Capítulo LII

En el verano de 1712, Dimas se marchó de casa. Hacía más de dos años que había muerto Gestas. Tras la irreparable pérdida, recordó a los frailes y a sus madres lo que aconteció durante aquellos años: la verdad revelada sobre la que había sido su madre real, quién había sido su padre, lo sorprendido que se quedó al saber quiénes eran en realidad los que él siempre había considerado como sus padres, y las posteriores clases de Elías, al joven, sobre cómo actuar en una situación de peligro.

A las mujeres no las gustó aquello. Que Elías le enseñara a Dimas a ser un asesino, no entraba en su forma de ver la vida. Sin embargo, Dimas se mostró inflexible: quería aprender, quería ser como él, un buen hombre, que no descuidaba sus quehaceres domésticos si estos le reclamaban, pero letal de necesidad si la ocasión lo requería.

Aprendió bien. Asumió que Elías había sido una de las personas, y era, más despiadada y mejor formada para el combate que pudiese existir. El cerebro de Elías funcionaba con una simplicidad pasmosa: hacer todo el bien que pudiese y cercenar el mal de raíz. Sin medias tintas. Ya le quedó claro el día que murió Gestas, pero, tras sus clases, elevó aún más la idolatría que sentía por él.

Le enseñó a ser paciente, cauto, a observar todo a su alrededor y a grabar cada imagen que veía en su mente. Le enseñó a reconocer el posterior movimiento de su adversario, antes incluso de que este lo llevara a cabo. Le enseñó a matar sin ruido. Le enseñó a segar vidas en tres segundos, el tiempo que tardaría un hombre en morir si se le atacaba por detrás y se le clavaba un pequeño cuchillo por la parte derecha de la nuca, por la ventana del viento, y cómo, tras remover ese cuchillo, no quedaba del contrincante más que un amasijo de carne parecido a un trapo de cocina. Le enseñó cómo dormir a un hombre si le estorbaba, sin matarlo, apretando cierta zona del cuello, durante unos segundos, para evitar que a su cerebro le llegase la sangre, permaneciendo dormido durante un buen rato. Le enseñó zonas del cuerpo que, si eran atacadas, podrían atontar a su oponente, aunque solo fuera un segundo, consiguiendo con ello una ventaja que, a la postre, sería fatal para quien estaba delante. Le enseñó cómo matar a un hombre en medio minuto con un pequeño corte indoloro en la cara interna del brazo, cerca de la axila, haciendo que se desangrara con rapidez. Y le enseñó también cómo manejar las diversas armas que podía llegar a usar.

Llegado a este punto, Elías le dejó practicar con su inseparable amigo negro. Y hubo ahí, una cosa que le dejó realmente desconcertado al muchacho: cada vez que cogía ese cuchillo… parecía que se sentía más fuerte, más rápido… y más letal.

Cuando Dimas le preguntó un día a Elías dónde había aprendido todo aquello, el fraile le escribió, contándole que había sido en el ejército y en Tierra Santa. A la pregunta de qué fue lo que aprendió en Tierra Santa, Elías nunca le contestó.

Pasado un año, además de seguir con su particular instrucción con Elías, también le pidió a José que le enseñara todo lo que sabía de plantas, pócimas y remedios. Al fraile, que había visto, durante el último año, cómo Dimas se unía cada vez más a Elías, le pareció bien enseñarle. De ese modo, no solo aprendería a matar, sino también a tratar de salvar la vida a alguien si fuera necesario.

Pero la mente de Dimas parecía un agujero que no se llenaba nunca: cuanto más aprendía, más quería saber. Y cuánto más quería saber, menos conocimientos podían enseñarle ya los frailes. De modo que Dimas le pidió a José que no solo le enseñase el poder escondido dentro de las plantas curativas, sino también el oculto dentro de las plantas venenosas. En solo dos años, el joven sabía tanto como sus padres. Otra cosa era llevarlo a cabo, claro está, porque una cosa era la teoría y otra bien distinta, la práctica. Como ejemplo; nunca llegó a derrotar a Elías en combate cuerpo a cuerpo, sin importar la diferencia de edad. Y algunas de las pócimas más difíciles de hacer, las tenía que mezclar varias veces hasta obtener el resultado deseado. José le hizo prometer que las recetas con las que podría matar a un hombre, no las llevaría a cabo si no era estrictamente necesario. Y nunca en casa. Él mismo tenía sus propios cuencos, vasos y mezcladores, separados de los demás enseres de la cocina y guardados bajo llave. Quién sabe lo que podría pasar, si restos de una receta cualquiera se quedaban en un plato donde pudieran cenar sopa.

Dimas no se cansaba nunca de aprender. José le preguntó en una ocasión el porqué de todo aquello.

—Padre, me han contado muchas cosas Elías y usted sobre su pasado… y… me temo… que la muerte de mi hermano tiene que ver con él.

—¿Y cómo es que crees eso, hijo?

