Capítulo 9
Índigo se sentía atrapada en un mundo irreal. Los sucesos parecían evolucionar a un ritmo frenético. Jake salió hacia Jacksonville. Un rato después, su madre volvió de la cárcel, les hizo un resumen de la conversación que había mantenido con el sheriff Hilton y después empezó a hacer una lista con lo que había que preparar antes de la boda.
Lo primero en la agenda de Loretta era el banquete de bodas. Índigo se puso a ayudarla como en una nube. Ni siquiera el recuerdo de Brandon hizo que volviera a la realidad. No le importaba si el sheriff Hilton había ido a Jacksonville a interrogar a Brandon. Ni lo que pudiese averiguar. ¿Qué importancia tenía que descubriese que había sido Brandon el que disparó a Lobo? ¿Qué diferencia había, a estas alturas, si él había estado detrás de los accidentes? Solo había una cosa que le importaba. Que en unas pocas horas, se casaría con un hombre blanco.
Y no con cualquier hombre blanco. Si su padre quería buscarle marido, ¿por qué no había elegido un nativo de la zona, pequeño e ignorante? Jake no solo era una torre a su lado, sino que era dos veces más ancho y musculoso. «Uno de los dos debe finalmente ganar la guerra.» ¿Qué guerra? En cuanto se convirtiera en su esposa, no podría oponer ninguna resistencia. Así era como la habían educado.
Con manos temblorosas, Índigo pelaba patatas y las echaba en la cazuela, asombrada de no cortarse los dedos. Después preparó la masa para un bizcocho. ¿Había puesto la levadura en polvo? No podía recordarlo y volvió a meter la medida. ¿Cómo sabía un bizcocho que tenía doble medida de levadura? «Como su boca ahora mismo —pensó—, seco y amargo como la hiel.»
Cuando estuvo todo preparado en la cocina, su madre insistió en que preparasen la casa de su tía Amy para que pudieran quedarse en ella. Era una casa que estaba totalmente amueblada y se había quedado libre ahora que Amy y Antílope vivían en el campamento maderero. Sería un lugar de residencia temporal perfecto para los recién casados. Índigo se quedó bloqueada en la palabra «temporal». Jake Rand no planeaba quedarse en Tierra de Lobos. Cualquier día, decidiría marcharse y ella tendría que irse con él.
Índigo hizo el segundo viaje del día a la tienda de abastos y reunió los artículos que necesitaba almacenar en la cocina de su tía Amy. Sal, pimienta, azúcar, harina, levadura en polvo, levadura fresca, legumbres, miel. Cuando Elmira supo que Índigo se casaba, le abrió una nueva cuenta con el nombre de Jake y le asignó a él los gastos. Al firmar las facturas se dio cuenta de que en unas horas sería la señora de Jake Rand.
Cuando llegó a casa con las compras, las puso sobre un almohadón para transportarlo todo más fácilmente. En otro, guardó los alimentos perecederos. Fue al almacén de ahumados a por un trozo de panceta y la situación volvió a superarla. Al día siguiente por la mañana, estaría preparando el desayuno para su marido.
Su madre no le dio tiempo de preocuparse más. Como dos torbellinos, atacaron la casa de los López armadas con trapos y escobas. Cuando terminaron de limpiar lo básico, Índigo colocó la ropa en los armarios y cambió las sábanas de la cama mientras su madre llenaba la despensa de la cocina.
Mientras colocaba la sábana por debajo de las almohadas y extendía las arrugas, Índigo trató de imaginarse durmiendo allí con Jake esa noche. Por poco que supiese del acto sexual, sabía que tendría lugar en la cama. Una vez, había visitado accidentalmente a Franny cuando tenía a un cliente en la habitación. El crujido de la cama había advertido a Índigo de que no debía llamar a la puerta.
Alisando la última arruga de la cama con dedos temblorosos, Índigo recordó el dicho: «Quien mala cama hace, en ella yace». Ahora sabía de dónde provenía: sin duda, de una novia.
