Capítulo 8
Con las mejillas aún ardiendo de indignación, Índigo cambió los paquetes de mano para descansar de un calambre que le había dado en el hombro. Mantuvo la cabeza baja. Le traía sin cuidado si la miraban o no. Una cosa era ser rechazada por vestir y comportarse de forma diferente. Esa era su elección. ¿Pero ser menospreciada por un rumor? Se sentía muy sola. Su padre había fundado Tierra de Lobos. Era su sitio. Y de repente, el pueblo le parecía hostil y ajeno a ella.
No era culpa suya que hubiesen disparado a Lobo. Las lágrimas le quemaban las pestañas. El empedrado del suelo se volvió borroso.
—¿Índigo?
La dulzura de esa voz le hizo levantar la cabeza. Se volvió para mirar en dirección al segundo piso del Lucky Nugget. Franny tenía la ventana abierta. La joven prostituta se asomaba a ella y la saludaba. El sol hacía brillar su bien peinada melena rubia.
—Me han contado lo de Lobo. Solo quería decirte lo mucho que lo siento.
Índigo miró incómoda a la ventana. No mucha gente sabía que ella y Franny eran amigas. Índigo temía por Franny, más que por ella misma. Los correctos y estirados vecinos de Tierra de Lobos echarían a su amiga del pueblo si sabían que hablaba con una joven decente. Aunque, al parecer, Índigo había dejado de estar en la categoría de decente.
—Gracias, Franny. Te lo agradezco.
—Recé por ti anoche. No sé si contará, pero recé de todos modos.
—Franny, ¿cuántas veces tengo que decirte que dejes de pensar mal sobre ti misma? ¿Aún no has leído la historia de María Magdalena? Desde luego que tus plegarias cuentan.
—¿Han ayudado?
Índigo sonrió, la primera sonrisa sincera del día. Sabía que Franny había estado muy ocupada durante la noche como para rezar alguna oración. Supuso que por «anoche» se refería al amanecer. A veces, hasta su padre decía alguna mentirijilla para calmarla. Dado que había dicho ya dos en los últimos días, una a Jake el día anterior y otra a Elmira sobre su vestido hacía solo unos minutos, una tercera no parecía importante.
—¿No te pondrías a rezar esta madrugada, verdad?
Incluso a aquella distancia, Índigo vio cómo los ojos de Franny se agrandaban.
—¡Vaya, pues sí! ¿Cómo lo has sabido?
—Pura casualidad.
Franny se inclinó en la ventana.
—Índigo, dime la verdad. ¿Sentiste algo?
—Así es. Pero no se lo digas a nadie.
—¿Lo sentiste? ¿De verdad? —Se le iluminó el rostro—. Eso tiene que significar algo. Nunca pensé que él oyera a las que son como yo.
Índigo vio que Jake se acercaba por la acera. El corazón le dio un brinco.
—Franny, tengo que irme.
—¿Vendrás a verme pronto?
—Lo haré. Quizá mañana, después del trabajo.
Franny volvió a meterse en la habitación y empezó a cerrar la ventana. Después, volvió a sacar la cabeza.
—Seguiré rezando por ti.
Índigo no pudo evitar sonreír de nuevo. Franny era tan crédula como encantadora. Se despidió rápidamente con la mano y siguió su camino. Aún no había dicho a sus padres que era amiga de Franny, y no quería que Jake Rand se adelantase. Los comanches no permitían que una mujer sola se muriese de hambre en sus poblados, por lo que la prostitución no existía en ellos. Estaba segura de que, si se lo contaba a su padre, él despreciaría las convenciones y ofrecería a la pobre Franny un lugar seguro en su casa. Solo tenía que encontrar el momento idóneo para decírselo.
Centrada como iba en Franny, apenas prestó atención a lo que la rodeaba. Al pasar entre las cocheras y la herrería, un hombre salió a su encuentro de entre la oscuridad de los dos edificios. Antes de que pudiera reaccionar, tenía unas manos tirando de ella hacia el callejón y las sombras. Los paquetes cayeron al suelo con el forcejeo.
Índigo no tuvo tiempo de tener miedo. El hombre la estampó contra la pared de las cocheras. Dio con la cabeza en las planchas de madera. Un cuerpo cayó sobre el de ella haciéndole perder la respiración. Por unos segundos, se quedó allí atrapada, demasiado conmocionada como para intentar moverse. Él le puso el antebrazo en la garganta para que no pudiese gritar. Tampoco iba a servirle de mucho. En la herrería, el ruido era tan ensordecedor que nadie en la calle podría oírla.
—Hola, Índigo.
Esa voz. Parpadeó y trató de situarla. No. ¡Ay, Dios, no! Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, el rostro del hombre se hizo más claro. Brandon Marshall. Índigo dio un gemido. El hombre sonrió y la cicatriz de su labio superior se marcó de forma grotesca. Ella lo miró horrorizada. Años atrás, había pensado que era el hombre más guapo del mundo: ágil y rubio, con unos alegres ojos azules y una maravillosa sonrisa. Le había dicho unas cosas tan bonitas que se había sentido guapa y especial. Y se había creído cada una de sus mentiras.
—Te prometí que volvería. Aún no has andado a gatas como te pedí, Índigo. No creerás que me había olvidado de ti.
Había oído que llevaba en Boston seis años. Nunca pensó que le guardaría rencor después de tanto tiempo.
