Capítulo XLIX
Elías había depositado una nota bajo una piedra. Lo hacía siempre que subía allí: cogía la anterior nota y dejaba una nueva. José jamás le preguntó qué le decía a Gestas en aquellas notas. Era su forma de poder dirigirse a él, como había hecho siempre.
Se levantó un poco de viento. No era frío, pero dejaba cierto ambiente a humedad. Llovería esa noche o, a lo sumo, al día siguiente. El día que murió Gestas, también llovía.
José se sentó sobre unas hojas secas y siguió recordando, como lo había hecho frente a la tumba de Remigio.
José se había pasado varios años tratando de descifrar lo que la famosa cuarteta del cantero tenía escondido. Unas semanas después de la muerte de Remigio, se tomó unos días para él; quiso echar un vistazo en profundidad a los documentos de Santa María. Lo único que se quedó para sí, tras ese tiempo, fue el libro del cantero. El resto lo llevó a la iglesia y se lo dio al cura. Exceptuando unas notas sobre ciertas cuentas de la iglesia y varias cartas antiguas del obispado, todas ellas manchadas de sangre seca, el resto estaba en buen estado. De modo, que quemó los papeles manchados y ató con cordeles los demás. Aquellos fajos de documentos pertenecían a Santa María y a nadie más.
José se inventó una historia para que el cura no hiciese preguntas. Le contó que un sacristán que desapareció, se había llevado los documentos y que un fraile de Toledo se los había enviado a él cuando los encontró. Le aseguró que como había conocido a aquel fraile en la corte y le dijo de dónde era, pues el hombre se los había enviado a José en cuanto supo que todos aquellos papeles pertenecían a una iglesia de donde provenía él. Al cura le pareció convincente, pues sabía que el anterior sacristán había desaparecido sin rastro, y que se decía que tenía familia en Toledo. No hizo ninguna pregunta. Es más, se mostró muy agradecido a José. No era para menos.
Una vez ya solucionado el tema de los documentos, quedaba la cuarteta.
José estudió aquellas palabras sin desmayo. Más aun después de saber que era la única centuria no publicada de Nostradamus. Todo lo referente a la cuarteta y cómo llegó a Santa María, estaba escrito en el libro.
El cantero, un tal Alfredo, había sido bastante concienzudo anotándolo todo. Incluso estaba allí mismo la cuarteta, dentro del libro, pues Remigio fue un día hasta la Portada del Sol, y de un golpe con una barra de hierro, hizo añicos la piedra pulverizada que cubría la esfera de latón y se llevó la misma hasta San Lorenzo. Allí arriba la abrió y sacó un papel. Lo que en él ponía era lo que ahora a José le hacía estudiar y leer libros sobre ocultismo, imitando al cantero muerto, y sobre temas de lo más variado, durante horas:
En milenaria tierra de orgullo y credo,
agradecido al nuevo nombre,
La Estaca morará con El Dragón,
sobre un palacio: señor sobre señor.
José se pasaba jornadas interminables leyendo Les Prophéties. También leía y estudiaba todo aquello que encontrara que pudiese arrojar un poco de luz, pues Nostradamus tenía una fama bien merecida. Eso, siempre a ojos de los demás, pero a los de José se estaba convirtiendo en un desequilibrado mental que escribió lo que le vino en gana y que la gente interpretaba según viniesen los acontecimientos. Cuanto más sabía sobre él, más se convencía de esa idea.
Sin embargo, tras mucho estudiar y meditar la cuarteta y compararla con las demás, José, sí que llegó a sacar algo en claro, pero sin que le quitara el sueño, pues no estaba seguro de si lo que había averiguado no era más que una interpretación, como tantas otras que se la podrían haber dado.
Si la cuarteta era una de las tres centurias que Nostradamus escribió sobre España, sin duda, la primera frase tenía que referirse a una zona determinada del país. El problema era que el Imperio, en el siglo XVI, era, sencillamente, enorme: el más grande que el mundo vio jamás.
