Capítulo XXXV

Todavía tratando de digerir el libro que les había entregado la reina, en nombre del difunto rey, junto con la carta, se quedaron todos mirando aquel pequeño sobre. Las mujeres quisieron ver de qué se trataba, pero los frailes entraron en la habitación de Elías y cerraron la puerta, tras comentarlas, José, que debían de leer aquello a solas. Si podían, ya las contarían después de qué se trataba. Una vez en la habitación, Elías lo abrió y lo leyó. Tras hacerlo, se lo entregó a José con cara de pocos amigos. La nota en su interior, era escueta:

En el viejo roble de las tres quimas a las diez.

Aquel roble, se encontraba a las afueras de la capital, a una media hora. No era un lugar muy frecuentado que digamos, dado que en él habían ahorcado a más de un desgraciado. Como advertencia, colgaba a menudo, hasta una altura de unos dos metros del suelo, una vieja soga, incluso con el nudo hecho, para que la gente que lo viese, tuviese muy presente cómo se las gastaban por la zona con los ladrones, asesinos y demás alimañas. José y Elías sabían que un par de veces, hombres del rey, habían quitado aquella soga…, pero a lo sumo dos días después, volvía a aparecer. Al final desistieron de quitarla, porque si en aquella zona alguien se encargaba de los bandidos por su cuenta, pensaron que así, no tendrían tanto trabajo.

Se le conocía por la Cola del Diablo, pues tenía tres ramas enormes que, emergiendo de un tronco difícilmente abarcable por tres hombres, se elevaban al cielo, separadas y muy rectas las dos de los lados. Estas eran relativamente cortas en comparación con la del centro, bastante retorcida, la cual terminaba en un nudo, posiblemente roto por el viento o alguna tormenta, del cual volvía a emerger una rama de más o menos un metro. Por su forma se asemejaba a la cola de Satanás. Esto, unido a que diversos hombres habían encontrado allí la muerte, llevaron a los vecinos a conocerlo como la Cola del Diablo. Era tan extraño encontrar un roble así, que la práctica totalidad de la gente de Madrid, así como infinidad de foráneos, lo conocían. José habló:

—Será mejor que les diga a las mujeres que no nos esperen para cenar. Las diré que es algo rutinario, no quiero preocuparlas.

Dejó solo a Elías en la habitación y, tras hablar un poco con ellas y con los niños, se enfrascó en la lectura del Malleus Maleficarum. Bueno, más que en la lectura en sí, en tratar de recoger un poco de información del mismo, de las diversas anotaciones que el rey les había contado en la carta que tenía escritas. Elías, sin embargo, no dejaba de pensar, en su habitación, en aquella nota que acababan de recibir. Prefirió no comentar con José nada más, pues sabía que si lo hacía, el dolor de cabeza de su hermano podría volver a aparecer. Le pasaba siempre que se preocupaba por algo. Le dejó tranquilo, seguro que estaría leyendo el libro del rey, hasta que llegase la hora.

Estaban a punto de regresar a su hogar y, antes de hacerlo, Portocarreño les quería decir algo. ¿Qué? Sin duda nada bueno. Su negativa a matar al rey, lejos de importarles lo más mínimo el cómo se lo hubiese podido tomar Portocarreño, con las consecuencias ya conocidas, no era ni mucho menos un asunto zanjado. Entre ellos y Portocarreño, sí. Pero había ciertos flecos que no hacían más que desasosegar a Elías. Más aún si cabe, tras recibir aquella nota. A José también, pero hacía semanas que no hablaban de ello.

Si la hermandad enviaba una carta, esta solía ser de parte del hermano mayor. Los demás hermanos no acostumbraban entre ellos a ponerse en contacto con cualquier otro hermano, con el sello de la Garduña. Ese sello estaba reservado al hermano mayor. Sin embargo, tanto José como Elías, habían faltado al juramento hecho en su día: obedecer ciegamente las órdenes recibidas de algún hermano que estuviese por encima de ellos. Más aún si estas venían directamente del hermano mayor.

