Capítulo XIX
Al día siguiente, apenas unas pocas horas después de que Elías y José quemaran el documento, tras su lectura, los frailes comenzaban sus tareas; estaban bastante animados. En la calle habría medio metro de nieve, pero no les amilanó lo más mínimo en sus quehaceres. Les acometieron con bastante buen humor y por momentos, alguno, incluso silbaba. Tomás fue el único que se dio cuenta de que ni José ni Elías les acompañaban en el ánimo.
—¡Hermanos! Les veo un tanto apesadumbrados… ¿les ocurre algo…? ¡Hoy es un gran día! Francisco nos mandó esta mañana comenzar los preparativos para la presentación de la cruz de San Lorenzo. Remigio ha preguntado varias veces por vosotros…, especialmente por ti, José…
—Gracias, hermano, iré a verle enseguida…
José no se encontraba precisamente de buen humor. El día anterior había sido tan largo y tan lleno de vivencias, que aún no era capaz de asimilarlas todas por completo. Pero, de entre todas ellas, la que le había trastocado moralmente había sido, sin duda, la noticia que les llevó Pellejo.
Tras la lectura del documento, y la confesión por su parte a Elías, de la identidad del padre de los niños, cambiaron impresiones durante bastante tiempo de todo lo que se les venía encima. José hablaba y Elías, como siempre, escribía para que posteriormente lo leyera José. Sacaron varias cosas en claro, pero la que más les llamó la atención de todas, era que tras releer el documento unas cinco veces, llegaron a la conclusión, inequívoca, de que el hermano mayor era alguien bien infiltrado en la corte… y, además…, un superior suyo religioso. No les cabía la menor duda, tras repasar con celeridad las líneas del texto una y otra vez.
Cuando creyeron que, al menos de momento, no sacarían nada más en claro, lo quemaron y se acostaron, tras atender a los bebés. Esa noche, lo hicieron mimándolos a los dos de manera especial.
Remigio suspiró aliviado tras la llegada de José. Le instó a que se sentase y repasaran juntos la lista de personalidades importantes que deberían de ser advertidas de tal evento, la presentación de la reliquia, para asegurarse de que no faltara nadie. Tras una hora, eterna para José, y en la que incluso el viejo Remigio se mostraba más activo que él mismo, Elías entró en la habitación a buscarle y le llamó por señas. Pesadamente, José salió afuera, disculpándose ante Remigio. Siguió a Elías hasta la calle y este le dio un papel escrito:
Urbana ha estado aquí. Quiere verte. Me ha pedido que te diga que bajes inmediatamente a su cabaña, que junto al fuego hablaréis más cómodos. Deberías ir.
—¿Qué querrá ahora esta mujer…?
José introdujo sus manos, entre las mangas contrarias del hábito, y comenzó a bajar la cuesta hasta la cabaña de Urbana. Cuando llegó estaba fuera, con varios troncos de borto entre los brazos. Le invitó a pasar. Se sentaron junto al fuego y José preguntó primero:
—Urbana, estoy bastante ocupado… ¿qué es lo que quieres?
La vieja le miró seria.
—Esta mañana consulté las runas…
—Urbana… ¡por favor…!
—¡Ssssshhhhhh…! —chistó, Urbana, enfadada—. Consulté las ascuas y el sapo muerto…, necesitas mi ayuda…
—Urbana, ¡esto ya me está empezando a cansar!... —José no se encontraba de humor para aguantar una nueva charla con Urbana sobre creencias y deidades—. Ayer tuve un día horrible… ¡horrible y muy largo…! ¡Y hoy tengo mucho trabajo por hacer!
Urbana se puso de pie y le ofreció un vaso de vino caliente. Le echó azúcar mientras José aguantaba el vaso. La verdad es que había enfriado de nuevo tras la última nevada y ese vino caliente le vendría muy bien. Se sentó y le miró profundamente con su ojo mientras el fraile bebía. A la vez, le habló:
—Dime, fraile, ¿quién es digno de sentarse en el trono del Imperio?
