Capítulo XIV
Elías llegó a San Lorenzo y se apresuró a guardar el caballo. Antes de llegar, había hecho desaparecer los arneses, la silla y todo aquello que no fuese el propio animal. De ese modo, pensó que sería más fácil eliminar cualquier tipo de prueba de su salida nocturna. Todas menos dos: el caballo y lo que quedara por la mañana del Bisagra. Cuando salía de la cuadra, José le abordó. La verdad, no le sorprendió, supuso que le estaría esperando. Una ventaja que tenía José sobre los demás, era que sabía de sobra qué estaba pensando Elías, si le miraba fijamente a los ojos. Como ahora.
—¿Qué has hecho…? Elías…
Ese caballo era de alguien y ahora estaba allí. Elías, con un movimiento de cabeza, le invitó a que le siguiera. Mientras se dirigían a la celda de Elías, José, se fijó en cómo iba vestido, hacía mucho tiempo que no le veía así, y pensó que sí, que ese caballo era…, sí, era… de alguien.
Una vez en la celda, Elías se desvistió rápidamente y volvió a guardar todo en la bolsa de cuero, incluida la vela que quedó en la mesita, y se vistió con el hábito de nuevo. Según terminaba, comenzó a apuntar algo que José esperaba con ansia:
El mayor de los Bisagra quiso matar a Manuel. Él y su hermano fueron los que mataron a Ana. Tuve que intervenir. Mi intención era saber si Manuel conocía al padre de los niños. Me temo que tenías razón: le conoce. Es más… fue el padre de los niños quien mató a su hermana. Tenemos que deshacernos del caballo.
José lo leyó tres veces antes de hablar.
—¡Tenía razón…, yo tenía razón…! —Elías asintió.
—Elías…, ¿qué has hecho con él…? Me refiero…, ya sabes…
Elías volvió a escribir:
Lo que quede de él, estará mañana en los Melgos. Tendremos que ir pronto a hacerlo desaparecer. Después, puedes bajar a hablar con Manuel mientras yo me quedo con los bebés.
—¿Lo que quede de él?
Elías asintió y miró por la ventana hacia la calle. Mientras lo hacía, su mirada denotaba un profundo desprecio. Una mirada que José conocía bien. Decidió que no hablarían más sobre ello.
—Está bien, haremos lo que dices. Mañana, después de…, en fin…, iré a hablar con Manuel… Bueno… —Cambió radicalmente de tema—. ¿Sabes… sabes una cosa?... Gestas —habían decidido llamarles siempre como los dos ladrones para evitar alguna metedura de pata delante de los demás—… ha tardado en dormirse esta noche, tuve que cogerlo en brazos para que no despertara a su hermano.
Elías juntó las manos y sonrió. Inclinó la cabeza un poco a un lado y suspiró levemente. Volvía a ser Elías, el fraile: el afable y buen fraile. El mejor padre que los niños pudiesen desear. No pudo resistirse a salir a verlos un poco, antes de volver a su camastro a dormir. Cuando los contempló dormidos, juntos, tan pequeños…, tan débiles…, se reafirmó en la idea de que segaría las vidas que fuesen necesarias para poder contemplarlos toda la vida así: dormidos, alimentados y, sobre todo, a salvo.
Antes de cerrar los ojos, en su celda, rezó por ellos. Al terminar sus oraciones, añadió:
«…velaré por ellos siempre, Señor, aunque tenga que acudir a los métodos que en el pasado te sirvieron…, y no esperes el alma de Guillermo. No poseía tal cosa».
Apenas un par de horas después, José y Elías, se levantaron para ir a deshacerse del cuerpo del Bisagra. Lo hicieron rápido, para así poder volver pronto y que no descubrieran los demás frailes que no estaban. Además, había que atender a los niños. De modo que diez minutos después de despertarse, comenzaron a bajar desde San Lorenzo hasta los Melgos. Cuando llegaron, Elías no salía de su asombro al señalar dónde lo había atado, y comprobar que allí no había nada. Ni cuerpo, ni restos, ni cuerdas… nada. Solo se notaba la presencia de una pequeña hoguera apagada a unos tres metros, y sangre donde se suponía que debería de haber… algo. José entendió que allí era donde acabó con Guillermo, y también se sorprendió de que no estuviese el cuerpo. Ambos aguantaron la respiración y trataron de escudriñar alrededor. Nada.
—Elías…, ¿estás seguro…?
Elías no le dejó terminar. Le afirmó categóricamente con la cabeza una y otra vez, allí era donde lo había dejado. ¿Quién se lo habría llevado de allí?... y… ¿por qué? Buscaron un buen rato algo que pudiera darles algún indicio, pero nada. No había manera. Se había esfumado. Subieron hasta el camino y trataron de razonar un poco.