Se sentaron frente a un vaso de vino, y Dimas le contó su teoría. No era nada descabellada, aunque sí, un tanto enrevesada:

—Adelante, hijo, cuéntame…

—Sí, padre…

En febrero de 1699, el príncipe de Asturias, José Fernando de Baviera, murió de manera repentina a la edad de siete años. Si bien es cierto que tanto José como Elías sospecharon que había muerto envenenado, no lo llegaron a confirmar. La muerte del heredero al trono de España designado por Carlos II, dejó dos cosas muy claras: había perjudicado a los Habsburgo y había beneficiado a los Borbones. Muy bien… Y ¿quién podría haber orquestado semejante final para el heredero español?

No solo en la corte, sino en el mundo entero, el hombre más complacido con aquello había sido sin duda el rey de Francia, Luis XIV. Y ¿quién, sino él, podría haber ordenado la muerte del joven heredero? Ya había solicitado los servicios de la hermandad, para asegurarse de que el rey Carlos II no viviese lo suficiente como para llegar a tener hijos, de modo, que pensar que si en los últimos años de su vida, el rey de España había nombrado a un heredero aunque no fuese hijo suyo, una vez el rey Sol se hubiese enterado, habría dado la orden de asesinarlo. Con ello, negaba la posibilidad momentánea de un nuevo inquilino en el trono español, y su plan aumentaba las expectativas de llevarse a cabo.

Luis XIV no quería España como un reino paralelo al francés y bajo un rey impuesto por él, sometido a Francia: Luis XIV quería España para sí. Punto. Y ¿quién no? ¿Cuántas, incontables riquezas podrían aportar las tierras que España poseía en el mundo? Todas las inimaginables… y más. Tenía que hacerse como fuera con el comercio de las Indias. Además, España y Francia unidas bajo un mismo estandarte, habrían sido invencibles: Inglaterra habría sido aplastada.

Tras matar a Peter, José envió una carta a los hermanos repartidos por media Europa, en la que les conminaba a averiguar cuanto se pudiese de él. El resultado fue lo que le hizo a Dimas mascullar su venganza personal: el mercenario inglés, no había dejado de trabajar, aunque de manera intermitente, para los franceses desde la época en la que José y Elías le conocieron. Contaban con él para diferentes encomiendas cada poco tiempo. Con una cierta edad, el mismo rey Sol le apartó del campo de batalla y se le encargaron trabajos sencillos. Uno de ellos, no tan sencillo, le ocupó durante diez días, tiempo durante el cual, envió con el Altísimo a José Fernando de Baviera.

Y ¿por qué le encargaron aquello a Peter? ¿Por qué no a la hermandad? Sencillo: la negativa final de José y Elías a asesinar a Carlos II obligó a Luis XIV a buscar alternativas a los hermanos. No deja de ser curioso que, tras la muerte del joven heredero, fuesen precisamente José y Elías quienes hubiesen visitado durante una noche a Portocarreño en su alcoba, para convencerle de que España no acabase desmembrada. Al final, los hermanos dieron al rey Francés lo que buscaba: la guerra. Durante la misma, Peter se dejó ver, no muy a menudo, pero se dejó ver, por la corte española. Las malas lenguas decían que actuaba como la voz y los oídos de Luis XIV. Se dejaba ver hablando con Felipe de Anjou. Y, tras la guerra, Felipe V siguió delegando en él… ciertas funciones. Contar con un perro como él en palacio, sabedor de las diversas intrigas que se cocían más allá de las fronteras, era normal.

Una de esas funciones era bastante sencilla; llevar nuevas a los diferentes prohombres que habían luchado en el bando del nuevo rey. Tras una visita a una ramera que solía ver en Toulouse, vino con un mandado a ver a Baltasar Hurtado de Ametzaga y Unzaga, el señor de Ametzaga. Cumpliendo órdenes, regresó a España, otra vez, y acabó parando en El Arroyo. Y tuvo que ser el día que Gestas estaba allí. Por lo tanto, para Dimas, la muerte de su hermano tuvo que ver con el hecho de que Luis XIV hubiese puesto en juego a Peter, y que el inglés lo hubiese matado, no dejaba de ser para él una anécdota: podía haber sido cualquier otro.

Una vez todo lo anterior puesto encima de la mesa, José le dijo a Dimas que si se enteraba Elías, sería él quien se desharía del rey francés. Dimas le dijo que no se preocupase, que ya lo había hablado con Elías y que estaba de acuerdo en que lo hiciese él. Al fin y al cabo, por mucho que pudiese querer el fraile a Gestas, Dimas era su hermano.

De modo que partió del Valle del Salcedón a principios de septiembre de 1712. Sus padres le miraban orgullosos mientras se alejaba de Aranguti. Sus madres intentaban pensar en lo que iba a hacer, acabar con la vida del responsable, a sus ojos, de la muerte de Gestas, para tratar, en lo posible, de no llorar ante su marcha. No surtió efecto. Dos semanas después, Versalles se alzaba ante él.