José se atragantó con el vino y escupió parte de él bastante lejos. Tosió un par de veces. Cuando se le pasó, lejos de decirla nada, se la quedó mirando casi asustado. Mientras tosía, Urbana se había pintado una franja transversal de color negro, de unos centímetros de grosor, de sien a sien, atravesando sus ojos. Sus enormes cicatrices, en un lado de la cara, aparecían pintadas de un azul muy vivo, y en la otra parte de la cara, cuatro marcas anaranjadas, desde el ojo hasta la altura de la oreja, pasando por el pómulo. Su aspecto daba miedo.
—No me has contestado, José… ¿Quién ocupará el trono del Imperio cuando muera el Hechizado…?
—Urbana…, verás… ¿qué llevas puesto…?
Pero ¿cómo demonios lo habría averiguado?... ¡Hacía tan solo unas horas…!
No le quedaba ninguna duda, ahora no. Después de lo que le había dicho, tenía muy claro que Urbana los espiaba.
—Me parece…
—Me parece… —le interrumpió Urbana—, que necesitáis mi ayuda. Por eso te he hecho venir.
José comenzó a sentirse mareado. Otra vez mareado en la cabaña de Urbana, y tras beber un vaso de vino que ella le había ofrecido. Lo comprendió al momento. La cabeza le daba vueltas y observaba el vaso en su mano, mientras la estancia daba vueltas… y vueltas… y más vueltas…
Urbana se le acercó y le ayudó a recostarse, antes de que se desplomara sobre el suelo. Le introdujo el dedo meñique entre el hábito y el cuello, y sacó el cordón de cuero, en el que llevaba la pequeña cruz celta que siempre le acompañaba. Se la enseñó.
—Estoy aquí para ayudarte, fraile, y para ello… te recordaré quién eres…, y qué eres capaz de hacer…
A José le invadió una neblina que le dejó semiinconsciente. A pesar de ello, no se desmayó del todo. O eso le pareció. Entre la niebla, oía una voz. Esa voz cada vez se alejaba más… y más…, y cuanto más se alejaba, él más empeño ponía en alcanzarla. Una mano le agarró la suya. Reconoció la retorcida mano de Urbana por el tacto. No podía hablarla a pesar de que la oía. No la veía. Es más…, no veía: la niebla lo invadía todo. Urbana seguía hablando… y hablando… La oía como si una voz le hablara en sueños:
—Puedes confiar en mí, fraile, lo sabes. No me preguntes cómo sé ciertas cosas…, el caso es que las sé. Pero algunas de esas cosas…, no deberías de preguntármelas a mí, fraile, pues tú las sabes tan bien como yo…
José intentaba levantarse, pero era incapaz de mover un solo músculo. La voz de Urbana seguía guiándole entre la niebla.
»Los primeros pobladores de esta tierra resistieron a base de sangre y muerte, las incursiones de los imperios que quisieron arrebatarnos nuestra forma de vida. Resistieron bien…, aún hoy, conservamos aquella forma de vida oculta para que el nuevo poder, no nos despoje de nuestro pasado… Nos llamaban… «extraños». No lo éramos en nuestra tierra…, ellos, sí. Formaban con sus legiones, bajo el estandarte del águila… y marchaban sobre nosotros… una y otra vez…
En la mente de José se formó la imagen de las legiones romanas de las que tantas veces había leído en los libros durante años. Las vio marchando sobre la tierra que tanto amaba, arrasando todo a su paso…
»… pero nuestra forma de vida, y nuestros hombres y mujeres, no estaban dispuestos a caer bajo la codicia de ningún hombre…, ni bajo la tiranía de ningún emperador, de modo que luchamos, los combatimos, nos pintábamos de naranja…, nuestro color de guerra…
Ahora, era la imagen de los vascones, várdulos, caristios y autrigones, estos últimos, los pobladores primigenios del lugar en el que se encontraban ahora, con la cara pintada, de naranja, con los dedos, a los que veía nítidamente enfrentarse con ardor a las tropas romanas. Este, el anaranjado, se mezclaba con el rojo de la sangre de los caídos o heridos en las infernales contiendas. Recordó haber leído que las legiones sentían auténtico pavor al acercarse a esos bárbaros con la cara pintada de naranja. Obtenían el tinte de cocer calabazas a fuego muy lento y licuar su contenido en ánforas pequeñas de barro. Lo mezclaban con ceniza, para que fuese una pintura más densa y oscura.