El pánico se apoderó de ella. Cumplir con su marido iba a ser horrible. Estaba segura de ello. No había que ser un genio para saber eso. Las mujeres hablaban libremente acerca de las cosas que les gustaban. Cuando salía el sol, todo el mundo lo comentaba. Cuando había una feria en Jacksonville, se hablaba de ello con semanas de anticipación. Cuando alguien disfrutaba de una actividad en concreto, como un acto social, hablaba de ello durante mucho tiempo después. Ese no era el caso de las noches de bodas.
Por el contrario, si algunas mujeres decían algo sobre ese aspecto del matrimonio, se ponían de color rojo, miraban a su alrededor para estar seguras de que nadie las escuchaba y después susurraban cubriéndose la boca con la mano. Por este motivo, Índigo pensaba que cumplir con las tareas de esposa debía de ser horrible, tan horrible que las madres no querían que sus hijas se enterasen, por temor a que no quisieran casarse y darles nietos.
Niños. Esta era otra curiosidad que Índigo había observado. Las mujeres ponían caras largas cuando oían que alguien estaba teniendo dificultades para concebir. Unos años antes, cuando Alice Crenton no podía tener familia después de casarse con el sheriff Hilton, todas las mujeres del pueblo habían corrido a darle consejo para curar el problema. Love le había dado una piedra para que la pusiera debajo del colchón, en el lado en el que dormía su marido. La vieja señora Hamstead, de la herboristería, había dado a Alice unos polvos de la fertilidad. La madre de Índigo también se había unido, y había sugerido a Alice que comiese más carne fresca. Todas actuaban como si fuera el fin del mundo si Alice no se quedaba embarazada, y pronto.
Como Alice tenía ya cinco hijos, una cantidad que parecía más que suficiente, Índigo tenía mucho en lo que pensar. ¿Por qué era tan importante que Alice tuviese familia? Todas las mujeres embarazadas que Índigo había visto parecían muy desgraciadas, con las piernas abiertas cuando andaban para mantener el equilibrio, con una mano en la espalda para mitigar el dolor y una barriga que les precedía allí donde fuesen. Durante ese último mes interminable, contaban los días que faltaban para que terminase la pesadilla. Si el embarazo era tan horrible, ¿por qué las demás mujeres tenían tantas ganas de ver a Alice sufriendo?
Índigo encontró la respuesta en la Biblia. Dios pedía a la humanidad que creciese y se multiplicase. Lo decía allí, claro como el agua, que cada mujer temerosa de Dios tenía el deber de concebir y que era deber del marido poner los medios para que así fuera. Con razón todas las mujeres del pueblo habían estado tan preocupadas por Alice. Si el embarazo era una prueba ya de por sí dura, encontrar la fórmula para quedarse embarazada debía de ser aún peor.
En definitiva, Índigo estaba convencida de que las noches de bodas no eran plato de gusto para nadie.
Consideró escapar de allí. Pero ¿adónde? Lo más lejos que había estado nunca era en Jacksonville. No podía esconderse allí. Y el pensamiento de viajar lejos le asustaba tanto como la idea de acostarse con alguien. Además, su padre nunca la perdonaría si hiciese algo así, y a ella la habían educado para obedecerle sin rechistar. Le amaba tanto que era incapaz de desilusionarle.
No tenía otra opción que pasar por ese sufrimiento, rezando para que Jake no resultase ser uno de esos hombres que querían tener familia numerosa. No podía imaginar nada peor. ¿Qué pasaría si era como Alice Crenton y no podía quedarse embarazada a la primera? En lo referente a los asuntos de mujeres, ella siempre había sido más lenta que las demás, la última de su clase en tener pecho, la última en tener su enfermedad del mes. Lo más probable era que también fuese lenta en concebir, por lo que tendría que pasar por el acto una docena de veces antes de que Jake pudiera terminar el trabajo. ¿Cómo iba a soportarlo?
Tenía que haber algún truco. Para todas las demás miserias del mundo, había un tipo de remedio: láudano para el dolor, menta para el dolor de estómago, whisky y limón para el resfriado. Pensó en preguntarle a su madre, pero sabía dónde terminaría la conversación. En lo referente al sexo, su madre siempre tartamudeaba y enrojecía, para terminar diciendo: «No te preocupes». Índigo no tendría suficiente con una respuesta así en esos momentos.
