respirar, el sacerdote asintió.
—¿Cazador ha empeorado? —Jake se quitaba los guantes.
—Nadie ha sufrido ningún daño, Jake, amigo mío, pero hay algunas cosas importantes que quisiera hablar con usted. —Con la mano agarrada al pecho, el sacerdote jadeaba—. Hoy me voy, ¿sabe? Así que le agradecería que me prestase un minuto de su tiempo. En privado, si puede ser.
Jake señaló hacia los bosques de alrededor.
—Tenemos toda la montaña a nuestra disposición.
Todavía sin respiración, el sacerdote afirmó:
—Siempre que me lleve montaña abajo, muchacho, y no hacia arriba…
Jake llevó al párroco a un pequeño claro adonde solía escaparse para tomar el almuerzo. Consciente de la tendencia de este a levantar la voz, Jake consideró que el lugar estaba lo suficientemente lejos de la mina como para asegurarles cierta intimidad. Con un débil suspiro, el sacerdote se desplomó sobre el tronco caído donde normalmente se sentaba Jake. Este, aunque seguía preocupado por lo que podía haber pasado, evitó presionar en busca de respuestas hasta que el hombre, mayor que él, recuperase el aliento.
Al final, habló:
—No es mi costumbre romper un secreto, compréndalo, y jamás divulgaría una palabra que se me haya dicho durante una confesión.
Jake asintió, cada vez más perplejo ante la situación.
El sacerdote le lanzó una mirada afligida.
—Sin embargo, en este caso he recibido información durante una conversación y, aunque básicamente es traicionar la confianza, siento que no puedo hacer otra cosa. Cazador está postrado en la cama. Su hijo y Antílope se han ido. No hay nadie más que yo para llamarle la atención.
—¿Llamarme la atención?
El sacerdote hinchó el pecho y clavó sus fieros ojos azules en Jake.
—De verdad que espero evitar la agresividad, muchacho, pero no deje que mi edad y mi cuello le engañen; yo fui un buen boxeador. Y si me toca las narices, todavía puedo darle un par de ganchos.
Jake levantó una ceja.
—Padre, ¿me está amenazando con patearme el culo?
—¿Qué dices?
Jake se acercó y tronó:
—¿Me está amenazando con patearme el culo?
El sacerdote se echó un poco hacia atrás.
—No me va a achantar metiéndose conmigo. Si la única forma de arreglarlo es con los puños, así será. Seguramente, Dios vencerá.
Jake no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Qué he hecho?
O’Grady entornó los ojos.
—Eso es lo que quiero descubrir. La mocita vino a mí muy angustiada, ¡sí señor! Y le exijo que mire lo que hace. No está bien que un hombre de su tamaño sea tan duro con una niña indefensa.
Jake digirió aquello. En voz alta, contestó:
—No puedo estar más de acuerdo. ¿Le importaría decirme en qué he sido duro?
El sacerdote adelantó el mentón.
—Como señorita educada que es, se sonrojó y no lo dijo. Pero estoy seguro de que usted lo sabe. Después de todo, es la causa de su caída en desgracia.
Jake se concentró en la revelación de que su mujer había caído en desgracia. A su juicio, había sido una caída larga.
—¿Dijo que había sido duro con ella?
—No hizo falta. Tengo intuición para los problemas después de todos estos años. Cuando una muchacha que ha confesado mentir media docena de veces en toda su vida me dice que ha mentido a su esposo diecisiete veces en cinco días escasos, me hago preguntas.
Ante eso, las cejas de Jake se alzaron.
—¿Diecisiete veces? ¿Me ha mentido diecisiete veces? Eso es…
—Tres o cuatro veces al día —terminó el sacerdote.
Jake miró al párroco cada vez más alarmado.
—¿Ha estado escapándose a los bosques mientras trabajaba? Si es así, padre, debería decírmelo. Podría resultar herida.
Un sonrojo de enfado se asomó al cuello del padre O’Grady.
—¿Cree de verdad que una muchacha que ha mentido seis veces en toda su vida le desobedecería? —El acento irlandés del sacerdote se hizo más evidente—. Hombre, es usted un ciego y un obstinado, señor Rand, si no sabe lo dulce que es esa niña. ¡Escaparse a los bosques! Nunca haría algo así.
—¿Sobre qué me mintió entonces?
—¡Eso es lo que me preocupa!
—Ya veo que está preocupado, padre, y ahora yo también. ¿Podría explicarse?
—Lo haré. Déjeme que lo haga a mi manera. No es fácil, ¿entiende? Después de nuestra conversación, la moza se confesó. Estoy tratando una cosa delicada. Debo medir mis palabras. Antes de empezar, necesito que me dé su palabra de que no va a castigar a la niña por lo que me ha dicho.
Jake golpeó los guantes contra sus vaqueros.
—¿Cómo demonios voy a prometer eso? Depende de lo que haya hecho.