»… y fueron nuestros antepasados allotrigones, los que con su negativa a sucumbir…, dotaron de poder al pueblo de Bardulia…
Sí, eso también lo sabía, Bardulia…, el germen de lo que después se llamó… Castilla…
»… y mientras Bardulia añoraba crecer, nosotros solo añorábamos no perecer…, no perder nuestra forma de vida…, nos sentíamos tan llenos de dicha, por haber podido conservarla, que solo nos importó vivir en paz…, con nuestros hermanos…, nuestros hermanos del norte, con quienes compartimos mucho más que comercio; nuestra sangre se mezcló con la suya… del mismo modo que lo había hecho con la de la retaguardia del ejército del mismísimo Aníbal, cuando cruzó Hispania…, por eso… por eso somos tan recios…, por eso somos tan fuertes…, por eso nos temen tanto si despertamos y nos enfrentamos a quien quiera que sea el que nos incomode…
La retaguardia del ejército de Aníbal, el Cartaginés. El hombre que hizo temblar a la mismísima Roma. No les atacó por donde esperaban. Dio un rodeo casi inhumano para atacar Roma por donde nunca se lo hubieran imaginado: cruzó Hispania de sur a norte, y atravesó los Pirineos. Su retaguardia, muchos de ellos, se quedaron en la zona y no se fueron jamás, estableciéndose para siempre allí, junto a los antiguos moradores. Fueron bienvenidos por los habitantes de ambos lados de las montañas de Pyrene, no en vano, poseían un enemigo común.
Y los celtas. Muy del agrado de los habitantes de esa tierra, ya que además de poseer un enemigo común, Roma, no eran en sí un solo pueblo, al igual que los pobladores de aquella tierra. La celta era una forma de vida en sí misma, lejos de ser la forma de vida de un pueblo en concreto. Sus costumbres fueron bien recibidas, si bien es cierto, que el paso de los años hizo que esa cultura perdiera parte de la riqueza de la que dispuso antaño en esa tierra. No fue así, en parte del resto de las tierras que bañaba el Cantabricus Oceanus. Sin embargo, sí que hubo una parte de sus creencias, adaptadas a aquel lugar, las que arraigaron con fuerza: la creencia de que existía algo más allá de lo que podemos ver, oír, tocar u oler…, algo que, si bien ya creían anteriormente, fue modificado y adaptado a las nuevas costumbres.
»… por eso…, y por el poder que poseemos y que no se puede ver…, es por lo que nos temerán siempre. Somos diferentes. Somos únicos. Y a ellos no les gusta la variedad…, no les gustan los manzanos con diferentes colores… Todas las manzanas han de ser del mismo verde…, si no… intentan pintarlas del color que ellos tienen…, del color que ellos desean…, aunque las manzanas no sean así…
José sudaba y se intentaba retorcer de nuevo mientras seguía oyendo la voz de Urbana. Se le agitó la respiración y comenzó a acuciarse el dolor de cabeza que minutos antes había comenzado a notar. Sin embargo, lo que Urbana le quería decir, vendría a partir de ese momento. Hasta ahora, le había hecho partícipe de los inicios de aquella tierra, así como de los inicios de su forma de vida, no de lo que realmente quería hacerle saber al fraile, no de lo que quería hacerle recordar…
»… pero nuestro color es el que es…
¡Oh…, Dios mío! «... nuestro color es el que es…», ¿sería posible…? ¿Realmente… sería posible?
