Capítulo XXXII

Madrid, 28 de octubre de 1700.

Carlos II se encontraba postrado desde hacía meses en su cama. Durante los dos últimos años apenas pudo andar y mucho menos, en su estado, atender los asuntos de la corte. Su fin, y con él, el de los Austrias, era inminente, salvo que el conflicto bélico que se estaba gestando los hiciese mantener la corona.

A pesar de su cada vez más decrépito estado, no abandonó su anhelado chocolate. Ya solo tomaba uno al día; a las cinco de la tarde. Y siempre se lo llevaba el mismo hombre: José.

José y Elías se habían convertido en los únicos hombres de confianza del rey. Lo curioso es que lo hacían a la sombra pues nunca hablaban con él, por expreso deseo de este, en público. Pero todos los días, el chocolate del rey se alargaba hasta que la reina entraba en la habitación y, respetuosa, pedía a José que dejase descansar a su marido. Estas continuas visitas hicieron que la reina entablase una buenísima relación, rayana en la amistad sincera con José y Elías, el cual, solía apostarse en la entrada mientras su hermano charlaba con el rey, o procuraba calmarle.

Las cosas habían cambiado en los últimos años.

Las luchas internas de poder, entre dos hombres, habían sido, sin que casi nadie lo supiera en la corte, el eje que había movido los hilos de España durante el último quinquenio: Portocarreño y Rocabertí. Sus enfrentamientos, curiosamente guardando siempre las apariencias en público, dejaron sucesos que acabaron implicando de forma directa, como no podía ser de otra manera, a José y a Elías, así como a Mauro de Niza y a Gabriel. Estos dos últimos, gozaron del favor del rey durante un tiempo, pero ahora, eran los frailes de San Lorenzo los que contaban con la total y plena confianza de Carlos II. ¿Cómo?... Nada era sencillo en la corte…, en ninguna corte… y menos en aquella. Dignos de la mejor tragedia griega, los sucesos fueron muy truculentos…

Instada por Mauro de Niza y Gabriel, en la época en la que Carlos II pasaba largas horas con ellos, un día entró en palacio una mujer. Se coló con la ayuda de estos en la cámara donde se encontraba el rey. El monarca la tomó por una loca y, ante tal perspectiva y temeroso de que le hiciese daño, logró contenerla mostrándola una reliquia de la cruz de Cristo. Curioso: si se hubiesen juntado todas las reliquias existentes en el mundo de la cruz en la que expiró Jesús de Nazaret, se habrían podido construir varios galeones. Pero en fin…, las cosas tienen solo la importancia que nosotros les damos, por lo cual, aquella mujer, ante la visión de la reliquia, se contuvo. Tras apaciguarse, comenzó a realizar diversas declaraciones sobre el asunto del hechizo del monarca: que si sorbiendo pis de sapo podría eyacular…, que si dormía debajo de la almohada con los testículos de un semental, crecería su vigor…, que si para acabar con el hechizo, debería de encomendarse de nuevo a fuerzas más allá del entendimiento de la mayoría de los hombres… Raro, muy raro todo ello. Al menos para la reina.

Esta se convenció, por fin, de que todo formaba parte de una intriga política. Las declaraciones de aquella mujer, junto con las convenientes charlas con Portocarreño, la llevaron a creer, acertadamente, que todo formaba parte de una trama, que, aunque con intereses ciertamente diabólicos, distaban mucho de tener que ver con semejante ser. Harta y asqueada, puso fin a los continuos exorcismos a los que era sometido su marido, el cual, acabó calando en su corazón, ante la debilidad mostrada por el monarca, y lo cansada que vivía todas las tramas que se llevaban a cabo en palacio para adueñarse de España a la muerte del rey; un rey que la veía como a ella la hubiese gustado que la viese el hombre al que amase. Pero como no existía tal hombre, optó por dedicarse a él en cuerpo y alma. Aquel pobre desgraciado asistió incrédulo a los favores sexuales con los que ella trataba de concebir. No pudo, pero se terminaron sus embarazos simulados, y su aprecio y sincero afecto por el monarca, aumentaban cada día, coincidiendo con el marchitar de su castigado y debilitado cuerpo. Su mente, sin embargo, necesitaba más descanso que aquel.