O…, ¿se referiría, en las centurias, a sucesos que podrían ocurrir solo en la vieja madre patria… y no en el resto del Imperio? Si esto fuera así, sin ninguna duda para él, su tierra ganaba de manera aplastante.
Cualquier zona de España, de norte a sur y de este a oeste, podía considerarse, sin temor a equivocarse, como milenaria, pero si esa palabra se refería a la forma de ser de las gentes de allí, y no a la longevidad de la zona en cuestión, «milenaria tierra de orgullo y credo», tenía que referirse, por fuerza, a su tierra: nadie en todo el Imperio era más orgulloso ni tan creyente como los nacidos allí. Y cabezotas: él mismo lo era. Fuese a Dios o a Mari, el culto divino era algo que había acompañado a los habitantes de aquel lugar desde siempre. Y el orgullo de pertenecer a aquella tierra, también. De modo que la primera frase haría referencia a su tierra.
Pero…, también podría referirse a cualquier otra zona de España… o del Imperio. Tal vez no con cualidades tan marcadas…, en fin…
La segunda parte, «agradecido al nuevo nombre», le hizo cavilar también bastante.
Sin duda, fuera lo que fuera lo que la cuarteta quería decir, pasase lo que pasase, tendría la forma de… agradecer algo. Agradecer un suceso, seguro, pues las cuartetas, supuestamente, adivinaban sucesos. Pero lo siguiente…, ¿«al nuevo nombre»?... ¿Qué sería lo que quería decir con aquello? ¿El nacimiento de alguien? ¿Un converso que se cambiara de nombre al adoptar el cristianismo… u otra fe? ¿El nombramiento de alguien? ¿El nombramiento de algo, como dar un nuevo nombre a una plaza o calle de alguna ciudad? José llegó a pensar, con esta parte, que la cabeza le iba a estallar de verdad. No le acababa de encontrar el sentido por ningún lado. Solo sacó en claro que se agradecería un suceso y que algo sería nombrado o renombrado, nada más.
Bueno…, algo era, al menos.
Una vez llegado a este punto, quiso agrupar en una sola idea las partes que acababa de… ¿descifrar?
Ya… intuía, que no corroboraba, que lo que fuese sería una muestra de… ¿agradecimiento…? ¿A algo… recientemente nombrado... y que pasaría en… Vizcaya? No era descabellado pensarlo, ya que Nostradamus le dio la cuarteta a Alfredo a sabiendas de que había nacido allí.
Tercera parte: «La Estaca morará con El Dragón».
Aquí, lo que estaba claro era que el uno viviría con el otro. Bien, algo transparente nada más empezar…, pero el resto le tuvo ensimismado mucho tiempo también. Se llegó a descubrir a sí mismo permutando las palabras y tratando de sacar algo en claro con ello. No le condujo a nada hasta que, un buen día, cayó en la cuenta de que el comienzo y el final de la tercera parte se referían a nombres. No podía ser de otra forma: si comenzaban con mayúsculas tenían que ser nombres…, pero ¿y si no era así? ¿Se referiría realmente a personas? ¿Y si se refería a lugares y no a personas? ¿Y si eran lugares más importantes para los sucesos que desvelaría el enigma que su tierra? Pues las referencias a esta, en la primera parte de la nota, habían sido en minúscula. ¿Y si en la primera parte de la cuarteta no se refería a Vizcaya? ¿Y si solo era un juego de palabras donde un palo y un lagarto con alas tenían algo que ver? ¿Un palo… y un lagarto... con alas?... Por más que volvía a esta parte una y otra vez, no lo entendía.
Cuarta parte: «sobre un palacio: señor sobre señor».
¿La casa donde vivirían los dos… hombres... de la tercera parte…? ¿Sería un palacio? ¿Los dos juntos?... ¿El uno encima del otro?... Aquí, incluso sonrió acordándose de lo que le dijo Tomás sobre Matías y Eduardo. No, el asunto no creía que fuera por ahí…; vuelta a empezar…
¿Dos señores en un palacio viviendo juntos?... Bueno, al menos tenía algo más de sentido, pero no mucho, ya que eran dos hombres. Si vivían juntos…, ¿no había ninguna mujer? Es más…, ¿no había ninguna mujer en toda la cuarteta? Por lo visto, no. O se había equivocado desde el principio… y nada de lo que creía tener en claro, lo tenía realmente.