Si bien con Portocarreño todo estaba en su sitio, manteniendo las distancias, con los demás miembros poderosos no lo tenían tan claro, de modo que más de una vez pensaron que, tras intentar quitarles de en medio y no lograrlo, les llamarían a cuentas y, tal vez, pudieran llegar a ser expulsados. Habiéndoles quedado claro que era más difícil matarlos a ellos que a un chon a besos, se querrían deshacer de ellos de otra manera: la expulsión de la hermandad, sin merecer siquiera la atención sus servicios prestados, en los primeros años de la década de 1680.

En aquel entonces eran los puntuadores más jóvenes de la hermandad, y con relativo peso específico dentro de la misma, pues contaban con el apoyo total de Pellejo. De muchas de las cosas que hicieron entonces por Europa, y fuera de ella, no solían hablar prácticamente nada. De aquella época quedó en las mentes de los hermanos una pareja que podía encargarse de todo, o de casi todo. Sus actuaciones eran convenientemente reveladas a los nuevos miembros, conforme entraban, para que supiesen todos de qué era capaz la hermandad.

Pero el tiempo había espantado la necesidad de acción de aquellos jóvenes muchachos. El tiempo y su maravillosa vida en San Lorenzo, prácticamente al lado de donde nacieron. Unos años maravillosos a la espera de acometer uno de los encargos más importantes que había tenido nunca la Garduña: arrebatar la corona a los Austrias.

La hermandad, a pesar de haber logrado su objetivo, a la espera de la guerra, no perdonaría que hubiesen desobedecido una orden directa. De poco importaba si Portocarreño consideraba justo el intercambio del papa por el rey: los demás hermanos importantes pedirían explicaciones ante su negativa a obedecer. Por eso les habían enviado aquella nota, o mejor dicho, por eso le habían obligado a Portocarreño a hacerles llegar aquella nota.

Elías sacó su vieja ropa de la bolsa de cuero y se la puso. Se ató el pañuelo al cuello. Metió a su amigo negro en la vaina y se colocó encima de todo ello el hábito. Lo hizo a oscuras. De poco importaba cómo se diluiría aquella tarde el humo de las velas: lo sabía de sobra.

Poco antes de las diez de la noche, se encontraban a la luz de una lámpara de aceite, junto a la Cola del Diablo. Hacía frío. Los caballos que habían llevado exhalaban unas espesas nubes por sus fosas nasales. Ellos mismos también. José le habló:

—Nos expulsarán…, ¿verdad…? Casi me alegro. El dinero de la hermandad no nos hará vivir con aquello que realmente necesitamos Elías…, tenemos a Irene y a Eva…, tenemos a los niños…, tenemos San Lorenzo…

Elías le miraba y le sonreía con cariño. No le extrañó que José evaluase que estar fuera de la Garduña sería, quizá, lo que mejor les pudiese venir a ambos. Le puso una mano en el hombro y le asintió de forma leve, mientras pensaba:

«¿Que nos expulsarán…? Ya veremos…».

Oyeron acercarse un carruaje y se volvieron a la vez. Habían llegado.

El joven que llevaba la carreta, de unos quince años, se pasó la uña del pulgar por el pómulo, agachó la cabeza con respeto, y les pidió con educación que subiesen. Les miraba con un respeto casi místico. Había oído hablar tanto de ellos, y con tanta devoción, que casi les pidió perdón cuando les dijo que se debían de poner una capucha negra sobre la cabeza, pues así se lo habían ordenado, para llevarles al lugar donde les esperaban. Se las pusieron una vez dentro. No les hacía precisamente gracia, pero ambos consideraron que aquellos muchachos, dentro había otro esperándoles armado, solo cumplían órdenes.

Con las capuchas puestas, José trató de analizar la situación a la que se enfrentaban. Había visto de sobra en los ojos de aquellos jóvenes la profunda admiración que les profesaban. Casi unos simples niños con hambre de aventuras y dinero. ¿Es que cada vez los reclutaban más jóvenes? Con ellos dentro, el carruaje comenzó a moverse. Un minuto después, José habló:

—Dime, hijo…, ¿dónde vamos?

—Señor…, lo siento…, señor, no puedo decírselo… —contestó el joven.

—Muy bien…, ¿cómo te llamas…?

—Claudio, señor…

—¡Claudio…! ¡Nombre de emperador! Dime…, ¿de dónde eres…?