Dimas entró en Versalles por la puerta grande. José se ocupó de ello. Llevaba una carta consigo escrita de puño y letra del inquisidor real, Francesco de Giudice. José y Elías lo conocieron cuando era consejero de estado de Carlos II. En aquella carta, Francesco invitaba al rey a que aliviase alguno de sus males con el buen saber hacer de aquel muchacho, pues seguro que le sentarían bien los remedios que le prepararía, remedios que, a buen seguro, no podría prepararle nadie de la corte francesa, y que él mismo aseguraba haber tomado.

Que un joven se presentase con una carta de recomendación de uno de los personajes más poderosos en España en aquel momento, ayudó en buena medida a que fuese recibido por el mismísimo rey. Tal vez en una sesión ordinaria, sí, pero Luis XIV quería llevarse bien con todo el que viniera de España, no en vano su nieto Felipe era ahora el rey allí.

Se presentó ante el rey como Dimas Le Brun, y le dijo que si bien venía de España, era natural de la Provenza. Al rey le gustó aquel muchacho. Dimas le adulaba, sin parar, haciendo que Luis XIV se sintiera bien en su presencia. Si a esto añadimos que, junto con la carta de Francesco, llevaba varios preparados hechos por él, bajo la atenta mirada de José, y que alguno de aquellos brebajes conseguía aliviar de verdad los malestares del monarca, no era de extrañar que le mantuviera a su lado. Encima se llevaba muy bien, y compartía nombre, con su buen amigo y pintor personal Charles.

Durante meses, Dimas estuvo al lado del rey de Francia. No lo hizo como los inseparables comediantes y bufones que le rodeaban, sino como un hombre que podía llegar a departir con el monarca durante horas. Se le distinguía perfectamente de todos por ser el único que no llevaba un enorme penacho blanco sobre su cabeza. Tampoco importaba mucho, pues aún sin peluca, su porte se elevaba entre ellos como si la tuviese puesta. A más de uno le incomodó sobremanera que el propio Luis XIV, que había llegado a colocar cortinas en su alcoba para que nadie le viese sin su adorada peluca, permitiese, sin pudor, que aquel muchacho estuviera en su presencia sin ella. Y sin empolvarse la cara. Le hizo saber al rey que esos complementos no solo le incomodaban bastante, sino que le podrían llegar a estropear algún preparado si, por ejemplo, algún polvo no deseado caía dentro del brebaje.

El rey asentía de forma efusiva, dándole la razón, cada vez que a Dimas le preguntaban por su negativa a parecerse a uno de los cortesanos. El monarca se sentía a gusto con él. Se sentía correspondido. Hablaba con un hombre que le parecía más culto que él mismo y que le hacía reír sin parar. Luis XIV, amante de los halagos, veía su personalidad elevada a los altares con alabanzas vulgares. Cuantas más, mejor:

—Tiene usted los cojones de un buey sin castrar, señor…

—Pero ¡qué golfo es usted, majestad…! Si hubiese nacido mujer…, sería la mayor ramera de todas…

—Usted no está gordo, señor…, lo que ocurre es que alguien tan iluminado…, ¡no puede contener todo su saber en la cabeza!

—¿A su edad… y todavía se le levanta…? Yo, con la edad…, ¡quiero llegar a ser como vos!

—Con diez como usted, el mundo no sería mundo, ni siquiera Francia…, ¡sería Luis!

El rey se sentía muy agradecido con todas estas adulaciones. Dimas no dejaba de decírselas. Durante ese tiempo, se ganó su plena confianza mientras maquinaba su venganza. Cuando estaba a punto de llevarla a cabo, no pudo hacerlo. Cosas del destino.

En 1713, el rey de Francia le invitó a que se uniera a los Borbones en la lucha que mantenían por mantener la corona española. A Dimas le pilló de sorpresa, pero recordando las sabias enseñanzas de Elías, decidió actuar con cautela y obedecer sus órdenes. No quería levantar sospechas y la cautela, se convirtió en buena consejera. Al menos, eso quiso creer. Lo que no esperaba y ocurrió, fue que, con el tiempo, acabó agradecido a Luis XIV por la oportunidad de tropezarse con quien se tropezó.

Desde que su nieto era el rey de España, el rey Sol había tratado de unir las dos coronas usando diversos métodos. Uno de ellos consistía en intercambiar oficiales en el ejército de ambos bandos. Franceses en el ejército español y españoles en el francés. Dimas no iría como oficial, pero le envió a España y acabó destinado en el Campanella. Aquel buque era uno de los que asedió la ciudad de Barcelona, el 11 de septiembre de 1714.

Durante el asedio de Barcelona, los hombres que estaban en el barco con él demostraron que a coraje, arrestos y arrojo, no los ganaba nadie.

Si ninguno de sus compañeros era para él un cobarde, ¡qué decir de su capitán! Aquel hombre parecía haber nacido con tres cojones. O con cuatro. Todos obedecían sus órdenes sin rechistar. Todos veían en su sombra, la sombra de Dios. Era un hombre que había nacido sin duda para llevar aquella vida, para enfrentarse al enemigo sin miedo a morir, y para llevarlos a todos a una nueva victoria. Un hombre que se sentía sobre un buque de guerra como, nunca mejor dicho, pez en el agua, capaz de infundir respeto y temor a pesar de su estado, un guipuzcoano:

Blas de Lezo y Olabarrieta.

