Capítulo 20
—¡Caramba! ¡Quedaos ahí! —Loretta empujó la puerta hasta casi cerrarla, luego se asomó a la rendija para ver a Jake e Índigo—. Índigo, de verdad, ¿cuándo vas a aprender?
—Apestoso no iba a por nosotros, madre. Fue Sonny.
—Ni me lo cuentes, os ha pillado bien. —Loretta sacudió la mano en el aire.
Índigo se tiró de la falda y arrugó la nariz.
—¿Tienes algo que sirva?
Loretta suspiró.
—Tengo algunos tomates guardados. Pero atención, no os llevéis ninguno a la boca. Después lavaos con jabón.
—Pensé que no tenían veneno —dijo Jake.
Loretta le lanzó una mirada desafiante.
—¿Has visto a alguien que se comiera uno y viviera para contarlo?
Jake e Índigo escogieron lugares separados en el arroyo para bañarse. Sin embargo, Jake se dio cuenta inmediatamente de que no podía llegar a los sitios donde había sido rociado. Se puso los pantalones sucios y fue a buscar a Índigo, a la que encontró bañándose en una curva del riachuelo, oculta a la vista por un arbusto y con la camisa todavía puesta. Otro signo más de lo mucho que confiaba en él.
Sonrió y descendió hacia donde ella estaba por la orilla, feliz de satisfacer por una vez sus peores presagios. Al fin y al cabo, había probado el otro camino, demostrándole una vez tras otra que se equivocaba con él.
—Te restriego la espalda si tú restriegas la mía.
Al sonido de su voz, ella dio un respingo y dejó escapar un chillido.
—¡Jake! ¿Qué estás…? —Se hundió en el agua y se quedó mirándolo, más adorable de lo que se podía tolerar, con el pelo suelto colgándole en mechones húmedos por la cara—. No estoy presentable.
Lo había notado, sí. Rascándose la oreja, Jake la miró divertido. Sonny correteaba a su lado, parándose cada pocos pasos para sacudirse y secarse restregándose en la hierba. Tenía el pelo húmedo, por lo que Jake supuso que ella ya lo había bañado.
—¿Vamos a dejar que el culpable de todo esto sea el único que salga de aquí oliendo a rosas? Llevas la camisa puesta. Puedo lavarte por debajo. Me dejaré puestos los pantalones.
Hizo que pareciese seguro. El problema es que no tenía aspecto inofensivo ahí de pie con los vaqueros mojados y sin camiseta. Parecía todo menos eso, con su masculinidad de bronce y sus marcados músculos, el cabello de ébano alborotado y goteando agua. Ella se quedó mirando la corriente de agua sonora. ¿Qué podía pasar en el arroyo?
—De acuerdo —aceptó.
Él se acercó andando por el agua, con el bote de tomates levantado.
—Yo primero. —Le dio el bote y se volvió de espaldas—. Dale bien a la parte de atrás del cuello y los hombros. Creo que ahí es donde me pilló más.
Índigo estaba congelada, así que no perdió el tiempo. Le restregó rápido con el tomate; luego, mientras él se enjuagaba, cogió la barra de jabón de una roca cercana y se enjabonó las manos. Al masajearle, sintió la potencia de sus músculos en los hombros y en la espalda, duros como el acero, aunque también sedosos y cálidos. Recorrió con las yemas de los dedos el fuerte cuello, maravillada de cómo estaba moldeado: donde en ella los huesos sobresalían, en él estaban acolchados. Y al terminar de enjabonarle el pelo, se zambulló para enjuagarse; luego salió a sacudirse. El agua la roció. Él cogió el segundo bote de tomates.
—De acuerdo, ahora tu turno.
Se puso tras ella y buscó a tientas el dobladillo de la camisa. Al rozar con sus manos las nalgas desnudas, ella dio un salto.
—¿Qué haces?
Él se rio.
—No veo debajo del agua. Lo siento.
No parecía sentirlo mucho. Ella aguantó la respiración mientras su mano cálida y áspera le subía por la espalda. No tuvo tiempo de preocuparse, porque enseguida le untó el tomate y empezó a restregar.
—Tengo miedo de estropear tu camisa.
Su voz sonaba extrañamente tensa y un poco ronca. Índigo pensó que probablemente fuera del frío.
—Tengo otras. Lo que me faltan son pantalones.
Creyó detectar una sonrisa en su voz cuando dijo:
—Qué pena.
Tenía un tono bromista, y de desafío tácito.
—Mi madre tiene gasa en el baúl de las telas. Le compraré un poco y me haré unos pololos con su máquina de coser.
—No sé… —Le rodeó la nuca con los dedos cálidos—. Se me ocurren mejores formas de gastar el dinero.
El pulso de Índigo se aceleró. Tratando de intuir su estado de ánimo, se volvió al tiempo que él agarraba sus gruesos mechones con el puño. Su gesto era imposible de interpretar. Cuando terminó de ponerle el remedio por el pelo, le dijo que aguantase la respiración y la zambulló para enjuagarle la cabeza. Luego la llevó a la parte poco profunda.