—De Burgos, señor, pero no debería hablar de esto con ustedes…, señor, nos han prohibido decirles nada…

—Entiendo…

José notó tan nervioso a Claudio que supuso que si no era su primera encomienda, poco se equivocaba. Eso, unido a que sabía de sobra que les conocían, al menos sus actuaciones en el pasado, animó a José a llevar la situación a su terreno.

—Claudio…, ¿sabes quién soy…?

Elías sonrió bajo su capucha: sabía lo que vendría a continuación. Claudio no habló, pero comenzó a sudar.

—Claudio…, un simple sí o no bastará…, cualquier hombre puede mantener una pequeña conversación…, sin que por ello contradiga sus órdenes…

—Señor, le ruego que se calle, por favor…, me han ordenado que no hable con ustedes, no… no se lo tome a mal…

—No, hijo, de eso nada…, yo nunca me tomaría a mal que obedecieses una orden de un hermano…, pero ¿qué mal puede hacerte decirme dónde vamos?

Elías se lo estaba pasando pipa. El muchacho comenzó a respirar de forma muy pesada.

—¿Sabes, Claudio…? Yo un día fui como tú…; joven y arrecho… y ahora, pese a saber que me conoces, de lo cual no tengo ninguna duda, me tienes aquí a tu merced…, con la cabeza tapada y contigo apuntándome con un arma…, incluso podrías matarme si quisieras…, ¿quién se iba a enterar…?

—Señor…, por favor…

—Solo te pido un poco de conversación, Claudio…

—Ya… ya le he dicho que…

—… te pido un poco de conversación… porque quien está a mi lado…, bueno, no puede mantenerla contigo…, sabes quién es…, ¿verdad…?

Los dos frailes oyeron perfectamente al muchacho tragar saliva. José era un genio: ya era suyo.

—Sí, señor…, lo… lo sé…

Claudio estaba apretando tanto el esfínter, que le pareció que un herrero podría haber trabajado en él sin problemas.

—¿Y qué has oído de él…?

—Señor, mi… mi capataz dice de él que… que… antes… antes… de dormir, por las noches, bebe un… un vaso de la sangre de sus víctimas…

—¡Elías…! ¡Pero bueno! ¡Eso no me lo habías contado! —Elías, incluso, se encogió de hombros levantando las palmas de las manos hacia arriba.

—También dice que para él, matar es tan fácil como respirar… —Claudio se había soltado—, y que si se lo propone podría arrancarle el corazón a un hombre, sin más ayuda que la de sus manos… —hizo una pequeña pausa—, y que la muerte no viene a por él…, porque si acabara con ella…, no cabríamos todos en el mundo…

—¡Ja, ja, ja…! ¿Eso dice…?

—Sssssí…, señor, los hermanos jóvenes…

—… quisierais ser como él…, ¿verdad?

—Sí…, sí, señor…

Decir que Claudio los idolatraba era poco. Sobre todo a Elías, por supuesto. Les cayó tan bien, que José desistió de intentar sonsacarle algo, cosa que habría sido posible con el solo hecho de que Elías hubiese mostrado su cuchillo, pues ni siquiera les habían registrado. Tampoco les habían atado. Sin embargo, unos diez minutos después, Claudio comenzó a mostrarse locuaz sin pedírselo:

—Les llevamos a una casa abandonada. Dicen que perteneció a un capataz. Cerca hay una cuadra semiderruida. No está lejos. Los hermanos quieren hablar con ustedes. Dicen que irá, incluso, el hermano mayor…, ¿han hecho algo grave, señor…? Lo digo porque antes de ir a buscarles, oí comentar a uno de ellos que tenían que servir como ejemplo… ejemplo…, ¿de qué?

—Tranquilo, hijo, tranquilo…, no deberías de preocuparte de cosas que no se encuentren bajo tu control…, es tiempo perdido. Ocúpate solo de aquello que puedas controlar… o llegar a controlar…, no temas, todo irá bien.

—Señor…, me crean o no…, me puse bastante nervioso cuando supe que les conocería esta noche… y no me hizo gracia cuando me dijeron que debía llevarlos a esa reunión… encapuchados.