»…nuestro color es el que es… —La voz de Urbana se debilitaba por momentos—. Nuestro color es el que es…
José se vio de pronto en el cuerpo de un niño de ocho años que miraba embelesado a una mujer guapísima. No podía dejar de mirarla. Aquella mujer le terminaba de calzar para salir por la noche. Fuera, la gente se arremolinaba contenta en el camino. Cada vez llegaba más y más gente que caminaba contenta, alegre y jubilosa. Más y más gente conforme se acercaba la noche, todos con buen humor. Algunos, cogidos de la mano. ¡Dios!... ¡Era tan guapa! La mujer le habló:
—José, esta noche lo pasaremos bien…, vendrás con mamá a conocer a Mari.
José dejó de resistirse. Comenzó a llorar. Quería llamarla, pero no podía. Quería besarla. Quería abrazarla. Lloraba. Solo quería volver a sentir a mamá. Volver a estrechar entre sus brazos al ser que, para sus adentros, pues nunca se lo confesó a nadie, ni siquiera a Elías, era más grande que el mismísimo Dios: mamá.
María, la madre de José, pereció al dar a luz al que hubiera sido su hermano. Bueno, uno de ellos, pues recordaba que su madre estuvo un par de veces en cinta antes de que dejara este mundo. Por tercera vez le llamó a su lado para tratar de explicarle, de la mejor manera posible, o eso quiso creer la pobre mujer (¿cómo se le explica eso a un niño?), que su hermanito se había ido al cielo. Que estaba con sus otros dos hermanitos, y que si no se portaba bien les haría llorar. José se vio a sí mismo de nuevo asintiendo a su madre, abrazándola y prometiéndola que se portaría bien.
A la mañana siguiente la enterraron junto al cuerpo del nonato.
José lloró durante días. Sólo le quedó la pequeña cruz celta que su madre llevó toda su vida al cuello.
José recordó, de forma breve, ese tristísimo momento y apartó rápidamente ese recuerdo de su mente para volver a verla. Ahí estaba. Tan guapa y tan cariñosa con él como siempre.
—Cuando lleguemos al prado, recuerda que has de estar callado hasta que mamá te lo diga, hoy es una noche especial…
—Y… y ¿por qué… por qué es especial…? —la preguntó José
—Porque esta noche conocerás a Mari… y la pediremos una buena cosecha…, haremos una gran hoguera para dar la bienvenida al verano y luego cantaremos y reiremos junto a los demás…, anda, termina de vestirte… No, hijo, esa camisa no…, nuestro color es el que es…
Era la noche del solsticio de verano. El día elegido desde tiempos inmemoriales por los seguidores de Mari, para tratar de obtener su favor en forma de mayores y mejores cosechas. Era un día grande. El más grande del año. Centenares de personas se arremolinaban esperando el momento de que se encendiese la hoguera. Con ella ardiendo, llegaba el momento del culto a la fertilidad… y a Mari, generalmente, representada por una mujer embarazada, a la cual la acompañaba el Akerbeltz, el macho cabrío negro, el símbolo terrenal de la fertilidad, por sus enormes testículos, que no faltaba en el rebaño de ninguna casa.
Al llegar, de la mano de su madre, José vio muchísima gente. La campa era enorme: mirase donde mirase solo veía gente cantando, bailando, comiendo, bebiendo… Su madre no le había engañado. Nunca lo hacía. Cientos de personas disfrutaban mientras daban buena cuenta del cordero asado en estacas, y de pellejos llenos de vino y sidra.
Poco después de llegar, una mujer muy mayor anduvo desde el centro de la campa hasta un pequeño altillo. La enorme pira de leña, a su lado, esperaba a ser encendida. Vestía una falda negra hasta el suelo, una camisa de lino en un tono ocre y un gran gorro blanco, sin alas, que emergía desde su cabeza acabando en una graciosa punta mocha, curvada hacia adelante. Su madre le explicó que ese gorro se lo ponían para que su pelo, por lo general bastante largo, no las cayera sobre el rostro, evitándolas prestar atención si se encontraban enfrascadas en la cocina. Llevaba un gran bastón en la mano derecha. Cuando llegó al altillo, el murmullo que había comenzado a ser el anterior jolgorio de la gente, se tornó en un silencio sepulcral. Todos la miraban.
—¡Hermanas…!