Vamos a ver… resumiendo…
¿Alguien se sentía agradecido en Vizcaya por un nombramiento y porque dos señores vivían juntos en un palacio, el uno sobre el otro, y tenían un palo y un… dragón? ¿O eran dos mujeres?
¡Bufff…!
Pensó que desvelar el enigma de la cuarteta, era lo mismo que limpiarse el culo con la rueda de un carro: nunca acababas.
Metió la cuarteta dentro del libro, y el libro en un cajón. Le dolía la cabeza. ¡Bien! ¡Por fin algo que entendía!
Durante años volvió a retomar el enigma de la cuarteta, pero con idénticos resultados… o peores. Meses enteros se olvidaba de ella hasta que de casualidad veía el libro, y se enfrascaba de nuevo en su estudio.
Todo cambió, casi tres años y medio después. Un buen día, sin más, se comenzó a levantar el palacio del señor de Ametzaga. Ni a José ni a Elías les hacía ninguna gracia aquel hombre, a pesar de que era de sobra conocida su fama como soldado del Tercio: era el tío carnal de Dimas y Gestas.
Baltasar Hurtado de Ametzaga y Unzaga, el señor de Ametzaga, había dado la orden de comenzar la edificación de un magnífico palacio en los terrenos de su propiedad, en una colina sobre Aranguti. Baltasar, al igual que sus hermanos, se distinguió como soldado siendo más que loables los logros que consiguió como tal. Y los cojones que demostró, también.
Nació en Bilbao, el diez de junio de 1657, y con solo quince años, en 1672, comenzó su andadura en el ejército. El dieciséis de julio de 1677 comenzó a servir en Flandes. Tenía veinte años. En 1681 fue nombrado alférez de la compañía y regimiento de caballería alemana del príncipe Charles-Henry de Lorraine, luego príncipe de Vaudémont. Allí, en 1686, fue ascendido a capitán. Luchó contra las tropas de Luis XIV, dejando claras muestras de su coraje en Hungría, El Banato y en la batalla del monte Harsen, cerca de Mohacs, el doce de julio de 1687: la batalla que puso punto y final a la expansión turca en Europa. De regreso a Flandes con su regimiento, sirvió en Namur y Charleroi y en las batallas de Steenkerk, el tres de agosto de 1692, y Landen, el veintinueve de julio de 1693, también llamada la de Neerweinden, en la que un mosquetazo le atravesó el costado de parte a parte.
A partir de 1692, en los Tercios de Flandes y dado su valor, le fue concedido el rango de capitán de corazas. Solía mostrar con orgullo las viejas heridas sufridas en las batallas anteriormente citadas, así como en las de Saint Denis y en la conquista de Belgrado en 1688. En 1696 se ofreció voluntario para ir de nuevo a Hungría, y el once de septiembre de 1697, luchó en la batalla de Zenta. El tres de diciembre de 1697 pasó al Estado de Milán, donde sirvió como capitán de la compañía de lanzas de la guardia del príncipe Vaudémont, gobernador y capitán general de Lombardía. El siete de junio de 1701 le nombraron maestre de campo del Tercio de Lisboa, promovido por Diego de la Concha, gobernador de Finale. Tras la muerte de Diego, y como recompensa por sus anteriores actos valerosos en el campo de batalla, le otorgaron el cargo de gobernador de Finale, el uno de febrero de 1703. El treinta de octubre de 1706, le nombraron mariscal. Baltasar, tras el tratado del príncipe de Vaudémont con Eugenio de Saboya, el trece de marzo de 1707, hubo de evacuar Finale a regañadientes, al igual que ocurrió con las demás plazas del Milanesado, tras la retirada francesa como resultado de su derrota en Turín el año anterior. Tuvo que ser precisamente en Finale, donde, el dos de abril de 1707, embarcaron las últimas tropas reales, rumbo a España, dando por cerrada así la dominación española en Lombardía. Dominación que, curiosamente, de 1535 a 1707, había coincidido prácticamente con la época de los Tercios, de 1531 hasta 1704.