Índigo tiraba de la parte delantera de la camisa, sin bajar la guardia. La muselina húmeda era casi transparente y se le pegaba a la piel. Hacía ventosa cuando la apartaba de sus pechos, y se le volvía a adherir cuando la soltaba. Los ojos oscuros de Jake no perdían detalle.
—Cariño, relájate. No estoy mirando.
Índigo acababa de ver cómo la miraba. Lo observó con suspicacia. Había un brillo pícaro en su mirada. Él la agarró de la cintura y la puso de rodillas. Los dedos en su cuero cabelludo eran un placer. La única persona que le había lavado el pelo antes era su madre, y tenía las manos pequeñas. Una mano de Jake podía cubrirle toda la cabeza. El tacto era tan suave como el de su madre, pero más firme, con los dedos moviéndose en círculos que tiraban de los músculos de su cuello. Arrullada por la sensación, dejó que la tensión fluyese de sus hombros y se rindió a su fuerza.
Tras varias refriegas y enjuagues, dio su cabello por limpio. Ella se lo escurrió y se lo pasó por encima del hombro, poniéndose de pie para que pudiera lavarle la espalda.
No estaba preparada para el húmedo calor de sus manos sobre la piel desnuda. Se le cortó la respiración cuando sintió los dedos subiendo suavemente por su costado. ¿La mofeta la había rociado ahí? Supuso que el hedor estaba por todas partes. La mano, resbaladiza y caliente, se deslizó por su cadera hasta llegar al vientre. Notaba el calor en su hombro y su estómago plano le presionaba la espalda. Los dedos le masajearon suavemente el abdomen. Entonces hundió la punta del dedo en su ombligo.
Índigo soltó un grito ahogado y se puso tensa. Él tiró el jabón y deslizó la otra mano alrededor de ella.
—Estate tranquila —le dijo con voz quebrada—. Dijiste que confiabas en mí, ¿te acuerdas? Antes de que llegase Apestoso —todavía sonreía al hablar—. Y si confías en mí…
Dejó la frase sin terminar. Incluso si hubiese intentado moverse, no habría podido. Su brazo derecho la apresaba como un torniquete. Sintiéndose débil, echó la cabeza hacia atrás. Él se sumergió con ella en el agua para aclararle el jabón. El frío la envolvía, pero el calor de él contenía sus embates. Su boca encontró la de ella, con los labios húmedos y frescos, aunque atravesados de fuego. Ella gimió cuando la lengua de Jake tocó la suya. El mundo empezó a girar; el cielo, el agua, los árboles se desdibujaban como en un caleidoscopio de colores. Entonces él deslizó su mano desde el vientre hasta su pecho.
Endurecido por el frío, el pezón reaccionó a la calidez de su mano. Sus dedos parecían de fuego cuando agarraron la punta rígida. Ella se estremeció ante la oleada de sensaciones que la recorrían. En el fondo, sabía que debía intentar zafarse, pero no encontraba la fuerza de voluntad para obligarse a hacerlo. La estaba haciendo sentir tan hermosa, frágil y temblorosa, deliciosamente cálida pese a notar escalofríos.
Él alzó la cabeza, liberando sus labios por un momento. Respirando entrecortadamente, murmuró:
—Dios, eres tan preciosa.
Atrapada por el tumulto de sensaciones que surgían dentro de ella, no le salía la voz. Jake bajó la vista para ver la expresión aturdida de su pequeña cara y sonrió al verla tiritar. Al tener la cabeza inclinada hacia atrás, él podía ver el pulso acelerado en su garganta. No quería destrozar ese momento, pero hacía demasiado frío para hacerle el amor en el arroyo.
A regañadientes, apartó la mano de su pecho y se inclinó para cogerla en brazos. El agua chorreaba de sus cuerpos mientras la transportaba desde el riachuelo hasta la orilla. Reconoció el momento exacto en que la pasión la abandonó. Su cuerpo se puso súbitamente rígido, y le pasó el brazo por el cuello, esforzándose para ver.
Jake avanzó rápido; quería llevarla a la cama lo más rápido posible, antes de que tuviese tiempo para pensar. A pesar de la prisa, ella parecía completamente atenta y alerta cuando atravesó la casa y entró en el dormitorio. No es que le sorprendiese. Era inocente, no estúpida. Cuando la posó de pie en el suelo ante la cama, ella trató de alejarse.
—Ah, no —dijo con voz ronca—. Esta vez no.
Ignorando el miedo en su cara, le agarró la camisa. Ella frustró su intento de desvestirla agarrándose los pechos.
—Índigo… —Tras su reacción en el arroyo, sabía que estaba preparada; simplemente no sabía interpretar las señales de su cuerpo—. Levanta los brazos, cariño.
