Capítulo 21

Cuando Jake regresó, la casa estaba a oscuras. Tras cerrar la puerta, se quedó parado hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. La luz de la luna se colaba por la ventana, salpicando los muebles de manchas plateadas. Escuchó el silencio, luego cerró los ojos en un arranque de arrepentimiento. ¿Esperaba realmente que siguiera allí después de todas las cosas terribles que le había dicho?

Tanteando el camino entre las sombras, Jake buscó el sofá y se desplomó en él. Era sorprendente lo que podía aclarar la mente de un hombre el sentarse fuera, en la oscuridad, durante una hora, congelándose de frío. Echó la cabeza hacia atrás y observó la luz de la luna en el techo. Rayos de luna. Una muchacha que caminaba sobre los rayos de luna. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Dios, había sido un bastardo. ¿Qué derecho tenía él a destrozarla de esa forma?

Jake apoyó un codo en el brazo del sofá y se cubrió los ojos con la mano. Tenía la cabeza llena de todas las palabras desagradables que le había dicho. No le había dejado ni una pizca de dignidad, ni una mínima ilusión. Como si fuese la única persona en el mundo que se esconde tras una máscara. Como si él estuviera libre de pecado para tirar la primera piedra.

¿Por qué? ¿Por qué había perdido así los nervios? Había conseguido que pareciese que tres semanas sin sexo eran una eternidad, como si lo hubiese tratado como un felpudo todo el tiempo. Pobre Jake. Era un sinvergüenza. ¿Pensaba que era ella la que estaba ciega? ¿Dónde diablos tenía enterrada la cabeza? En el culo, imaginaba. Si no, ¿cómo podía esperar que una muchacha inexperta y asustada se tumbase de espaldas y se abriese de piernas ante un extraño?

¿Y ahora qué? Suponía que podía ir a donde sus padres y arrastrarla hasta casa. Al fin y al cabo, ya no tenía que preocuparse por las apariencias. Ya no podía caer más bajo. También podía hacer algo decente y dejarla libre. El matrimonio todavía podía anularse. Podía salir de su vida y dejarla con la poca dignidad que él no le había destruido.

«Una india insignificante.» ¿Por qué le había dicho eso? A veces, los sentimientos más profundos de una persona son demasiado dolorosos para sacarlos a la luz del día. Sin embargo, él no se lo había pensado dos veces. Diablos, no. Solo había pensado en el dolor de su ingle. May Belle lo había llamado por su nombre: tenía el cerebro entre las piernas. Creía haberse portado como un príncipe y, como Índigo se lo debía, se había empeñado en recoger el premio.

Algo frío y húmedo tocó el pie de Jake. Se sobresaltó, luego se inclinó y vio a Sonny resoplando a su lado. Índigo no se hubiese ido dejando al cachorro. Con miedo de ilusionarse, se incorporó y echó un vistazo por encima del hombro.

La encontró temblando como una niña perdida, de pie entre las sombras de la entrada, como un espectro, envuelta aún en la colcha, con el pelo leonado inflamado por un rayo de luna.

—Sigues aquí —dijo estúpidamente.

Ella avanzó unos pasos hacia él.

—Es… esperaba para verte a… antes de que te fueras.

El pecho de Jake se encogió. ¿Qué esperaba? ¿Que le invitara a quedarse? Se dio la vuelta y se abrazó las rodillas con los brazos, acariciando la cabeza de Sonny con la mano que pendía. Sintió el cosquilleo de las lágrimas en las mejillas. La última vez que había llorado había sido en la tumba de su madre. Tenía sentido; por segunda vez en la vida, perdía a la persona más importante. Pestañeó y deseó que se le ocurriera algo que decir para convencerla de que le diera otra oportunidad. Nada. La única palabra que se le venía a la mente era su nombre.

Índigo. Un mes atrás, la palabra había evocado vagas imágenes de azul. Ahora pensaba en canciones del viento y margaritas, rayos de luna y aullidos de lobo, dulzura y pureza. Le había dicho que se percatara de la parte oscura de sí misma. ¿Cómo se había atrevido?

Con la intención de implorar su perdón, Jake dijo:

—Índigo, yo…

Ella dio un paso al frente.

—¡No, no lo hagas! ¡Por favor, no lo digas!