Un año después, y como gobernador de Málaga, recibió en la ciudad andaluza el título de marqués de Riscal de Alegre y el de comendador de Almendralejo, en la Orden de los Caballeros de Santiago. Aquel día, en cuestión, fue el veintisiete de abril de 1708. Años después, José pensaba que aquel día fue el más negro de la historia del Valle del Salcedón. ¿Por qué pensaba esto? Por lo que aquel día ocurrió…
Baltasar, enormemente agradecido a Felipe V, quien le había concedido el marquesado, título nuevo, además, pues no existía con anterioridad, invitó al Borbón a conocer su lugar de origen. Mandó construir, entonces, un palacio digno de recibir a tan insigne huésped, en los terrenos de su propiedad, que poseía en Güeñes, en la colina situada encima de la vivienda del señor del valle. Para las obras, contrató al guipuzcoano Martín de Zaldúa, quien en 1709 se dejó ver por el valle para comprobar el desarrollo de la construcción. En 1714, el palacio, imponente, se elevaba al cielo, cosido por el andamiaje de arriba abajo.
Fue en este año, cuando se solucionó el problema de la cuarteta.
En 1714, José recibió la visita de un benedictino francés que se presentó como Agustín. Estaba estudiando el culto y las creencias que los buenos cristianos profesan. José le recibió encantado, ya que había leído un libro suyo en el cual hacía un estudio personal sobre la Biblia y su interpretación, y que formaba parte de un trabajo con varios volúmenes más. Pero Agustín no había ido hasta allí por sus trabajos sobre la Biblia, sino por su personal recopilación de creencias en algo más que en Dios. Cuando José le dijo que no sabía de qué estaba hablando (en realidad lo supo en cuanto le sacó el tema), desvió la conversación de supuestas brujas a los servicios prestados en la guerra: Agustín, queriendo ganárselos de entrada y a sabiendas de que habían sido soldados del Tercio, les había dicho a él y a Elías que de joven fue corneta. Le invitaron a que siguiera hablándoles de aquello:
—Yo era muy joven. Serví en Hungría. Y las cosas que presencié allí, me han llevado más veces a aquel lugar.
—¿Y qué cosas son esas, Agustín?... ¿Brujas que comen niños… como las que has venido a buscar aquí? ¿O algún otro mal?
Sin saberlo siquiera, José había dado en el clavo.
—No… no son brujas…, son… son algo peor.
—¿Peor que viejas malvadas que copulan con Satán? —Elías tuvo que taparse la boca con disimulo para que el benedictino no le viese reír.
—Ojalá…, son… los revinientes.
—¿Qué? —Ni José ni Elías habían oído antes esa palabra. No conocían de su existencia.
—Les contaré…, compartiré con los dos mis propias experiencias con estos seres…
Agustín les dijo que él había estado con asiduidad en Hungría desde sus años de soldado y que, curioso y culto, como se consideraba, no hubiese creído las historias que allí le contaron…, si no fuera por lo que él mismo había… visto.
Les aseguró que estos seres, los revinientes, causaban una enfermedad en la gente, enfermedad que les hacía perder el apetito, adelgazando de manera lógica con ello, y quedando demacrados y pálidos hasta que se morían. Ni síntomas, ni fiebre, pero se morían. Perecían como mucho en dos semanas. El vulgo comentaba, por aquellos lares, que todo ello era consecuencia de un… resucitado, que les asaltaba y… les chupaba… la sangre.
En este punto, José y Elías se miraron y pensaron a la vez:
«Pero ¿qué cojones dice este hombre?».
Agustín, haciendo caso omiso de sus caras, prosiguió contándoles que los afectados de este mal creían ver un espectro blanco, que les seguía como si fuera una sombra.