Como si le leyese la mente, le quitó el brazo de la garganta y se tocó la cicatriz del labio superior.
—Ah, sí. Claro que te recuerdo, amor. Cada vez que me miro en el espejo.
A Índigo empezó a latirle el corazón con fuerza. Sobreponiéndose al miedo, movió lentamente la mano derecha en busca del cuchillo. Cuando sus dedos pudieron tocar el mango por entre la camisa, Brandon le cogió la muñeca.
—Ah, no; esta vez no.
Índigo encontró fuerzas para hablar.
—Deja que me vaya, Brandon.
—Cuando haya terminado contigo. Mientras, olvídate de actos heroicos. Te vi hablando con Franny. Una puta hablando con otra puta.
Trató de zafarse de él retorciendo el cuerpo. Él se rio y la agarró con más fuerza. Volvió a sentir miedo. Ya no tenía trece años. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que su fuerza no era nada en comparación con la de un hombre. Con un cuchillo, podía hacer algo. Pero sin él, no estaba más equipada que las demás mujeres para luchar con Brandon.
Su padre estaba impedido en una cama. Su hermano Chase y su tío Antílope estaban muy lejos de allí, ocupados con el negocio de la madera. No había nadie a quien recurrir, nadie. A menos que…
—¡Jake! —gritó—. Ja…
Brandon le dio un bofetón.
—Cállate.
Índigo jadeó en busca de aire. Había visto a Jake en la acera. A menos que hubiese entrado en otra tienda, debería pasar por allí en cualquier momento de camino a la casa de sus padres.
—¡Jake! —volvió a gritar.
Cuando Jake vio los paquetes de Índigo en el suelo, supo que algo había pasado y echó a correr. Cerca ya del lugar, oyó la voz asustada de Índigo y se dio la vuelta para escudriñar el callejón en sombras que se escondía entre los dos edificios.
Oyó a un hombre decir:
—Te he dicho que te calles, estúpida ramera. Además, ¿por qué llamas a Jake Rand? Todos en el pueblo saben que él ya se ha servido a gusto. Hablan de ello hasta en Jacksonville. Así es como me enteré. ¿Crees que se pondrá celoso al verme contigo? ¡Espabila, Índigo! A los chicos blancos no nos importa compartir a una puta india como tú.
—¡No! —sollozó Índigo.
—Ah, sí. Como te dije hace años, las indias solo sirven para una cosa: abrir las piernas ante un hombre blanco. Y andar a gatas, claro. Mestiza o no, eso es lo que tú eres: una india. El que seas más guapa que las demás no te hace más respetable. No veo que Rand corra para llevarte al altar.
Conmocionado por lo que acababa de oír, Jake se adentró en las sombras.
—Quítale las manos de encima.
—¡Jake! —Índigo trató de soltarse—. ¡Suéltame, Brandon!
El terror en la voz de Índigo hizo que a Jake se le encogiera el estómago. Tiró los guantes y, en dos zancadas, llegó hasta ella. El hombre la soltó y se echó hacia atrás, protegiéndose de Jake con las manos extendidas.
—Oiga, señor; no tenemos ningún problema aquí.
—Yo creo que sí —contestó Jake con un tono peligrosamente calmado. Cogió a Índigo y la protegió de Brandon con su cuerpo, instándola a que volviera a la calle principal. Después, se dirigió al hombre—. Creo que necesitas algunas lecciones sobre cómo tratar a una señorita.
—¿Señorita?
Jake le dio un puñetazo en la boca.
Cuando Índigo oyó el impacto en los dientes de Brandon, reprimió un grito y se abrazó la cintura. Tenía la mente paralizada. Brandon Marshall. Después de todos estos años, había vuelto a por ella. Quería correr, pero el temor a que le pasara algo a Jake se lo impedía. Brandon era de los que tenía amigos esperándole en las esquinas para salvarle el pellejo.
La pelea, si puede llamarse así a una confrontación en la que solo uno pega, terminó en apenas unos segundos. Brandon se desplomó contra la pared y se tapó la cabeza con los brazos, gimiendo y pidiendo clemencia. Jake le cogió de la chaqueta y le hizo erguirse.
—Entiende algo, maldito gusano. Si alguna vez vuelves a acercarte a esta chica, haré que te arrepientas de haber nacido. ¿Lo entiendes?
—¡Sí, sí, lo entiendo!
Por un momento, Índigo pensó que Jake iba a pegar a Brandon una vez más, pero, en vez de eso, le dejó caer al suelo. Sin dirigirle más que una mirada despectiva, se volvió y caminó hacia ella. Parecía muy preocupado.
—¿Te ha hecho daño?
Índigo negó con la cabeza. No tenía palabras. Recordó todas las cosas que le había dicho Brandon y temió que Jake las hubiese oído. Se sentía terriblemente avergonzada. «Una puta hablando con otra puta.» Su mente volvió a aquellos años y los recuerdos se hicieron tan vívidos que parecía que no hubiese pasado el tiempo. «Las indias solo sirven para una cosa.»
—Cariño, ¿estás segura de que estás bien?
—Sí… sí, estoy bien. Él no… Viniste antes… Estoy bien.
Solo que, claro, no lo estaba. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas. De repente, no pudo soportar estar allí de pie un minuto más. Con un sollozo, se dio media vuelta y echó a correr. Lejos, tenía que irse lejos. A algún lugar donde los ojos de él no la siguiesen. Algún lugar privado donde poder llorar. Algún lugar oscuro en el que esconder su vergüenza.