—Lo sé, hijo, lo sé. Es más…, lo sabemos. No te preocupes.

Tras aquello, Claudio respiró un poco más tranquilo. José y Elías, no.

«…teníais que servir como ejemplo… ejemplo…, ¿de qué?».

Las palabras del muchacho no hicieron sino corroborar que esa noche podrían producirse dos cosas, y ninguna de ellas a la vez: o los expulsarían… o tratarían de nuevo de acabar con ellos. Más la segunda que la primera, pues la traición en la hermandad se pagaba con la muerte. Cualquiera de las dos serviría como ejemplo ante las insubordinaciones, en el futuro, de cualquier otro miembro. José tuvo claro que aquella noche no la iban a olvidar tan fácilmente. Elías también lo tuvo claro…, pero pensó en una tercera posibilidad.

Cuando llegaron, Claudio y el cochero les ayudaron a bajar del carruaje. En cuanto pusieron pie en tierra, ambos se quitaron las capuchas ante las tímidas protestas de los jóvenes. Les habría gustado ser ellos quienes se las hubiesen quitado. Sin hacerles mucho caso, miraron a su alrededor: la casa estaba en un estado lamentable. A unos cien pasos comenzaba una doble hilera de antorchas encendidas, a los lados del camino, que llevaban hasta la entrada de lo que supusieron que sería la cuadra de la que les había hablado Claudio. Distinguieron diez hombres, todos ellos armados. El cochero les acercó algo en un pequeño saco y les dijo que se lo tenían que poner. José lo sacó, y se quedó mirando aquello entre incrédulo y enfadado.

Dos máscaras de plaga.

La máscara de la plaga traía a la mente de cualquier hombre que la viese, el recuerdo de una de las épocas más infames para la humanidad. El recuerdo de unos tiempos tan oscuros y tan temidos, que el solo hecho de pensar en ellos hacía que el corazón de los hombres se encogiese. La máscara de la plaga, fue una de las poquísimas armas de las que el hombre dispuso para enfrentarse al tercer jinete del Apocalipsis: la peste negra.

Los mongoles la padecieron. Los frailes sabían desde hacía años aquello: desde que estuvieron en Tierra Santa. Estos usaban cadáveres infectados en sus contiendas, como una forma de acabar con el enemigo sin que se enterase. Así lo hicieron en Caffa: lanzaban los cuerpos en catapultas dentro de la ciudad. La gente de Caffa que huyó, lo hizo refugiándose en Messina, Génova o Venecia. En los mismos barcos que les llevaron, muchos murieron. Cuando llegaron a puerto, llevaban consigo la aniquilación. Pronto, las calles de esas ciudades se poblaron de cuerpos putrefactos y malolientes.

En el año 1347, húngaros y napolitanos se enfrentaron en una guerra que incluso llegó a aplazarse por culpa de la enfermedad. Los húngaros, que la venían padeciendo con anterioridad, a pesar de su retirada, dejaron huella tras su paso: la peste se extendió entonces con más rapidez de lo que lo había hecho con anterioridad en la península Itálica. De allí, al resto de Europa.

Francia, Inglaterra, España…, todas sucumbieron a la peste. Europa entera enfermó.

Tras el mal, había que tratar de instaurar el bien. Arduo trabajo, pues con el vulgo tremendamente asustado ante una más que probable muerte, se buscaron culpables… y los cabeza de turco fueron los musulmanes y los judíos. Se les comenzó a exterminar acusándoles de propagar la enfermedad, inculpándoles, incluso, del emponzoñamiento de los pozos de agua, creyendo así que si se acababa con ellos, el mal sería erradicado. Tan grave fue la sangría, que parte del clero pidió que no se les culpase a ellos de la peste. No dio muy buen resultado.

La peste no entendía de dinero. La peste no sabía si comías pan rancio o un buen lechazo. Los nobles creían ciegamente que se trataba de una enfermedad de los pobres y que a ellos, por su noble condición, no les llegaría a alcanzar. Tremendamente necios e ilusos tuvieron que ver que cualquiera de ellos también podía caer: en 1350 mató a Alfonso XI, rey de Castilla, durante el sitio de Gibraltar. También se llevó por delante a Juana II de Navarra. Tras esto, alguno de ellos se refugió en los Pirineos, pues allí, en ciertas zonas, la virulencia de la peste fue menor. En los altos, con el frío, y con los preparados, cuidados y atenciones de los seguidores de Mari, allí la gente no caía como moscas.