Ella le miró. Por un momento, pensó que escogería esta ocasión, entre todas las posibles, para desobedecerle. Pero pasado un momento, hizo lo que le pedía. Él tiró de la camisa hacia sus hombros, la dejó ahí envolviéndole los brazos, e inclinó la cabeza hacia los pechos mientras la llevaba a la cama. En el instante en que la boca alcanzó su objetivo, ella dio un respingo y se resistió con los labios, bregando por liberar sus brazos de la muselina húmeda. Él notó el pánico y se apartó.
—Cariño —la tranquilizó—. Estate tranquila. —Le retiró con las manos la muselina mojada—. ¿Ves? Ya está. No hay que ponerse nerviosa.
Sus enormes ojos azules buscaron los suyos a través de la oscuridad de la tarde. Sentía que los senos de ella aumentaban con cada respiración, golpeando su pecho, y el deseo que sintió fue tan intenso que tuvo que apartarlo.
—¿Jake? —gimió. Hizo un esfuerzo para tragar, luego se lamió los labios—. E… estás mojando la cama.
Su intento de distraerle era tan evidente que se hubiera reído si aún tuviese humor para hacerlo.
—La cama me importa un pimiento.
Abrió mucho los ojos.
—¿Qué me vas a hacer?
Índigo lo sabía, claro. El calor ardiente de su mirada no dejaba lugar a dudas. Su mente paralizada alcanzaba a percibir su desnudez y el calor del pecho de él en sus senos. La anchura de sus hombros de bronce ocupaba todo su campo de visión.
—Te voy a hacer el amor —susurró—. No hay nada que temer. Te lo prometo.
Y tras decir esto, comenzó.
Empezó con un beso que le cortó la respiración. Un martilleo ahogado le golpeó las sienes, y el pavor se instaló en ella. El latido de su corazón, rápido y duro, vibraba atravesándola. Deslizó una mano por su cadera. Por la rigidez del cuerpo y el rápido sonido de la respiración, sabía que no iba a parar.
Ella apartó su boca de la de él, queriendo al Jake amable y dulce que conocía, no a este hombre hambriento y frenético que la estaba aplastando contra el colchón.
—¿Me… me vas a hacer daño?
—Te avisaré antes de que pase. Confía en mí, cariño.
¿Confiar en él? Índigo se esforzaba por mantener la boca lejos de la suya.
Después de varios intentos infructuosos de besarla, levantó la cabeza.
—Índigo, mírame —murmuró.
Ella se obligó a obedecer.
—Quiero que esto sea bonito para ti.
Índigo no entendía cómo el dolor podía ser bonito.
—¿Alguna vez te he hecho daño deliberadamente?
—No.
—Entonces confía en mí ahora —le pidió con voz grave—. Simplemente túmbate y confía en mí.
¿Tumbarse? Era lo que Franny le había dicho. Que se tumbase boca arriba en un campo de margaritas. «Terminará antes de que te des cuenta.» Índigo cerró los ojos. Margaritas. Un enorme campo de margaritas. Una suave brisa. Cálidos rayos de sol en su cara. Ah, sí, margaritas. Margaritas y pájaros cantando. Margaritas y el murmullo del cercano arroyo. Margaritas y la lengua de Jake tentando su pezón.
Abrió los ojos repentinamente y dio un respingo. Le agarró el pelo con fuerza, y le dio un violento empujón.
—¡No! —gritó—. Por favor, no, Jake. No. No puedo pensar si haces eso.
—No quiero que pienses —le replicó con voz hosca, y de nuevo inclinó la cabeza. Pero antes de alcanzar su destino, ella lo cubrió con una mano y gimió.
—Pero… Jake, es… No puedo. ¿Cómo voy a pensar en margaritas mientras haces cosas así?
Él se apoyó sobre el brazo y la miró a los ojos.
—¿Margaritas?
Demasiado tarde, Índigo se dio cuenta de lo que había dicho. Tragando aire con fuerza, se llevó la mano al otro pecho.
—¿Qué margaritas? —preguntó él.
Por la expresión de su cara, no parecía que le fuese a gustar la respuesta.
—Índigo —insistió—. ¿Qué margaritas?
—Las margaritas de Franny —soltó ella—. No es nada, de verdad. Solo es una forma para soportarlo.
Vio que había sido un error decirlo. Él se apartó y arqueó una de sus negras cejas.
—¿Soportarlo?
Índigo buscó desesperadamente una forma de explicarlo.
—Mientras estás… ya sabes… y así no será tan horrible.
Un brillo de curiosidad se asomó a sus ojos oscuros. La estudió por un momento.
—¿Horrible? Índigo, empieza por el principio. ¿Quién diablos es Franny, y de qué margaritas hablas?
A regañadientes, Índigo le habló de su miedo a hacer el amor, de su consecuente visita a Franny, y del consejo que le había dado. Jake se apartó de encima de ella y se cubrió la frente con el brazo.
—Entonces, aquel día debajo del roble… estabas pensando en margaritas también, ¿verdad?