Temblando aún de rabia, Jake observó a Índigo pasar por delante de la casa de sus padres y correr hacia el granero. Su primer impulso fue ir tras ella. Entonces vio los paquetes, los recogió del suelo y cambió de idea. Si hubiese querido consuelo, hubiese ido a casa de sus padres. Probablemente necesitaba unos minutos a solas para recuperar la compostura.
Jake la siguió a paso lento. Compostura. Él necesitaba también una buena dosis. Aún le temblaban las manos. Esto era culpa suya, maldita sea. «Las indias solo son buenas para una cosa: abrir las piernas ante los hombres blancos. Y andar a gatas, por supuesto.» Estas palabras le perforaban la mente. Subió los escalones del porche de los Lobo y después se quedó allí un momento, respirando profundamente.
Sabía lo que tenía que hacer.
Loretta Lobo caminaba de un lado a otro a los pies de la cama de su esposo. Su palidez preocupaba a Jake.
—¿Brandon Marshall, aquí en Tierra de Lobos? No puedo creerlo. ¡Me parece imposible! ¿Después de todos estos años? ¿Está seguro de que ella le llamó Brandon?
Jake acababa de decirles lo que había pasado. Estaba de pie junto a la ventana, con el brazo apoyado en el marco de la ventana y la mirada fija primero en Cazador y después en Loretta. Trataba de entender lo que decían. ¿Quién demonios era Brandon Marshall?
—No puede ser el mismo hombre —dijo Cazador—. Está en Boston.
—¿Cuántos Brandon conocemos? ¡Uno solo! —Loretta se detuvo y se dirigió a su marido—. Es Brandon Marshall, ¿verdad? —Como si buscase la confirmación de Jake, se volvió hacia él—. ¿Qué aspecto tenía?
Jake se tocó la mandíbula con la mano.
—Alto, delgado —trató de recordar su aspecto—. Rubio, pelo largo. Tiene una fea cicatriz en el labio.
Loretta dejó caer los brazos.
—¡Es él! Lo sabía. En cuanto pronunció el nombre de Brandon, lo supe. ¿Está seguro de que ella está bien?
—Está bien, aunque algo asustada. —Jake se alejó de la ventana—. Pero ¿quién es Brandon Marshall?
Loretta se cubrió los ojos con las manos.
—Es un maldito cabrón.
Si la situación no hubiese sido tan seria, Jake habría sonreído. Hasta entonces, tenía la impresión de que Loretta no era de las que decía palabras malsonantes.
—Eso ya me lo había imaginado.
Respiró profundamente, nerviosa.
—Hace seis años, estuvo viviendo en Jacksonville unos meses. Empezó a frecuentar nuestro pueblo y se fijó en nuestra hija.
Jake levantó una ceja.
—¿Hace seis años? Ella no tendría más de…
—Trece años —terminó diciendo Loretta. Suspiró y se quitó la mano de los ojos—. Era muy joven y muy crédula. Y Brandon era rico, encantador y guapo. Estuvo suspirando por él durante semanas. —Loretta apretó los labios—. No sabemos todos los detalles, Índigo nunca nos contó mucho sobre ello. Pero por lo que pudimos saber, él trató de sobrepasarse y ella le dio una bofetada. Tuvieron una discusión. Unos días después, él volvió, deshaciéndose en disculpas y la llevó al bosque. Allí… —Hizo un gesto con la mano—. Traía cuatro amigos con él.
Jake parpadeó. Recordó aquella primera noche en la montaña cuando había notado el miedo que Índigo le tenía. Ahora comprendió el porqué.
—No terminaron lo que pretendían hacer —siguió Loretta—. Índigo se enfrentó a ellos. Así es como Brandon se ganó la cicatriz. Mi hija le mordió y le cortó la barbilla con el cuchillo.
—Bien hecho.
Cazador intervino.
—Bajo su pelo largo debe esconder también una oreja cortada —hablaba con orgullo—. Una niña pequeña contra cinco hombres hechos y derechos. La enseñé a que practicara todos los días. Ella es mejor que yo con el cuchillo. Los mantuvo a raya hasta que pudo echar a correr.
—Salvo que cayó —añadió Loretta— y perdió el cuchillo. Entonces la alcanzaron. Afortunadamente, Antílope y Amy oyeron sus gritos y llegaron a tiempo.
—¿Antílope y Amy?
—Mi hermana y su marido. En realidad, es mi prima, pero el pueblo de Cazador trata a los primos como hermanos. —Loretta rechazó el tema por considerarlo poco importante—. De todos modos, Brandon juró que se vengaría. Después se trasladó a Boston. Hasta que dijo usted su nombre hace unos minutos, no pensé que volviéramos a verle.
—Parece que estaban equivocados. —Ahora fue Jake el que se puso a caminar de un lado a otro. Se pasó la mano por el pelo y después se detuvo para mirar a Cazador—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Pudo ser el hombre que disparase a Lobo?
Loretta dio un gemido.
—¡Ay, Dios mío, no había pensado en eso!
A Jake se le aceleró el pulso. Tuvo una visión, la de Índigo cayendo después del disparo.
—¿Cazador, cree que podría ir tan lejos como para tratar de matarla?
Los ojos oscuros de Cazador se nublaron.