Un día, en el acuartelamiento, en Temeswar, dos soldados, de la compañía de la cual formaba parte, murieron de ese mal, y si no fueron más, fue gracias a un cabo que actuó, con el remedio que los habitantes de aquel lugar practicaban: se buscaba un muchacho que no hubiera yacido con ninguna mujer y se le montaba a pelo sobre un caballo negro que nunca hubiese apareado, se paseaba por el cementerio del lugar pasando con el caballo por encima de todas las tumbas y, sobre la que el animal se negase a pasar, aun azuzándole, se consideraba que allí enterrado estaba…, sin ninguna duda…, un ser que se alimentaba de sangre; el causante de la enfermedad.
José y Elías miraban a Agustín y no veían, en modo alguno, que sus palabras pareciesen mentiras. Es más, José se fijó en sus ojos y comprobó, con relativa frecuencia, cómo estos, mientras hablaba, miraban hacia la izquierda, señal inequívoca de que lo que Agustín les decía, formaba parte de sus recuerdos. Ni una sola vez miró hacia la derecha, por lo que no eran imaginaciones.
Agustín prosiguió contándoles la apertura del sepulcro y la visión, en el mismo, de un cadáver, que más parecía un hombre durmiendo que un muerto. Luego cortaron el cuello del joven de la tumba, y la sangre manó exactamente igual que si hubiese estado vivo, sano y en perfecta forma. Cubrieron la tumba, seguros de que la enfermedad había finalizado, y comprobaron que los soldados que habían comenzado a tener los mismos síntomas que los dos que murieron, se curaban poco a poco, como si de unas graves heridas de guerra se estuviesen recuperando. Tras unas semanas, volvían a ser los de antes de la enfermedad.
También les contó, sin extenderse en detalles, que había oído que aquellos seres, en sus tumbas, llegaban a comerse sus propias ropas, llegaban a arrancarse trozos de su propia carne para alimentarse, y que, para evitar que saliesen de ellas, a muchos se les enterraba encadenados y boca abajo. A varios les llegaron a clavar al suelo con estacas que les atravesaban el pecho, para dificultar más aun la supuesta salida de sus sepulcros.
En aquella zona de Europa se les llamaba vampiros o upires: sanguijuelas, en eslavo. A parte de provocar la muerte de aquel sobre quien se fijaran, también aterrorizaban a los habitantes de las aldeas, saliendo de noche de sus tumbas y golpeando las puertas de sus casas, generándoles con ello angustia y temor desde el más joven hasta al más anciano que viviera en los hogares donde aporreaban la puerta de la entrada.
Les quiso dar un dato más: un hombre que conoció tiempo atrás, el escritor francés Joseph Pitton de Tournefort, aseguró ser testigo de la gran epidemia que, entre los años 1700 y 1702, diezmó la población de Micono, una pequeña isla del archipiélago de las Cícladas, en el Mar Egeo. Juraba, una y otra vez, que habían sido los revinientes.
De noche ya, y dando por finalizada la conversación, Agustín les dijo que quería erradicar la posibilidad de que aquella enfermedad estuviese en más lugares, de modo que, por eso, había ido hasta allí a informarse de si las creencias en aquel lugar y las supuestas brujas que cometían actos terribles, tenían algo que ver con sus pesquisas en Hungría. Solo con ver las caras de los dos frailes, le quedó claro que no, que no sabían de su existencia.
Cuando Antoine Augustin Calmet partió la mañana siguiente de Aranguti, José le dijo a Elías:
—No sé si nos ha contado algo que ha visto él… o algo que le han confiado a él…, pero en cualquier caso… ¿seres que se alimentan de sangre?... ¿Revinientes?... Elías, la mente de los hombres divaga creando seres oscuros hasta puntos insospechados…, ¿no crees?
Elías asintió sin mirarle, mientras veía alejarse al benedictino. Se dio la vuelta y entró. Se disculpó y se ausentó todo el día.