Índigo apartó la mirada y se puso a tirar nerviosamente de la colcha.
—No, en Lobo. Las margaritas de Franny no funcionaban.
—Franny, ¿la rubita? —riéndose por lo bajo, dijo—: ¿Fuiste a…? —gruñó—. ¿Índigo, por el amor de Dios, por qué le pediste consejo a Franny entre toda la gente del mundo?
Ella tiró de la colcha para cubrirse y se alejó un poco de él.
—Ella es experta —aventuró.
—Lo es, supongo. ¿Alguien más te ha dado algún consejo que yo deba conocer?
Índigo estaba segura de que se había enfadado por hablar de algo tan personal con su amiga.
—Nadie más quiere hablar conmigo de eso —admitió—. Madre dice que da igual.
Él bajó el brazo para mirarla.
—¿Alguna vez pensaste en venir a mí?
Ella se sobresaltó.
—¡Cómo te voy a hablar a ti de eso!
—¿Por qué no? Ahora estamos hablando de eso —suspiró—. Cariño, si estás preocupada por algo así, deberás dirigirte a mí. Al menos así sabré qué cosas te preocupan. ¿Cómo puedo tratar una situación si tú me la escondes?
Índigo no quería que nadie la tratase. Especialmente él. Miró el protuberante músculo de su pecho, las ondulantes marcas de su abdomen, la oscura línea de vello que discurría en forma de triángulo hasta la pretina del pantalón. ¿Tratarla?
—Esto… Tú… No es una cosa para hablar. Es… —Deseó con todas sus fuerzas que él dejase de mirarla. Le hacía sentir como un insecto metido en un bote—. No es propio de una señorita.
—No tienes que ser una señorita conmigo —respondió con suavidad—. Soy tu marido, y no deberías sentirte incómoda por contarme nada. ¿Y si te pasa algo malo dentro y tienes que ir al médico? Franny no puede llevarte.
El calor golpeó la cara de Índigo.
—Creo que iría sin más.
—¿Y con qué pagarías la consulta? —Las arrugas de las comisuras de sus labios se hicieron más profundas—. Vas a tener que abrirte a mí. Y creo que este es un buen momento para empezar.
Pensó que sería mejor la semana siguiente, o quizás el mes siguiente.
Él se volvió y se apoyó sobre el costado, posando la cabeza en la palma de la mano. Ella se asustó al ver que agarraba la colcha, y luego se sintió tonta al ver que se limitaba a colocar los bordes alrededor de ella.
—Ojalá me hubieses dicho desde el principio lo asustada que estabas. Has estado preocupándote innecesariamente todo este tiempo. Te hubiese dicho a qué atenerte y te habría tranquilizado.
—No estoy exactamente asustada —dijo con voz trémula—. Sería más correcto decir que no estoy entusiasmada. Es un poco como la tapioca: hay gente a la que le fascina, y otros que tienen ganas de vomitar solo de pensarlo.
Le acarició el mentón con el nudillo; sus ojos se plegaban en los bordes, con aire divertido.
—Ahora te voy a decir a qué atenerte, ¿de acuerdo?
Era lo último que quería.
—Ya lo sé.
Él torció el gesto.
—Ya veo. ¿Y a qué fuente de sabiduría debo agradecérselo? ¿Franny otra vez?
—No, desde luego que no. —Ella miró hacia un punto justo por encima de su laringe—. Una vez vi cómo lo hacían dos pumas.
—Maravilloso —dijo él en voz baja—. Si lo hacen como los gatos domésticos, es normal que estés temblando. Cariño…
Antes de que pudiera hacer una descripción, ella añadió:
—¡Y a Inútil! Lo he visto con las cerdas muchas veces. Y una vez mi tío Antílope puso a su semental con Molly. Me mandó a casa, pero escuché lo suficiente como para saber que no le gustaba.
—¿Y qué pasa si te prometo que te gustará?
Ella bajó las pestañas e intentó pensar en una respuesta delicada.
—Pensaría que a lo mejor… —se lamió los labios— no que manipulas la verdad ni eso, pero…
Él se rio.
—Índigo, ¿para qué serviría que te mintiese? En unos minutos, lo descubrirás por ti misma. ¿Y entonces, qué?
—Entonces ya no importaría. Ya habríamos acabado.
—La primera vez —corrigió él—. ¿Y después?
Índigo esperaba de corazón que con una vez bastase.
Él jugueteó con su pelo, tocarla le provocaba escalofríos en el cuello.
—Te prometo que te va a encantar. ¿Eso te tranquiliza algo? —Le pasó el dedo por los labios suavemente. El cosquilleo hizo que desease rascarse con los dientes—. La primera vez será un poco incómodo. Hay una barrera frágil dentro de ti —apretó el dedo para tocar la parte húmeda de su labio inferior—, pero se romperá cuando entre en ti. El dolor durará solo unos segundos, luego no sentirás nada más que placer. Habrá un poquito de sangre, de la membrana rota, así que no te asustes cuando la veas.