Varias mujeres dejaron sus respectivos sitios y comenzaron a acercarse hasta aquella mujer. Su madre se arrodilló y le dijo:
—Ahora, José, me vas a esperar aquí. Mamá vendrá enseguida contigo. ¿Me… me prometes que te portarás bien?
El pequeño José asentía embelesado a la cálida voz de su madre. Se quedó junto a su padre, Ezequiel, un hombre enorme que, si bien era bastante tosco y seco, nunca se portó mal con él. Todo lo contrario.
—Tranquila, mujer, yo estaré con él…, ve…
José se quedó a los pies de su padre con las manos de este sobre los hombros. Giró su cabecita hacia arriba y vio cómo observaba a su madre con una mezcla de admiración y cariño. La vio llegar junto a las demás, a la altura de aquella mujer tan mayor. Se sorprendió cuando lo hicieron, no se había dado cuenta: iban todas vestidas igual. Unas muchachas jóvenes las llevaron unos gorros blancos idénticos al de aquella señora. Se los pusieron todas, incluida su madre, y luego se posicionaron todas en una fila horizontal, detrás de la anciana. La mujer habló de nuevo:
—¡Hermanos…! ¡Bienvenidos seáis todos! —nadie habló—. Hoy, como cada año, celebramos la fiesta más grande…,¡nuestra fiesta!..., el día en el que la noche comenzará poco a poco a imponerse al sol…, ¡y es por ello que nos encontramos aquí reunidos todos de nuevo!
Hizo una seña con la mano a alguien tras todas ellas. Una mujer bastante gorda y desnuda entró en escena. Estaba embarazada. Llevaba consigo un macho cabrío negro. Los testículos le colgaban casi hasta el suelo y se encontraba bastante asustado. Tiraba de la soga que tenía al cuello para tratar de alejarse de allí. La mujer desnuda se tuvo que emplear a fondo para hacerle ir con ella hasta su lugar: la diestra de aquella anciana.
—¡Hoy!..., ¡pedimos a Mari que nos proteja, que nos provea de alimento y que vele por nosotros!... Y la encomendaremos la misión, como cada año, de que nos ayude a luchar contra la noche que se cierne sobre nosotros. ¡Que la luz de la hoguera nos ilumine, nos guíe y la dé fuerzas para ayudarnos. A cambio… nosotros le profesaremos nuestra devoción, nuestro amor y nuestro incondicional culto!
Centenares de personas vitorearon las palabras de aquella mujer. El gentío elevaba sus vasos y pellejos de vino al viento y todas las personas jaleaban contentas y alborozadas.
Algunas de las mujeres, que acompañaban a su madre, comenzaron a hacer más caso al macho cabrío que a la anciana. Intentaba tirar de la mujer que le sujetaba. Dos hombres, bastante fuertes, la ayudaron a tratar de sosegar al animal. José oyó a un grupo de hombres, al lado de donde se encontraba con su padre.
—Los chavales de Gerónimo… ¡el mayor tiene más cojones que el carnero!
—Sí…, je, je, je…, tienes razón…
Cuando el animal se tranquilizó un poco, la anciana comenzó a recitar:
—¡Oh, Mari!... Tú que conoces el secreto de la vida…
Todo el mundo siguió a la mujer recitando en voz alta:
…muéstrame el camino de la verdad,
permíteme bailar alrededor del fuego de mis antepasados,
enséñame a ser tan libre como el viento,
tan fuerte como el halcón,
y tan sabio como la naturaleza.
Atiende nuestras peticiones, Mari,
y pide a Amalur que nuestros campos rebosen,
para que bajo el manto de tu poder,
los hijos de esta tierra
crezcan sanos y fuertes.
Cuando terminaron, todos guardaron un minuto de silencio en señal de respeto a Mari. Cuando la pareció suficiente, la señora volvió a dirigirse a todos:
—¡Este año!...,¡la fertilidad nos viene representada desde la casa Azkue!