—Vamos a ver, Elías. No hay cuerpo, no hay cuerda, no hay huellas…, bueno…, espera un poco… Donde empieza la pendiente, queda todavía nieve y se distinguen bien huellas de lobos… —Aguantó la respiración y miró a Elías. Este elevó la cabeza desafiante—. ¿Le… le… has dejado…?
Elías le miró fijamente.
—¡Santocristomisericordioso…, Elías…!
Elías permaneció completamente inmóvil. Impasible.
José entendió que el Segador había vuelto con toda virulencia. Le había dejado atado allí, a merced de las bestias para que lo devorasen. ¿Le habría matado antes? Vino a su mente la imagen de la sangre que quedó en el lugar… No. Le dejó vivo. Seguro. El Segador, cuando actuaba, podía ser invisible, podía ser despiadado, letal…, pero movido por venganza era peor que la peste. Un hombre con un solo pensamiento: matar, destrozar, aniquilar…, segar…
Y eso era lo que había hecho. Vengar a Ana. A una ramera. A una prostituta que encontró el dolor y la muerte, por ayudar a una joven y a sus dos hijos. ¡Con lo que Elías, iracundo, era capaz de hacer en favor de los miserables de este mundo! Elías, sí…, pero… ¿y él? José, muy a su pesar, también era así. Tal vez no tan visceral, pero eran almas gemelas. Vino a su mente el recuerdo de Horacio en la tumba, con el abrecartas todavía en el ano. Se acordó de que se estuvo preguntando si Elías sería así, igual que él, al menos mientras estuviesen en San Lorenzo. Acababa de responder a esa pregunta.
José puso una mano en el hombro de Elías y le dijo:
—Está bien…, subamos a casa…
Ya en San Lorenzo, se llevaron una grata sorpresa: Matías y Eduardo habían vuelto.
Matías y Eduardo eran los dos frailes que completaban la pequeña congregación de Francisco. Habían estado un mes fuera, debido a que la madre de Eduardo, una mujer bastante mayor y enferma, había fallecido. Francisco fue consecuente, y le dejó ir con su inseparable amigo Matías al funeral. Este se celebró en Burgos, y además, les dio permiso para que estuviesen unas semanas con la familia. Por ello, como es lógico, no tenían ni idea de los últimos acontecimientos que habían sucedido, y los frailes, sobre todo Tomás, les quisieron poner al día. Les contaron la llegada de Ángela y los niños, la muerte de la pobre madre… y… el nuevo «milagro de San Lorenzo». Los pobres Matías y Eduardo no eran capaces de asimilar tanta información. Remigio les trajo el crucifijo para que lo vieran, y ambos se arrodillaron y besaron la reliquia. Francisco le dijo a Eduardo:
—Un buen retorno…, tras una partida triste…
—Sí, padre, lo es… —contestó Eduardo muy emocionado.
—¿Qué tal está la familia?
—Bien, padre, dentro de lo que cabe…, bien… Mi madre era ya muy mayor y no estaba sobrada de salud…, pobre…
—Rezaremos por ella esta tarde…, vamos, hijo, tendréis hambre, que Remigio os prepare algo de comer.
—Sí, padre.
A José y a Elías les encantó, como a los demás, tenerlos de nuevo en casa. A decir verdad, sin mencionarlo nunca ninguno de ellos, su vuelta les libraría de algunos de los quehaceres de los que se habían tenido que encargar tras su marcha. Matías se ocupaba de limpiar todo, excepto las celdas de cada uno, y de ayudar a Remigio en la cocina, o en la huerta, cuando se pudiese dar por finalizada la limpieza. Eduardo se encargaba sobre todo de enseñar y adoctrinar con paciencia a Tomás, el más joven de todos. Una vez terminadas las horas lectivas pertinentes, solían ser ellos quienes bajaban al pueblo, no siempre, podía bajar cualquiera, y hacían los recados necesarios: comprar aquellas pocas cosas que necesitasen, mantener un contacto fluido con las parroquias de la zona, visitar incluso a algún enfermo…; sus quehaceres eran varios. José y Elías, siempre que no hubiese algo más importante a lo que dedicarse, procuraban adecentar lo mejor posible la cuadra, el granero, la capilla…, arreglando aquello que pudiese estar en mal estado y ocupándose de los animales, ya que José era, con diferencia, el más fornido de ellos, y Elías quien mejor se entendía con él. Huelga decir que si algo, a cualquiera de todos los hermanos, les reclamase con mayor necesidad, como matar un conejo para comer, se encargaba cualquiera de ellos sin rechistar lo más mínimo. Eran muy pocos y bastante bien avenidos.