La entrada en escena de aquella mujer, no fue sino el culmen de las actuaciones de Mauro de Niza y Gabriel. Antes de tomar la decisión de dar un golpe de efecto ante aquella situación, dando la entrada en escena a aquella loca, sometieron al rey, ante el beneplácito de este, a las más variadas formas de curación de su dolencia: le llegaron a poner pichones recién muertos sobre la cabeza para erradicar la epilepsia, y entrañas calientes de cordero para paliar sus dolencias intestinales. Todo esto no consiguió sino empeorar su ya delicada salud. A pesar de ello, Carlos II seguía convencido de que lo habían hechizado y, por ello, no podía tener hijos.

En 1698 ordenó al ya inquisidor real Rocabertí, investigar ese tema sin más dilación. Las pesquisas no se limitaron a España: buscaron respuestas en toda Europa.

Unos frailes del Sacro Imperio Románico Germánico, que alegaban que podían tener conversaciones con el mismísimo Diablo, fueron consultados sobre ese tema. Incluso Rocabertí se enfadó con ellos, dado que las respuestas del Maligno venían dadas siempre en alemán. Un exorcista llegado de Viena, tampoco tuvo mucha suerte.

Tras las investigaciones en las que se enfrascó Rocabertí, él y sus secuaces, concluyeron que el rey había sufrido un hechizo sin ninguna duda, el cual, se lo habrían dado disuelto en chocolate el 3 de abril de 1675. Supuestamente, le habrían disuelto en la espesa bebida los sesos de un ajusticiado, para arrebatarle el gobierno y la razón, entrañas para quitarle la salud y riñones podridos para corromperle el semen y con ello impedir la generación. Le hicieron saber, además, que todo formaba parte de ciertos entresijos que hubo en palacio unos años atrás, cuando su madre le dio aquel chocolate, para que de este modo pudiese seguir durante más tiempo gozando ella de la regencia de España.

Ello, no hizo sino acrecentar el convencimiento del monarca en sus males. Sus temores al Infierno y a una eterna condenación, alimentados por los continuos comentarios que oía a hurtadillas en palacio, cuando cuchicheaban las alimañas europeas, que cual carroñeros esperaban su fin, hizo que ordenase a Rocabertí que comenzaran los exorcismos. Cuando la reina tomó cartas de una vez en el asunto y detuvo estos actos, ordenó al inquisidor real, instada por Portocarreño, a que castigara a aquellos dos frailes por tamañas actuaciones. Como no podían limitarse todos los males a Mauro de Niza y a Gabriel, inculpó a unos cuantos inocentes en el proceso llevado a cabo por orden de la reina. Los culpables fueron encarcelados o desterrados. Froilán Díaz, confesor del rey, estuvo también entre los sospechosos.

Ese mismo año, Carlos II estaba ya tan débil que no podía permanecer más de una o dos horas diarias fuera de la cama. Necesitaba ayuda siempre que se subía o se bajaba de una carroza. Sus pies, sus piernas, su vientre y la cara se le hincharon de forma grotesca. Algunos días, incluso la lengua, por lo que perdió, durante semanas, la capacidad de hablar. Se encontraba tremendamente fatigado y sus diarreas eran cada vez más frecuentes, acrecentadas estas, además, por las continuas purgas a las que era sometido por los médicos de la corte. Orinaba sangre y se despertaba vomitando bilis. En tan mal estado se encontraba, que la reina, angustiada por su situación, pidió consejo a su confesor. En aquella conversación, Portocarreño vio una oportunidad de oro. Pidió a la reina libertad total de actuación ante lo que iba a acometer. La obtuvo.