Al mencionar la sangre, Índigo se incorporó y se quedó sentada, agarrando nerviosamente la colcha.
—No creo… Me muero de ganas de beber agua. ¿Tú no?
—Acabamos de salir de un arroyo completamente lleno de agua —le recordó con voz cálida.
—Aun así, estoy muerta de sed.
Él recorrió con la punta del dedo su brazo desnudo.
—Cuando terminemos, te traeré un cubo entero de agua.
Ella se subió la colcha hasta el hombro para cubrir su brazo. Cuando la tocaba, la piel se le erizaba por todas partes.
—No es necesario. Cogeré algo de beber de camino al baño.
—¿Por qué me temo que después tendrás hambre?
Tenía razón.
—Ya sabes, yo… —Hizo una pausa cuando vio el brillo de sabiduría en sus ojos—. Para ti es fácil —se quejó—, para ti no va a ser horrible.
De alguna manera, él había conseguido meter la mano bajo la colcha. Recorrió con los dedos su pantorrilla, luego dibujó el empeine. A ella le costaba respirar. Clavó los ojos en él, suplicante.
—Tampoco va a ser horrible para ti —susurró—. Te lo prometo.
En voz baja, empezó a describir exactamente lo que iba a hacerle. Índigo no se sorprendió al ver confirmados sus peores miedos.
—¿Estás totalmente empeñado en hacerlo? —preguntó.
Deslizó la mano por la parte de atrás de su rodilla, luego por el muslo. El calor de su tacto le provocaba un pánico profundo. Trató de tragárselo mientras los dedos de él iban subiendo.
—Cariño, déjame empezar, por favor. Si llegamos a un punto que es horrible, me lo dices, ¿de acuerdo?
Acercó la mano peligrosamente al vértice de su muslo. Se le vinieron a la mente oscuros recuerdos, cosas en las que intentaba no pensar nunca: manos que la agarraban, dedos hurgando brutalmente en su cuerpo. Sentía las gotas de sudor en el cuero cabelludo y la frente. El corazón empezó a latirle con fuerza, y sintió que se mareaba.
Sin poder contenerse, gritó:
—Luego será demasiado tarde. —Un sollozo le atravesó el pecho, provocándole un dolor intenso al tomar aire. Solo que no era aire; no podía respirar—. ¡No vas a parar! Sé lo que vas a hacer.
Su mano se detuvo y se posó cálidamente en su muslo.
—¿Qué haré?
—Seguirás. Incluso si duele. Tú… —Le miró desde arriba—. No te va a importar cómo sea para mí. Y como eres más grande, no podré detenerte.
Una pregunta asaltó su mirada.
—Índigo, piénsalo racionalmente. Piensa en todos los miles, millones de mujeres que hacen el amor. Hasta un ciego vería que tu madre adora a tu padre. ¿Le amaría si le hiciese cosas horribles?
Con voz aguda, gimió.
—Solo nos tuvieron a mí y a Chase. Igual solo lo hicieron dos veces.
—Eso es absurdo —dijo con firmeza.
Ella apartó la mano.
—No puedes compararme con mi madre. Ella no es india, y no está casada con un… —De repente guardó silencio y le miró, las palabras murieron en su garganta. La frase interrumpida quedó suspendida entre ambos, cruda y rotunda.
Jake hizo un gesto de dolor como si lo acabasen de golpear, y sus ojos brillaron. Sacó el brazo de debajo de la colcha y se sentó.
—No está casada con un hombre blanco, ¿es eso lo que querías decir?
El tono duro y amargo de su voz la asustó. Lanzó una mirada desesperada por la habitación, sin saber muy bien por qué había dicho eso. Es como si una oscura fealdad hubiese brotado de algún lugar escondido de su interior. Deseó tragarse sus palabras para no tener que ver la horrible mirada de él.
—No, no quería decir eso.
—¿No? —En su cara aparecieron facciones duras y oscuras que le hacían parecer un desconocido—. Creo que eso es exactamente lo que querías decir. —Soltando un juramento, se pasó la mano por el pelo y dijo—: ¿Sabes qué, Índigo? Estoy hasta las mismísimas narices de que me comparen con Brandon.
—Yo… yo no te comparo.
—Y un cuerno. —Se levantó de la cama y se quedó de pie, y se dio la vuelta para mirarla—. En este matrimonio no hay dos personas, hay tres. ¿Y sabes qué es lo más triste? Que no sé si eres consciente. Tienes tanta basura en la cabeza por culpa de lo que te hizo ese bastardo que no sabes ni por dónde te viene el viento.
Ella se echó hacia atrás, con los ojos abiertos como platos. Jake se dio cuenta de que estaba gritando y tragó aire con fuerza, en un intento por contener la ira irracional que estallaba dentro de él. Las semanas de frustración le estaban pasando factura. Era una reacción desproporcionada. En el fondo, lo sabía. Pero no podía parar.
