Capítulo 18
En los siguientes días, Jake conoció el verdadero significado de la palabra frustración. Deseaba a Índigo más de lo que había deseado antes a ninguna mujer, tanto que apenas podía pensar en nada más. Vivir en la misma casa que ella, dormir en la misma cama y saber que era suya hacía que fuese condenadamente duro mantenerse a raya. Solo la preocupación por sus sentimientos le impedía llevársela a la cama y hacerle el amor.
Desde su conversación junto a la tumba de Lobo, Jake sospechaba que Índigo albergaba más de una idea equivocada sobre él. Si le pedía que cumpliese con sus deberes de esposa, temía confirmar sus peores expectativas. Necesitaba tiempo y un delicado cortejo. Estaba decidido a darle las dos cosas.
Una vez tomada la decisión, Jake solo tenía que lograr convencer a su cuerpo. Además de los largos días en la mina y los paseos por la tarde con Índigo, taló y cortó ocho pilas de leña al día. Cuando la cantidad de madera acumulada en el jardín trasero de los Lobo empezó a alcanzar proporciones exageradas, se ocupó de la podredumbre del porche principal, trabajando hasta bien entrada la noche con la luz de la lámpara de gas. Por la noche, cuando se desplomaba en la cama, todo su cuerpo gritaba de cansancio.
Todo, menos una parte…
La sexta noche, Jake diseñó unas muletas para Cazador, luego le ayudó a dar sus primeros pasos titubeantes tras muchas semanas de cama. Loretta preparó una estupenda cena para celebrar el feliz momento. Después, Jake llevó a Índigo a casa y tomó un baño helado en el arroyo, lo que le sirvió para entumecer todo el cuerpo.
Todo, sí, menos una parte…
El séptimo día, Jake decidió que era necesario aplicar nuevas tácticas. Si no atraía a su esposa hasta sus brazos, existía el peligro de que sucediesen tres cosas: trabajaría hasta caer muerto, moriría de neumonía o perdería el control y le haría el amor por la fuerza. Dada su edad, a Jake no le entusiasmaba la idea de irse tan pronto a la tumba y, como amaba a Índigo, la alternativa de forzarla tampoco era muy tentadora. Lo último que quería era perder la confianza que se había ganado, y seguramente lo haría si recurría a la fuerza física.
Sabía que a su joven esposa la ponía tan nerviosa hacer el amor como a un gato de cola larga andar por un cuarto lleno de mecedoras, así que decidió utilizar un método sutil, que requeriría un cierto talento para la interpretación, una mano lenta y ligera, y una paciencia infinita. Tenía mucha fe en que funcionase bien con Índigo; quería excitarla sin que ella se diese cuenta.
La cosa empezó bien. Durante los paseos de la tarde, y las noches que pasaban juntos, aprovechó todas las oportunidades de tocarla que tuvo, dibujando ligeros círculos en su cuello, acariciando suavemente sus labios con los dedos, tocándole las palmas de las manos y la curva de los brazos. Jake medía su éxito mirándola a los ojos. Cuando se excitaba, se ponían soñolientos, de un gris tormentoso. La tercera noche, se alegró de ver que sus ojos estaban ya más grises que otra cosa.
La cuarta tarde, se frotaba mentalmente las manos anticipando lo que iba a venir. Esa sería la noche. Con ese objetivo en mente, se la llevó de paseo. Había adquirido la costumbre de rodearle los hombros con el brazo. Esta vez, en lugar de posar los dedos sobre su brazo, dejó caer la mano descuidadamente sobre su pecho. Como es normal al caminar, especialmente sobre terreno irregular, los movimientos del cuerpo de ella hacían que el brazo de él se zarandease y, dado que la mano iba colgando muy cerca, los dedos, doblados descuidadamente, le acariciaban el pezón.
Al primer toque accidental, Índigo se sobresaltó y le lanzó una mirada suspicaz, que Jake atajó con un gesto insulso de desinterés. Al final, ella se relajó. Él esperó el momento oportuno, luego volvió a apuntar a su objetivo. No pudo evitar sonreír cuando sintió lo dura y erecta que se había puesto la aureola. En un tercer paso, el pezón presionó la suave piel de su blusa, ansiosamente alzado y reclamando atención… una atención que Jake estaba más que feliz de proporcionar.