—Tendría que ser un boisa. —Su mirada se encontró con la de Jake—. Boisa, un loco. No tiene sentido.
—Un asesino no suele tenerlo —contestó Jake—. Creo que quizá deberíamos informar al sheriff. No nos hará ningún daño. Y prefiero estar seguro aunque después tenga que disculparme.
Loretta se puso una mano temblorosa en la cintura.
—Creo que tiene razón. —Y miró a su marido—. ¿Cazador?
Cazador asintió lentamente.
—Sí, deberíamos decírselo al sheriff.
Loretta se colocó el peinado con las manos y después empezó a deshacerse el recogido.
—Seguro que está en la cárcel en este momento.
Jake respiró con profundidad.
—Antes de que se vaya, hay algo más que me gustaría comentarles.
—¿De qué se trata?
Tan rápido como pudo, Jake les dijo cómo habían actuado los hombres de la mina. Después les relató el incidente en la tienda de abastos. Terminó diciendo:
—Un hombre decente no puede tener la cabeza alta y dejar que este tipo de cosas sucedan.
Loretta le miró fijamente.
—¿Qué es lo que sugiere, exactamente?
—Que me casaré con ella. A menos que tengan una idea mejor. —La habitación se quedó en silencio—. Esperaba que las cosas mejorasen, pero no veo que vaya a suceder. Si no intercedo por ella, la gente de este pueblo va a crucificarla.
Cazador se estiró en la cama. Jake le miró. El silencio volvió a llenar la habitación de nuevo.
—Es muy amable por su parte ofrecerse —dijo Loretta con voz temblorosa—, pero no creo que…
Cazador levantó su brazo sano para que se callara.
—Usted ha hablado solo por Índigo. Pero ¿qué sucede con usted? Cuando uno se casa con una mujer, es para siempre.
Jake inspiró una vez más con los labios apretados.
—Cumpliré mis votos, si es a eso a lo que se refiere.
—No. Quiero saber qué tiene en su corazón.
Jake tragó saliva.
—Ella es una joven muy hermosa.
—Sí.
Jake puso los brazos en jarras y miró al suelo. Por fin, levantó la vista.
—No la amo, si es lo que está preguntándome.
—Pues claro que no. Apenas la conoce —intervino Loretta.
Una vez más, Cazador hizo un gesto para pedir que guardara silencio.
—Continúe.
Jake empezaba a sentirse como un insecto encerrado en una botella. Esa gente ni siquiera sabía quién era realmente. Si se casaba con su hija, terminaría por tener que dar explicaciones precipitadamente, algo que no le entusiasmaba lo más mínimo.
—¿Quieren saber la verdad?
Cazador inclinó la cabeza.
—La verdad… desde sus entrañas.
Jake miró a Loretta, se humedeció los labios y siguió adelante.
—Es una chica encantadora. Cualquier hombre con ojos en la cara se sentiría atraído por ella. El aspecto físico del matrimonio no sería un problema para mí —se aclaró la garganta—. Eso es todo, en resumen. Ni siquiera estoy seguro de poder hacer que el matrimonio funcione. Ella no es como las demás mujeres.
—No —accedió Cazador.
Jake volvió a suspirar.
—Por otro lado, tengo que mirar el lado bueno y el lado malo de este asunto. La otra noche no fue culpa suya, ni culpa mía tampoco, pero sucedió. Y a menos que me case con ella, va a pagar por ello el resto de su vida. No puedo desentenderme así. Si pudiese, tampoco me lo perdonaría nunca.
Cazador asintió.
—Eso le honra y sus palabras me dicen que solo tiene bondad en su corazón. Pero ¿qué hay del precio de la novia?
Loretta miró a su marido horrorizada.
—¿Qué estás…? Cazador, ¿te has vuelto loco?
—¿Cómo dice?
—El precio de la novia, el excrex —repitió Cazador—. Entre mi gente, esa es la costumbre. Un hombre ofrece a la familia de la novia un buen precio. Cuanto más grande, mayor es el honor que se hace a la novia.
Jake dio vueltas al asunto.
—¿Quiere que la compre?
—No, quiero que la honre.
Loretta hizo un ruidito agudo. Jake sintió un impulso irrefrenable de reír. Aquí estaba, ofreciendo matrimonio a una chica para salvar su reputación y su padre le pedía dinero por ese privilegio.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
Cazador sonrió.
—Mi hija es muy guapa. —Se quedó pensativo un momento—. Pero usted es un hombre pobre, ¿no? Y solo tiene un caballo.
—¿Quiere mi caballo?
—No, un hombre debe tener al menos un caballo —frunció la boca—. Quizá pueda pagar el excrex con sus sueldos, un poco cada vez.
—¿Con mis sueldos? ¿Cuánto dinero quiere?
—Un hombre no valora lo que le cuesta poco. —El mestizo levantó una ceja—. No soy yo quien debe decir el precio. Usted debe hacer una oferta. Si no es suficiente, se lo diré.
Jake suspiró. El dinero no era un problema para él. El tema era, ¿de verdad quería hacer esto? Jake sabía la respuesta. No podría hacerlo de otra manera y vivir como si nada.
—¿Qué le parece quinientos? —aventuró.
—Setecientos, y es suya.
—¡Cazadoooor! —Loretta se golpeó la frente con la mano.
—Setecientos —accedió Jake. Miró a Loretta—. Seré bueno con ella, si eso es lo que le preocupa.