Retorció las manos en los pliegues de la colcha. Con miedo a caer, rodeó el sofá y se quedó de pie frente a él. Antes de que él pudiese adivinar lo que se disponía a hacer, se arrodilló y dejó caer la colcha por sus finos brazos.

A punto de ahogarse por el sollozo, exclamó:

—Te… te lo pido de rodillas. ¿Me perdonas?

Su pequeño rostro se contrajo, y aguantó la respiración durante un instante, tratando de reprimir las convulsiones.

—No creo que seas como Brandon. Siento haberte hecho pensar eso.

—Cariño, yo no quería. Levántate de ahí. Perdí los nervios y la pagué contigo cuando no tenía que…

Ella sacudió la cabeza con fuerza.

—¡No! —gimió ella—. Lo que has dicho… es verdad. La… la mayor parte es verdad. Me sentía insignificante. —Aguantó la respiración una vez más, mirándole con los ojos ahogados en lágrimas, suplicantes, con un brillo plateado bajo la luz de la luna. Dejó escapar un sollozo, el aire silbó al salir de sus pulmones con una desgarrada urgencia—. Y entonces llegaste tú y empezaste a hacerme sentir algo. —Levantó las manos temblorosas, a modo de llamada muda—. Por… por favor, no te vayas. Si me das otra oportunidad, ca… cambiaré. Ya lo verás, de verdad. No voy a tener miedo nunca más. Y no voy a pensar en margaritas. Ni a mentir. Y cuando piense que me vas a pegar, no me encogeré.

Miles de palabras se agolparon en la garganta de Jake, pero no consiguió hacer que traspasaran el nudo que le provocaba la vergüenza. Por Dios, ¿qué le había hecho? No se encogería. Por alguna razón, oírla decir eso fue lo que más daño le hizo. Ella había tenido miedo y, en lugar de tranquilizarla, le había gritado.

Como no podía hablar, hizo lo único que supo hacer y descendió del sofá al suelo, donde estaba ella de rodillas. Con las manos temblorosas, la abrazó fuerte y hundió la cara en su pelo sedoso.

Durante varios segundos, trató de decir algo, cualquier cosa. Cuando lo consiguió, lo único que pudo pronunciar fue su nombre y dos palabras: «Te quiero». Buscar palabras era algo típico de él y las que había conseguido desenterrar esta vez no eran particularmente profundas, así que no esperaba que desencadenasen la magia que trajeron consigo.

Índigo le rodeó el cuello con los brazos y, aferrada a él, susurró:

—Ah, Jake… Yo también te quiero.

No había duda de que tenía miedo; lo sentía en la rigidez de su cuerpo y el fuerte latido de su corazón. Sabía que le había costado acercarse a él así, desnuda y de rodillas. Que hubiese tenido el valor de hacerlo la convertía en algo excepcional. También le daba indicios de hasta qué punto le quería. Deseaba encontrar las palabras para decírselo a ella.

La apretó entre sus brazos, disfrutando con el tacto de su piel aterciopelada en sus manos. Dibujó el frágil desnivel de sus costillas y sonrió por la forma en que parecía estremecerse cuando la tocaba. Por muy valiente que fuese, todavía estaba lejos de no tener miedo. ¿Pero es que el amor no consistía en eso, en correr riesgos?

Ella se inclinó hacia atrás. Sus ojos enormes, luminosos, buscaron los de él en la oscuridad.

—¿Me perdonas? Tiraré la piedra.

Jake creyó marearse. Con pena, recordó su comportamiento y deseó poder volver atrás. Qué bendito corazón el de ella, dormiría sobre una cama llena de piedras si eso la hacía feliz.

—¿Y tú, me perdonas a mí? —Al ver su gesto de dolor, se sintió profundamente avergonzado—. No fue la piedra, ni las margaritas, ni que tuvieras miedo. Lo que me irritó es que todavía no estuvieses preparada para hacer el amor. Ni siquiera puedo disfrazarlo de orgullo herido. La única verdad es que te he deseado desde el momento en que te vi y, después de tres semanas controlándome, sabiendo que eras mía… —Hizo una pausa y tragó saliva—. Fue puro egoísmo. Lo siento…

—Ahora estoy lista —proclamó con voz temblorosa. Y asintió con vehemencia—: De verdad, lo estoy.