Encontró un lugar con hierba a la sombra de un roble. La tierra húmeda era una nimiedad que no le iba a desanimar. Se sentó con la espalda apoyada en el árbol y arrastró a Índigo a su lado. Rodeándola con el brazo, le tocó con los dedos la clavícula, dibujando su forma y hablando sin parar de las travesuras de Sonny, distrayéndola con el cachorro para que su tacto pareciese inocente. De vez en cuando, deslizaba los dedos desde la clavícula hasta la parte alta del pecho.
Una mirada hacia abajo reveló a Jake que estaba a punto de alcanzar el éxito. Sus pezones estaban tan erectos como pequeños cadetes en formación. Se volvió hacia ella y se inclinó para besarle la mejilla. Colocando la mano en sus costillas, empezó un sutil ascenso hasta rodear con sus dedos el seno derecho. Ella dio un respingo y se puso rígida cuando él capturó la punta del pezón entre el pulgar y el índice.
—Está bien —la tranquilizó con un murmullo ronco. Después arrastró los labios hacia su boca—. Confía en mí. Relájate.
Naturalmente, Jake imaginaba que ella se limitaría a hacer eso y dejar que continuara. Lo que no esperaba era encontrar tanta pasividad. Él reclamó sus labios con un apasionado beso, introduciendo su lengua entre los dientes separados de ella para saborear la dulce humedad. Ella se quedó tan blanda como la seda mojada. Por un horrible instante, pensó que se había desmayado. Detuvo la mano en el pecho, y la apartó lentamente. En sus ojos había una mirada vacía, distante.
—¿Índigo?
Ella parpadeó y fijó la vista en él, con un aspecto ligeramente irritado.
—¿Sí?
Jake buscó su mirada. Si hubiese visto pánico, hubiese podido manejarlo. No le hubiese sorprendido la rigidez. O incluso una cierta resistencia. Ella era lista y tenía que saber lo que él se proponía. ¿Pero pasividad? Estaba a años luz de la entrega temblorosa, y dejaba en su boca el sabor asqueroso de la ilusión frustrada.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
Ella le devolvió una sonrisita distraída y volvió a parpadear, exactamente igual que si estuviera adormecida.
—Estoy bien.
Jake no quería que estuviese bien. Quería un ciego abandono. Apartó las manos de ella y se apoyó en el árbol, preguntándose qué le picaba más, si su ego o su ingle dolorida. Sus aproximaciones amorosas habían provocado todo un espectro de reacciones, pero no recordaba haber dormido jamás a una mujer.
—¿Cómo estás tú?
Jake la miró con perplejidad.
—Estoy estupendamente.
Después de pensarlo mucho, Jake acorraló a Loretta la tarde siguiente para preguntarle si le había explicado a su hija «las cosas de la vida». Loretta se puso colorada y salió de la casa, diciendo que tenía que recoger huevos. Jake se sentía mal por ponerla en una situación embarazosa, pero su matrimonio estaba en juego. Necesitaba respuestas.
Con ese objetivo en mente, se dirigió a Cazador, que todavía estaba en la cama. Igual que la otra vez que le había pedido consejo, Cazador atajó las preguntas y le dio respuestas vagas. De su conversación, Jake dedujo que Cazador no tenía ni idea de lo que Loretta le había dicho a Índigo acerca del sexo. Eso eran conversaciones de mujeres y carecían de importancia. En el espacio de unos minutos, el marido podía enseñar mucho más con las acciones que lo que habían explicado las palabras.
Jake abandonó la casa de los Lobo con la impresión certera de que Cazador consideraba que la educación de Índigo era problema de Jake. Para él, empezaba a ser imposible de sobrellevar.