Se acercó a la ventana y vio el Lucky Nugget. Si alguien en el mundo era una autoridad sobre las relaciones entre hombres y mujeres, esa debía de ser Franny.
—Creo que ya casi hemos terminado.
Lo inesperado de la voz devolvió a Índigo a la realidad. Dio la espalda a la ventana y puso los brazos en jarras. Su madre tenía una habilidad malsana para leerle el pensamiento.
—Sí, esto… sí, ya he terminado aquí.
Loretta sonrió y se alisó el mandil.
—Será mejor que nos demos prisa. No quiero que se queme el jamón —arrugó la nariz—. Deberíamos poner algo de vainilla aquí. Esta casa lleva cerrada mucho tiempo y huele a humedad.
—¡Vainilla! No estaba en mi lista. La necesito para hacer un bizcocho.
—¿Tú, haciendo un bizcocho?
Índigo se mojó los labios.
—Debo aprender ahora que voy a casarme.
—Quizá. Una cosa es segura: necesitas un ramito de vainilla aquí para refrescar el ambiente. Supongo que hay tiempo para que vayas a la tienda y compres alguno.
A duras penas, consiguió esconder su alegría.
—Pero no te entretengas —le advirtió su madre con el dedo levantado—. Aún tienes que bañarte y vestirte. Si he calculado bien, Jake debería estar de vuelta con el padre O’Grady en un par de horas. No puedes casarte con tu ropa de ante.
Cuando su madre terminó de hablar, tenía una expresión de melancolía en los ojos y sonreía con tristeza. Al verla, Índigo comprendió que su madre la miraba por primera vez como a una mujer. Su rostro mostraba amor y orgullo. El momento solo duró un instante, pero Índigo supo que marcaba su transición a la madurez. Ese pensamiento hizo que se sintiera sola, tremendamente sola.
Índigo llegó a la tienda con rapidez y compró la vainilla. La guardó en el cinturón de sus pantalones y corrió después hasta el extremo norte del pueblo para poder ir rodeando los edificios. Había un roble retorcido en la esquina izquierda del Lucky Nugget. Trepó por él y llegó al techo. Después se acercó a la ventana de Franny. Tras arañar el cristal, se acurrucó detrás de la contraventana para que no la viesen desde la calle.
«Por favor, Franny; espero que estés disponible.»
Oyó que se abría la ventana. La cabeza rubia de Franny asomó por ella.
—¡Índigo! No te esperaba hasta mañana.
Índigo se apoyó en el marco y se coló en la habitación.
—Estoy desesperada, Franny. Necesito hablar contigo.
Los grandes ojos verdes de su amiga la miraron con preocupación.
—Dios mío, Índigo; ¿qué pasa?
Sin respiración después de la carrera, Índigo trató de recuperar el aliento.
—Por favor, prométeme que no me dirás que no me preocupe como hace mi madre, ¿de acuerdo?
—No suelo hacer promesas cuando no sé qué es lo que estoy prometiendo. —Después de considerarlo un momento, Franny asintió por fin—. Pero tú eres especial. Ahora dime qué sucede.
—Voy a casarme. —Hablando con rapidez, Índigo le contó todo lo que había pasado desde que vio a Franny por última vez. Cuando por fin hubo concluido, dijo—: Esta noche es la noche de bodas, Franny. No le diría esto a nadie salvo a ti. Estoy muerta de miedo.
—Ay, señor…
La compasión que Índigo leyó en los ojos de Franny confirmó sus peores temores. Las noches de bodas eran horribles. En lo más profundo de su ser, había esperado que Franny le dijese que el acto sexual no era tan malo.
—Apenas le conozco —balbució Índigo—. ¿Cómo voy a soportar…? Bueno, ya sabes. Tú eres la única persona a quien puedo preguntar.
Franny torció la boca.
—¿Porque no soy una señora?
Índigo no había pretendido herir a Franny.
—¡Ay, Franny, no! Tú eres mi amiga. Pensé que, si había una experta en soportar esto, tenías que ser tú. Tiene que haber algún truco.
Franny frunció el entrecejo y se mordió los labios. Finalmente, sonrió.