Dimas vio enseguida en él a un hombre a quien seguir. A un hombre en quien confiar. Solo tres días más tarde de que estuviera a sus órdenes, le dijo que se encargara de la cocina, o que echara una mano como pudiese, pues el anterior cocinero se había muerto de repente. Dimas, que asistía embelesado todo lo que aquel hombre hacía, aceptó el encargo sin rechistar. Perfecto, se lo ganaría por el estómago. Alguien como él, con maestros tan buenos en su casa; José cocinaba de maravilla y las mujeres no se quedaban atrás, le dejaría extasiado. Y lo hizo. Tanto, que incluso su capitán le pedía, con asiduidad, que se sentara con él, aunque solo fuera unos minutos, y que le hablara de cualquier cosa.

En una de aquellas conversaciones, en las cuales ya mantenían ambos cierta complicidad, Dimas le contó que había tenido un hermano que había nacido siendo el pobre muy poco agraciado, pero que ello no le supuso ningún impedimento para poder ser como los demás. Le contó que cuando de niños jugaban, a pesar de su aspecto, Gestas procuraba siempre que podía mezclarse con todos y ser solo eso: uno más. Y que aunque no siempre lo conseguía, lo seguía haciendo una y otra vez. Gestas no lo intentaba, Gestas lo hacía. Eran, los otros, los que no siempre lo intentaban. Eran los demás los que no siempre estaban a su altura. Cuando Blas le preguntó por qué le contaba aquello, Dimas le contestó:

—Porque me recuerda a él… con esa pata de palo y ese ojo izquierdo cegado para siempre. Y aun así, usted no lo intenta, usted lo hace. Todos estamos con usted, señor.

Blas de Lezo se quedó realmente sorprendido y agradecido, de lo que le había dicho Dimas. Desde aquel día, el temerario capitán no volvió a ver igual al cocinero.

Era cierto, Blas de Lezo tenía la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla, y en su lugar tenía aquello por lo que le denominaban Patapalo. A él nunca le importó que sus valerosos hombres le llamaran así, si luego demostraban que tenían los cojones bien puestos cuando llegase la hora. Ninguno le defraudó, pues a pesar de su estado, la leyenda de Blas, entre ellos, con solo veinticinco años, crecía sin parar.

Había nacido en Pasajes de San Juan, el 3 de febrero de 1689. Siendo de aquel lugar y con antepasados que siempre se habían dedicado a la mar, no era de extrañar que aquella forma de vida le llamase desde bien joven. Comenzó como guardiamarina, con tan solo doce años, al servicio del conde de Toulouse, Luis Alejandro de Borbón, hijo del rey francés ahora aliado de España. En 1704, en la batalla de Vélez–Málaga, se batió el cobre con valentía hasta que una bala de cañón le destrozó la pierna izquierda. Se la amputaron sin anestesia. Alguno de los presentes aseguró que no soltó ni una lágrima. Debido a esto, el mismo Luis XIV le ascendió a alférez de bajel de alto bordo y le comunicaron que su puesto, desde entonces, estaría en la corte de Felipe V como consejero. Rechazó el cargo para seguir en su querida Armada. Recuperado ya de sus heridas, volvió a la mar y patrulló el Mediterráneo, apresando varios barcos, demostrando tanto valor y entrega, así como unas cada vez mayores cualidades para el mando de un buque, que le dejaron llevar los navíos apresados a su pueblo natal.

Continuó la guerra y realizó los cometidos que le ordenaban sus superiores, sin importar quién se encontrara enfrente, ni cuantos fueran. Con un puñado de barcos abasteció Barcelona durante el sitio inglés de 1706. Los burlaba una y otra vez. Ningún inglés pudo comprender cómo aquel hombre era capaz de dejarlos a todos ellos en ridículo. Tiraba fardos de paja por la borda del barco y los prendía fuego una vez se hubiesen humedecido en el agua. Tras las densas humaredas que se producían, Blas pasaba entre los mismos ingleses sin que se dieran cuenta. Poco después, destacado en la fortaleza de Santa Catalina de Tolón, otra vez por culpa de una bala de cañón, sufrió secuelas de por vida: una astilla se le clavó en el ojo izquierdo y, tras reventar, lo perdió para siempre.

Corría el año 1710 cuando, recuperado ya de sus anteriores heridas, prosiguió demostrando su destreza en combate marítimo: diez buques, diez, cayeron bajo su mano en ese tiempo. Uno de ellos, el Stanhope, un buque de nada menos que setenta cañones y comandado por John Combs, llevaba el nombre de Blas de Lezo a las comidillas de palacio de todas las casas reales europeas. ¿Por qué? Porque la escuadra que encabezaba el Stanhope triplicaba en número a la capitaneada por el marino guipuzcoano. Gustaba, el capitán, de usar el método más temido y despiadado conocido para rendir sus presas en la mar: el abordaje.