Jake se rio en voz baja. No desprendía exactamente entusiasmo. Las puntas de sus pezones rozaban su pecho, y sintió una sacudida en la ingle. Con bastante esfuerzo, dijo:

—¿Tienes idea de cuánto te quiero? ¿Y de lo mal que me siento por haberte dicho esas cosas?

Ella tragó aire.

—La mayoría eran verdad. Prácticamente todas. Excepto la parte de que te odiaba. Y de que pensaba que eras como Brandon. Ya… ya hace mucho que sé que no. —Le empezaron a temblar los labios y se le arrugó la barbilla—. Es co… como tener miedo de algo en la oscuridad. Sa… sabes que en realidad no hay nada, pero no puedes dejar de tener miedo. No puedo dejar de pensarlo.

El dolor del pecho de Jake creció.

Ella cogió aire y siguió.

—Cuando mi padre me pidió que me casase contigo, creí que tú… —Cerró los ojos y emitió un leve sonido con la garganta—. No es igual para los hombres. Pero una mujer no tiene control, y que sea o no feliz depende totalmente de su marido. —Se esforzó por tragar—. Algunos maridos ven a sus mujeres como posesiones que solo sirven para cumplir sus deseos, y tener bebés, y cuidar la casa.

Jake sabía que él estaría entre los culpables en ese aspecto.

—Casarse con hombres así es mil veces peor para las indias. Un millón de veces peor, porque es gente que no vale nada y a nadie le importa cómo las traten.

Jake trató de hablar, pero ella le interrumpió:

—¡Es verdad! Lo… lo he visto. Los hombres blancos se casan con indias y las tratan peor que a perros. Tenía miedo. —Su voz se iba apagando—. No te conocía mucho. —Se humedeció el labio superior y resolló—. Tenía miedo de enfadarte, y de que fueras desagradable. Y… —Su mirada rehuía la de él—. Y tenía miedo de que no fueras muy amable cuando… cuando… me hicieras cosas íntimas.

¿Cosas íntimas? Al menos, era un paso con respecto a «cosas horribles». Jake se tumbó y agarró la colcha. Con una esquina, ella se frotaba el labio superior y las húmedas mejillas. Él podía sentir la humedad en el pecho, allá donde las lágrimas de ella se habían ido derramando por sus senos.

—¿La parte de sumisión? Eso no era mentira. Así es entre la gente de mi padre. Una mujer es sumisa en todo. Suena horrible, pero, entre los comanches, no lo es porque un esposo honra a su mujer y la cuida con mucha atención. Solo es horrible cuando se casa con un hombre blanco que la desprecia. —Se restregó los ojos con la palma de la mano—. No podía saber cómo ibas a tratarme.

—Ah, cariño…

La atravesó un escalofrío.

—Una vez fui… fuimos a una feria en Jacksonville, y vino un trampero con su india. A ella se le cayó el plato de comida que le había comprado. Fue un accidente, pero él reaccionó como si lo hubiese hecho adrede. La llamó cosas terribles y le pegó una bofetada por gastarse su dinero. Luego le dijo que debía ponerse a cuatro patas y comerse la comida del suelo. El resto de la gente se rio porque ella lo hizo. Se rieron… —Un mundo de desilusión se reflejó en su cara—. El trampero se jactaba de que ella haría lo que él quisiera. India estúpida, la llamaba.

Se cubrió la cara con las manos.

—Ahora sé que tú no eres así. Pero no podía evitar tener miedo. A veces mi padre es demasiado confiado. Él tiene un gran corazón, así que solo ve el bien en los demás. Tenía miedo de que le hubiese pasado eso contigo. Lo siento.

Él cogió la colcha que la rodeaba y la arrastró hacia sus brazos, temblando tanto como ella. Trataba de imaginar cómo ella veía el mundo, cómo se sentía, sabiendo que había hombres que la maltratarían así si les diese la opción. Recordó su palidez durante la boda, su tembloroso miedo después, y la entendió como nunca. ¿Aun así estaba ahí, desnuda y de rodillas, pidiéndole perdón?

—Índigo, soy yo el que lo siente —le dijo con dulzura pasándole la mano por el pelo—. Lo siento mucho.

Se balanceó con ella. Sostenerla entre sus brazos le hacía bien. Tan increíble y sorprendentemente bien. No quería soltarla nunca. Se secó la mejilla en su pelo. Luego inclinó la cabeza y se acercó hasta la dulce curva de su cuello. Si había algún rastro de mofeta, no pudo olerlo.