Mientras Jake lidiaba con su confusión, Índigo se ocupaba de la suya. Jake no era para nada lo que ella esperaba. Aunque había visto su arrogancia masculina y sabía que era capaz de gobernarla con mano de hierro, era, la mayor parte de las veces, infinitamente paciente y solícito, completamente opuesto a lo que esperaba de un esposo. Cuando la tocaba, siempre era delicado. Por el amor de Dios, le estaba empezando a gustar. No solo un poco, sino mucho. La hacía reír más que nadie que hubiese conocido. Y la hacía sentir… especial. Incluso cuando dormía, la abrazaba como si estuviese hecha de frágil cristal. A veces, últimamente, ella se había acurrucado en él, sintiéndose más protegida que amenazada en medio del musculoso círculo de sus brazos.
Desde el incidente bajo el roble, había empezado a preguntarse, en momentos de debilidad, cómo sería hacer el amor con Jake. Cuando la tocaba, era como la caricia de una telaraña, y le hacía sentir… Índigo no sabía cómo llamarlo. Asustada, sí, porque sabía que lo que él pretendía hacer era muy desagradable. Pero también le hacía sentir bien, como mantequilla sobre un panecillo caliente. Su miedo era que, si se dejaba derretir, él le pegaría un gran mordisco.
¿Y si lo hacía? ¿Cómo podía ser que alguien pareciese tan gentil y amable cuando planeaba algo horrible?
Esa pregunta hizo que Índigo se enfrentase a un hecho innegable. En contra de su voluntad, pese a todas sus anteriores experiencias con hombres blancos, empezaba a confiar en él.
Darse cuenta de eso la aterrorizaba.
Una semana después del incidente bajo el roble, llegó la esperada carta de Jeremy. Como no quería exponerse a la curiosidad de Índigo, Jake se llevó la carta a los bosques para leerla antes de ir a casa. Las noticias no eran buenas. Tras profundizar en la investigación de los documentos de Ore-Cal, Jeremy tenía la certeza de que su padre estaba detrás de los accidentes de Tierra de Lobos. Le decía a Jake que planeaba hacer una visita pronto para que ambos pudieran seguir indagando.
Apoyando el hombro en un pino, Jake se quedó un rato largo mirando la carta de su hermano y recordó la lejana tarde en que Jeremy le había revelado sus sospechas. Habían pasado muchas cosas desde entonces. La brisa se había llevado en un susurro los papeles con el membrete de Ore-Cal. Estas últimas tres semanas, el mundo que había dejado en Portland había empezado a parecer un sueño lejano. Ahora todo se precipitaba de nuevo hacia él con tal claridad que casi podía ver a Jeremy enfrente.
Ya no estaba seguro de saber cuál era su sitio. Tenía una esposa aquí. La casa de los López empezaba a parecer un hogar. Tenía callos en las manos. Pero ¿cómo podía darles la espalda a sus empleados, a su familia, y a la prosperidad por la que tanto había trabajado? Le importaba poco su padre, pero quería a Jeremy y a sus hermanas. Esos lazos no podían cortarse fácilmente.
Dobló la carta y la metió en el bolsillo de la camisa. Esa tarde, cuando Índigo no mirase, la tiraría al fuego. No le convenía ver el membrete de Ore-Cal y descubrir la verdad sobre él antes de que hubiera podido explicársela.
Jake suspiró. ¿Explicársela? Dios, le aterrorizaba esa conversación. A Índigo no le iba a entusiasmar saber que se había casado con el hijo del hombre que había estado a punto de matar a su padre. Aunque había tratado de no mentir, había tejido una red de medias verdades. ¿Qué pensaría cuando le hablase de él? ¿Cómo se sentiría al saber que tenía una prometida? Diablos, todavía no había encontrado ni un momento de intimidad para escribir a Emily.
Jake hizo una mueca. ¿Un momento de intimidad? La verdad es que no había encontrado la oportunidad de escribir una carta a espaldas de Índigo. Le hacía sentirse terriblemente culpable. Ella era honesta en extremo, incluso cuando temía que la golpeasen por eso. ¿Cómo podía hacerle entender sus motivos para vivir una mentira?