El abordaje consistía en enfrentarse a cañonazos entre dos barcos hasta que la tripulación de uno de ellos, peligrosamente cerca del otro, lanzaba docenas de garfios con cuerdas hasta el oponente, con el fin de tomarlo desde dentro. Especialmente ingleses, pero también franceses y holandeses, temían con un pavor que rozaba la enajenación mental, sufrir el abordaje de manos de un barco español, pues fueron estos, los españoles, los primeros que comenzaron a llevar a cabo esta práctica, luego tantas veces emulada. Los imitaron por un motivo bien fácil de comprender: escuadras más mermadas de naves podían hacer así sucumbir a cualquiera de ellas, de una flota mayor, de manera rápida, eficaz… y mortal. Si se tomaban las principales, las fuerzas se equiparaban. No valía entonces para nada el número de barcos. Contaban solo los cojones de los hombres de a bordo. Combatían cuerpo a cuerpo en el barco abordado hasta que conseguían su rendición. Las finas, educadas y afeminadas escuadras inglesas y francesas, poco tenían que hacer de ese modo con los rabiosos perros de presa que solían poblar los buques de la Armada española. Estos hombres luchaban con una sola idea en la cabeza: a más cojones, mayor gloria. No era nada raro ver llorar como damiselas a los franceses cuando se veían abordados, ni ver saltar por la borda a los ingleses prefiriendo morir ahogados en la mar que a manos de un español.

Blas de Lezo continuó con su deslumbrante y envidiable carrera en la mar hasta que en 1713, a instancias del almirante Andrés de Pes, lo nombraron capitán de Navío y le asignaron el Campanella. Al mando de este barco, y ya desde hacía meses con Dimas a bordo, dirigió la toma de Barcelona en 1714. En pleno combate, y demostrando una vez más que el valor se demuestra con hechos, mandó acercar demasiado el buque a las defensas de la ciudad. Dimas, que salía de la cocina para unirse a los demás cada vez que había gresca, hizo que el ojo de Blas parpadease perplejo al verle actuar como lo hizo.

A tan solo dos metros de su capitán, Dimas observó cómo un hombre apuntaba desde arriba hacia él, se abalanzó sobre su superior para evitar que acabase muerto de un mosquetazo. Lo consiguió, Blas no murió de aquel disparo, pero a cambio perdió la movilidad de su brazo derecho para el resto de su vida. Cuando lo curaban, tras la batalla, Dimas se personó ante Blas para aportar su saber, ese saber bien aprendido de José.

Al día siguiente, extraída la bala, ambos departieron durante unos minutos a espaldas de los demás:

—Amigo mío…, te debo la vida.

—No diga bobadas, mi capitán. Usted no me debe nada.

—Sí, Dimas, sí… y es una deuda que pienso pagar.

—Y… ¿cómo va a hacerlo…? —Dimas bromeaba con él para que se sintiese mejor—. ¡Si ha quedado usted como un harapo! Ya no es usted un hombre… es mediohombre... je, je je…

—Sí —Blas le sonrió—, cojo, tuerto, manco…, ¡a este paso… voy a parecerme a tu hermano!

Los dos rieron a carcajadas, tras aquel comentario. Luego, serios, se miraron a los ojos… y los dos vieron que nada en el mundo podría hacer que dejaran de sentir jamás un profundo respeto y admiración el uno por el otro.

—Gracias, hermano… —dijo Blas, mientras Dimas asentía las palabras de su capitán.

Desde aquel día, Dimas abandonó la cocina para estar siempre a la vera de Blas, en tierra y en la mar. Los demás hombres comenzaron a ver en él al hombre por el que su capitán mostraba un respeto que les desconcertó. Blas no solía mostrarse, de forma tan abierta, afable y de buen humor en público con cualquiera, y aquel cocinero lo había conseguido.

Con una amistad cada vez más profunda, y tras la toma de Mallorca a bordo del Nuestra Señora del Carmen, toma esta bastante sosa según Blas, pues la ciudad se rindió sin resistencia, Dimas pidió al capitán un permiso. Le pidió que le dejase ir a Francia a terminar unos asuntos que tenía pendientes. Asuntos estos, que tenían que ver con la muerte de su hermano Gestas.

Con gran pesar por su partida, pero contento por haber podido hacerle un pequeño favor, Blas de Lezo dejó marchar a Dimas. Cuando se despidieron, prometieron volver a verse pronto. Se abrazaron, y Dimas volvió a Versalles.

Dimas creyó, durante su ausencia, que el rey se habría olvidado de él, pero lejos de ser así, lo recibió con los brazos abiertos. Su querido amigo había regresado. Durante la primavera de 1715, maltrecho y achacoso por la edad, el rey aceptó de buen agrado los consejos y las sabias decisiones que con respecto a su salud le daba de nuevo aquel muchacho. Mientras le acompañaba en largos paseos, los dos solos, Luis XIV le preguntaba sin cesar por las vivencias que había tenido en España. Dimas le aseguraba que nunca podría agradecerle del todo el haberle enviado a la guerra. Las charlas entre ambos continuaron. Los brebajes, preparados por Dimas, también. Pero llegado el verano, todo se precipitó.

