Capítulo IX
Cuando los dos frailes llegaron a San Lorenzo, José se encargó de recoger lo que habían necesitado para enterrar a Ángela y lo guardó. Metió el carro en el granero, donde solo entraba hasta la mitad, por lo reducido de su tamaño, y atendió un poco a los burros.
Elías entró a hacerse cargo de los niños y les llevó cerca del fuego, para limpiarles un poco y darles de comer. Extendió una manta de lana, como solía hacer, y se dispuso a desnudarles para cambiarles los trapitos que cubrían el culito y sus genitales. Cuando tuvo desnudo a David, Gonzalo aún dormía, entró José en la estancia y le ayudó. Una media hora más tarde, los bebés volvían a estar con la tripa llena y durmiendo plácidamente. Elías los dejó bien tapaditos con las ropas que les había tejido, junto al fuego y sobre la manta de lana. Había puesto la cesta sobre la mesa, y José le dijo que ahora sería un buen momento para rebuscar entre los trapitos y guardar los ahorros de Ángela, antes de que los demás frailes entraran.
Elías soltó cuatro nudos que había cerca de la base y sacó todos los trapos del fondo de la cesta. Se acercó al fuego, junto con los niños y José, y sujetando con las manos dos de las esquinas, sacudió un poco los trapos entre los dos bebés, sobre la manta de lana: el crucifijo de oro, que llevaba allí desde hacía varios días, cayó al suelo, en medio de los dos niños. Lo hizo exactamente entre los cuerpecitos de los dos bebés, y perfectamente recto y alineado entre ambos. No hizo ruido. La manta de lana amortiguó el golpe del metal contra la piedra del suelo. A Elías casi le da un síncope. José, se quedó con la boca abierta y los ojos como platos. Se miraron.
—¡Oh…, Dios mío!… ¡Elías…, es… es…! ¡Oh, Dios!…, pero ¡¿cómo es posible…?!
A Elías nunca le ocultaba nada, de modo que sabía perfectamente todo lo sucedido días antes del «milagro de San Lorenzo». Los dos lo sabían, y los dos pensaron a la vez que solo había una forma de que el crucifijo hubiese vuelto a casa: Urbana. Y no porque ella quisiera, sino porque las circunstancias así lo habían dispuesto.
¡Qué caprichos tenía el destino!
José lo utilizó para asegurarse de que Urbana le ayudaría con Francisco, y esta, en lugar de empeñarlo en el momento, y sacar provecho de él, lo había reservado todo ese tiempo…, pero ¿por qué? Y ¿por qué, de entre todas las utilidades que le podría haber dado, se lo había regalado a Ángela? ¿Por qué se lo habría dado… o no? ¿Robado? No. Definitivamente, no. Ángela fue una mujer que cometió muchos y variados errores a lo largo de su corta vida, pero no era una mala mujer. Y no les pareció a ninguno que fuese una ladrona. Si lo era…, les había engatusado a base de bien, y a ellos no se les engañaba con facilidad. No. O se lo había regalado, o se lo había cambiado por algo. Algo muy valioso, por supuesto, pero ¿el qué? ¿Qué podría ser aquello por lo que Urbana, una mujer que poseía la capacidad de casi autoabastecerse de todo lo que necesitase, fuera capaz de dar ese crucifijo a cambio? No por el crucifijo en sí, por supuesto…, pero era de oro…, ¡de oro, por Dios!
José tenía la cabeza a punto de estallar. Le comenzó a doler un poco. Una y otra vez le daba vueltas al asunto y no era capaz de sacar nada en concreto… ¿Nada? Bueno, algo sí. Tendría una conversación con Urbana, más pronto que tarde. Aquello había que solucionarlo como fuera. Comenzó a hablar. Elías asistía a sus palabras, sin dejar de mirar el crucifijo. Aún no lo habían tocado ninguno de los dos.
—Vamos a ver, Elías, esto… me parece que nos está sobrepasando por momentos. —Este asintió, José prosiguió—: Tenemos el crucifijo de San Lorenzo aquí, y nos ha llegado de nuevo, gracias a Dios, junto con una muchacha moribunda y sus hijos recién nacidos.
Hizo una pausa. Necesitaba ordenar un poco su cabeza. Tras la misma, comenzó a hablar con Elías:
—Sabemos… sabemos que lo utilicé para tratar de obtener la ayuda de Urbana por el bien de Francisco. Sabemos que Urbana aceptó y se quedó con la cruz. Y sabemos también, por lo que me contó Ángela antes de morir, que estuvo hace unos días en casa de Urbana. Se lo tuvo que dar allí…, aunque…, bueno…, pudo habérselo dado también en otro momento, el caso es que se lo dio. Pero… ¿por qué?