Loretta le miró con sus gigantescos ojos azules y después se dirigió a su marido.
—Los dos parecéis olvidar que Índigo también querrá dar su opinión sobre este asunto. No va a acceder a casarse con el señor Rand. No consentiría en casarse con nadie.
Cazador no pareció contrariado por eso.
—Hará lo que yo le diga.
—Ah, Cazador, no puedes hacerlo —susurró ella.
—Ya está hecho —contestó él.
Jake cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra y se metió las manos en los bolsillos.
—¿Hay algún juez aquí en el pueblo? Creo que deberíamos celebrar la boda cuanto antes.
Cazador asintió.
—No con un juez. Mi hija debe comprometerse ante un cura. Si cabalga a Jacksonville y trae al padre O’Grady, él vendrá y dirá las palabras. Aún es pronto. Si se da prisa, puede acabar con esto esta noche.
—¿Esta noche? —Loretta levantó las manos—. ¿Esta noche, Cazador?
—Sí —contestó—, antes de que las habladurías de este pueblo puedan hacer más daño.
Jake pensó en Índigo. Trató de imaginar cómo iba a darle la noticia. Decidió que lo mejor sería decírselo como algo inevitable. Índigo era una chica inteligente. Si se lo explicaba bien, entendería que no había otra opción.
—Creo que debería ir a hablar con ella antes.
Cazador asintió.
—Cuando termine de hablar con ella, dígale que quiero verla.
La luz del sol se colaba por las planchas de madera de las paredes de la buhardilla, rayando el heno de brillante dorado. Índigo estudió las motas de polvo que danzaban en los haces de luz. Ahora que se había desahogado, el olor familiar del granero le calmaba los nervios como el opio. No le quedaban más lágrimas. Tenía las piernas y los brazos flácidos y pesados. Al recordar la escena con Brandon, no sentía ya sino desprecio. Ni siquiera el recuerdo de Lobo podía afectarle ahora. Limpia. Su padre tenía razón: las lágrimas tenían un efecto mágico.
De repente, la serenidad del granero se rompió. Abajo, el cerdo Inútil empezó a gruñir con impaciencia, como solía hacer cuando iban a echarle comida en el abrevadero. Buck relinchó. Oyó que Molly daba una coz en el establo y empujaba la puerta con la grupa. Alguien había entrado en el granero.
Ningún sonido, a excepción del ruido que hacían los animales, la advirtió. Fue más una presencia eléctrica en el aire, la misma sensación previa a la tormenta. Índigo confió en sus instintos. ¿Brandon? Su respiración se hizo más lenta y apoyó la espalda contra la pared. Oyó que una de las escaleras crujía y supo que alguien subía lentamente a la buhardilla. Sin dejarse vencer por los nervios, echó mano de su cuchillo.
Cuando vio aparecer una cabeza oscura de entre el polvo del heno, Índigo volvió a enfundar el cuchillo. Jake. Respiró de nuevo. A continuación, vio aparecer sus anchos hombros cubiertos de lana azul. Incluso en la oscuridad, sintió el impacto de sus ojos oscuros al mirarla. Se sonrojó.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo con una sonrisa de condescendencia—. No hay nada como una buena buhardilla para sentarse a pensar, ¿verdad?
Caminó sobre el heno suelto y buscó un lugar junto a ella, tambaleándose cada vez que pisaba un espacio vacío. Cuando por fin llegó hasta ella, se sentó y apoyó la espalda contra la pared. La buhardilla, que a Índigo siempre le había parecido espaciosa, quedaba empequeñecida por su presencia. El polvo le hizo cosquillas en la nariz.
Índigo pegó los talones al trasero y se abrazó las rodillas. Esa postura acurrucada la hacía sentir más segura. Había algo más que polvo en el aire, algo que no sabía identificar. Sintió que la actitud de él para con ella había cambiado. Se aventuró a mirarle de soslayo. Él la observaba. Ella notó un brillo peculiar en sus ojos que no había visto antes.
Tenía la boca curvada como si fuera a sonreír y no estuviese seguro de si debía hacerlo. Cruzando los tobillos, llevó los talones bajo los muslos y apoyó los hombros en sus rodillas. Tenía una expresión nostálgica en el rostro al mirar a su alrededor.
—Hace años, en algún lugar de Oregón, mi padre se puso a buscar oro cerca de una granja. Yo solía entrar a escondidas en el granero de la granja por las noches, cuando él terminaba de trabajar.
Se encogió de hombros.
—Mi padre excavó una mina allí, y siempre vivimos en una tienda de campaña al lado del riachuelo. Éramos cinco niños, y parecía estar lloviendo todo el rato, porque teníamos a menudo que apretujarnos dentro. Por la noche, me sentía uno de entre seis panecillos hechos por el mismo molde.
Esperó un momento, como si quisiera darle la oportunidad de hablar.
—Algunas veces, sentía que moriría ahogado si no salía de allí. Cuando descubrí la buhardilla de ese viejo granero, pensé que había encontrado un filón de oro. Pasé horas allí arriba, construyendo sueños acerca de cómo ganar dinero el día que me hiciese mayor y así ayudar a mi hermano y a mis hermanas a librarnos de mi padre. Imaginaba que tendría mi propia casa. Una grande, con tantas habitaciones que podríamos perdernos en ellas.