—No me preocupa lo que ha hecho ella. Y por favor, deja esos guantes. Parece que está preparándose para volver a casa y ser duro de nuevo. Si lo hace, le arrancaré el pellejo, Jake Rand; pongo a Dios por testigo.
Jake soltó una risa incrédula.
—Por el amor de Dios, ¿qué le ha dicho? ¡Nunca le he puesto la mano encima!
—¿Jura que no la castigará?
Jake se pasó la mano por el pelo.
—Solo si me jura que no ha hecho algo que le pueda hacer daño.
—Lo juro.
—Entonces no la castigaré.
El párroco enderezó los hombros.
—Sí, bueno… entonces, ¿por dónde iba?
Jake no lograba acordarse.
El hombre alzó la mano.
—Ah, sí, le decía que vino llorando, diciendo que le había mentido. Diecisiete no es un número pequeño y para mí indicaba que había un problema serio, así que me sentí obligado a preguntarle por la naturaleza de las mentiras. Me explicó que le había dicho diecisiete veces que no le tenía miedo, aunque en realidad sí que lo tenía —dijo apretando la mandíbula—. Quiero saber qué ha estado haciendo para aterrorizar a esa pobre criatura.
Por un instante, Jake se sorprendió tanto que se quedó de pie aturdido. Luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Cuando se calmó, dijo:
—¿Confesó eso? ¡No puedo creerlo!
—Vamos a dejar ese comentario aparte, gracias. Te recuerdo que esto no es para tomárselo a risa. ¡La muchacha está tan intimidada que hasta tiene miedo de decirte que te tiene miedo! ¿Cómo lo puedes ver gracioso? Tienes un corazón de piedra, desde luego, y nunca me lo habría imaginado. Es una sorpresa para mí, porque está muy lejos de lo que yo valoro en el carácter de un hombre.
Jake se sentó en el tronco.
—Padre, si se calmase, creo que podría explicárselo.
—Empieza, entonces.
Jake sonrió y agitó la cabeza. Alzó la vista para mirar al sacerdote.
—Dadas las circunstancias y lo repentino de nuestra boda, no he ejercido todavía mis derechos conyugales.
—¿Qué dice?
Con voz estruendosa, Jake lo repitió. Luego se avergonzó, preguntándose hasta dónde había llegado su voz. Una cosa era decirle a un sacerdote que no se había acostado con su esposa, y otra muy distinta que todo el maldito pueblo lo supiese. En un tono ligeramente más bajo, añadió:
—En realidad, Índigo no me conoce mucho, y es… reacia. Le he estado dando tiempo para que se relaje en mi presencia.
El párroco resolló.
—Debo elogiarle por eso, al menos. Supongo que debe de haber una pizca de bondad en usted, después de todo.
Jake rodeó sus rodillas con los brazos y se inclinó un poco hacia delante. No podía evitar volver a reírse.
—O mucho me equivoco, padre, o las mentiras de las que le habló Índigo debieron darse las veces que creyó que estábamos… —levantó la vista— a punto. ¿Entiende a qué me refiero?
—Soy sacerdote, no idiota. Siga.
—Bueno, en esas ocasiones, cuando me pareció que ella pensaba que yo iba a… bueno, ya sabe… también notaba que estaba incómoda, y o bien traté de convencerla de que no tenía que tener miedo o bien le pregunté si lo tenía. En los dos casos, ella fue demasiado orgullosa como para revelarme que tenía miedo e insistió en que no lo tenía.
El anciano meditó aquello un instante.
—¿Y esa es la verdad?
Jake asintió.
—¿Parezco el tipo de hombre que maltrataría a una mujer, padre?
O’Grady suspiró.
—No, hombre; no lo parece. Estaba dolorosamente decepcionado. Lleno de culpa estaba de pensar que me había engañado y que yo había aprobado el matrimonio. —Un brillo asomó a sus ojos claros—. Así que se trataba de esto. A Cazador le he dicho una y mil veces que su orgullo lo llevaría a la ruina. No entiende que el orgullo lleva al pecado. Ahora tenemos un buen ejemplo.
Jake entornó los ojos.
—Padre, si cree que esas mentirijillas inofensivas que me contó Índigo son pecados, nunca me haré católico. Se tragaría sus propios dientes en mi primera confesión.
El sacerdote sonrió.
—Sí, bueno, es una cuestión de conciencia, ¿sabe? Un hombre al que nunca se le haya enseñado que matar está mal podría matar e ir al cielo. Pero Índigo, creyendo que una mentirijilla es una terrible mentira, podría ser condenada a perpetuidad por decirla.
—¿De verdad cree eso?
—No, creo que Dios abrirá las puertas de par en par en cuanto vea llegar a esa muchacha, pero lo que yo crea no cuenta. —Sus ojos se llenaron de afecto—. El día de su boda le dijo a una mujer que su vestido era bonito, cuando era feo. Durante nuestra conversación me habló de su preocupación por volverse mentirosa compulsiva. —El padre O’Grady entornó los ojos—. Solo le cuento esto porque creo que debe saber hasta qué punto se toma en serio los mandamientos esta muchacha. Para ella no existe una mentirijilla inocente, ¿entiende? Su padre le ha enseñado que cada palabra que pronuncie debe ser la verdad exacta.