El pobre Elías también trataba de pensar, pero se veía colapsado. De pronto, una fugaz idea pasó por su mente y se levantó a escribir algo. José esperó impaciente a que terminara. Lo leyó:
Tenemos tres muertes en apenas unos días y a dos niños que podrían sufrir la misma suerte. De alguna manera, Urbana, el padre de los niños y el crucifijo, están relacionados.
—Sí, pero ¿cómo?... —A José no le cuadraba nada—. Un momento… un momento. —José comenzó a estrujarse la cabeza, proceso lento y que le solía causar cierto malestar—. Si nos centramos en lo que sabemos…, es decir, que el padre de los niños es el causante de esas muertes, y que si tuviese la ocasión, acabaría con ellos a la menor oportunidad, ¿no?
Elías asintió. Cerró los puños con fuerza y endureció la mandíbula mientras miraba a su amigo a los ojos. José le entendió enseguida.
—Lo sé, Elías, lo sé… Yo también haré lo imposible para que los niños no acaben con su madre, pero hay algo en todo esto que no me acaba de quedar lo suficientemente claro. —La cabeza de José seguía su lento proceso de encajar los datos de los que disponían—. Hoy, Urbana, se acercó a la tumba de Ángela y preguntó por los niños. La vi más preocupada por ellos que por la pobre madre…, espera… espera, un momento… Tal vez, creo que..., tal vez… fuera posible que, como le conoce, a su padre me refiero, y sabe de lo que es capaz, le diese el crucifijo a Ángela para que lo utilizase para irse de aquí. No es algo tan descabellado, ¿no te parece, Elías? Pero ¿por qué? ¿Por qué lo haría? ¿Por qué por una cualquiera y sus hijos?
Elías volvió a escribir:
Recuerda que seguimos sin saber quién es el padre. Saber quién es, resolverá todo este caos. Y me temo… que no es un cualquiera.
Una vez más, Elías y su sensatez, tenían razón.
El padre de los bebés.
Había matado. Si pudiese, volvería a hacerlo. Urbana lo sabía, y también sabía que para poder escapar de alguien que hacía algo así, no era suficiente con intentarlo. Sin embargo, Ángela, con el crucifijo, podría haber sacado un buen dinero y haber desaparecido para siempre con los niños. Un hombre que podía llegar a permitirse pagar por información —recordó lo que dijo Urbana sobre Felisa—… y pagar a unos hombres para que hiciesen el trabajo sucio —recordó también lo que dijo sobre Ana—, no podía ser, como muy bien había deducido Elías, un cualquiera. El padre de los niños tenía que ser, a la fuerza, alguien importante, o en su defecto, pertenecer a una familia importante. Tenía dinero, y claro, si era un personaje de cierto renombre social…, Ángela, los bebés…
—Ese hombre, sea quien sea, quiere deshacerse de sus hijos. No quiere bastardos. Su posición o su familia se lo impiden. Es alguien poderoso, o al menos, de cierto renombre. Debemos ser cautos y averiguar quién es…, y bajo ningún concepto debe saber que los niños están aquí.
Elías sonrió. Asintió a su amigo.
—Aun así, creo que en cuanto pueda, debería de ir a hablar con Urbana. Estoy seguro: no solo sabe quién es el padre, sino que se ha implicado en todo esto por algo. El crucifijo es de oro, Elías…, ¡de oro!... No se le da algo así a una pobre muchacha para que salve la vida de sus hijos. No, si no esperas conseguir algo a cambio.
De nuevo, Elías estuvo de acuerdo con José. Escribió otra nota:
Hay algo que aún debemos de solventar, antes que eso. El crucifijo y cómo ha llegado aquí. No podemos esconderlo. Los demás hermanos tienen tanto derecho o más que nosotros a sentirse dichosos y orgullosos de poder volver a disfrutar de la reliquia de San Lorenzo.
—Tienes razón, Elías…, como siempre. ¿Qué haremos?
Los dos frailes miraban el crucifijo de oro.
Era uno de los objetos de la Iglesia que el papa Sixto II había entregado al santo antes de su muerte, junto al mismísimo Santo Grial, según la leyenda, para tratar de evitar que cayeran en manos del emperador Valeriano. Ni Sixto II ni Lorenzo evitaron caer bajo el yugo romano, pero antes de perecer, Lorenzo envió todas las reliquias fuera de Roma. Precelio, amigo de Lorenzo e hispano al igual que él, se encargó de ponerlas a salvo en Osca, bajo el cuidado de los familiares de Lorenzo, junto con unos documentos. En ellos se detallaban todos y cada uno de los objetos trasladados. No en vano, Lorenzo fue uno de los primeros tesoreros de la Iglesia.