Su voz sonaba triste. Tenía una mirada distante en los ojos. Después, pareció fijar la vista en el heno que tenía ante él.
—El problema con los sueños es que, cuando se hacen realidad, nunca satisfacen tus expectativas. Finalmente tuve la casa, y finalmente gané el dinero suficiente para independizarme de mi padre. Pero aun así… —Rio suavemente y sacudió la cabeza—. No sé por qué te cuento esto. Pero hasta que llegué aquí, aún me sentía como una de esas seis bolas de masa para magdalena en el mismo papel.
Índigo sentía un nudo en la garganta.
—¿Por qué no lo has sabido hasta ahora?
Sus ojos oscuros se colorearon como si fueran vino caliente.
—No lo sé. Supongo que por estar en las montañas.
Cogiendo una vara de heno, pasó el dedo por el borde. Índigo no podía imaginarle de niño y se preguntó por qué había decidido compartir algo tan íntimo con ella. Que lo hiciese confirmaba el cambio que había notado en él.
Desde su experiencia con Brandon años atrás, había levantado una barrera invisible entre ella y los hombres. Hasta ahora, nadie se había atrevido a desafiar esos límites. Jake Rand no los había desafiado. Directamente, había entrado en un lugar que para ella era sagrado. No sabía por qué lo sentía así, pero notaba que él la presionaba de alguna manera. Acababa de compartir algo íntimo con ella y tenía el presentimiento de que esperaba que le diese algo a cambio.
Mientras parecía más preocupado por la paja de heno que por todo lo demás, Índigo aprovechó para mirarle el cuerpo. Notó la profundidad de su caja torácica, la delgadez de su cintura, los tendones de los muslos que se le marcaban bajo la tela vaquera de los pantalones. Después pasó a mirarle las manos, bronceadas hasta parecer bruñidas y cubiertas de un fino vello negro que dibujaba una oscura y sedosa línea hasta su muñeca. Eran unas manos amplias y sólidas, con dedos poderosos… unas manos diseñadas para coger las cosas y nunca soltarlas.
—¿Con qué sueñas tú, Índigo? —La buscó con la mirada—. Debes soñar con algo. ¿Con el hombre adecuado que un día entrará en tu vida? ¿Con casarte y tener hijos? ¿O has conocido ya a alguien especial?
—¿Alguien especial? —repitió ella.
—Un joven… alguien a quien hayas dado tu corazón.
Ella negó con la cabeza.
—No hay nadie.
—¿Y qué hay de tus fantasías? Todas las jóvenes sueñan con su príncipe azul, ¿no es cierto?
A Índigo se le hizo un nudo en el estómago. Se sentía como un pez que hubiese picado el anzuelo y al que llevasen a la red. Si hacía un movimiento en falso, estaría atrapada.
—No sueño con nadie.
Él pareció valorar su respuesta.
—Tal vez sea mejor así. Como he dicho, la realidad rara vez se ajusta a lo que deseamos.
—Esta no es una conversación casual, ¿verdad?
Él se rio avergonzado.
—Es obvio, ¿verdad? —Se frotó la mandíbula, apartando la mirada—. Nunca he sido buen orador. Y este es uno de esos momentos en los que me hubiese gustado serlo. Hay algo que tienes que saber, pero que no estoy seguro de cómo decirte.
—¿Cómo decirme qué?
Fue preguntarlo y, al instante siguiente, imaginar la respuesta. Desde el momento en el que le vio, sintió que ese momento llegaría. Él se volvió para mirarla. El brillo que vio en sus ojos seguía allí, pero ahora era más pronunciado, como una brasa a la que avivan con viento. Reconoció ahora en él un punto de posesión.
—Tu padre y yo hemos estado hablando.
Índigo sintió frío.
—¿De qué?
—De ti. —Tiró la paja de heno y estiró el brazo para apartarle un mechón de pelo que le caía por la mejilla. Sus nudillos eran cálidos y a la vez rudos—. De las habladurías. A menos que hagamos algo, te condenarán de por vida.
Índigo quería detenerlo; no quería oír nada más, pero sus cuerdas vocales no le respondían.
Como si ahora tuviera el derecho de tocarla, le rozó la piel de la mejilla hasta llegar a la oreja con los dedos y después siguió la línea de su mandíbula hasta la barbilla. Pasándole el pulgar por los labios, estudió su expresión, y después volvió a sonreír.
—La idea de casarte conmigo no puede ser tan horrible, ¿no? Me miras como si me hubiese crecido un tercer ojo en la frente.
Ella no podía respirar. Abrió la boca para coger algo de aire, y él le tocó la línea húmeda del labio superior con el pulgar.
—Créeme, Índigo; esta decisión la hemos tomado con la mejor intención. Sé que soy un poco más viejo que el marido que hubieses deseado para ti, pero la diferencia de edad no te parecerá tan grande cuando te acostumbres a la idea.
—Te… te lo he dicho. Nunca he deseado tener marido.
—¿De verdad? Entonces no tendré que preocuparme con cumplir ninguna expectativa romántica, ¿no?
¿Expectativa romántica? Nunca había pensado en el matrimonio de esa manera.
—Yo no quiero casarme.
Él abandonó la exploración de su boca y le cogió la mano, entrelazando sus dedos con los de ella.