Y ahora, además, contentos. Muy contentos con la reliquia de nuevo allí. Pero claro, el regreso de esta había traído consigo un par de nuevos miembros a la congregación, y Elías se apresuró a que Eduardo y Matías los conocieran. Primero, con todos los hermanos a la mesa, y con un par de jarras de vino, les pusieron al corriente de todos los detalles del nuevo «milagro de San Lorenzo», y después se los trajeron para que los vieran. No solo los dos hermanos que habían estado ausentes, sino todos, los siete, les miraban un tanto embobados. A ninguno de los dos le importó lo más mínimo que Gestas fuese… Bueno, el que mejor lo describió fue Remigio:
—Mirad…, ¿a que es guapo Dimas? —dijo Remigio.
—Mucho, hermano, ya lo creo… —dijo Matías.
—Y mirad… —Elías se acercó con Gestas—. ¿A que Gestas…? Bueno, je, je, je…, es un poco alicorto, el pobre…, pero… ¿a que es… guapo, también?
—Je, je, je…, por supuesto que sí, hermano, no existe una criatura de Dios fea… —dijo esta vez Eduardo.
Al oír aquello, a Elías se le humedecieron un poco los ojos. Y más, cuando el propio Eduardo solicitó que se lo dejaran coger un poco. Remigio le advirtió:
—Bueno…, para eso tendrás que pedir permiso a este… —El cocinero señaló a Elías—. ¡No los deja ni pa mear…!
Todos, incluido Elías, se estuvieron riendo de aquello. Un rato después, Elías les acercó el artilugio de cuero que creó para darles leche, y les invitó a Matías y a Eduardo a que les diesen de comer. Fue ameno. Se lo pasaron bien. Cuando terminaron, Elías se los llevó a limpiar y cambiar los trapitos, y les fue a acostar. Al salir de la habitación, le indicó a José que fuese con él. Los demás hermanos se quedaron hablando animadamente un buen rato más. Una vez solos, le dio una nota:
Creo que deberías de bajar a hablar con Manuel cuanto antes.
—¡Vaya…! —dijo José—. ¿Ahora puedo ir…? ¿Me da vuecencia, su permiso?
A Elías le hizo gracia. Se encontraban ambos de buen humor después de la llegada de Eduardo y Matías. Le dio una colleja sonriendo, y seguido le amenazó, con sorna, con el dedo índice hacia arriba. Al verlo, José le dijo:
—De acueeeeeerdo, paaaaaaadre…, vendré prooooonto…
En el momento en el que se disponía a salir de la habitación, Elías le agarró del brazo. Le miró y le vio muy serio. Las bromas habían terminado. José bajaría hasta El Arroyo a tratar de hablar con Manuel, y eso podía significar cierto peligro. A Elías no le hacía gracia que bajara solo, pero al ser de día, no le pareció tan terrible. Sin embargo, en esa mirada había algo más que «ten cuidado». Habían pasado por tantas cosas juntos, que casi hasta sabían cuando respiraba el otro. Elías, con esa mirada, le estaba pidiendo que tuviese cuidado, sí, pero también que no vacilase si se sentía amenazado. Con Nemesio y Manuel no iba a tener ningún tipo de problema, ni con casi cualquiera que se encontrase, pero la desaparición del cuerpo de Guillermo, les tenía desorientados. Si no estaba el cuerpo, era porque alguien se lo había llevado. Si se lo había llevado era porque sabía que el cuerpo estaba allí…, y si sabía que el cuerpo estaba allí…, era alguien que había estado observando a Elías o a Manuel. Y lo más inquietante: no sabían de quién podría tratarse y qué tipo de intenciones podía tener. ¿Habría sido el padre de los niños? ¿El otro Bisagra? ¿Algún otro? De modo que, José, le puso la mano sobre la suya y, mirando a los bebés, le dijo:
—Ocúpate de ellos… y estate tranquilo, hermano.
Cuando José llegó a El Arroyo, se encontró a Nemesio solo, en la taberna, limpiando el suelo. Al ver al fraile, el también enorme tabernero, dejó de barrer y se le acercó. José se había quedado de forma respetuosa en la puerta.
—Buenos días, padre, ¿le puedo ayudar en algo? Pero pase… pase, por favor, no se quede ahí, le traeré algo de comer…
—Gracias, Nemesio.
José entró y se sentó frente a una mesa. Enseguida tuvo ante sí una hogaza de pan, un cuchillo, un buen trozo de chorizo y una jarra de barro llena de vino. Nemesio se sentó frente a él con dos vasos, también de barro.