Por otra parte, el arzobispo de Toledo se vio acuciado e instado por las monarquías europeas, las cuales, deseaban que la hermandad terminase de una vez su trabajo. Portocarreño les pidió calma y cautela, ya que los acontecimientos políticos de los últimos años invitaban a ser prudentes. La nobleza europea se impacientaba, pero le dieron un margen de maniobra de dos o tres años, el tiempo suficiente como para que si no se moría el rey de una vez, la hermandad le enviase con el Altísimo. Las monarquías no querían tal aplazamiento, pero hubieron de contentarse debido a que todos, sin excepción, sabían que con la hermandad no se jugaba. Todos recibieron cartas del hermano mayor, donde se les conminaba a esperar… o a recibir la visita de un hermano. Sin embargo, en esas misivas, también se les invitaba a recapacitar y esperar tras los acontecimientos pasados.

Entre estos acontecimientos cabe destacar los siguientes:

En 1698, Francia, Holanda e Inglaterra firmaron un pacto secreto en el cual se repartirían España. La reunión se mantuvo en un secretismo absoluto, pero una vez más, la hermandad, que se encontraba en todas partes, se encargó de que en Madrid se supiese de la existencia de aquella reunión y de los acuerdos a los que se habían llegado en ella. El orgullo nacional quedó profundamente herido. Carlos II, tremendamente ofendido y rabioso, nombró a su heredero: el príncipe elector de Baviera, el mismo cuyo séquito le llevó la noticia. Pero José Fernando de Baviera, murió repentinamente en 1699. De poco sirvió que Portocarreño aconsejara al rey sobre quién debería sentarse en el trono tras su deceso. Fernando era el candidato momentáneo ideal. Para España y para él: el príncipe tenía siete años.

Todo esto llenó las calles de Madrid de disturbios entre partidarios del partido austríaco y los partidarios franceses.

Tras la muerte de José Fernando de Baviera, se produjo una nueva reunión entre las más altas esferas políticas de Europa: el Tratado de Londres. En dicho tratado, Francia accedía a la desmembración de España… a no ser… que Carlos II nombrase heredero único a un francés. La opinión al respecto del Consejo de Estado español, fue inclinándose hacia la opción francesa: Portocarreño influyó definitivamente en ello.

Ante un asunto de tal magnitud, en Europa siempre había estado muy valorada la opinión del papa. Por ello, Inocencio XII fue consultado a tal efecto, apenas unas semanas atrás, a mediados de septiembre de 1700. De sobra eran conocidas, en los círculos cerrados de la corte, las inclinaciones del papa: los austríacos contaban con su favor.

La hermandad debía evitar a toda costa que se pronunciase: el 27 de septiembre de 1700, una rápida visita de Elías al morador del sillón de San Pedro acabó con los temores de los partidarios franceses.

Tras esto, las casas reales europeas dejaron de acuciar a Portocarreño. Que tardase lo que quisiera en acometer su trabajo. Aunque ya hubieran pasado dos años desde que se les conminó a esperar. Si había matado al papa o no, era algo que nunca supieron con certeza, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a averiguarlo. Todos quisieron creer que fue un recrudecimiento de la podagra (la enfermedad de los ricos), la que le quitó de en medio. Tras la muerte del papa, a Luis XIV la alegría le desbordaba. Su plan, tejido desde hacía años, le estaba empezando a dar sus frutos. No le importó que después de aquello, Holanda e Inglaterra le quitaran su apoyo. Ambas asistían temerosas a la posibilidad de que si Francia se apoderaba de España, instaurando una casa real francesa, conseguiría, sin lugar a dudas, la hegemonía de Europa.

¿Cómo?

Portocarreño convenció al rey de que testara en favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa, hermana fallecida de Carlos II. Tras esto, y hasta que llegase un nuevo rey, o lo que es lo mismo, que Carlos II muriese, la regencia recaía en un consejo presidido por Portocarreño. Buscaba, el arzobispo, la unidad territorial de España. Sin embargo, lo hizo coaccionado.