Siglos después, en el año 711, y tras haberse perdido todo tipo de información referente a las reliquias puestas a salvo, el obispo Acilso, ante el avance musulmán por la península, se encargó de proteger cuantos objetos pudo llevarse consigo a los Pirineos. De nuevo, durante siglos, se perdió la pista de varias de las reliquias. Una de ellas, en concreto, el crucifijo, llegó a manos de un fraile en el siglo XIV. Este fraile, oriundo del Valle del Salcedón, y con la reliquia en su poder, convenció a los habitantes de la zona para realizar unas obras de restauración en el viejo edificio, donde ahora se levantaba San Lorenzo, con el fin de salvaguardar el crucifijo y la devoción al santo. El resultado fue un lugar de oración y recogimiento, perdido en el monte, donde se veneraban al mártir y su reliquia.
Elías miraba a los bebés. Miraba las ropitas que les había hecho y las letras bordadas en ellas. Miraba el crucifijo entre ambos niños y miraba las letras. Miraba las letras bordadas, y miraba la cruz. Miraba la cruz, y miraba las letras bordadas…
La cruz…
Las letras bordadas…
Abrió los ojos muchísimo. Un par de segundos después, sonrió abiertamente. José le miró.
Elías había encontrado la solución.
Casi se cae al suelo tratando de acercarse, lo más rápido que pudo, a escribir. Al terminar, le entregó la nota a José. En ella solo había escrito una «D» y una «G». En mayúsculas. Entre ellas dibujó una cruz.
—Elías…, no entiendo…
Elías volvió a coger el papel y, sobre las letras «D» y «G», dibujó unas cruces más pequeñas que la que ya estaba dibujada. Se lo volvió a dar a José. Este tardó unos segundos, pero, poco a poco, comenzó a sonreír. Cada vez sonreía más y más ampliamente. Levantó el papel, enseñándoselo a Elías mientras le agarraba del hombro.
—¡Elías…, eres un genio!... —Elías asentía con cara de circunstancias mientras se encogía de hombros con las palmas de las manos hacia arriba—. Rápido… ¡Ve a llamar a Francisco!..., ¡y a los demás! ¡Que vengan todos!... Nadie, aparte de ti y de mí, sabe cómo se llaman…, ¿no?
Elías negó con la cabeza, sonriendo.
—¡Corre… corre!
Apenas dos minutos después, estaban todos reunidos junto a los bebés. Con uno de los trapitos de la cesta, José había tapado el crucifijo, de modo que todos miraban dormir a los niños, y observaban a José y a Elías esperando una explicación del porqué de tanta excitación de Elías. Francisco rompió el silencio:
—Bien, hermanos, estamos todos. ¿Qué es eso que tanto parece que os ha… perturbado?
José comenzó a hablar. Las palabras surgían de su boca sin ni siquiera haberlas pensado con anterioridad:
—Queridos hermanos…, hoy es un día grande. Mejor dicho, el día que traje a Ángela aquí, fue un día grande.
Los frailes se miraban sin comprender, e incluso miraban de reojo a Elías. Este, solo sonreía. José prosiguió:
—Decidme, hermanos, ¿cuántas veces hemos leído los Santos Evangelios y hemos sido copartícipes, gracias a la lectura, de los innumerables milagros que la santa madre Iglesia ha obrado en el pasado?..., ¿cuántas veces no habríais querido poder formar parte del gozo que supondría vivir un milagro entre nosotros? —Miró a los niños—. Sí, sé lo que estáis pensando ahora, lo sé de sobra…
Francisco le dijo:
—Sabemos lo que es vivir un milagro, José. Recuerda cuando el santo vino a salvarme y se cobró su precio, justo por otra parte… Lo que intento decirte es… que, bueno…, ya hemos vivido, todos los aquí presentes, un milagro con anterioridad, pero no creo que dos niños supongan un milagro.
Menos José, Elías y el propio Francisco, los demás asintieron a las palabras de su superior. Era cierto. Todos los allí presentes morirían siendo afortunados, o eso pensaban ellos, debido a los hechos pasados: el «milagro de San Lorenzo».
—Padre, no sabe lo que dice… Estos niños vinieron aquí recién nacidos, junto a su madre moribunda. El solo hecho de verles ahora vivos, es ya un milagro. El solo hecho de que nacieran, ya es un milagro en sí mismo. Pero el milagro real…, es que hayan llegado aquí, con nosotros.
—Recogerlos, junto con su madre en los soportales de Santa María, y subirlos aquí, no me parece ningún milagro, ¿dónde diantres queréis llegar a parar? —replicó Francisco, un tanto confuso.
—Quiero decirle, padre, que debemos de quedarnos con los niños. Que debemos cuidarlos para que no sufran ahí fuera…, creo que debemos de recapacitar y perdonar las posibles faltas que cometió su madre, y hacernos cargo de ellos como buenos cristianos. Podemos hacerlo padre. Podemos y debemos.