Jake ya no estaba seguro ni de entender sus propios motivos. En Portland, aquella lejana tarde, venir de incógnito le había parecido la solución perfecta. Pero eso había sido antes de conocer a los Lobo, gente que decía la verdad como si pronunciase cada palabra bajo juramento. Tenía que enfrentarse a la posibilidad de que sus engaños más inofensivos pudiesen romper el corazón de Índigo y destruir su todavía inestable matrimonio.
Índigo percibió que algo no iba bien en el momento en que Jake entró en la casa. Sus ojos oscuros tenían un aspecto sombrío y atribulado, y sus brillantes rasgos dibujaban arrugas adustas. Ella cruzó el umbral de la cocina.
Lo primero en que pensó fue en la mina.
—¿Ha pasado algo?
Como si escuchase su voz a través de la niebla, inclinó la cabeza y fijó en ella una mirada ausente. Después de un rato, sonrió.
—Nada importante. Acabo de recibir una carta de mi hermano.
Índigo pensó que no parecía muy contento al respecto. Recordó la tarde en el granero, cuando él le había hablado de su familia y de la sensación de ser uno de entre seis panecillos hechos por el mismo molde.
—¿Malas noticias?
Se pasó la mano por la frente.
—No, a no ser que consideres que la compañía son malas noticias. Viene de visita. —Jake levantó las manos—. No sé cuándo. Pronto, ha dicho. —Recorrió la salita con la mirada—. Puede dormir en el sofá. Le quedarán los pies fuera, pero no se va morir.
Índigo trató de ordenar sus pensamientos.
—¿Es tan alto como tú?
—Ahí es donde terminan los parecidos, créeme. Jeremy es más guapo de lo que le conviene. Si empieza a decirte zalamerías, vale más que eches a correr en dirección contraria.
Lo que menos le preocupaba era que el hermano de Jake tratase de conquistarla. Probablemente la miraría y le preguntaría a Jake si había perdido la cabeza.
—¿Sabe que existo?
Jake caminó hacia ella, sacudiendo la cabeza.
—No. No he tenido tiempo de escribirle.
Ella tuvo que forzar las últimas palabras.
—¿Lo desaprobará?
Los ojos oscuros de Jake se fijaron en los suyos, y se le suavizó el gesto en una sonrisa.
—Yo lo apruebo. Eso es lo único que importa, Índigo.
No era eso lo que necesitaba oír. Estaba acostumbrada a tener toda la atención de Jake, y le preocupaba su mirada distante, preocupada. Volvió a la cocina y bajó el fuego para que la sopa de alubias no se chamuscase durante el paseo. Un pensamiento le rondaba la cabeza sin cesar. Jeremy no sabía aún que su hermano se había casado con una india.
Esa noche, después de lavar la vajilla, Índigo pidió permiso a Jake para ir a visitar a su madre. Él se lo dio sin dudar y se ofreció a acompañarla, puesto que ya era de noche. Como en realidad no deseaba su compañía, le explicó que no tardaría mucho y se marchó antes de que pudiera hacerle preguntas.
Su hermano iba a venir… Índigo se apresuró por la calle principal hacia la casa de sus padres, recordando la advertencia de su madre. «Tus pieles no sirven para las ciudades donde las señoritas van adornadas con vuelos y volantes.» Índigo se apretó las mejillas entre las manos. ¿Por qué no había escuchado? Si hubiese empezado a echarse agua de limón en la cara ese día, ya le habría clareado algo la piel. Ahora era demasiado tarde.
Los pies de Índigo se detuvieron. Se quedó parada en la oscuridad y miró ciegamente calle abajo. Saber que Jeremy iba a visitarlos la obligaba a enfrentarse a sentimientos que había tratado de ignorar. De alguna manera, Jake había ido atravesando sus barreras. No le quería poner un nombre al dolor que sentía dentro, todavía no. Lo único que sabía es que quería que él se sintiese orgulloso de ella.
¿Qué pasaría si Jeremy se horrorizaba? ¿Qué pasaría si Jake la miraba con los ojos de su hermano? Quizá se arrepentiría de haberse casado con ella… si no lo había hecho ya. No parecía eufórico al decirle que Jeremy venía. ¿Por qué? A no ser que viniese de una familia extraordinaria, su esposa comanche iba a provocar estupor.