—¿Podemos ponernos de acuerdo para perdonarnos mutuamente? —le preguntó con voz ronca—. ¿O tenemos que pelear para decidirlo?

Ella le premió con una risa húmeda, ahogada. Él la levantó con suavidad. Sin saber si temblaba por los nervios o el frío, la envolvió en los pliegues de la colcha. Al mirar esa cara, que él había llegado a amar tanto, Jake pensó en la india que se había arrastrado para comerse la comida del suelo. Quería borrar el miedo a ese suceso de la mente de Índigo para siempre. Pero sabía que con las palabras no iba a bastar.

Recorrió su cuerpo con las manos, entero, de arriba abajo, y susurró:

—Quiero que te quedes donde estás. No te muevas y no hables. ¿De acuerdo?

Aunque parecía intrigada y suspicaz, asintió. Jake le apretó los hombros para tranquilizarla. Lo que estaba a punto de hacer iba totalmente en contra de su naturaleza. Hasta ese momento, de hecho, se hubiese mantenido en sus trece y hubiese resistido hasta el final antes de planteárselo siquiera. Después de tomar aire con fuerza, se arrodilló ante ella.

El primer sentimiento que golpeó a Jake fue el de humillación, oleada tras oleada. Luego una terrible vergüenza. Los grandes gestos no eran su estilo; no tenía suficiente elocuencia para culminarlos. Ahora que estaba ahí abajo, no se le ocurría nada que decir. Ni una maldita palabra. Pensaría que estaba loco.

Suponía que estaba… locamente enamorado. Echó la cabeza hacia atrás para mirarla. Su ojos volvieron a llenarse de lágrimas pero, obediente como siempre, no habló. No tenía que hacerlo. Jake vio la expresión incrédula en sus ojos, dictándole todo lo que tenía que saber. No volvió a sentirse idiota. Agachándose completamente, se abrazó a sus finos tobillos y besó el empeine de sus pequeños pies.

—Ah, no… —exclamó—. Jake, no…

La soltó y se incorporó despacio. Con la voz llena de emoción, dijo:

—Para esto es para lo que este hombre blanco cree que vale su india.

Ella se cubrió la cara con las manos y empezó a sollozar, un llanto que le subía por el pecho, seco y desgarrador. Jake la cogió mientras se dejaba caer en el suelo. La abrazó y la meció en sus brazos, balanceándose y acariciándole el pelo. Su llanto era tan difícil de escuchar que supo que las lágrimas habían tardado seis años en salir, y que ella no podría superar del todo lo de Brandon Marshall hasta que hubiese purgado el dolor.

Entre sollozos, empezó a hablarle de aquel día. Jake casi podía ver el claro del bosque y a los cinco hombres que la habían llevado hasta allí. Índigo, con trece años. Los ojos húmedos de Jake empezaron a arder. Con trece años, todavía era una niña en muchos aspectos, protegida como había estado del mundo que había fuera de Tierra de Lobos. Nunca había conocido a nadie con un corazón tan puro. Qué inocente y confiada debió de ser de adolescente, enamorada por primera vez. Se le rompió el corazón pensando en esa niña y en la mujer a la que ahora estaba abrazando. Su único pecado había sido nacer.

Lo que más afectó a Jake fue el sentimiento de traición. Ella había adorado a Brandon y había confiado en él. Hasta que le tendió esa trampa en el claro, la había tratado como a una princesa y la había llenado de atenciones. ¿No era normal que estuviese aterrorizada al volver a sentir lo mismo por otro hombre blanco? De repente, Jake fue capaz de verse a través de los ojos de ella y de comprender la incertidumbre que la debía asaltar. ¿Era lo que parecía, un hombre amable y gentil al que realmente le importaba ella? ¿O era un monstruo traicionero jugando cruelmente al gato y el ratón?

—Índigo —murmuró—. Quiero que me escuches y además con atención, porque espero que no olvides esto nunca. Eres la persona más hermosa que jamás he conocido. El último lugar en el que tienes que estar es de rodillas: ante mí o ante nadie. Perdí los nervios, y dije cosas que no debía. Pedir que te pusieras de rodillas es imperdonable. Quiero volver a ver el cuchillo en tu cadera mañana. ¿De acuerdo? Y no me importa si das discursos a los animales en el bosque.