Ahora, sí.

Ahora sí que Portocarreño dirigiría España a su antojo. Pero sabía que era algo efímero, pues tras la muerte del rey, la inminente guerra le arrebataría tal condición.

Desde el 13 de junio de 1699, Juan Tomás de Rocabertí había dejado de ser un problema. A Elías no le duró ni un minuto enviarle al cielo, orden dada con efusividad por Portocarreño, tras haber conseguido que sus resultados dejaran de ser tan loables. Un caldo, convenientemente preparado por José y tomado por Rocabertí, ante la presencia de Elías, el cual le dio a elegir entre beberlo o separarse de sus testículos, fue el causante. Su fiasco con el tema de los exorcismos del rey le había dado carta blanca a Portocarreño para quitarle de en medio, y que ningún miembro de la hermandad se preguntase por qué lo había hecho. Es más, algunos miembros influyentes le animaron a que lo apartase del camino no solo a él, sino a su posible sucesor: Alonso Francisco José Mateo Fernández de Córdoba. El hijo del quinto duque de Feria, siempre estuvo del lado de Rocabertí dentro de la hermandad, por lo cual no era bien visto por los miembros de la misma, ahora que el difunto arzobispo de Valencia era constantemente vilipendiado por haber fallado en el momento crucial. Pero tal y como se sospechó desde un principio, Alonso fue nombrado inquisidor real el 5 de septiembre de 1699. La misma noche que llegó la bula con su nombramiento, el 19 de septiembre, Elías lo envió con Rocabertí. Cardenal desde 1697, nunca viajó a Roma para su confirmación, pero lo que sí estaba confirmado era que ahora departiría con el arzobispo de Valencia en el cielo.

El cargo vacante de inquisidor real lo ocuparía desde entonces Baltasar de Mendoza y Sandoval, el obispo de Segovia. Si bien era un hombre que no solía hablar bien de los franceses, de momento, no tenía nadie motivo como para quitarle de en medio.

Todos estos acontecimientos pueden dar lugar a innumerables preguntas. De entre todas ellas, la que tal vez pueda llamar más la atención es la siguiente:

¿Por qué buscó la hermandad que Felipe de Anjou fuese el elegido para ocupar el trono de España a la muerte de Carlos II?

Las posibles respuestas se antojan bastante sencillas.

Ser un familiar del rey de España y pertenecer, nada más y nada menos, a la casa real comandada por el rey Sol, era muy buen punto de partida para postular al duque de Anjou como un más que serio aspirante a sentarse en el trono de España. Ser, obviando lo anterior, el preferido del Consejo del Estado español, por considerar que de ese modo podría contar con la eterna enemiga, Francia, a partir de entonces de su lado, ignorando las protestas de ingleses y holandeses, también era una más que buena razón. Pero quien en este asunto iba a tener la última palabra, lógicamente, iba a ser la hermandad. ¿Cómo llegó, esta, a tomar tal decisión? ¿Fue la ingente recompensa, ofrecida por el monarca francés a la hermandad, la que decantó esta elección? ¿O fue el honor de los hermanos, dinero a parte, el que hizo inclinar definitivamente la balanza a favor del duque de Anjou? Al fin y al cabo, habían dado su palabra… y la hermandad nunca fallaba. Pues bien, ahora tampoco lo haría. Sin embargo, tras los hechos ocurridos, distaban mucho de conseguir triunfar gracias al vil metal. Distaban también de hacerlo gracias al honor de los hermanos.

Fueron los Tercios quienes lograron la unidad de España. Los Tercios, y lo que significaba para todos y cada uno de los que sentían la piel de toro como algo más que un lugar en el que nacer, vivir y morir. Como si de una tragicomedia se tratase, el sentimiento patriótico se puso del lado francés, aunque solo fuese por una vez. Es de profunda justicia reconocer, que lo hizo ayudado por creencias que acabaron con mucha pobre gente en la hoguera. España permanecería unida gracias al sentimiento colectivo, pero en colaboración por lo tantas veces denostado por las más altas esferas eclesiásticas. No dejaba de ser cómico, siendo el país, que junto con Italia, había sido, desde siempre, la cuna del catolicismo. ¿La unidad territorial de España, conseguida gracias a soldados del Tercio? ¿Y gracias a… brujas?