A Nemesio se le veía contento. Él y José se conocían desde hacía bastante tiempo, y esas charlas, ante algo de comer y un poco de vino, las habían tenido con frecuencia en el pasado. Hablaban de todo, pero, al tabernero, le agradaba sobremanera cambiar impresiones con un hombre culto. A él también le habría gustado poder haber estudiado esos libros que leía José, y de los que tantas veces comentaron sus contenidos. Algo extraño, la verdad, si observábamos a Nemesio: tenía toda la pinta de ser capaz de mascar hierro. Un hombre rudo e ignorante, como la mayoría, pero con gran capacidad para haber estudiado, si el pasado no hubiese tomado ciertas decisiones por él. Era el tipo de hombre que siempre se enfadaba cuando sabía de alguien que, pudiendo haber elegido estudiar, había tomado otro camino por su cuenta, sin contar con nadie. Consideraba que la vida había sido un tanto injusta con él. Pero solo un tanto, no del todo.
—Me alegra verte, José. —El tabernero llenó los dos vasos y le ofreció uno al fraile.
—A mí también, Nemesio.
Brindaron y bebieron.
—¿Sigues practicando?
—Sí, padre, intento leer todos los días un poco…, pero aquí tengo mucho trabajo. Algunos días leo con Manuel…, je, je, je…, no sé quién lee más despacio…
—Ten paciencia —le dijo el fraile, riéndose.
—Sí, padre.
—Por cierto…, ¿está Manuel por aquí…? Quisiera hablar con él.
—¡Ah, no…, de eso nada…! Usted y yo vamos a terminar este chorizo, el pan… y otra jarra, hace mucho que no disfruto de una buena charla, tres meses por lo menos…
José reía divertido y asentía con la cabeza.
—Sí, tienes razón…, hace tres meses que no vengo a verte, es cierto…
—Además, padre, Manuel está durmiendo la mona. Ayer le dejé beber vino. Se puso como el quico. Pobre hombre…, con lo de su hermana…, se habrá enterado, ¿no?... —José asintió de nuevo—. Está en una cama de ahí detrás.
—Bueno, me temo que no tengo muchas opciones, de modo que habrá que esperar a que se levante… —Mientras decía esto, comenzó a partir pan—. Podríamos incluso practicar un poco, después de comer…
—Padre, ya sabe que yo aquí apenas tengo libros…, solo los que usted me ha dado. No son muchos, pero los quiero como si fueran oro. Y…, bueno…, los hemos leído todos…
—Lo sé, Nemesio, lo sé…
José metió la mano dentro de su hábito y sacó un bulto envuelto en un trapo. Nemesio, sorprendido, lo abrió con cuidado, cuando se lo entregó. Era un libro. Sonrió y leyó el título:
—Di… dia… lo… diálogos… de… apaci… ble… en… en… entrete… nimien… to. Diálogos de… apaci… ble… entrete… nimiento. Diálogos de… apacible… entre… tenimiento.
—¡Muy bien! —le dijo el fraile.
—Gracias, padre, ¿es una obra famosa?
—Bueno…, digamos que es una obra…, te gustará.
—Sí, seguro, bien…, yo leo… y usted come…
—Está bien, Nemesio…
Mientras José comía y bebía, Nemesio se esforzaba por conseguir leer el libro. Incluido por la Santa Inquisición dentro de sus Índices expurgatorios, y tras haberlo leído ya varias veces, José se lo regaló, sabedor de que Nemesio no se lo dejaría ver a nadie. Era muy celoso de sus cosas y los pocos libros que poseía, todos, regalos de José, los guardaba como oro en paño. Mientras comía y bebía, esperó pacientemente a que se despertara Manuel, escuchando las entrecortadas palabras de Petronila en boca de Nemesio…
—No… me… en… tien… do con esos… lati… nes…, pero bien… se me… en… tiende… que… en mi len… len… gua… je… sue… len… decir: «Don… de fu… fue… fueres… haz… como… vie… res…».
… y pensaba en cómo un hombre con las inquietudes de Nemesio, forzado por su vida anterior, había acabado de tabernero.
La vida plena era como una rosa. Una rosa que para alcanzarla, poseía un tallo lleno de espinas. Y pensó que Nemesio, al menos, ayudado por él, y a pesar de las heridas, había llegado hasta la flor.
Oyéndole torpemente leer, se olvidó, por unos momentos, hasta de por qué había bajado allí realmente. Se congratuló de poder estar allí con él, mientras Nemesio se esforzaba para poder traducir en su cerebro aquello que veía, para después hacer palabras y frases coherentes.
Estaba leyendo. Un hombre al que casi le pedían perdón cuando le solicitaban un poco de vino; estaba leyendo. Un hombre cuya sombra habían llegado a comparar con la de un oso; estaba leyendo. Un hombre que hacía tragar saliva a todo foráneo que entrara a su taberna y, en tono bravucón, reclamara con rapidez ser atendido… hasta que se presentaba ante ellos; estaba leyendo.
Los enormes dedos transitaban despacio bajo las líneas. Las palabras entrecortadas no dejaban de salir de su boca. José pensó que, por momentos como ese, merecía la pena vivir.