Una risa húmeda salió de su garganta.

—Está bien.

—Y otra cosa —le pidió hoscamente—. De aquí en adelante, mi voluntad, mi mandato, mi orden —sonrió y apartó el pelo de sus adorables ojos— es que nunca me obedezcas cuando mis deseos te pongan en una situación humillante. Nunca.

Ella fijó en él unos ojos inquietos.

—Pero… si eres mi esposo. Debo obedecerte, siempre.

Jake le tomó la barbilla.

—No, si para ello tienes que sacrificar tu dignidad. —Le recorrió el rostro con la mirada—. Lo digo en serio. Grabaré esta orden en piedra si es necesario, porque no quiero que lo olvides. Tu orgullo vale más que tu obediencia incondicional. Si alguna vez soy tan estúpido como para pedirte algo que te rebaje, quiero que me lo digas inmediatamente. ¿Está suficientemente claro?

—Sí —murmuró—. Muy claro.

Consciente de que le estaba pidiendo que fuese en contra de aquello en lo que creía y de que probablemente no lo haría cuando llegase el momento, Jake dijo:

—Júralo.

Ella le miró insegura.

—Jake, yo…

—Júralo —insistió con voz cortante—. Así ya queda zanjado para siempre. No quiero que vuelvas a recordar a esa india comiendo del suelo ni que te preocupes de que te pueda pasar lo mismo. —Le volvió a agarrar el mentón y la sacudió suavemente—. Júralo.

—Te… te lo juro —respondió finalmente—. No creo que esté bien, pero lo juro.

—A mí me parece bien y, como yo soy el marido en esta casa, así va a ser.

Jake la alzó de su regazo y se levantó, llevándola consigo. Su mirada se volvió hacia los hombros temblorosos de ella.

—Te vas a morir de frío —le dijo roncamente—. Sin el fuego encendido, esta casa es más fría que una tumba.

Ella se echó hacia atrás y se restregó la cara entre las manos. Él cogió una esquina de la colcha para acariciar de nuevo sus mejillas. Cuando desapareció el último rastro de humedad, se inclinó para besarle los brillantes ojos, ahora cerrados, y la tomó en sus brazos. Cuando llegó a la habitación, la dejó sentada en la cama y fue al escritorio a por su camisón de franela.

—No lo voy a necesitar —dijo con voz temblorosa.

Jake se volvió hacia ella y se quedó paralizado. Estaba sentada bajo un rayo de luna. La colcha yacía arrugada alrededor de sus caderas. ¡Estaba tan hermosa con el pelo cayéndole alrededor como plata fundida, las puntas morenas de sus pechos apuntando hacia él a través del pelo! Jake bajó los ojos hasta llegar a su talle esbelto, que desembocaba suavemente en unas caderas bien redondeadas y en unos suaves muslos.

—Índigo… —Apretó la franela entre los dedos—. Cariño, no tenemos que…

—Qui… quiero —insistió con un hilo de voz—. De verdad.

Jake sonrió. Había recibido invitaciones más entusiastas.

—No creo que hoy sea…

—Por favor, no quiero volver a tener miedo.

La franela se deslizó de entre los paralizados dedos de Jake y cayó en el suelo, olvidada. Tampoco era un santo.

—¿Estás segura?

Respondió asintiendo con determinación. Jake dio un paso hacia ella. Diablos, ¿cómo podía resistirse?

En realidad, Índigo no estaba para nada segura. Seguía teniendo tanto miedo como hacía dos horas. Pero amaba a ese hombre y, si tenía que mentir para retenerlo, estaba dispuesta a hacerlo, esta noche y todas las demás.

Mientras se acercaba, el miedo le subió a la garganta, ahogándola. No estaba segura de lo que él podía hacer. Empezar a besarla inmediatamente, suponía. Y tumbarse con ella en la cama y empezar a tocar sus partes íntimas. En lugar de eso, se agachó frente a ella. Ella deseaba tanto taparse que tuvo que agarrar la colcha entre los puños.

A la luz de la luna, sus ojos oscuros estaban salpicados de destellos plateados. La cubría lentamente con la mirada. Fueron los segundos más humillantes de su vida.