—Tienes razón. Soy tu amiga, y también soy una experta en soportarlo, porque tengo un truco que, conmigo al menos, funciona. —Condujo a Índigo hasta la cama y le mostró un sitio donde sentarse—. Siéntate y quita esa horrible expresión de tu cara. No es una situación agradable, pero hacerlo no te matará.
—Me mataría yo misma si creyese que iba a funcionar.
—Yo también lo he deseado algunas veces para mí.
Franny se colocó los bordes de su chal rosa, se estiró el fajín y se recostó en el borde del colchón. Viéndola así, a Índigo le costaba creer que hiciese lo que hacía para ganarse la vida. Tenía un rostro increíblemente dulce que hacía que su cuerpo pareciese el de un ángel. Su pelo rubio completaba esa ilusión, con una trenza en forma de corona que le brillaba en lo alto de la cabeza como si fuera un halo. Con diecisiete años, era dos años más joven que Índigo, y sus grandes ojos verdes mostraban una inocencia exenta de artificios. No pertenecía a un lugar como ese.
Por unos segundos, Franny se quedó mirando al techo. Tenía una expresión de honda tristeza en el rostro. Al fin, dijo:
—¿Que cómo lo soporto? Dios mío, Índigo; cuando haces una pregunta, suele ser una muy difícil de contestar. —Bajó la barbilla—. ¿Alguna vez imaginas escenas en tu mente y entras en ellas?
—Algunas veces, cuando me aburro, aunque no suele ser muy a menudo.
Franny sonrió.
—Lo importante es que sepas cómo hacerlo. Yo aprendí hace mucho tiempo que una mujer puede pasar por casi todo si sabe salir de sí misma y entrar en una bonita escena. Se necesita un poco de práctica, pero se puede llegar a hacer tan bien que ni siquiera sabes lo que está sucediendo.
—¿De verdad?
Franny entornó los ojos.
—¿Cómo crees si no que podría vivir haciendo lo que hago? No creerás que me gusta, ¿verdad?
—No, pero ¿escenas? No parece una solución muy segura.
—Pues lo es. —Hizo un gesto hacia la puerta—. Con la primera llamada de la noche a esa puerta, mi parte racional me abandona. —Se encogió de hombros—. Voy y me siento en un arroyo cristalino en algún lugar y escucho el canto de los pájaros. O me transporto a un gran campo de margaritas que se mueven con la brisa, y me tumbo allí de espaldas para ver las nubes en el cielo.
Una sonrisa soñadora apareció en su boca.
—Es como estar en el cielo. Y los hombres que me visitan se vuelven borrosos. El mismo tipo podría venir cinco veces en una noche y yo no me daría cuenta. No veo sus caras, no oigo sus nombres, y no siento nada.
—¿Nada?
La sonrisa de Franny se desvaneció de repente.
—Salvo dos veces, que no es una mala media. Y eso no te pasará a ti.
—¿Qué no me pasará?
Apretó la boca.
—En este tipo de trabajo, muy de vez en cuando, me encuentro con hombres malos.
A Índigo se le encogió el corazón.
—¿Y si Jake es malo?
Franny rio.
—¡Vendrá al Lucky Nugget, Dios no lo quiera! ¡Relájate, Índigo! Si cooperas con Jake y haces lo que te pide, ¿por qué iba a portarse mal contigo? Solo tienes que tumbarte en un campo de margaritas y terminará antes de que te des cuenta.
Índigo se atragantó.
—Dime la verdad, ¿duele?
—La primera vez. Después, no.
—¿Cuánto?
Franny suspiró.
—Depende. Si tu marido es cuidadoso, no será tan malo.
—¿Y si no lo es?
Los ojos de Franny se oscurecieron. Índigo supo entonces que su primer hombre no había tenido cuidado y le había hecho mucho daño. Saber eso le hizo olvidar sus propios miedos un momento y, cuando volvió a pensar en ello, ya no le parecieron tan importantes. Pero podía entender cómo debía sentirse Franny.
Franny se humedeció los labios y trató de evitar la mirada de Índigo.
—Incluso aunque el hombre sea malo, no duele tanto, Índigo. No más que cuando te clavas una espina en el dedo.