Caminó por la habitación, tratando de calmarse; luego se volvió y fijó sus ardientes ojos oscuros en ella.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó con suavidad.
La pregunta quedó en el aire, sin respuesta.
—Na… nada —consiguió decir finalmente ella.
Riendo en voz baja, dijo:
—Cariño, no me digas que nada. —Y caminó de nuevo hacia ella—. ¿Qué más quieres que haga para demostrarte quién soy? Dímelo y será tuyo. Lo que sea.
Cuando movió el brazo para indicar que sus opciones eran infinitas, ella se encogió, como queriendo esquivar un golpe. Para Jake, fue el tiro de gracia.
—Maldita sea, Índigo, no te encojas ante mí.
—¡Lo… lo siento!
—¿Lo sientes? ¿Y crees que con eso lo arreglas? ¿Tienes idea de lo que es ver que te estremeces como si fuera a pegarte?
Sintió que la ira volvía a apoderarse de él. Trató de apartarla. No era ni el momento ni el lugar para que las palabras le asaltaran. Pero la razón le abandonó.
Ella abrió la boca para decir algo, luego la cerró repentinamente.
Él se acercó, tan furioso que hubiese querido zarandearla.
—¿Crees que te voy a pegar cuando me enfade? ¿Es eso? ¿Otro recuerdo del bueno de Brandon? —Pegó su cara a la de ella—. Mírame, maldita sea. ¡Mírame fijamente un buen rato! No soy Brandon Marshall.
Índigo le miró a los ojos y vio el dolor. Un dolor que ella había provocado. En lugar de asustarla, su súbito arranque de temperamento era un cambio tan sorprendente con respecto a la paciencia y amabilidad habituales que sintió una oleada de culpa. ¿Había alguna duda de que estaba furioso?
—Ay, Jake, ya… ya sé que no lo eres.
—¿De verdad? —Se rio con fuerza—. Podrías engañarme. Me he desvivido por demostrarte que no tengo nada que ver con él. —Levantó la esquina del colchón y tiró la piedra hacia al suelo—. Dime qué otro hombre duerme sobre rocas, maldita sea, y te comprenderé. ¿Me he quejado alguna vez? Diablos, no. Y eso no es nada más que el principio.
Índigo lanzó una mirada horrorizada a la roca que se tambaleaba en la alfombra.
—¿Qué quieres de mí? —le volvió a preguntar—. Ser bueno contigo no ha funcionado.
Al ver que ella no decía nada, chasqueó los dedos.
—Igual podría casarme contigo y pasar tres semanas sin tocarte —gimió y estiró los brazos como fingiendo derrota—. Pero ya lo he hecho, ¿verdad?
Un silencio eléctrico se instaló entre ambos. Índigo pensó en todas las noches que la había abrazado con tanta ternura, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Era cierto, ¿qué quería de él? La respuesta era nada; ya le había dado todo lo que un hombre le podía dar, e incluso más. Cerró los ojos y trató de respirar pese al dolor en el pecho. El olor a vainilla le llenó la nariz.
—Quizá podría detenerme en la tienda todos los días para comprarte bastones de menta. O mejor aún, podría pasar sin cenar y llevarte a pasear todas las noches para que estuvieses en tu bosque. Buena idea. Un poco de hambre después de trabajar como una mula durante todo el día no me hará daño… no, si te hace feliz. O quizá podría prometerte que nunca te haré abandonar Tierra de Lobos. —Se rio—. Pero eso ya lo he hecho.
Viéndole hablar así, Índigo se sintió tan avergonzada que quería morir.
—Ah, Jake, por favor, ya basta.
—Acabo de empezar —replicó. Empezó a pasearse de nuevo por la habitación. En la oscuridad, vio que estaba temblando. Al llegar al escritorio, se dio la vuelta—. ¿Sabes qué? No te culpo. He cometido un delito imperdonable.
Al dejar ese comentario en el aire, ella no pudo evitar preguntar:
—¿Cu… cuál?
Desde el otro lado de la habitación, sus ojos brillaron.
—Nací blanco —afirmó; levantó las manos y se observó desde abajo—. Culpable del cargo que se me imputa. Soy un malvado bastardo blanco, siempre lo he sido, siempre lo seré. Nunca va a cambiar. Y ya sabes lo que significa. No te atreves a confiar en mí. En el momento que lo hagas, me lanzaré sobre ti. Igual que Brandon.
Índigo trató de hablar, pero no había palabras. Se llevó la mano a los ojos y, al final, consiguió decir:
—Ay, Jake, no es así. ¡No es así para nada!
—Es exactamente así. No tenía nada que hacer desde el principio. No me has dado ni la más mínima oportunidad. —Su voz resonaba—. ¿Sabes cómo me sentí aquel día en la tumba de Lobo, cuando creíste que la sorpresa que te tenía preparada era una paliza? ¿Tienes idea de lo que duele saber que me ves capaz de eso? ¿No por nada que haya hecho, sino solo porque soy blanco?