Un noble Navarro contó, tras volver a su casa, que una anciana le llegó a decir que tenía el remedio contra la enfermedad:

«Vos… que habéis llenado la panza a gusto desde que os parieron, no debéis temer…, esos pobres de ahí afuera, que han llegado a tener que comer ratas, sí que deberían de preocuparse. No os quepa duda…, con el estómago lleno no llegará la podredumbre a la sangre… je, je, je…».

En el apogeo de la enfermedad, algunos hombres trataron de cercarla. Se dieron cuenta de que la gente que se dedicaba a determinados trabajos, como herreros, molineros, o gente que trabajase la madera, padecían en menor proporción la enfermedad que aquellos que se dedicaban a oficios derivados de la tela, como sastres, comerciantes lanares y demás. Ello llevó al convencimiento de que la ropa podía propagar la enfermedad, por lo cual se comenzó a quemar la ropa de todo aquel que hubiese muerto de peste. A partir de este momento se cerraron las puertas de las ciudades ante los comerciantes de telas y vestiduras. Incluso a los foráneos que llegaban a las mismas, se les invitaba a despojarse de sus ropas, proporcionándoles otras si querían entrar en las ciudades. En el interior de estas, la inmensa mayoría de los médicos huyó para no tener que tratar con la enfermedad. Cobardemente se esfumaron de sus puestos de trabajo de la noche a la mañana. Se sabían casi muertos, si cumplían con su deber.

Sin embargo, siempre hubo y habrá gente que merezca la pena, no solo ser recordada, sino que sea, por justicia, elevada a los altares de la magnificencia divina: no todos los médicos se fueron. Junto a ellos, muchos voluntarios se prestaron a ayudar en lo que pudieran… aunque fuese cargar con varios cadáveres en una carreta. Esa gente que trató de ayudar, comprobó que si evitaban, en la medida de lo posible, inhalar el viciado aire que solía haber en las habitaciones de los enfermos y difuntos por la peste, se evitaba, en parte, la posibilidad de contagio. Los cuerpos, descompuestos, despedían unos hedores nada agradables, y nada buenos, de modo que idearon la forma de poder atenderlos sin tener que respirar aquello:

La máscara de la plaga.

La máscara de la plaga, de más o menos medio pie de largo y con forma de pico, tenía dos agujeros, uno a cada lado de las fosas nasales, lo suficientemente grandes para poder respirar, y poder inhalar a la vez las diversas hierbas que se introducían en el pico de la misma. Esas hierbas evitaban el nauseabundo olor. Una vez conseguido esto, se procuraron proteger la piel para que las formas de contagio fuesen cada vez más reducidas. Se vestían de modo que no estuviese expuesta. Se cuidaron también de tocar a los infectados: portaban un bastón y comenzaron a usar guantes para remover las vísceras de los muertos, tratando de buscar la forma de erradicar aquello. Y como colofón se colocaban unas gafas de cristales oscuros para proteger los ojos. Esto último a la Iglesia la gustó mucho, dado que estaban convencidos de que la gente podía caer enferma si un infectado les había mirado.

La peste negra tuvo varios brotes más que aquel. Ninguno como el de 1348, pero continuaron sucediéndose en mayor o menor medida, hasta 1490. Después de esa fecha, los brotes habían sido cada vez más espaciados y con menor virulencia. Por ello, y porque cada vez que se producía un nuevo brote, la culpa la tenían siempre los musulmanes y los judíos, atacarles a ellos si estabas sano, era sinónimo de poder enfermar.

Para tratar de evitar esto, los diversos maleantes y bandidos que les atacaban en España, lo hacían con la máscara de la plaga puesta. Trataban de protegerse así de la posibilidad de caer enfermos, pero además les cubría la cara ante sus víctimas. Estos maleantes, cuando fueron acusados de cometer pillaje, se excusaban diciendo que estaban amparados por la Inquisición, y la misma, los protegió: ni musulmanes ni judíos eran de su agrado.