Gerónimo de Azkue, el dueño del macho cabrío, fue vitoreado por todos. El pobre hombre no podía sentirse más orgulloso. Se inclinaba agradecido ante los vítores de todos los reunidos. Entre el griterío, se dejó oír algún que otro mozo que elevaba su vaso de vino en dirección a sus hijos.
—¡Y Mari… nos viene representada por Aureliana de Zaldua!
Todo el mundo cambió sus vítores de Gerónimo a Aureliana, la mujer desnuda preñada. Saludaba agradecida con la mano a todo el mundo.
—¡Aureliana…! Cuando quieras…
Aureliana cogió una antorcha que la acercaron, y encendió la pira de leña. Toda la gente parecía que de pronto se había vuelto loca.
—¡Hermanos! ¡Disfrutad de la fiesta! —concluyó la señora.
Todos los reunidos comenzaron a cantar y bailar formando un enorme círculo alrededor de la gigantesca hoguera. Docenas de personas se acercaban y tocaban los testículos del macho cabrío, tras lo cual, uno por uno, besaban la tripa de Aureliana. Todos eran aquellos que aún no tenían hijos o que esperaban tener alguno más. Tampoco faltaban aquellos que buscaban tener una cosecha más abundante, o los que querían que la misma no se echase a perder. A los enfermos les llegaría su turno más tarde, ayudados por los familiares que se estaban acercando ahora. En definitiva: todos pasaron por allí.
Tras el encendido de la enorme hoguera, José pudo ver mejor a las mujeres que estaban allí arriba con su madre María. Una de ellas le heló el corazón, no por miedo, sino por la impresión que le dio al verla allí y reconocerla: una joven Urbana.
Le llamó la atención que tenía sus dos ojos. Ni rastro de las enormes cicatrices de su rostro.
José, ante aquella visión, se revolvió en su cuerpo actual. La droga comenzaba poco a poco a perder su efecto. Algo casi comprensible, teniendo en cuenta que parte del vino lo había escupido y que José era un hombre enorme.
En medio del jolgorio de aquella gente, el joven José pudo ver cómo a todas las mujeres, que estaban vestidas como su madre, las asaltaban docenas de personas que pedían remedios contra el mal de ojo, hechizos de enamoramiento para «cazar» al hombre o mujer de sus sueños, remedios para curar el mal que se cernía sobre ciertos pollos que se morían antes de cumplir el año, que les bendijeran los pequeños tetrasqueles tallados en madera, que muchos llevaban colgando de un cordón del cuello, cómo condimentar la comida para que supiese igual que si tuviera especias de las Indias…
A todas estas peticiones, las sorginak las atendían todo lo buenamente que podían, pues se encontraban desbordadas. Cuando un par de horas más tarde, con casi todas las peticiones ya atendidas, y con muchos pellejos de vino vacíos, las sorginak pudieron poco a poco librarse de aquella buena gente, iban todas ellas retornando hasta sus respectivas familias y amigos a tratar de seguir con la fiesta.
El pequeño José no se encontraba con su padre cuando su madre llegó. María miraba nerviosa a todos lados tratando de buscarle. No tenía miedo por él, porque allí le pudiera pasar algo, pero claro…, una madre, siempre es una madre…
—Tranquila… —la dijo Ezequiel—. Está con los demás niños cogiendo cenizas de la hoguera. Yo le dije que fuera y el porqué.
Era una costumbre muy arraigada que, al quemarse la hoguera, los niños corrieran jubilosos tras las cenizas que se desprendían y volaban en todas direcciones. Estas cenizas eran guardadas en casa en una cajita de madera hasta que se tuviesen que utilizar, ya que estaban convencidos de que traerían la buena suerte si esta se precisara.
Mientras los niños jugaban…, los no tan niños, los mayores, comenzaron a hacer lo mismo. Cierto era que, algunos juegos de los mayores… eran eso: juegos de mayores.
Los padres de José se escabulleron cogidos de la mano tras unos arbustos, e hicieron lo que tantas y tantas otras parejas: se entregaron el uno al otro. Lo hicieron con pasión, con mucha pasión. Debían de aprovechar el poder que la fertilidad, en esa noche especial, les otorgaba todos los años. Querían darle una hermanita a José.