Vayamos por partes.

Fue Luis XIV, quien desde hacía años había planeado todo aquello. De otra forma, pero el resultado, a pesar de la inminente guerra, le complacía en extremo. Profundamente. Pero con lo que el monarca francés jamás contó fue con la inestimable ayuda que le llegó desde el lugar más recóndito y perdido que jamás hubiera podido imaginar: la pequeña congregación de San Lorenzo.

José y Elías se habían pasado varios meses, apenas sin pegar ojo, ante lo que se estaba gestando en sus mismas narices. Hartos de tanto politiqueo y de todos aquellos nobles monigotes que pululaban por palacio, regodeándose sin pudor ante la más que probable repartición de un imperio, decidieron tomar las riendas y actuar. Los soldados del Tercio que aún moraban en su interior, les hicieron tomarse aquello como algo personal. Y vaya si lo fue.

Una noche, de madrugada, entraron en la habitación de Portocarreño. La conversación fue breve:

—Si España acaba desmembrada…, acabarás igual.

Portocarreño, al oír aquello… ¿en sueños?..., despertó al día siguiente y volcó todos y cada uno de sus esfuerzos en… no acabar desmembrado. ¿Habían estado realmente los dos frailes en su habitación aquella noche? ¿Había pronunciado aquellas palabras José? ¿El cortante y frío hierro que creyó sentir sobre su gaznate… había sido el cuchillo de Elías? La verdad, no quiso averiguarlo. De poco, por no decir nada, importó si se cumplía la palabra dada por la hermandad. Para su tranquilidad, sería así. Los dos frailes asistieron desde entonces a una tediosa y machacona convicción de Portocarreño de hacer ver a Carlos II, de que la única forma de que España no acabara siendo repartida entre las potencias extranjeras, era proponer a Felipe de Anjou como heredero.

El 2 de octubre de 1700, Carlos II testó en su favor.

Un poleo preparado con agua y setas hicieron la mayoría del trabajo de José y Elías.

Urbana se estaría riendo desde el más allá. Pellejo, cuando se enteró, agarró una cogorza descomunal.

Las cosas también habían cambiado en La Paloma.

Tras la muerte, en 1697, de Candela, Lorenzo entró en una profunda depresión de la que nunca se recuperó. Un día antes de cumplirse el año de la muerte de su madre, las ingentes cantidades de vino que consumía a diario le llevaron a su lado. De poco sirvieron los cuidados y el cariño que le profesaron los demás. Incluso los niños, que aunque de manera torpe, le pedían que jugara con ellos como lo había hecho solo unos meses antes. Todos lloraron sus respectivas pérdidas. Tras ellas, la vida trató de fluir de nuevo en La Paloma, propiedad ahora de la hermandad. José convenció a Portocarreño de que comprara aquello para que sirviera de cobijo a los demás hermanos, cuando ellos hubiesen acabado su trabajo.

Su trabajo.

Ya no lo cumplirían. Ya no acabarían con la vida de aquel al que vinieron a matar. El rey de España les pareció tan débil, tan poca cosa y tan enfermo, de cuerpo y mente, les dio tanta lástima que se negaron a asesinarle. A pesar de que al hacerlo le hiciesen un favor a España, como les decía Portocarreño cuando les conminaba a actuar. Cuando les quisieron quitar de en medio por negarse a cumplir su cometido, Elías dejó once cadáveres por el camino: los diez hermanos que enviaron, y la amante de Portocarreño, una serena que vivía, desde que se abría de piernas al arzobispo de Toledo, en una casita en el campo. En aquella casita y clavada en la pared, además de destripada, Portocarreño encontró a su amante. Elías le dejó toda una declaración de intenciones a su superior. Nunca volvió a mirarlos igual.