—¿Te das cuenta de lo preciosa que eres? —Le acarició la mejilla, y luego dibujó su nariz y sus labios con la punta del dedo—. A veces, durante la noche, me despierto y me quedo tumbado mirándote mientras duermes. Temo moverme por miedo a que te desvanezcas como un rayo de luna ahogado en la sombra.

Índigo trató de hablar, pero lo único que le salió fue un gemido.

Le recorrió con el dedo la clavícula.

—Cielo, estás temblando.

Ella hizo un esfuerzo por tragar.

Él le pasó el pulgar encallecido por la boca.

—Tienes miedo.

Ella asintió entrecortadamente.

—Un poco.

Jake reprimió una sonrisa. Parecía tan joven ahí sentada, con los ojos como gigantes esferas, asustada y tensa. Cogiéndola por los hombros, la inclinó hacia atrás suavemente y se echó a su lado. Le puso una mano en la cadera y se inclinó para besarle los ojos cerrados.

—Háblame de tus margaritas —susurró mientras le recorría con los labios el lóbulo de la oreja—. ¿Son blancas, rosas, rojas? ¿Dónde están? ¿En la ladera de una colina?

Índigo apretó más los párpados, intentando desesperadamente evocar imágenes para no sentir los dientes que le mordisqueaban el cuello. La respiración, suave como un susurro, inundaba su piel y le provocaba escalofríos.

—Están en un prado.

—Mmmmm. —Siguió mordisqueándole el cuello—. ¿Un prado grande?

—Sí… atravesado por un arroyo. —Sintió que sus dientes le pellizcaban ligeramente donde empezaba la curva del pecho izquierdo, y sus ojos se abrieron de repente. Cuando había descrito las cosas que le haría, no había mencionado morder. No es que doliese. Todavía. Paralizada por el terror, observaba cómo él la mordisqueaba acercándose al pezón—. ¿Jake?

—¿Sí? Margaritas, Índigo. Cierra los ojos y piensa en margaritas. —Con suaves mordisquitos juguetones, le rodeó el pezón—. Blancas con el centro amarillo, ¿te acuerdas?

Lo único que podía ver Índigo era su propia carne traidora endureciéndose y lanzándose hacia la boca de él. A cada vuelta, se acercaba más y más a la morena cima. Entre mordisco y mordisco, empezó a hacerle cosquillas con la punta de la lengua. El pezón comenzó a hincharse, vibrando con cada latido de su corazón, como si toda la sangre de su cuerpo estuviese batiendo dentro.

Su lengua pasó de la piel a la carne aterciopelada y sensible. La vibración se convirtió en un dolor agudo. Tomó aire entrecortadamente, ahogó un grito cuando él llegó a la hinchada punta. Esperaba dolor, así que se puso tensa; luego gimió cuando un súbito golpe de placer la atravesó de arriba abajo. La envolvía con mordisquitos juguetones, luego la agarraba firmemente con los blancos dientes y la recorría con la lengua. Una, dos veces. Índigo se agitaba en cada movimiento. Era… no exactamente agradable, pero tampoco desagradable. Desconcertante, quizá. «Perturbador» era la palabra. No… Frustrante, así era. Le hacía querer algo. Pero no sabía qué. Como cuando tenía muchas ganas de algo y se comía todo lo que encontraba tratando de satisfacer la necesidad. Solo que peor… mucho, mucho peor.

Con un gemido grave, le hundió los dedos en el espeso cabello arqueándose hacia él. Sentía que sabía lo que le estaba haciendo, y la frustración llegó al punto de querer tirarle del pelo. No le gustaba que le tomasen el pelo, y esta era la peor forma de hacerlo.

—¿Jake?

En respuesta, él cerró los cálidos labios sobre su cuerpo y dio un tirón seco que le hizo contraer los dedos de los pies. Ella sollozó y se agarró a él con todas sus fuerzas. La atravesaron sucesivas olas de sensaciones eléctricas. Sintió un nudo en el vientre y comenzaron los espasmos. Un calor ardiente empezó a brotarle de dentro. Él se cambió al otro pecho y empezó a chuparlo con avidez. Luego volvió a molestarla con los mordisquitos suaves, hasta que ella se retorció de ansias pidiendo más.

Cuando se apartó, se sintió vacía y sola. Él la buscó con la mirada. Luego se inclinó para besarle la frente.