El crudo dolor de su voz se quedó en el aire incluso después de haber dejado de hablar.
—¿Te crees que yo no sangro, Índigo? Bueno, te voy a decir una cosa. A mí me duele tanto como a ti que me juzguen y me condenen por mi piel. Y ya que hablamos del tema de la raza, hay otra pequeña verdad que tienes que asumir. Tú no estás orgullosa de tu sangre india. Una casi señorita, eso es lo que eres, casi blanca, maldita sea, pero no del todo. Una india que nunca estará a la altura.
Las palabras la azotaron como un látigo. Pese a que sacudía la cabeza y lloraba negándolo, reconocía la verdad que había en ellas.
—Detente por un momento a mirar dentro de ti, cariño. Un viaje interior, ¿no es así como lo llamaste? Tú haces los tuyos con los ojos cerrados. Quizá sí que soy el bastardo malvado que crees que soy, pero al menos veo mi parte oscura. Tú has disfrazado la tuya de un orgullo precario, desafiando al mundo, enfrentándote a los hombres, escondiéndote detrás de ropas de india para no caer de nuevo en el error de olvidar lo que eres. Brandon te enseñó que podía pasar eso si te salías de tu territorio.
Índigo se llevó las manos a los oídos. Fuese cierto o no, no quería oírlo, no podía soportarlo.
—¡Basta!
—No, Dios sabe que no voy a parar. Si te tengo que restregar la verdad por la cara para que este matrimonio funcione, lo haré todas las malditas horas del día hasta que abras los ojos y la asumas.
Ella sacudió la cabeza.
—Estás en un verdadero aprieto, ¿eh? No sabes a quién odias más, si a mí o a ti misma.
—No, por favor; no…
Con la voz vibrando de indignación, dijo:
—¿Cómo puedo tener consideración contigo? ¿Contigo? ¿Una india insignificante? Has andado con pies de plomo desde que nos casamos. Para que yo no te pusiera a raya. ¡Corrección! No has andado, te has postrado. Tu madre discute con tu padre. Quizá le obedezca al final, pero no tiene miedo a dar la cara. ¿Pero tú te atreves? Diablos, no; tú estás casada con un hombre blanco.
Índigo agarraba la colcha y la apretaba contra ella, sintiendo que era lo único que la sostenía. Los únicos sonidos que rompían el silencio eran sus sollozos y la respiración desacompasada de Jake. Se estremeció cuando él volvió a hablar.
—¿Dónde está tu cuchillo, Índigo? Desde que te casaste conmigo, has dejado de llevarlo. Tus padres dicen que practicabas con él todos los días.
Ella tragó aire sonoramente.
—Yo… yo no creí que te gustase.
Él se rio.
—Cierto. Ser tan hábil con el cuchillo te hace muy india, ¿verdad? ¿Y hablar con los animales? ¿Qué mujer blanca hace eso? —Se fue hacia la ventana—. Y no podemos olvidar a Lobo. La verdad es que le dejas la ventana abierta porque crees que su espíritu está ahí fuera, que siempre estará ahí, y quieres que sepa que no le has cerrado tu corazón. Cuando pregunté, aludiste a eso, pero no pudiste reconocerlo abiertamente, ¿a qué no? Es una creencia india. Eso te hace inferior, ¿verdad?
Sus ojos pedían una respuesta. Al ver que ella no decía nada, continuó:
—Tenías miedo de hablar abiertamente de esas cosas, por temor a que yo despertase y te viese como lo que eres realmente. Una india. Tres cuartos de blanca, pero una india insignificante.
La acusación la desarmó. En su mente, se veía más claramente ahora que nunca.
—¡No soy insignificante! ¿Cómo te atreves a decirme eso?
—No eres completamente blanca. Según tus cálculos, eso te convierte en india y, por consiguiente, en un ser insignificante.
Ella lo miraba, incapaz de aceptar lo que estaba diciendo, aunque sabía que en parte era verdad.
—¡No! ¡Estoy orgullosa de ser comanche!
—Palabras —dijo con desdén—. Suenan muy bien. Y has tratado de vivir a la altura. Te dan seguridad, ¿verdad? Si llevabas esas pieles por bandera y ese sombrero espantoso. ¿Qué hombre blanco iba a mirarte, y mucho menos casarse contigo? Que Dios te librase de algo así. Brandon y sus amigos te enseñaron cómo te iba a tratar un hombre blanco, ¿verdad?
Ella se pasó la mano por los ojos.
—Entonces llegué yo. —Estaba de pie con los puños apretados, el abultado músculo de sus brazos se dibujaba claramente bajo la piel bronceada—. Y yo te quería, con pieles y todo. Un hombre blanco que no salía corriendo en dirección contraria. Un hombre blanco que le gustaba a tu padre, lo que me hacía peor aún. Yo representaba un problema desde el segundo en que posaste los ojos en mí. No importaba lo bien que te tratase, ya sabías que tenía un lado oscuro. Lo tenía porque era blanco.