Cuando los brotes de peste se atenuaban hasta desaparecer, los bandidos tenían que ingeniárselas para poder seguir con su labor, pues sin la peste ya no podían atacar a musulmanes y judíos a su antojo, y desde hacía algún tiempo, gracias a las buenas relaciones que tenían con la Inquisición, comenzaron a recibir los más diversos encargos, estos muy bien remunerados. Los bandidos comenzaron a ejecutar los designios de la gente que pudiera costearlo, de dentro o de fuera del clero, y se comenzaron a organizar.

Esta organización fue cada vez más compleja. La demanda de las encomiendas crecía tanto, que tuvieron que jerarquizarse y repartir los trabajos.

El año: 1412.

Lugar: Toledo.

Aquel año, y en aquel lugar, los miembros más importantes de aquellos maleantes sentaron las bases de lo que sería su organización a partir de ese momento, y fijaron una serie de reglas y normas de conducta. Las reglas debían de ser obedecidas por todos al pie de la letra. Sin distinción. Juraron obediencia ciega a sus superiores, y se entregaron en cuerpo y alma a la causa.

Para que quedara constancia de aquellos acuerdos, en 1420 redactaron El Libro Mayor y dejaron escrito en él Las Ocho Reglas:

Primera Regla:

Todo hombre valiente, de buena vista, persona ligera de manos y de pies, corto de lengua, expedita en resoluciones de edad madura, que quiera servir a la hermandad, ya indicándole buenas operaciones, ya facilitando los medios para llevarla a cabo, puede ser miembro de la misma.

Segunda Regla:

La hermandad otorgará amparo a toda mujer que haya padecido por la justicia, y que quiera encargarse de ocultar o vender objetos que la Divina Providencia haya dispensado a la hermandad. Estas mujeres pasarán a servir a sus hermanos en cuerpo y alma. Ninguna de estas mujeres será tocada por ningún hermano, si esta no lo desea.

Tercera Regla:

Los chivatos no podrán, en su primer año de noviciado, montar negocios por su cuenta. Seguirán fielmente las indicaciones de sus superiores, hasta que estos consideren que ya están listos para comenzar sus propios trabajos.

Cuarta Regla:

Los puntuadores, y solo ellos, se encargarán de los negocios de más cuantía. Cobrarán un tercio del valor final del trabajo realizado. Los demás miembros, por debajo de este rango, deberán de obedecer y acatar las órdenes de estos sin dudar.

Quinta Regla:

Los floreadores vivirán a costa de sus uñas, con un tercio de sus negocios, y dejarán algo para las ánimas del Purgatorio. A estas últimas y a la Virgen del Carmen, nuestra patrona, deberemos todos, sin distinción, nuestra más profunda devoción. Ello no prohíbe la devoción a otros santos.

Sexta Regla:

Los encubridores procurarán siempre información de primera mano que se precise, a cualquier hermano que así lo solicite. A cambio, recibirán la décima parte de todo lo recaudado.

Séptima Regla:

Las serenas se quedarán los regalos de los nobles. También será así con los regalos de los clérigos.

Octava Regla, La Regla Máxima:

Antes mártires que traidores.

Había nacido la Garduña.

En recuerdo de sus comienzos, cuando los miembros importantes se reunían en un acto solemne, portaban la máscara de la plaga.

Los frailes comenzaron a andar por el camino. Con los hábitos y las máscaras, tenían un aspecto realmente fantasmagórico entre las antorchas. Al llegar, los hombres allí apostados se apartaban de forma respetuosa a su paso. Agachaban un poco la cabeza, sin dejar de mirarles, y se pasaban la uña del pulgar por el pómulo. Al llegar a la entrada, dos hombres les registraron. No encontraron nada y les introdujeron dentro. Antes de hacerlo se inclinaron un poco y, sin dejar de mirarles, se pasaron también la uña del pulgar por el pómulo. Una vez dentro, un hermano giró su pico hasta apuntar hacia ellos, y los dos hombres que estaban en la puerta, incluso se estorbaron para tratar de salir de allí. Los frailes avanzaron hasta la mesa y esperaron de pie, como los demás.

Iba a ser una noche muy larga.