—Lo sé —contestó con amabilidad—, y desearía que las cosas hubiesen ocurrido de otra manera. Esto no es tampoco lo que yo tenía en mente. Pero la vida no siempre viene como la esperamos, ¿no crees? Lo único que podemos hacer es adaptarnos de la mejor forma.
Entonces sintió el impacto. Fue como si le golpearan las entrañas. Él y su padre habían decidido su futuro sin consultarle. ¿Casarse con Jake Rand? La idea explotó en su mente como si le hubiese estallado dinamita en las manos.
—¡No! —gritó con un medio sollozo—. No, no lo haré.
Él le sujetó las manos con más fuerza y se las bajó poniéndoselas sobre el regazo. Sentía el calor de su muñeca a través del ante de los pantalones.
—Índigo, sé razonable. No tenemos otra opción. Tu reputación ha sido destruida.
—¡Noooo!
Él respiró hondo y suspiró. Ella trató de soltarse, pero él la sostenía con firmeza. El hecho de que la cogiese cuando solo quería estar libre hizo que comprendiese lo que estaba en juego. Ahora entendió ese brillo de posesión en sus ojos. Estaba anticipándose al momento en el que sería su marido.
—Puede que la idea te incomode, pero haré todo lo que pueda para hacerte feliz —dijo él con un tono de voz grave—. Te lo prometo.
La firmeza que desprendía su tono de voz le dio pánico, y el pánico le dio fuerzas. Se soltó de sus manos y, con un movimiento ágil, se puso en pie.
—Mi padre no ha accedido a esto. ¡Estás mintiendo! —Su pie pisó un trozo de heno blando y perdió el equilibrio. Levantándose con dificultad, se dirigió hacia la escalera—. ¡Nunca me casaré contigo! ¡Ni contigo ni con ningún otro hombre!
—Índigo, escúchame…
—¡No! —Se dio la vuelta para mirarlo de frente—. ¡No te escucharé! Eres un mentiroso. Mi padre me conoce mejor de lo que yo me conozco a mí misma. Nunca accedería a casarme sin preguntarme antes. ¡Nunca!
—Me temo que es justo lo que ha hecho. Y si te detienes un momento y lo piensas con cuidado, estoy seguro de que entenderás por qué lo ha hecho.
Lanzó una pierna hacia el primer peldaño de la escalera, encontró un punto de apoyo y se agarró a las barras laterales.
—¡No! ¡Él no lo haría!
Loretta se sentó en la mecedora y se inclinó ligeramente hacia delante para estudiar el rostro de su marido. Tenía la boca contraída, con una determinación que ella conocía muy bien. No pudo evitar preguntarse si la dosis regular de láudano no le habría afectado al juicio. Él adoraba a su hija.
—Cazador… —Dio una palmada con las manos y las dejó descansar sobre las rodillas—. No creo que quieras seguir con esta idea malsana. El señor Rand es mucho mayor que Índigo, y no se aman. Son poco más que un par de desconocidos. Entiendo que estés preocupado por las habladurías y que el matrimonio sería una solución, pero ¿qué otros problemas generará?
Él sonrió de esa forma que tenía de sonreír cuando sabía algo que los demás desconocían. Con el corazón encogido, Loretta supo que era como discutir con una pared. Cuando su marido tomaba una decisión, no había forma de disuadirle.
—Pequeña, debes confiar en mí, ¿de acuerdo? Sé lo que hago.
Loretta dudaba de que fuera así.
—Ella te odiará hasta el fin de tus días.
—Solo hasta que se enamore de él. Entonces, me perdonará. —Con la mano herida, se tocó el pecho, que era aún tan duro y musculoso como hace años, cuando Loretta lo vio por primera vez—. Algunas veces, hay una voz que me habla y me dice el camino que debo seguir. Sé que, si lo hago, todo irá bien. He mirado en el interior de los ojos de Jake Rand. Es un buen hombre, con un gran corazón. Él no lo sabe, Índigo no lo sabe, pero los dioses de mi pueblo lo han traído hasta aquí. Siento dentro de mí que he hecho lo correcto.
—¡No te corresponde a ti decidir eso! —gritó Loretta.
—Sí —contestó—. Eso también lo siento dentro de mí. Miro todo lo que ha pasado, su llegada, la muerte de Lobo, su noche en el bosque juntos, su sentido de la responsabilidad hacia ella. Es el círculo del destino que los rodea. Cuando el círculo se cierre, ellos irán el uno en busca del otro. Ahora, aunque ninguno de los dos lo desee, están uno frente al otro. Me corresponde a mí coger los bordes del círculo y tirar de ellos para hacer un nudo irrompible, de manera que ninguno de los dos pueda escapar. Será como los dioses quieren.
—¿Y qué pasará si la voz de tu interior se equivoca?
—Nunca se ha equivocado.
—No puedo ponerme de tu lado y dejar que eso ocurra.
—Sí, te pondrás de mi lado. —La firmeza de su voz indicó a Loretta que no toleraría que le desobedeciese—. Siempre he escuchado tus deseos, pequeña. —Hizo un gesto indicando la casa—. He honrado tus costumbres cada vez que respiraba durante los últimos veinte años. Ahora, tú honrarás las mías. Nuestra hija se casará con Jake Rand. Ese es mi deseo.
—Y si yo…
Él la cortó.
—No lo harás. Me honrarás, como una mujer debe honrar a su marido. No te pondrás en mi contra, ni con tu corazón ni con tus acciones.