—¿Confías en mí? —le preguntó con un susurro tembloroso.

—Sí… Sí.

Él le tomó la cara entre las manos.

—¿Tienes miedo?

—Sí.

Jake trató de captar el universo de emociones que flotaba en su mirada. Confusión, aprensión, y ansia. También había un mundo de amor brillando ahí dentro. Mucho más de lo que él merecía.

—No hay que tener miedo. Lo que acabo de hacer ¿ha sido agradable?

—Sí, más o menos —admitió—. La primera parte fue… exasperante. Pero la segunda fue agradable. Muy agradable.

—El resto será aún mejor.

—¿Sí?

—Te lo juro.

Ella inclinó la mejilla sobre su mano.

—¿Entonces cuándo viene la parte que duele?

—Te avisaré, como te prometí. —Le recorrió la mandíbula con el pulgar—. Pero no quiero que te preocupes por eso. Pasará muy rápido, apenas te darás cuenta. Dolerá mucho menos que el corte que te hiciste en el brazo.

Le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y luego nunca más volverá a dolerme?

—Nunca más.

La ternura de sus ojos tranquilizó a Índigo más de lo que podrían haberlo hecho las palabras. Su pecho le rozó los senos y sintió un cosquilleo. Quería volver a sentir su boca sobre ella, pero le daba vergüenza pedirlo. Con manos temblorosas, le agarró del pelo y le acercó la cabeza, diciéndole con el cuerpo lo que no podía decir con la palabra. Él la complació con tanto esmero que la cabeza le daba vueltas. Luego abandonó sus pechos y fue en busca de su boca.

Índigo sentía que se derretía en él. Le pasó las manos por los hombros y separó los labios para dejar paso a su lengua. Deslizó la mano por su cadera, masajeándola con los dedos, luego acariciándola suavemente. Después sintió una mano callosa sobre el vientre. Con mucha delicadeza, las puntas de sus dedos resbalaron hacia el broche de pelo rizado donde terminaban los muslos.

—No tengas miedo —le susurró cerca de los labios. Le separó ligeramente las piernas—. Esta es mi chica.

Sus dedos expertos estuvieron jugueteando en ella hasta que la zona de entre los muslos le empezó a doler. Él levantó la cabeza para besarle el cuello y murmuró:

—Dios, eres tan dulce. Solo tocarte, me vuelve loco.

Perdida en un remolino de sensaciones, echó hacia atrás la cabeza para recibir sus sedosos labios. La invadía la necesidad, apretaba los muslos en torno a su mano y alzaba las caderas, sin saber exactamente lo que quería.

Jake sí lo sabía. Ella clavó las uñas en sus hombros y curvó la espalda, su respiración era cada vez más rápida y jadeante. Jake sonrió en medio de la oscuridad, preguntándose de qué color serían ahora sus margaritas. La miró mientras la llevaba al clímax. Una expresión de absoluto desconcierto apareció en sus rasgos, y sus pestañas se levantaron. Al primer espasmo, sus ojos se llenaron de pavor.

—Todo va bien, cariño —la tranquilizó—. Déjate llevar.

Otro espasmo la sacudió. Jake trató de interpretar la confusión que leía en su mirada asustada.

—Cariño, confía en mí.

Después, mientras ella se estremecía, aturdida, Jake se quitó los pantalones y se movió entre sus piernas. Cuando le sujetó las caderas, ella abrió los ojos y le miró con los ojos entrecerrados.

Jake se contuvo, poniendo toda su fuerza de voluntad. La deseaba. Nunca había ansiado tanto a una mujer. Después de poner tanto cuidado en ayudarla a perder el miedo, no quería volver a ponerla a la defensiva. Pero había prometido advertirla. Primero decidió valorar la situación. A lo mejor, pero solo a lo mejor, sucedería un milagro y él podría penetrarla sin provocarle dolor.

Le desplazó las caderas hacia delante y presionó hacia su interior. Respirando áspera y entrecortadamente, Jake se introdujo un poco más. Lo cierto es que no sabía lo doloroso que iba a ser. Se había propuesto no acostarse con vírgenes, así que no tenía experiencia en este ámbito. Por el gesto de su boca, supo que ya le estaba provocando incomodidad, y ni siquiera había empezado.