A José le respetaba, a su manera…, un tanto receloso, pero le respetaba. A Elías le veía como el quinto jinete del Apocalipsis. Después de aquello, ni siquiera su voz era igual si el fraile estaba cerca.

Tratando de zanjar de una vez ese asunto, Portocarreño les propuso un trato:

Inocencio XII, por Carlos II.

Le costó un mundo convencerles, pero al final, José y Elías aceptaron a cambio de que jurase por su propia vida, que nunca más les intentaría quitar de en medio. Ni a ellos ni a los suyos. Cuando Portocarreño aceptó el trato, se quedó mudo al oír las palabras de José a Elías:

—Al fin y al cabo…, no será tu primer papa…

Dejando a un lado estas y otras vicisitudes, La Paloma se convirtió en el hogar en el que felizmente crecieron Dimas y Gestas. Próximo su séptimo cumpleaños, estaban convencidos de que tenían dos papás y dos mamás. Incluso cuando jugaban en la calle lo decían. Un día, una señora bastante mayor, quiso llamar la atención de los niños y al ver que estos no la hacían caso, les preguntó:

—¿A quién queréis más… a papá… o a mamá…?

Dimas, bastante más parlanchín que su hermano, no dudó ni un segundo:

—¡A los cuatro!

La señora se fue santiguándose de su lado. Los niños, sin comprender, la miraban alejarse y, tras mirarse entre ellos, siguieron jugando.

José y Elías, tras regresar de palacio, se pasaban el resto del día haciendo una vida lo más familiar que podían. Ambos peinaban ya unas pocas canas, no muchas realmente, pero las suficientes como para que ya no se sintiesen unos jóvenes. Ayudaban en lo que buenamente podían en las labores del hogar como hacer la comida y atender a los niños. ¿Quién hacía la comida? José, por supuesto. Enfrascarse entre cacerolas y especias le hacía recordar los momentos vividos años atrás con su madre. Llegó a ser un cocinero consumado. De los demás preparados que abordaba en la cocina, las mujeres no querían saber nada. Aquellas cosas las daban un poco de respeto, sobre todo a Eva, que no había nacido donde los demás, y consideraban que de eso, mejor que se encargase solo José.

¿Y quién cuidaba de los dos niños? Todos, por supuesto, pero si estaba Elías, nadie le conseguía arrebatar la atención de los dos pequeños. Los gemelos asistían embelesados a las clases de Elías sobre las más diversas cosas. Tras haber aprendido a leer muy pronto, José insistió en ello, podían cambiar impresiones con él. Y eso a los niños, les encantaba.

Jugaban casi siempre solos, en casa y en la calle. Los demás niños veían en Dimas a un igual, pero en Gestas veían el retrato del hombre del saco. Su desfigurado rostro, y su más que llamativo aspecto corporal, asustaban y alejaban no solo a los demás niños, sino también a sus respectivos padres. De poco servía que supiesen que estaban al cuidado de dos frailes. Dos frailes que, en honor a la verdad, les tenían a todos un tanto extrañados, por no decir otra cosa.

«¡Unos hombres de Dios… viviendo bajo el mismo techo que dos mujeres solteras! ¡Qué desfachatez!..., ¡qué indecencia!..., ¡qué blasfemia!...»,solían pensar, más de uno y más de dos.

Pero ninguno de ellos osó comentar algo así a algún cura, o incluso al obispo. Pululaba entre la gente el convencimiento de que contaban con el beneplácito del confesor de la reina, y eso eran palabras mayores. Nadie supo nunca cómo comenzó a extenderse aquello, pero todos lo tomaron como cierto. De modo que nunca les molestaron.