Podía perderle… ¡Ay, Dios, podía perderle! Se iría al mundo que había más allá de las montañas y no volvería nunca. Nunca le escucharía pronunciar su nombre cuando cruzara la puerta al volver del trabajo. Nunca escucharía de nuevo su voz profunda susurrándole al oído. Nunca volvería a dormirse por la noche cerca de su corazón.
Índigo sintió que algo dentro de ella se partía en dos. Tragó aire y se abrazó la cintura. Según la ley blanca, si no consumaban el matrimonio el enlace podría ser anulado. ¿Por eso no la había tocado aún? Quizás había estado planeando dejarla.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Si era el caso, debería estar loca de alegría. En principio, no había querido casarse con un hombre blanco. ¿Por qué pensar en su marcha le hacía sentir así? La pregunta no tenía respuesta.
A Jake le pareció sospechoso que Índigo llegase de casa de sus padres con un paquete en las manos. Todavía encontró más sospechoso que se fuese directamente al dormitorio. Él se quedó junto a la mesa de la cocina y terminó de afilar unos cuchillos, esperando que saliese y le diera una explicación. Como no lo hizo, empezó a preocuparse. Había estado actuando de manera extraña toda la noche.
Se levantó y se desplazó silenciosamente por la casa. Cuando llegó a la puerta del dormitorio, se quedó ahí un instante y se puso a escuchar. Oía movimiento, así que supo que no se había ido a la cama. Un tenue brillo de luz asomaba por debajo de la puerta. Frunció el ceño y giró el pomo.
—Índigo, ¿qué estás…?
Jake olvidó lo que iba a decir. Su mujer estaba de pie junto a la cama y llevaba puesto uno de los vestidos de cuadros azules de su madre. Evidentemente, había estado poniéndose y quitándose ropa, porque el pelo se le había desprendido un poco de las horquillas, y la diadema de trenza le colgaba ladeada, con unos mechones largos y sueltos rodeándole la cara. Los ojos de Jake se deslizaron hacia la punta de sus mocasines, que asomaban por debajo de la falda.
—Jake —dijo débilmente.
—¿Qué haces? —Entró y miró la montaña de vestidos que había encima de la cama—. Son de tu madre, ¿verdad?
Sus mejillas se pusieron de un rojo fuerte.
—Me los ha prestado. Quería ponérmelos mientras me hacía unos nuevos.
Jake no podía creer lo que estaba oyendo.
—No sé por qué, pero tenía la impresión de que no te gustaba la ropa de las mujeres blancas.
Ella apartó la cara.
—He cambiado de opinión. No es que me quede muy bien. Los vestidos de mi madre no me sirven.
Jake veía el problema. Sus amplios pechos presionaban las costuras del corpiño.
—Bueno, no es una catástrofe horrible. Puedes llevar pieles un par de semanas más hasta que hayas cosido algo. —Personalmente, Jake iba a echar de menos sus faldas de flecos—. El azul te favorece.
—Gracias —dijo sin volverse para mirarle—. Ojalá me valiese. Con esto parezco una salchicha.
Reprimiendo una sonrisa, Jake se acercó lentamente a ella. El ajustado corpiño alzaba sus tiernos pechos por encima del escote. En su opinión, el efecto no era exactamente el de una salchicha. No iba a discutir. Aunque era adorable, no la dejaría salir del dormitorio mostrando tanto pecho.
Al detenerse frente a ella, notó el gesto afligido de sus ojos. Se acercó.
—Cariño, ¿qué pasa? El que algunas partes de tu cuerpo no encajen en los vestidos de tu madre no es razón para disgustarse.
—Ay, Jake.
Él se inclinó, tratando de verle la cara. Conociendo a Índigo, estaba seguro de que detrás había mucho más de lo que parecía.
—¿Ay, Jake? Eso no me dice gran cosa.
—No me puedo poner ni uno.
Él estaba completamente de acuerdo. Apenas podía contener las manos.
—Te puedes apañar hasta…
—¡No lo entiendes! No podré hacerme ningún vestido antes de que llegue Jeremy. ¡Ninguno, ni siquiera con la nueva máquina de coser de mi madre!