—Índigo —susurró con la voz quebrada.

Ella le miró con ojos confiados.

—¿Ahora? —preguntó con un hilo de voz.

Antes de que pudiera ponerse tensa, y provocarle más dolor, Jake murmuró:

—Sí, ahora. —Y empujó las caderas hacia delante. Su cuerpo se puso rígido, y dio un gritito agudo. Jake estalló en un sudor frío. Después de sumergirse en ella, la tomó entre sus brazos y fue despacio. Ella se aferraba a su cuello.

—Duele —exclamó.

Jake apretó los dientes, debatiéndose entre el arrepentimiento por provocarle dolor y la culpa porque, incluso sabiendo que le hacía daño, no quería parar. Estar dentro de ella era más hermoso que nada que hubiese vivido antes. Su cuerpo se ajustaba al suyo con tanta fuerza que no quería ponerle límite.

—Dios, Índigo, lo siento mucho.

Incapaz de detenerse, movió las caderas. Ella emitió un grito ahogado y aguantó la respiración. Como no quería hacerle daño, Jake se obligó a volver a ir despacio. Mientras estaba allí tumbado abrazándola, tratando de tranquilizarla, estalló la presión que había ido creciendo dentro de él, y se agotó como un muchacho excitado con su primera mujer. Cerró los ojos y tembló, dejándose llevar, ya que no había otra maldita cosa que hacer.

Índigo volvió a gemir al sentir su calor fluyendo a través de ella. Con un pequeño suspiro, susurró:

—¡Ay, madre…! —Él sintió que la tensión la abandonaba. Como un tambor novato marchando a su propio ritmo, ignorando completamente que había perdido el paso del resto de la banda, ella seguía ondulando las caderas.

Jake no sabía si reírse o llorar. Su cuerpo parecía un trapo húmedo y exprimido, ¿y ahora respondía? Con los brazos debilitados, se suspendió sobre ella, decidido a conseguirlo aunque muriese en el intento. Y eso es lo que iba a pasar, pensó. Su corazón batía precipitadamente, como un trineo.

Bajo la luz de la luna, vio el rastro de las lágrimas en sus mejillas. Ella le miró. Una sonrisita incrédula y resplandeciente, le tocó los labios. Alzó los brazos con descuidado y torpe abandono, un poco descentrados, y sin la fuerza necesaria para arrancarle placer. Aun así, los músculos de su cara se tensaron. Con un gemido de júbilo, se apartó, luego se lanzó contra él de nuevo.

—Ah, Jake —susurró—. Te quiero. Ah, sí…

Los pensamientos de Jake iban más en la línea de «Ay, no…», pero todos los hombres experimentan al menos un milagro en su vida y, mientras miraba a su inocente mujercita recuperarse de los placeres del amor, Jake vivió el suyo. Sorprendente, increíblemente, sintió otro golpe de fuego en los riñones. Temblando aún por la descarga, sintió que volvía a nacer. Con cuidado, se movió hacia delante para encontrar el torpe núcleo de las caderas esbeltas de Índigo; dejando que ella marcase el ritmo, se llenó de un dolorido placer cuando escuchó el temblor de sus suaves gemidos y sus grititos agudos al sentir las primeras sacudidas del éxtasis.

Un torbellino de pasión lo arrastró con ella hacia su vórtice. Tomó las riendas y estableció un ritmo más potente, uno que sabía que le iba a provocar mucho más placer a ella. Tuvo ganas de sonreír cuando la vio doblar las rodillas y apretar las caderas de él contra sus muslos para absorber mejor el impacto. Era tan infinitamente preciosa, tan cándida. Tenía que hacer que esto fuese especial para ella.

De repente, se arqueó y se puso tensa. El cuerpo de Jake respondió con una ferocidad primaria. Mientras le sobrevenía el segundo clímax en menos de cuatro minutos, tuvo dos pensamientos sorprendentemente racionales. Uno era que debía de estar batiendo una especie de récord mundial, y no es que nadie documentase fenómenos de este tipo. El segundo era un poco más profundo: después de toda una vida de incertezas, ahora sabía con total seguridad que había un lugar que era como el mismísimo cielo. No era California, como había pensado años atrás, y, al contrario de la opinión general, no había que morir para llegar allí. El cielo estaba aquí mismo, en la tierra… en los brazos de Índigo.