El día 10 de agosto de 1715, tras regresar de una cacería en Marly, Luis XIV sintió que un dolor terrible le comenzaba a incomodar sobremanera en la pierna. Tras reconocerle su médico personal, Fagon, todo quedó en una supuesta ciática. Pero no era tal cosa. Padecía gangrena senil. Se le comenzó a llenar la pierna de manchas negras. Sin importar su enfermedad, el rey siguió con sus asuntos en la corte, y eso que los dolores eran realmente atroces. Quería hacer ver a sus súbditos que si un hombre era una cosa, en su caso el rey de Francia, lo era hasta el final. Todos los lameculos, y los que no lo eran tanto, asistían admirados a su demostración de fortaleza. Bueno… casi todos: el rey pudo proseguir con sus asuntos gracias a los calmantes de Dimas. Solo lo sabían ellos dos.

Aquel mes de agosto fue pasando mientras una idea atormentaba, una y otra vez, la cabeza de Dimas, quien, en su exagerada forma de hacer las cosas como le había enseñado Elías, veía cómo se había aletargado en su cometido de asesinar al rey. En su empeño de hacerlo de la mejor manera posible y sin levantar sospechas, asistía incrédulo a la posibilidad de que la vejez del monarca le arrebatara el motivo por el que había abandonado el Valle del Salcedón. El 21 de agosto por la noche, mientras estaba en su cama y con los ojos cerrados, se hizo una promesa. Mejor dicho, se la hizo a su hermano muerto, mientras recordaba su rostro. Su deforme y bendito rostro:

«Ese malnacido se muere…, pero lo voy a matar yo…, ¡Gestas tienes mi palabra, te lo juro!».

El día del cumpleaños del rey, el 25 de agosto, de poco le sirvió a Luis XIV tener una fortaleza envidiable. Tuvo que pasarlo en la cama. Hacía tres días que el rey se notaba cada vez más cansado y dolorido. Los calmantes de Dimas dieron paso, desde la promesa a su hermano del 21 por la noche, a caldo de ave caliente… y nada más… Al día siguiente, Fagon diagnosticó que la gangrena ya había llegado al hueso. Ninguno de sus médicos sabía qué hacer por él, de modo que el monarca, viendo de manera palpable su fin, se dedicó a dejar zanjados sus asuntos personales, que para él eran los de Francia.

Recibió en la cama a su nieto, Luis XV, y le dio ciertos consejos para poder gobernar, como alejarse cuanto pudiese de hacer la guerra, pues consideraba que era la ruina de los pueblos, y le conminaba a que su reinado fuera un reinado de paz. La corte dio por hecho que se moría cuando se despidió de ellos, pero la muerte parecía no querer acabar de llevárselo, y se volvió a despedir una segunda vez. Lo hizo tres veces de Madame de Maintenon, primero amante y luego austera, devota y servicial esposa. Al día siguiente del retiro de palacio de esta, Dimas fue llamado en presencia del rey.

Era el 29 de agosto. Gestas, desde allá arriba…, seguro que le echó una mano. Dimas pensó que, como cuando él estaba con vida, las cosas importantes siempre era mejor hacerlas juntos.

Habló durante un rato con el monarca y le aseguró que tenía lo que necesitaba. Dimas estaba incluso nervioso, pues podría cumplir su palabra. El rey, que le notó un poco tembloroso, le llegó a decir:

—¡Oh…! Amigo mío…, ¿no te me pondrás también tú a llorar ahora como todos esos de ahí afuera, no? ¡Más falsos ellos que una moneda de barro!

—No, majestad… —le dijo Dimas—. Yo le traigo la solución a sus males… y que llore Francia…, que llore…, pues nunca hubo ni habrá un soberano como vos…, tenga, beba un poco…

—Gracias…

—No me las dé, majestad, no me las dé…

En el caldo de pollo no se notaba el sabor, pero la eriotz-orri hizo bien su trabajo.

Bien caliente, el caldo ayudó a que se sintiera realmente mejor, pero se trató de un espejismo. Al día siguiente, el rey se sumió en un estado comatoso del que ya no se recuperó. El 31 de agosto, ya nadie en la corte esperaba que pudiese llegar a mejorar. Su muerte era cuestión de horas.

El 1 de septiembre de 1715, Luis XIV murió a las ocho y cuarto de la mañana. Dimas esperó a marcharse hasta el traslado de su cuerpo al Salón de Mercurio, donde estuvo expuesto durante ocho días. Mientras colocaban su cuerpo en el salón, le miraba riéndose por dentro mientras pensaba:

«Por ti, hermano…».

Sonreía mientras recordaba las sabias palabras de Luis XIV, palabras que incluso le daban la razón al haberse demorado en el tiempo para matar al monarca:

«La impaciencia por ganar… es lo que nos hace perder…».

Pasados los ocho días, llevaron sus restos a descansar para siempre a Saint-Denis. Dimas no esperó a verlo. Muerto el rey, creyó oportuno largarse de Francia cuanto antes. La sensación que le había proporcionado el matarlo, no era la mejor que digamos, ya que le achacaba acertadamente a él que hubiese podido conocer a Blas, pero saber que con ello había vengado a su hermano le convenció de que había hecho lo correcto.