Eva estaba viviendo la que era sin duda la mejor etapa de su vida. En palacio, todo el mundo comenzó a respetarla. Incluso una vez, la mismísima reina la llamó por su nombre: no se meó las enaguas de misericordia. Atrás quedaron los tiempos en los que todo el mundo pensaba que no era más que una pobre desgraciada que, a falta de una mano, seguro que la habrían cogido allí por pena. Por pena y por tener padrinos. Durante años, ella fue quien llevó sus adorados chocolates al rey. Desde hacía varios meses, de eso se encargaban José y Elías, y Eva fue puesta al día por ambos sobre el porqué del cambio en la manera de tratarla por parte de los cortesanos: los frailes la incluyeron en el lote de gente que Portocarreño debía de proteger. Sus tareas ahora eran bastante más tenues y reposadas, e incluso alguna de las compañeras que antaño la denostaban, trataban ahora de conseguir su favor. Ya se sabe… entre arpías se elucubra sin parar… y si Eva se ponía de parte de alguna de ellas…, si empezaban a tratarla como a una igual… tal vez… tal vez… pudieran subir algún peldaño en las relaciones con la gente de la corte, pues muchas de ellas asistían atónitas al incesante entrar y salir de nobles de toda Europa de palacio. Y aquellos hombres elegantes, bien vestidos, y sobre todo muy bien posicionados, estaban sobrados de dinero. ¿Y si podían cazar a alguno…?

Cuando Eva volvía a La Paloma, generalmente acompañada de los dos frailes, lo primero que hacía era poner al corriente de todo lo que había visto u oído a Irene. Ambas sabían, la una de la otra, más de lo que nunca llegaron a imaginar poder saber de otra persona. Y ambas deseaban que la muerte de Carlos II fuese por fin un hecho, y no una quimera. Cuando el rey muriese, volverían a San Lorenzo. Eva, sin conocerlo, deseaba de verdad vivir en aquel lugar. O, bueno… aunque fuese en el pueblo… porque parte de lo que ambas aún no habían conseguido, con respecto a lo que tanto deseaban, pasaba por marcharse de Madrid de una vez.

Primero lo hablaron entre ellas. Luego expusieron la situación por separado a cada uno de los frailes: consiguieron que ambos les pusieran al corriente de las cosas que hacían en palacio. Los frailes no las contaron todo, pero sí la mayoría. Fueron unas más que buenas oyentes y consejeras. Por ejemplo, les hicieron ver que para conseguir un buen tanto a su favor con el rey, debían de tratar de llevarse bien con la reina. Sinceramente, lo agradecieron, aunque no les costó casi nada conseguir poner a Mariana de Neoburgo de su lado. Luego…, aparte de todo eso… estaban sus sentimientos hacia ellos.

Eva contó desde el principio con la total confianza y el cariño de Elías. Este, se desvivía en tratarla como si fuese su propia esposa, guardando las apariencias en público, por supuesto. Incluso en la cama. Sí, en la cama, porque Elías y Eva se entregaron el uno al otro apenas un mes después de que se conocieran. Para ambos fue como si despertara la inocencia de unos jóvenes de quince años, dormida desde hacía mucho tiempo. Lo mantuvieron en secreto entre los dos, hasta que Elías no pudo más y se lo confesó a José. Este, más incómodo que sorprendido, le regañó por no haber tenido la paciencia de esperar a que terminaran sus asuntos en la corte, pues sabía de sobra que si Elías decidía hacer algo, solo él podía hacerle cambiar de opinión. Sin embargo, José, se dio cuenta de que lo que sentía Elías por Eva era tan cierto, tan real, tan hermoso y tan humano y divino a la vez, que no pudo por menos que quitarle hierro al asunto:

—Ni el hábito, ni yo, ni Dios… podemos decirle al corazón de un hombre qué debe hacer. Tienes mi palabra: la querré como a una hermana.