Índigo sabía que Franny estaba mintiendo para tranquilizarla. Con voz temblorosa, le dijo:
—Te quiero, Franny.
Franny resplandeció.
—¿De verdad?
—Nunca he tenido una hermana. Creo que tú eres lo más cercano a una hermana que he tenido nunca. Gracias por hablar conmigo.
Con las mejillas aún sonrojadas, Franny sonrió y le dijo:
—¿Y para qué sirve una hermana si no es para hablar?
Deseando poder quedarse más rato, Índigo miró nerviosa el reloj que había en la mesilla.
—Creo que es mejor que me vaya antes de que mi madre me saque a rastras y me cuelgue de un poste.
Franny asintió.
—Anímate, ¿de acuerdo? La próxima vez que te vea esto habrá pasado y nos reiremos juntas de esta conversación.
—Eso espero.
Franny se levantó de la cama.
—Piensa en todas las mujeres que han pasado por esto antes que tú. Todas hemos sobrevivido. Tú también lo harás.
Cuando Índigo iba a empezar a trepar por la ventana, se detuvo y se volvió para dar a su amiga un rápido abrazo antes de salir al tejado. Franny tiró del riel inferior de la ventana de guillotina para cerrarla.
—Ten cuidado, no vayas a resbalar.
—En este momento, no me importaría romperme el cuello.
Franny se rio.
—Recuerda, piensa en las margaritas.
Mientras bajaba por el árbol, dio gracias a Dios por haberle enviado a una amiga tan buena. Franny, la mujer de mala vida. Una vez más, Índigo se preguntó qué era lo que había llevado a aquella chica a vivir de la prostitución. Franny nunca se lo había dicho, e Índigo respetaba su silencio, pero eso no hacía que sintiera menos curiosidad.
Una cosa tenía clara. Si Franny podía sobrevivir a lo que hacía, noche tras noche, pensando en margaritas, ese método debía ayudarle a superar esa primera noche con Jake.
Cuando Jake llegó a Tierra de Lobos, estaba cansado y ronco. Lo primero, porque había cabalgado treinta y dos kilómetros y, lo segundo, porque el padre O’Grady estaba sordo y adoraba conversar. Cuando Jake abrió la puerta principal de los Lobo y anunció que estaba de vuelta, olvidó ajustar el volumen y gritó con tanta fuerza que Índigo se quedó sorprendida. No necesitó ninguna explicación. Cuando el párroco siguió a Jake al interior de la casa y empezó a gritar «Hola» y «¿Qué pasa?», estuvo claro por qué Jake tenía la voz ronca. En unos segundos, todos los demás lo estarían también.
En cuanto Jake preguntó a Loretta cómo había ido la visita al sheriff y supo que Brandon Marshall había sido interrogado, pudo relajarse un poco. En el momento en que lo hizo, descubrió que no podía apartar la mirada de Índigo. Llevaba una falda blanca de piel y una blusa que hacía juego con sus botines, todo adornado con abalorios. Llevaba el pelo suelto, una melena leonada y sedosa que le llegaba por debajo de la cintura. Era la mujer más encantadora que hubiese visto nunca. Y era también la más pálida. Su piel había emblanquecido tanto que no estaba seguro de saber dónde terminaba el vestido y dónde empezaba ella.
Jake no pudo evitar pensar en la noche que le esperaba. Tampoco podía ignorar el temor que leía en sus gigantescos ojos. Ella parecía casi huraña, lo que no se ajustaba a la imagen de mujer valiente que tenía de ella. Deseó no haber tenido que acabar su charla en el granero de forma tan precipitada. Tenía que ser muy difícil para ella verse obligada a casarse con un extraño. Lo menos que debía haber hecho era aliviarle un poco su nerviosismo. ¡Como si pudiese! Él tenía también bastante de qué preocuparse. Cásate demasiado pronto y te arrepentirás demasiado tarde, decía el proverbio.
Después de abrazar y bendecir tanto a Loretta como a Índigo, el padre O’Grady se fue al dormitorio. Con su acento musical irlandés, bramó:
—Pero hombre, Cazador, ¿por qué siempre que te veo estás tirado en el suelo como un perro?