Jake sonrió, recordando el absurdo vestido de volantes y los piropos de Índigo.
—¿Le pareció que eso era una mentira?
O’Grady puso los ojos en blanco.
—Debo admitir que las terribles faltas de esa muchacha me han hecho sonreír a menudo. Resulta un soplo de aire fresco para un viejo que se pasa media vida escuchando vilezas de la gente. —Una expresión distante cruzó el rostro de O’Grady, y luego se rio—. Una vez condujo a su yegua Molly hasta Jacksonville, e interrumpió mis reflexiones matutinas para confesar que se había comido la mitad del bastón de caramelo de menta de su hermano en lugar de llevárselo a casa como le habían dicho. Se lo había dado el hombre de la tienda de abastos —se encogió de hombros—. Me perdonará por contarlo, porque entonces era pequeña y toda la familia se ríe y le hace bromas sobre el tema. Hasta el día de hoy, le sigue encantando la menta.
En el pecho de Jake se instaló un dolorcillo extraño. Por un instante, vio los ojos azules de Índigo y recordó las veces que había sentido que podía ver su alma. ¿Tenía algo de extraño? Dentro no había oscuridad que pudiese obstruir esta visión.
—Bendita sea, no puedo creer que llevase la cuenta de cada vez que me contó una pequeña mentira.
El párroco rio con ganas.
—Diecisiete veces, y una por omisión. Usted preguntó, y ella no le contestó. Esa la dejé pasar. —El sacerdote se agarró las rodillas y exhaló un hondo suspiro—. Bueno, Jake, amigo, creo que le debo una disculpa.
—No es necesario. Entiendo lo que ha debido pensar. En el futuro trataré de no preguntarle si tiene miedo. —Jake no pudo evitar reírse de nuevo aunque, en el fondo, las revelaciones del sacerdote le hacían sentir terriblemente triste—. Si no, estaré haciendo viajes a Jaksonville cada dos por tres para llevarla a confesarse.
La sonrisa del párroco se esfumó, y sus sabios ojos azules se fijaron en la cara de Jake.
—Le estás cogiendo cariño, ¿verdad?
Jake lo pensó por un momento. ¿Cariño? Hacía unos días, se hubiese conformado con esa palabra, pero ahora no parecía bastar.
—Es una persona muy especial —respondió—. Está empezando a importarme mucho.
El sacerdote sonrió y asintió. Después de un rato, dijo:
—¿Sabes, Jake? Nunca creí que diría esto pero, pese a ser metodista, creo que es usted un buen hombre.
Jake ahogó una risa.
—Le devuelvo el cumplido. De vez en cuando, por poco me olvido de que es usted católico.
Esa misma mañana, al salir de la mina, Jake pasó por la tienda de abastos para ver si Sam Jones tenía cartas para él. Como todas las tardes durante casi una semana, no había noticias de Jeremy. Jake estaba cada vez más impaciente. Si su padre era responsable de los accidentes ocurridos en la mina de Cazador, quería saberlo. Cuanto más tiempo pasase, más difícil sería decirle la verdad a Índigo. Dada la situación, no sabía si Índigo le perdonaría. Con su disposición a la honestidad, ¿cómo podía esperar que entendiera que todo lo que le había hecho creer de él era mentira?
Al salir de la tienda, Jake descubrió una jarra de bastones de menta y cargó cuatro a su cuenta. Casi podía ver a Índigo de niña, escondiéndose entre los edificios para devorar la golosina, y luego sintiéndose culpable por lo que había hecho. En adelante, podría tomar menta hasta que los bastones le saliesen por las orejas. Quizá comer un dulce todas las tardes le estimularía el apetito. Seguía escogiendo la comida, y le empezaba a preocupar que nunca empezase a comer bien.
Cuando llegó a casa, se sorprendió de encontrarla vacía. En la habitación, vio el rosario de Índigo tirado en la cama, y señales de que ella había estado allí llorando… Podía verla arrodillada allí llorando y rezando su penitencia.
De no haber visto el rosario, Jake hubiese temido lo peor, pensando que alguien había forzado a Índigo a salir de casa. Pero los indicios de que había llorado le llevaron a pensar de otra manera. Era mucho más probable que se hubiera disgustado y se hubiese ido a algún sitio para llorar tranquila. Recordó su escondite en el granero de Cazador, así que se dirigió allí para comprobarlo. No la encontró. Después, llamó a la puerta trasera de los Lobo. Tampoco les había visitado.
Jake se quedó en el jardín trasero de los Lobo con la mirada puesta en el bosque. Aunque le costaba creer que hubiese ignorado sus órdenes, cabía la posibilidad de que se hubiese adentrado en él. Si era así, deseó que tuviera una buena excusa.