—Sabes que nunca he hecho eso, Cazador, pero creo que estás cometiendo un terrible error.
—Borrarás ese pensamiento de tu mente. Amo a nuestra hija, ¿verdad? Confiarás en mí en esto porque sabes que su felicidad es mi felicidad. Moriría antes de dejar que su corazón sufriera.
Índigo permanecía al pie de la cama de su padre, paralizada como si unos dedos helados la retuviesen. Al mirar en los ojos azul oscuro de su padre, no podía ver nada de familiar en ellos; no podía ver su amor, su calidez, su comprensión. En vez de eso, lo único que veía en ellos era determinación.
—No… no puedes estar hablando en serio —le susurró con voz entrecortada.
—Te casarás con Jake Rand —repitió—. Es mi deseo. Hemos acordado un buen precio. El momento de hablar ha terminado. Irás a la cocina y esperarás a que tu madre vuelva de la cárcel para ayudarla a preparar la comida de la boda.
De repente, las piernas le fallaron, e Índigo tuvo que sujetarse al borde de la cama.
—¿Qué has hecho? El precio de la novia es una costumbre comanche.
—Yo soy comanche.
—¡Pero Jake Rand no lo es! Ya sabes cómo ven los hombres blancos esta costumbre. Si pagan un precio por la novia, pensarán que han comprado a una mujer. No soy un objeto que pueda comprarse.
—Le he explicado lo que significa el precio de la novia. Él te ha honrado según las costumbres de nuestro pueblo y pagará setecientos dólares. Es una buena oferta.
Índigo oyó que la puerta principal se abría y se cerraba. Oyó el sonido de unas botas que se acercaban a la habitación. Bajando la voz, exclamó:
—¡Es una fortuna! Sentirá que es propietario de cada pelo de mi cabeza. Solo te ha faltado hacer una factura.
—Los papeles del matrimonio servirán. —Su padre sonrió.
Índigo sintió como si la hubiesen abofeteado. Oyó el crujido de las bisagras detrás de ella y sintió la presencia de Jake al entrar en la habitación. Sin soltar el marco de la cama, se dio la vuelta para mirarle. El instinto de supervivencia le dijo que tenía que luchar por su libertad ahora, porque después ya solo podría ser pacífica. Tampoco es que estuviese a punto de pegar puñetazos.
—Entonces… —Su voz tembló de rabia—. ¡Contempla a mi nuevo propietario! Debes sentirte orgulloso de ti mismo. La esclavitud se abolió hace veinte años.
—No es así, Índigo —dijo Jake.
—¿Ah, no? —Soltó el borde de la cama y se volvió para mirarle, sin estar segura de que las piernas pudieran sostenerla—. Explícamelo entonces.
Había una pregunta en los ojos de él. Miró a Cazador.
—Accedí a pagar un excrex. Esa es vuestra costumbre, ¿verdad?
—¡Me has comprado! —gritó ella—. Así es como lo ve vuestra gente. Soy blanca en más de una mitad, y sé cómo pensáis.
—Puedo retirar la oferta, si te molesta tanto.
—No —intervino Cazador—. Este será un matrimonio de verdad a los ojos de los blancos y de los comanches.
Índigo se abrazó la cintura. Sintió un escalofrío que le atravesó todo el cuerpo. Con la vista puesta en Jake, suspiró.
—Si sigues con esto, no volverás a tener un momento de paz en lo que te queda de vida.
Irritado, Jake se dirigió hacia Cazador.
—Me dijo que accedería una vez hablase con ella. Si así es como van a ser las cosas, yo…
—¿Índigo? —La voz de su padre sonó como el acero. Ella se volvió para mirarle—. ¿Estás desafiándome? —le preguntó con voz calmada.
Al ver la cara decidida de su padre, su indignación se evaporó. Aunque cada poro de su piel le pedía que se rebelase, no era eso lo que le habían enseñado. Tenía que hacer lo que le pidiesen porque en su mundo no podía ser de otro modo.
—No, padre mío; jamás te desobedeceré.
Oyó a Jake dar un suspiro de exasperación.
—Índigo, olvida a tu padre un minuto y mírame.
Olvidar a su padre era inconcebible para ella, no podría hacerlo ni un instante. Sintiéndose adormecida, miró a Jake.
—No he pedido que te cases conmigo para hacerte desgraciada —dijo suavemente—. Mi propósito era evitar que lo fueras. Si vas a detestarme, no solo habré fallado en esto, sino que lo dos pagaremos las consecuencias con creces. No quiero tener que luchar contigo a cada paso del camino, antes y después del matrimonio. Para que la vida sea soportable, uno de los dos debe finalmente ganar la guerra.
Índigo se concentró en lo que él no había dicho. Sin duda, él sería el vencedor. No podía sentir las piernas.
—Mi padre ha tomado una decisión. —Su voz no sonaba como la suya. Tragó saliva, imaginándose a Jake y a ella casados, a solas. De repente, Jake Rand le pareció tan imponente como una montaña. No podía creer que eso estuviese pasando—. Honraré sus deseos.
Los ojos de Jake no le dieron tregua.
—¿Y los míos?
Algo dentro de ella se cerró como en un nudo. Lo sintió justo sobre la cintura, y se quedó en el estómago como una brasa ardiendo. Supo que era su orgullo. Eso era lo que se sentía cuando uno tenía que tragárselo.
—Sí, y también los tuyos.