Sin tener claro si quería enfrentarse a Índigo tan pronto, Jake fue a la puerta del dormitorio y apoyó un hombro sobre la jamba. Le maravillaba ver lo tranquilo que parecía el párroco en la casa de los Lobo, como si fuera un familiar de visita.
—Buenas noches, padre. —Cazador cerró los ojos cuando el párroco le bendijo—. Me alegro de verle.
—¿Qué te ha pasado?
Cazador levantó la voz y repitió lo que había dicho.
—Sobre todo en esta ocasión especial, ¿eh? —El párroco se sentó en la mecedora—. ¡Ay, cómo me duelen mis viejos huesos! —Miró a Jake—. Te llevas un buen yerno. —El hombre se balanceó hacia delante y guiñó el ojo a Cazador. Levantando el dedo pulgar y el índice de la mano, añadió—: Salvo por un detalle, que es metodista.
El cura dijo «metodista» como si hubiese dicho «la lepra», pero Jake se lo tomó como una broma y soltó una carcajada. O’Grady se echó hacia atrás y puso la silla en movimiento con un empujón de sus regordetas piernas.
Después de asegurarse de que las mujeres no estaban cerca de la puerta, el párroco susurró:
—¿Sabéis aquel de la monja que preguntó a todos sus retoños que qué querían ser de mayores?
Cazador sonrió y miró a Jake. El susurro del padre era casi tan fuerte como si hablara en un volumen normal.
—No, padre, yo no —contestó, igual de alto.
—Al preguntárselo, una de las pequeñas dijo que quería ser prostituta. La monja gimió y gritó. «¿Qué has dicho?» La pequeña volvió a repetirlo. —El párroco empezó a reírse tan fuerte que Jake dudó de que pudiera alguna vez terminar el chiste—. Cuando la monja entendió por fin lo que la niña decía, suspiró de alivio y dijo: «¡Alabado sea Dios! ¡Creí que habías dicho protestante!»
Jake se rio. Cazador, sin embargo, no lo hizo. Miró al cura con total solemnidad y le preguntó:
—¿Qué es un protestante? —La expresión contrariada del padre O’Grady le pareció a Jake más divertida que el chiste en sí, y se rio con más fuerza.
—Cazador, hombre de Dios, contigo a veces hay que tener más paciencia que un santo. Para que lo entiendas: un protestante es un «no católico».
—¿Y por qué no le llamáis «no católico»? —preguntó Cazador.
El padre agitó la mano.
—Porque eso arruinaría el chiste. —Y miró a Jake—. Espero que hayas entendido el trasfondo del chiste mejor de lo que él ha entendido el chiste en sí.
Jake sonrió.
—Le dije que estudiaría la fe y que consideraría la opción de convertirme.
El padre asintió.
—Me parece justo. Un matrimonio mixto no es el estado ideal, y mucho menos con todas esas creencias indias que esa chica tiene en la cabeza. Vaya, que una pareja necesita un poco de suelo común en el que pisar.
Jake asintió. Se frotó el mentón.
—Si me perdona, padre. Creo que iré a arreglarme un poco.
El párroco le dijo adiós con la mano y se volvió para preguntar a voz en grito a Cazador sobre la situación de las minas.
Jake se lavó, se afeitó y se cambió de ropa en tiempo récord, contento de que nadie en esa casa vistiera de modo formal. Para mantener su identidad de minero, Jake solo había traído en las alforjas vaqueros y camisas de trabajo.
Después bajó y se acercó a Índigo en la mesa, donde intentaba hacer el glaseado del bizcocho. Lo miró con recelo. Una vez más, Jake se quedó perplejo. ¿Era esa la chica valiente que se había enfrentado a un peligroso pozo minero?
—¿Puedes dejar que tu madre termine de hacer esto? —preguntó—. Me gustaría hablar contigo unos minutos antes de la ceremonia.
Loretta lo oyó y se acercó para terminar la tarta.
—No te entretengas mucho, Índigo. El padre O’Grady querrá confesarte.
Jake aseguró a Loretta que volverían pronto, y después guio a Índigo a la puerta principal. Una vez en el porche, la condujo a la barandilla y, antes de que ella pudiese averiguar sus planes, la levantó para sentarla en ella. Sujetándola con los brazos para que no cayera, se inclinó hacia ella hasta que sus rostros estuvieron a solo unos centímetros de distancia.