La madrugada siguiente, José se despertó sobresaltado: era su hermano, Elías. Había entrado a su habitación, y aunque procuró no despertar a Irene, también lo hizo.
—Duerme, Irene, es Elías —la dijo José.
Cuando estuvo sentado frente a su hermano, en la mesa de la cocina, con dos libros, uno abierto y otro cerrado, en mitad de la misma, Elías, con pinta de no haber dormido en toda la noche, le apuntó con la cabeza unas notas escritas. José se puso a leer una de ellas, que estaba en la mesa junto a su sitio. Al lado de esta, estaba la cuarteta de Nostradamus:
Hermano, la he descifrado.
¡¿Qué?!
José se atragantó incluso al tragar saliva. Tuvo que beber un poco de agua. Miraba la nota de Elías, la cuarteta y los libros, sin entender.
Elías le entregó otra nota, ya escrita con anterioridad:
Te notaba tan deprimido cuando la estudiabas, y tan agotado al dejarla, que no podía dejar que hicieras esto solo. Llevo solo unos meses con ella…, pero la visita de Agustín me hizo recordar un libro que ojeé una vez. Está abierto ante ti.
José, sin decir ni una sola palabra, siguió con la mirada el dedo índice de Elías hasta una línea del libro abierto.
Vlad III
Vladislaus Draculea, nacido en Sighisoara, Transilvania, en 1431. Murió en batalla frente a los turcos cerca Bucarest, en diciembre de 1476. Siendo prisionero de Matthias Corvinus, rey de Hungría, cambió su ortodoxia por el catolicismo. Al recuperar su tierra, Valaquia, se erigió como un grandísimo guerrero de Dios frente al musulmán invasor. Hizo del terror su seña de identidad y torturó a innumerables hombres, mujeres y niños para llevar la justicia a su manera en su tierra. Su método favorito era el empalamiento. Con él, llegó a derrotar a Mohammed II, el conquistador de Constantinopla, en Tirgoviste, en 1461. Se dice que empaló a veinte mil prisioneros turcos a las orillas del Danubio, en un lugar que se conoce desde entonces como el bosque de los empalados. Cuando el musulmán invasor vio esto, se dio la vuelta con su ejército.
En 1410, Segismundo de Hungría, emperador del Sacro Imperio Romano, fundó una orden secreta de caballeros, cuyo deber era proteger y defender al cristianismo de los turcos otomanos. Esta orden cristiana, la Orden del Dragón, tenía como emblema un dragón con las alas extendidas colgando de una cruz. El padre de Vlad III, Vlad II, fue admitido en la orden el mismo año que nació Vlad III, como muestra de agradecimiento a su valentía en batalla contra los turcos. Llevó desde entonces en su nombre el Dragón, Dracul, pasando a ser conocido como Vlad Dracul II, y su hijo heredó el nombre como hijo del dragón, Vlad Draculea III.
Su gente le llamó Vlad Tepes, Vlad el Empalador.
José cogió el libro y le dio la vuelta. Era una recopilación de hombres ilustres del cristianismo ortodoxo. Se hablaba de Vlad III en un capítulo dedicado a su padre.
—Elías…, ¿me estás diciendo… que este es El Dragón y La Estaca de la cuarteta?... No tiene sentido: es el mismo hombre.
Elías escribió de nuevo:
No, hermano. Esa es La Estaca: el Empalador.
Luego le abrió el libro que permanecía cerrado, marcado en una página en concreto. Era un volumen ilustrado de escudos de armas, uno por página. El escudo que estaba a la vista tenía dos dragones enfrentados. A pie de página, una sola palabra. Un apellido:
Ametzaga
—¿Este es tu Dragón? El señor de Ametzaga es… —José se calló y se quedó inmóvil. Elías comenzó a sonreír.
José salió a la calle y miró hacia la colina sobre la que se elevaba la construcción del palacio del señor de Ametzaga. Bajo él, el palacio del señor del Salcedón. Recordó la cuarteta y no le costó mucho atar los cabos sueltos.