Durante el tiempo que pasó en Francia, todos aquellos que veía y con los que se tropezaba, durante su estancia, le parecieron poco menos que perros. Odiaba a los franceses como nunca llegó a creer que pudiera llegar a odiar a ningún ser humano, fuere de donde fuere. Ese sentimiento también se instaló en su interior cuando pensaba en los ingleses. Sin embargo, este hecho no le impidió acabar manteniendo una buena relación con un joven francés: Jean Baptiste.

Jean Baptiste era el hijo de un humilde herrero que tenía su fragua muy cerca de donde Dimas se aposentaba, una habitación sin más pretensiones que las de proveer descanso al inquilino, en la que tenía todo lo que necesitaba: una cama, una mesita con una taza, varias velas para ver de noche y un guardarropa bastante descascarillado con un pequeño espejo. Ni siquiera una silla. No precisaba más.

Luis XIV le dijo en más de una ocasión que se quedara cerca de él, pero Dimas prefería su espartana habitación para no olvidarse realmente de su cometido en Francia.

Después de un par de meses allí, pensó que le vendría bien un cuchillo parecido al que tenía Elías, y le encargó tal cometido al vecino herrero. La verdad es que, aun siendo un poco más corto que el cuchillo del fraile, el herrero hizo un trabajo realmente magnífico. Hasta tenía una tira de cuero trenzada en la empuñadura para poder meter la mano por ahí, como el amigo negro de su padre. Mientras el herrero lo hacía, estuvo en la herrería dialogando con Jean Baptiste sobre cosas banales. Una vez finalizado el trabajo, la casualidad…, o más bien aquello que todo hombre busca bajo las faldas de una mujer, hizo que se siguieran viendo.

Coincidieron tres veces en el local de Sophie, una madame de cierta edad, y aún de bastante buen ver, cuando ambos buscaban pasar la noche al calor de una mujer. Había algo que hacía siempre confraternizar a los hombres, aunque no se conocieran: compartir vino, cama y un revolcón con una mujer en el mismo lugar, les hacía mirarse los unos a los otros y asentir de manera cómplice al pasar cerca de cualquiera mientras estaban allí. Se sentían entre iguales. Por ello, durante los meses posteriores, Jean Baptiste y Dimas comenzaron a entablar una relación que ninguno de los dos habría buscado. Hablaban, bebían vino y después cada uno para su casa a dormirla.

Nueve días antes de que Dimas acabara con el rey, tuvo una pequeña conversación con el hijo del herrero, y en ella, Jean Baptiste, le dijo que en dos semanas a lo sumo, partiría en busca de fortuna. Le dijo también que debería de ir con él, que sería algo que le agradaría. El joven francés estaba empezando a sentir aprecio por Dimas y no quería perderle. Le aseguró que España sería el lugar ideal para ir y cubrirse de gloria, pues cualquier francés que se preciara debería defender los intereses del nieto del todavía rey de Francia, Luis XIV. Como Dimas pensaba en marcharse de allí en cuanto matase al rey, le pareció que ir con él no sería del todo mala idea.

Pensó que para llegar a ser como sus padres, debería de saber de otros lugares, de otras gentes y de otras vivencias que poder contar, y que estar sin hacer nada a su edad era tiempo perdido. Quería llegar a ser un hombre con cierta edad, con su propia familia, y poder contarles con orgullo a sus hijos que en el pasado, por muchas dificultades con las que pudiese haber tropezado, había siempre salido victorioso. La incertidumbre de lo que le podía deparar el destino era, para él que la conocía al haber estado en la guerra, un sitio donde poder conseguir aquello. A pesar de que allí se lo pudieran arrebatar todo: no existía la gloria en una lucha, sin esfuerzo y sin riesgos. Pero si la guerra podía librarla lejos de donde era, y podía conocer mundo…, para las expectativas de Dimas era perfecto. Y, en aquella época, ¿dónde se podía encontrar eso y más? Es decir…, ¿dónde poder ir, en aquel entonces, a tratar de hacer fortuna y gloria? En España, en las Indias.

El 2 de septiembre de 1715, Dimas y Jean Baptiste pusieron rumbo a España. Jóvenes y con ganas de conocer mundo, trabajaron haciendo cualquier cosa durante más de un año con el fin de poder tener algo de dinero, hasta que a finales de 1716, decidieron que podrían cumplir su sueño de conocer las Indias. Se enrolaron en el Lanfranco como cocineros, ya que si bien al francés no se le daba del todo mal, a Dimas, gracias a las largas horas en la cocina con José, y a su experiencia pasada en los buques Campanella y Nuestra Señora del Carmen, se le daba de miedo. Aún no le había dicho a Jean Baptiste que había luchado con anterioridad, pero no tardaría en hacerlo.

Fue el destino. Tuvo que serlo: el capitán del Lanfranco, era Blas de Lezo.