—¿Por qué ibas a…? —El resto de la pregunta murió en su garganta. Tragó y volvió a intentarlo, pero no estaba en absoluto seguro de querer escuchar la respuesta—. Índigo, ¿por qué quieres hacerte vestidos antes de que llegue Jeremy?
Se le marcaron los tendones del cuello al intentar hablar. Las palabras no le salían. Jake le quitó la mano de la cara. El miedo y el dolor que vio en su gesto le enternecieron. Con un suave gemido, la cogió entre sus brazos.
—Ay, cariño…
En el momento de abrazarla, se le vino a la nariz un olor extraño. Era tan fuerte que olvidó todo lo demás.
—¿Qué es este olor?
Ella olisqueó.
—¿Qué olor?
Él la olió alrededor de la oreja.
—Huele a limón.
—Ah. —Y hundió la cara contra su hombro—. Es agua de limón que mezcló mi madre.
Jake se estremeció. Sabía para qué usaban las mujeres el agua de limón; Mary Beth se untaba en ella todos los veranos para aclararse la piel. Cerró los ojos. Se le vinieron recuerdos de Índigo sentada bajo el laurel. Luego recordó las cosas que le había oído decir a Brandon Marshall. Por primera vez en su vida, Índigo estaba tratando de ocultar su herencia. ¿Y por qué? Porque quería que él se sintiese orgulloso de ella.
Al darse cuenta de esto, Jake estuvo más cerca del llanto que en toda su vida adulta. Una de las cosas que siempre había admirado de Índigo era su fiero orgullo comanche. Durante lo que parecía una eternidad, había deseado ver algún signo de que su afecto era correspondido. Ahora que había uno, se sentía mal. Por su sangre india, ¿no se sentía suficientemente buena para ser su esposa? Era exactamente lo contrario a la verdad. Él era el que no estaba a la altura. Sin hablar, la cogió en sus brazos. Con Sonny siguiéndole los pasos, la llevó a la cocina, la descendió hasta hacer pie en el suelo y sacó del cajón un paño limpio. Caminó hacia la encimera, inclinó la jarra de agua para humedecerlo. Ella se echó hacia atrás cuando comenzó a restregarle la cara.
—¿Qué estás… —saltó— haciendo?
—Quitarte ese maldito limón. Mira hacia arriba.
—Pero yo… —Parpadeó y frunció los labios.
Jake le pasó el paño por la mejilla, y luego se inclinó para besarle la punta de la nariz.
—No vuelvas a hacer algo así nunca más. Me gusta tu piel tal y como es.
Sus ojos parecían de un arrugado terciopelo azul.
—¿Te… te gusta?
Jake sonrió.
—Sí. Hay más mujeres de piel lechosa que mosquitos en una caja de fruta. Si quisiera eso, me hubiese casado con una. —Se inclinó hacia ella y le robó un beso.
No parecía convencida. Él le cogió la cara entre las manos y buscó su mirada; le rompía un poco el corazón ver la confusión y el dolor que todavía había en sus ojos.
—Te quiero, Índigo. Tal y como eres. Me encanta tu pelo. Me encanta tu piel. Me encantan tus faldas de piel. Me encantan hasta tus pantalones de ante. Si vuelvo a sentir que hueles a limón, te retorceré el cuello. Y quiero que devuelvas toda esta ropa a tu madre. ¿Está claro?
—Sí, pero Jeremy…
—Al infierno con Jeremy. Estás casada conmigo.
—Pero…
—No hay peros. A Jeremy le encantarás tal y como eres. En cuanto te vea pensará que soy el hombre más afortunado del mundo.
—¿Pero qué pasa si…?
Él la sacudió suavemente.
—No hay «síes». Lo único que importa es lo que yo piense, y yo pienso que eres perfecta.
Jake se dio cuenta de que sus palabras la tranquilizaban poco. Tenía que aceptarlo. De repente, entendió muchas cosas sobre ella que no había comprendido hasta entonces. La cuestión era, ¿se entendía ella a sí misma?