Se dio la vuelta y miró a su hermano: Elías lo había vuelto a hacer, como cuando discurrió llamar a los niños Dimas y Gestas, con la cruz de San Lorenzo en medio de ellos para que Francisco los aceptase. Era un Genio. Con mayúsculas:
En milenaria tierra de orgullo y credo,
agradecido al nuevo nombre,
La Estaca morará con El Dragón,
sobre un palacio: señor sobre señor.
«En milenaria tierra de orgullo y credo», sin lugar a dudas en el Valle del Salcedón, gracias a lo que sabía ahora, «agradecido», por el nuevo marquesado, «al nuevo nombre», a la nueva casa real española que ocupaba el trono, Felipe V, el primer Borbón… ¡Si hasta él mismo, había utilizado esa acepción para señalar a los nuevos moradores de la monarquía española en su famosa carta a los hermanos! (... más por el final de un nombre…) «La Estaca morará con El Dragón», Vladislaus Draculea III habitará junto a Baltasar Hurtado de Ametzaga, «sobre un palacio: señor sobre señor», en el palacio del señor de Ametzaga, sobre el palacio del señor del Salcedón.
—Ahora lo sé, Elías… —José sonreía—, pero… hay un fallo en todo esto.
Elías se encogió de hombros con las palmas hacia arriba y poniendo una mueca seria.
—Vlad III murió en 1476: no puede vivir con el señor de Ametzaga.
Elías escribía mientras sonreía:
Nosotros, ¿qué somos, José?... ¿No somos cristianos y católicos porque seguimos el legado de Jesús? ¿De dónde ha traído algunos obreros Baltasar?
Elías le acababa de dar otra lección, así de sencillo.
Baltasar Hurtado de Ametzaga y Unzaga no solo había recibido ascensos y títulos a lo largo de su carrera militar, a la par que honores varios y demás…, también había recibido tierras. Y alguna de ellas estaba bastante lejos del Valle del Salcedón.
Por sus memorables y valerosas actuaciones en combate, le otorgaron tierras allí donde llegó a pelear: estuvo más de una vez en Hungría, y siempre volviendo victorioso. Por ello, poseía tierras en Transilvania, el lugar del nacimiento de Vladislaus Draculea III. En las tierras donde Agustín, el día anterior, le había dicho que había presenciado las actuaciones de unos seres aterradores, oscuros y asesinos: los revinientes.
Al final, iba a resultar que el fraile benedictino no estaba tan desencaminado con su investigación, aunque ni él ni ellos dos lo sabían hasta ese momento. Si lo que Agustín les había contado era cierto…, tenían que evitar que la enfermedad que portaban los revinientes, se extendiera por el valle. Eso, siempre que alguno de los obreros la tuviera, pero… ¿y si no la tenían y algún familiar de ellos sí? Desde siempre, cuando un hombre acudía a trabajar a un sitio determinado, fuera este el que fuera, se hacía acompañar de su familia. No podían permitir que uno solo de esos seres dejara su poso en el valle, si es que los había… o existían…
—Elías, hemos de impedir a toda costa que ese palacio se termine de edificar. Tenemos que evitar que se cumpla la profecía de Nostradamus. Si cae el valle…, luego vendrá otro… y otro… y luego otro…, y abarcará el Imperio…
Mientras José hablaba a su hermano, le vino a la mente lo que hasta antes de ese día había pensado siempre sobre el adivino francés. Y pensó:
«Vaya…, al final va a resultar que sabía lo que hacía…».
Elías volvió a escribir y le sacó la nota a su hermano, a la calle:
Tengo una idea.
Elías empujó un poco a José. Volvió en sí y le miró. Le estaba apuntando, con la cabeza, al sendero.
—Sí, será mejor que bajemos.
Cuando estaban casi en casa, a la altura del palacio en construcción, José comprobó que los obreros estaban descansando un poco. Sentados alrededor de un fuego, arrimaban las manos y las frotaban después. Parecían ausentes. Ninguno hablaba con otro.
«Bien… —pensó José—, esto va según lo previsto».