La primera noche que pasaron juntos a bordo, Jean Baptiste apenas podía creer lo que veía. Asistía más que incrédulo a las constantes muestras de afecto de Blas hacia Dimas, mientras ambos le contaban sin parar las anteriores hazañas vividas juntos. El muchacho le hizo saber, al que siempre consideraría como su capitán, que lo que en realidad querían, tanto él como su amigo francés, era poder llegar al otro lado del Atlántico. Con una más que buena ración de vino consumida ya, ambos hombres se abrazaron, casi llorando, y decidieron que debían de acostarse, pues a partir del día siguiente tenían que iniciar los preparativos del que sería su siguiente cometido: Dimas había tenido suerte, pues debían de escoltar una flota de galeones hasta La Habana.

A Dimas y a Jean Baptiste les encargaron de aprovisionar los barcos de una ingente cantidad de toneles de sidra, bebida con la cual, desde tiempos inmemoriales, los marinos vascos habían podido acometer sus infernales y eternas travesías hasta Ternua y volver, sin padecer el temido escorbuto. Cuando, unos meses después, todo estuvo listo, partieron, por fin, rumbo a La Española, y de allí, a La Habana.

Cuando llegaron a La Habana, Dimas quería haber seguido con Blas, pero Jean Baptiste le convenció de que se quedaran por aquella zona para poder conocer mejor aquellas gentes y empaparse de sus necesidades, pues estaba convencido de que allí se podía hacer fortuna. Unas aguas tan plagadas de barcos yendo y viniendo, solo podían interpretarse como una oportunidad única de hacer dinero.

De nuevo se despidió Dimas de Blas. De nuevo, lo hicieron prometiéndose que volverían a encontrarse. Dimas supo, un tiempo después, de su capitán que, aún en el lamentable estado que había quedado el Lanfranco, tras su larga travesía, lo hizo llegar hasta Buenos Aires, donde el buque finalmente se negó a seguir surcando los mares, pero no sin antes haber tomado un par de barcos franceses. A Dimas le pareció que Blas de Lezo habría sido capaz de conquistar el mundo él solito, si se le hubiesen dado una docena barcos en condiciones decentes. Con hombres como Blas, no le extrañaba, lo más mínimo, lo que una vez le llegó a contar José: que durante los años que pasaron en la corte, en la época de los tejemanejes entre las potencias extranjeras para repartirse España, el rey Sol había dejado claro que si aquello se llevaba a cabo al fin, sin poder poner a su títere en España, aceptaría solo a cambio de que Guipúzcoa pasase a manos de la corona francesa. El primero de los territorios de aquella tierra, que el monarca francés quería para sí en su totalidad.

—Perdona, hijo, pero —interrumpió Eva—… ¿nos estás diciendo que has estado en las Indias? ¿Que después de estar en la guerra y de acabar con el rey de Francia…, estuviste… estuviste… en las Indias?

—Sí, madre…

José tenía una expresión en la mirada que no denotaba nada. Parecía que le miraba a Dimas hablar sin oírle mientras avanzaba en su relato. Sin embargo, no había perdido detalle. Elías le observaba con media sonrisa en los labios, las mujeres se mostraban un tanto nerviosas.

—Y allí le encontraste a él.

Gabriel y Dimas miraban a José asintiendo.

—¿Cómo lo ha sabido, padre…? —Gabriel estaba perplejo.

—Porque a ambos se os notan todavía los agujeros de los pendientes.

Gabriel y Dimas se miraron. Se sonrieron.

—No se le puede ocultar nada…, padre, es usted posiblemente el hombre más observador que conozco.

—Verás, Gabriel…, marchasteis por separado y volvéis juntos. El relato de Gabriel deja en el aire lo que haya podido hacer los últimos años… y está claro que en algún momento os encontrasteis. Si unimos los agujeros recientes en la ternilla de vuestras orejas… a que acabas de decirnos que estuviste en las Indias… Solo me queda preguntaros a cuántos hombres habéis matado.

Elías se acercó divertido su vaso de vino a la boca. Dimas y Gabriel miraban a José perplejos. El fraile volvió a hablar:

—Si bien en esta familia, dadas las circunstancias, no pueda aplicarse con exactitud…, existe un dicho bastante antiguo que asegura que no debes de tratar de enseñar a tu padre a tener hijos… y, para que no haya dudas…, quiero haceros saber que Elías también se ha dado cuenta.

Todos miraron a Elías que hacía como que no sabía de lo que estaban hablando, hasta que no pudo más y comenzó a sonreír.

—Irene, por favor, ¿nos puedes traer… un poco más de vino…?

—Sí.

En cuanto Irene volvió con el vino y sirvió a todos, la voz de José fue la que se dejó oír de nuevo. Lo hizo mirándolos, de forma alternativa, a los ojos, y bastante serio:

—Adelante, podéis continuar los dos… y, por favor, tratad de convencernos a todos de que hicisteis lo correcto…, de que la piratería solo fue una parte… ya pasada, de vuestras vidas.

Las mujeres abrieron los ojos como platos y miraron alternativamente a los frailes y a Dimas y Gabriel. Fue este último el que, tras un sorbo de vino, miró a Dimas para decirle con la mirada que iba a hablar él.