—Creo que tenemos que hablar.
Ella se echó hacia atrás y casi perdió el equilibrio. Jake la cogió de la cintura con fuerza para evitar que cayese. Índigo gimió y le puso las manos sobre los hombros.
—Índigo —empezó—, sobre esta noche…
No pudo decir nada más. El padre O’Grady abrió la puerta y dijo:
—Vamos, vamos, ya habrá tiempo suficiente para eso después, hombre. Este es momento para confesiones y votos nupciales.
—Solo un minuto, padre —respondió Jake.
—No tengo un minuto. —El cura agitó las manos con impaciencia—. No me extraña que hayas arruinado la reputación de esta muchacha. Mírate, pelando la pava en el porche, para que todos os vean. En mis tiempos, los muchachos eran más listos.
Jake se tragó la indignación.
—Me gustaría hablar con ella. Después, será toda suya.
—Ya hablarás con ella después, joven —dijo el cura, guiñándole el ojo.
Derrotado, Jake se apartó. Índigo bajó de la barandilla de un salto y corrió a meterse en la casa.
Desde ese momento, Índigo se sintió como si todo sucediese a una velocidad vertiginosa. El padre O’Grady oyó su confesión. Después se quedó con ella y Jake a los pies de la cama de su padre y celebró la ceremonia. Antes de que supiera con certeza lo que estaba ocurriendo, el párroco los declaró marido y mujer.
—Ahora, es toda suya —dijo el padre O’Grady con una amplia sonrisa—. Puedes besar a la novia y hacer manitas con ella en el porche todo lo que quieras.
Índigo miró a su marido. Cuando inclinó su oscura cabeza, ella contuvo la respiración, recordando los besos de Brandon aquel aciago día en el que tuvo que morderle. Jake la sorprendió cuando le cogió la cara entre sus manos, suavemente, y apenas le rozó la boca con la suya. Cuando levantó la cabeza, estaba parpadeando. Se quedó pensando que tenía que haber más.
Como si adivinase sus pensamientos, Jake sonrió, le cogió la mano y la apretó entre las suyas.
—Estás helada.
También estaba pegajosa. Trató de librarse de él, pero él le tiró de la mano y la acercó a la mesilla para que firmasen los documentos en presencia de sus padres. La pluma goteó tinta e hizo un borrón cuando ella apretó la punta contra el papel. Empezó a temblar ante la magnitud de lo que iba a hacer. Por un instante, no pudo recordar cómo se escribía su nombre.
Jake le puso una mano en la espalda. Por alguna razón, su contacto le dio ánimos. Firmó clavando la punta de la estilográfica demasiado fuerte en el papel y después se la pasó a él. Sus ojos se encontraron; los de él, cálidos y tranquilizadores; los de ella, llenos de temor. Jake se inclinó para firmar.
El padre O’Grady se frotó las manos.
—Ya es oficial. Estáis casados, a los ojos de Dios y del estado. Ahora podremos dar cuenta de esa deliciosa comida que las mujeres han preparado. —Cuando se volvió hacia Loretta y vio las lágrimas que llenaban sus ojos, gritó—: Alégrate, mujer. No has perdido una hija, has ganado un hijo. Uno de los buenos, además, salvo por ese pequeño defecto que tiene siendo…, bueno, vamos a dejarlo. No quiero que me acusen de ser un viejo dogmático.
Jake soltó la pluma y colocó una mano en el hombro de Índigo, cálida y cuidadosamente. Estaba hecho. Ella le pertenecía.
Índigo sintió fuego en la garganta. Se había convertido en aquello que más aborrecía, en la india de un hombre blanco. Si quería, él gobernaría hasta la manera en la que respiraba.
Como si notase su miedo, Jake la miró, sin dejar de tocarle el hombro.
—Todo irá bien —le dijo con voz grave—. Deja que sea yo el que me preocupe. Disfruta de la noche.
¿Disfrutar de la noche? Era fácil decirlo. Con esa torre muscular amenazándola, solo podía tener una cosa en la cabeza: el final de la noche.