Su mirada atravesó la penumbra, oscura como el azabache. Ella gimió y trató de contener el sonido con el puño.
Él sacudió una mano.
—Y eso nos trae hasta aquí, ¿verdad? Una india a punto de ser utilizada por un blanco. No importa quién sea yo. Lo único que ves es lo que soy. —Tomó aire—. Lo siento muchísimo, pero esta es la piel con la que nací.
Caminó despacio hacia ella.
—¿Qué debo hacer ahora, Índigo? ¿Empezamos contigo arrodillada ante mí? Ahí es donde tienen que estar los indios, ¿verdad? No quiero decepcionarte.
Ella clavó sus ojos aterrorizados en él.
—Ah, sí, oí todo lo que te dijo ese día, todas esas palabras perversas. ¡Vamos! —Chasqueó los dedos y señaló al suelo—. Aquí mismo, delante de mí. Vamos a ver cómo gateas. ¿No era eso lo que esperabas? ¿Que yo te viese tal y como eres y te tratase como Brandon?
—Eso no es justo —susurró temblorosa.
—¿Justo? ¿Tú has sido justa conmigo? —preguntó con voz tensa.
Índigo lo veía borroso entre las lágrimas. No había sido justa con él, ni una sola vez, desde el principio.
—¡Ay, Jake, perdóname! Por favor, perdóname. Sé que me he portado mal. Y lo… lo siento.
Sus ojos, oscurecidos por el dolor, buscaron los de ella durante un momento interminable. Luego susurró:
—Si lo sientes, si lo sientes de verdad, ponte de rodillas y dilo. Demuéstrame a mí y a ti misma, aquí y ahora, que no tengo nada que ver con Brandon Marshall.
Índigo cerró los puños.
—No tienes nada que ver con él —sollozó—. Sé que no.
—Demuéstralo. Enfréntate a lo que más te aterroriza y déjalo atrás —le pidió, con voz áspera—. Confía en mí y descubre de una vez por todas para qué creo que es bueno un indio. Te juro por mi vida que no te arrepentirás.
Los recuerdos llenaban la mente de Índigo, desagradables y crudos. Se vio con trece años, de pie en un claro con cinco hombres abalanzándose sobre ella, empeñados en hacerla arrastrarse ante ellos. «Puta india.» El insulto resonaba en su cabeza. Miró al suelo, hacia el punto que había señalado Jake, y parecía que estaba a cientos de kilómetros de distancia. No tenía nada que ver con Brandon Marshall y sus amigos. Lo sabía. Pero, por Dios, no podía arrodillarse ante él.
Con los hombros agitados por el sollozo, gritó:
—No… no puedo.
—¿Por qué?
—Te… tengo miedo —admitió—. No debería. Sé que no debería. Pero no puedo evitarlo. Tengo miedo.
Jake la miró, lleno de dolor. Luego suspiró.
—Gracias por eso, al menos. Por la verdad. No creí que fuera a escuchar la verdad de tus labios. Las dos palabras más difíciles que existen, ¿verdad?: «Tengo miedo».
Después de decir esto, se volvió hacia la puerta.
Ella imaginó que se marchaba para no volver nunca. Se le formó una bola de dolor en el estómago.
—¿Adónde vas?
Empujó la puerta con tanta fuerza que golpeó la pared. Deteniéndose en el umbral, dijo:
—Me voy de aquí antes de hacer algo de lo que me arrepienta.
Ella tiró nerviosamente de la colcha, tratando de coger todos los pliegues que sobraban.
—Jake, espera. Por favor, espera. Déjame explicártelo.
—¿Explicármelo? Para mí está más claro que el agua. —Se rio con dureza—. ¿Sabes lo que es un corazón roto? Podría haberte tenido así —chasqueó los dedos—, sin más. Si no me hubiesen importado tus sentimientos, lo habría hecho, probablemente un montón de veces al día estas últimas dos semanas. Que no lo haya hecho no significa nada para ti.
Con esa última réplica, se marchó. Salió dando un portazo. Ella bajó la cabeza y empezó a balancearse de un lado a otro, agarrándose la cintura. El dolor que tenía dentro era casi insoportable. Él se marchaba, y ella no lo podía culpar. Probablemente no se detendría. ¿Por qué iba a hacerlo? No le había dado ni una sola razón para querer quedarse.
Las palabras que le había dicho resonaban en su cabeza una y otra vez, y cada vez que las oía tenían más sentido. «Una india insignificante.» Lenta, dolorosamente, comprendió lo que Jake había intentado decirle: esa opinión tan despreciable no era la que él tenía de ella, sino la que ella tenía de sí misma.
Las imágenes de él inundaron su mente. Su vaga sonrisa. La manera en que se enternecían sus ojos al mirarla. Probablemente iba de camino al arroyo para recoger sus botas. Luego vendría a buscar sus cosas. Y después se marcharía, porque no iba a ser capaz de decirle que deseaba desesperadamente que se quedase.