—¡Creo que ya he dejado bastante clara mi posición! ¡Estarán aquí un tiempo y luego se deberán marchar! —Francisco había levantado un poco la voz.
—Perdonemos, padre. Perdonemos a quienes nos hacen daño. Perdonemos a quienes nos ofenden, sea de la manera que sea. Perdonemos y recapacitemos. Es Jesús quien nos quiso transmitir esto. Es Jesús quien mejor predicó toda su vida este pensamiento…, fue él quien, incluso a punto de morir…, perdonó.
Francisco estaba hecho un mar de dudas. ¿Perdonar?
—Hermano…, ¿que perdone?... ¿Que perdone… qué? No les deseo ningún mal a los niños, Dios me libre, solo quiero…
—No me está entendiendo, padre… —José interrumpió a su superior—. Le estoy diciendo… que le perdono.
—¡¿Qué?!
Ahora sí que Francisco no entendía nada. Quiso protestar algo, pero se le adelantó José:
—Le digo… que le perdono. Le perdono por la decisión que tomó con respecto a los niños, y le pido que recapacite… y deje que los bebés se queden aquí con nosotros el tiempo que sea necesario.
Se acercó a su superior, le agarró del hombro, y le instó levemente a que se acercara más a los niños mientras le seguía hablando. Los frailes atendían toda la conversación bajo un silencio sepulcral.
—Si yo le perdono, padre, ¿por qué usted no les va a poder perdonar…? ¿Por qué usted no va a ser consecuente con la situación… y les permite que se queden? —Llegaron ambos junto a los pies de los bebés.
—Mira, hijo…
—Perdonemos, padre…, haga un milagro, padre, ¡sea como Jesús!... —José descubrió el crucifijo de oro—. ¡Acepte a Dimas y Gestas!
Petrificado.
Así quedó Francisco: petrificado. La visión de la reliquia perdida hizo que le flaqueasen las piernas, y cayó de rodillas, golpeando sus doloridas rótulas. Los demás frailes no salían de su asombro, al acercarse y observar el crucifijo. Proferían distintas exclamaciones al cielo mientras se santiguaban. Se arrodillaron detrás de Francisco. Con el pequeño alboroto que allí se formó, los niños comenzaron a revolverse un poco, pero, por fortuna, no llegaron a desvelarse. Los frailes bajaron de forma considerable su tono de voz, ante el posible despertar de los bebés, instados por Elías, que trataba de apaciguarlos con cariño, mientras José puso su mano de nuevo sobre el hombro de Francisco, y pronunció en voz baja:
—Dígame, padre, díganme, hermanos… —Miró a los demás—. ¿No es un milagro?
Francisco miraba a los niños. Los demás, también.
D y G. Y una cruz en medio.
Y no se trataba de una cruz cualquiera: era su cruz. Su reliquia. El crucifijo de San Lorenzo. Francisco comenzó a llorar y se giró hasta encontrar la mirada de José. Habló en voz baja:
—Hijo…, pero ¿cómo es posible?
—No lo sé, padre, pero… aunque así fuera, ¿importaría algo?
Francisco negó con la cabeza. En ese momento, se encontraba tan lleno de dicha, que lo único realmente importante era que aquella pequeña y humilde congregación, había recuperado la piedra angular para la que incluso aquel edificio se había levantado. Miraba a los niños. Volvió a mirar las letras bordadas de sus ropas: D y G. Las señaló alternativamente, miró a José, y le habló de nuevo:
—Pero… ¿es posible?... ¿De verdad… se llaman…?
—Son Dimas y Gestas: los hijos de Ángela. Aquellos fueron ladrones; estos, los hijos de una ramera.
Francisco suspiró. José se arrodilló frente a él y le agarró sus manos con las suyas. El superior las tenía entrelazadas desde que se había desplomado de rodillas.
—¿Los acepta, padre?
El superior asintió mientras le bajaba una lágrima por la mejilla derecha, y agachaba la cabeza.
Los niños despertaron, no lloraban; casi podría decirse que sonreían. Hasta a Elías, muy gratamente, le sorprendió. José terminó:
—¿Es… o no es un milagro, padre…?
Francisco no podía hablar. Asintió. Hasta le pareció ver un leve rayo de sol que entraba por la ventana. Se incorporó, se limpió la cara con la manga del hábito, y observó a su minúscula congregación arrodillada a sus pies. Le miraban…, llorando. Se agachó y recogió con delicadeza el crucifijo del suelo. Lo besó y lo mostró a los demás hermanos, que si bien ya lo habían visto, ahora podían contemplarlo mejor. Se acercó a Remigio:
—Hermano, saque el vino…, esto hay que celebrarlo.