Lejos de felicitarse por la buena acogida de la noticia por parte de José, Elías le hizo ver lo que él mismo sabía, pero que trataba de ocultar. Ocultarlo… ¡Ja! ¡A Elías…! ¡Al hombre que le conocía mejor que él mismo! ¡Y una mierda! La nota se la entregó nada más oír su contestación. Tardó el tiempo que le llevó escribirla:

Yo también quiero a Irene como a una hermana… y espero que, más pronto que tarde, te decidas de una vez a abrazar la felicidad que te has ganado. Que os habéis ganado. Los dos. Si la sigues apartando de ti, no te lo perdonaré jamás.

Ni qué decir tiene que, tras aquella nota, José trató de protestar a Elías. Ni qué decir tiene que Elías le dejó solo, sin hacerle caso, para que José se sentase a pensar.

Y lo hizo. A pesar de su dolor de cabeza.

Aquella misma noche, José habló con Irene. En aquella conversación, el fraile trató de hacerla ver que debería de esperar a que ordenase sus asuntos y su cabeza, pero que tuviese muy en cuenta, que estaba sopesando la posibilidad de darla aquello que tanto quería.

—¡Oh…, José…! ¡No puedes imaginar lo feliz que me hace oírte decir eso…!

Irene pronunció aquellas palabras bañada en lágrimas y abrazada a José. Una hora más tarde, entraba en la habitación de los frailes… bueno, en la de José, pues Elías ya dormía casi siempre con Eva y, tras meterse con él en la cama, ignorando sus protestas en voz baja, Irene le miró a los ojos y le dijo:

—No, José, no pienses… solo déjate llevar…

Y lo hizo. Se dejó llevar.

Desde aquel día, varios años atrás, aquellas mujeres y aquellos frailes se convencieron de que la vida, por dura que pudiese presentarse, a veces amarga y cruel, merecía la pena ser vivida de forma que ninguna mujer y ningún hombre de este mundo falleciese con la duda de saber si había hecho lo suficiente para ser feliz.

Ambos frailes lo hablaron entre ellos y llegaron a la conclusión, al menos, durante el tiempo que estuvieran en la corte, de no tener hijos con ellas. Cuando las pusieron al corriente, las dos mujeres se echaron a reír al unísono. Irene, la que más experiencia tenía, en la cama, de todos, les dijo que ella se encargaría de todo: una telita de seda, embadurnada en jabón y agua, convenientemente introducida en sus respectivos sexos, evitaría que quedasen en estado. Se lo contó solo a Eva, por supuesto, después de que ambos hombres dudaran de si podrían hacerlo o no. A Eva la enseñó incluso cómo metérselo y sacárselo después de estar con Elías.

Algunas veces, ellas, llegaron a pensar que poder tener un hijo con ellos estaría bien. Estaría muy bien. Pero ambas respetaron la decisión de los frailes, al menos, mientras estuviesen en la corte. Hijos… ¡Qué demonios importaba eso ahora! ¡Ya tenían a Dimas y a Gestas!

Toc, toc, toc…

La puerta se abrió despacio sin esperar una respuesta. La reina entraba en la habitación, cerca de las ocho de la tarde.

—Buenas tardes, José…

—Buenas tardes, majestad.

—¿Cómo está?

—Muy débil. Será mejor que me vaya a casa para que pueda descansar. Volveré mañana.

—Gracias, José…

La reina sonreía de forma débil y apenada al fraile. Carlos II dormía mientras respiraba de una forma muy pesada. A pesar de ello, el rey le habló a José justo cuando este trataba de salir por la puerta:

—José…

—¿Sí…? —José se dio la vuelta de inmediato.

—Quiero… quiero que mañana le digas —tosió—… a Elías que entre contigo… —volvió a toser—, por favor…

—Por supuesto, majestad, cuente con ello…

—Gracias…

José se inclinó, y salió de la habitación del rey. En cuanto estuvo fuera, comunicó a Elías el deseo del monarca. Elías le miraba esperando que le dijese algo más. José se lo dijo, enormemente abatido:

—Le doy unos días. Tal vez ni eso.