Algunas jóvenes, un tanto desencantadas con el sexo opuesto, se las ingeniaban para tratar de sentir gozo en su interior en una noche tan especial como aquella: sin marido, novio, amante…, ni nada parecido a un hombre que las hiciera elevar al cielo entre sus brazos, trataban de elevarse por sus propios métodos. Acudían a la fiesta con barras y palos de madera con formas fálicas, una simple escoba podía servir, y solicitaban la ayuda de las más veteranas que, como ellas, no tenían un hombre. Estas mujeres más veteranas, llevaban siempre consigo un ungüento que se desprendía de la piel de los sapos, una vez puestos a cocer y sacados antes de que el calor los matase de verdad. Este ungüento, mezclado con el caldo que se producía al hervir ciertas setas, lo utilizaban para untar la superficie de los falos que llevaban esas mujeres y se lo introducían en su sexo, pues las más veteranas las aseguraban que con ese acto, podrían volar.
La verdad era que, tras introducirse ese potingue en su sexo, muchas comenzaban a perder la noción del tiempo y la realidad del momento. La mayoría, además, eran presa de violentos ataques de risa, provocados por el placer de sentir un falo en su interior, y experimentar la sensación de estar volando por encima de todos los allí reunidos, los cuales no las podían ver, solo oír. Sus risas eran estridentes y alocadas. Tras las repetidas y rápidas introducciones de esos falos en su sexo, terminaban explotando de placer, lo cual las dejaba extenuadas, sudorosas y felices, tumbadas en el suelo y tratando de intercambiar experiencias con la compañera de al lado: todas afirmaban haber visto a sus familiares y amigos desde las alturas. La mayoría repetía esa experiencia más de una vez durante la noche. Las encantaba la sensación de poder que las otorgaba aquel acto.
El pequeño José buscó a su madre, pero no la encontró. Se sentó en el suelo mirando a aquella gente, aún, bailando y cantando alrededor de la hoguera. Vio que muchos de ellos, presa del calor por la época del año, el propio calor que desprendía la hoguera y que, aun así, no paraban de bailar, se iban despojando de la ropa que llevaban a medida que pasaba la noche. Algunas mujeres jóvenes, tras consumir la mandrágora que sabían que las desinhibiría, reían y se despojaban de sus ropas mientras, al hacerlo, miraban pícaras y traviesas a los mozos que las acompañaban. Con el pasar de las horas, no quedaron arbustos suficientes para que se escondieran en busca del anhelado amor con sus parejas. Muchas de ellas se entregaban el uno al otro cerca de aquellos arbustos, pero sin esconderse lo más mínimo. A nadie le importaba. Ni eso, ni que algunas de esas parejas estuviesen formadas por miembros del mismo sexo. Amar era amar…, y la mandrágora ayudaba a eliminar el pudor en todos ellos. Ninguno pensó jamás que cometiese cualquier tipo de mal al comportarse así. Ni por lo que hicieran ellos, ni por lo que viesen hacer al vecino. El mal no anidaba en el amor.
Por fin, apareció su madre. La notó un tanto despeinada…, pero aun así…, es que… era tan guapa… tan guapa…
—José, cariño, vamos a casa… —Le atusó el pelo y le dio un beso en la mejilla.
Su madre, su padre, y él mismo, de niño, se alejaban del lugar poco a poco. De nuevo la niebla comenzó a espesarse haciendo cada vez más difícil poder ver. Y su madre estaba cada vez más lejos… y más lejos… y más lejos…
Su adorada madre, su padre y él, se fundieron con la niebla y desaparecieron.
—¡Aaaarrrggghhh…!
José se despertó del todo sentándose de pronto y dando un grito tremendo. Un grito realmente atronador. Le llevó un minuto darse cuenta de dónde estaba y qué hacía allí. Sudaba muchísimo. El acompañante encapuchado de Urbana entró en la cabaña de madera como una exhalación: había oído el grito de José y se había asustado. Urbana le instó a que saliese de allí con tranquilidad.
—Tranquilo, no pasa nada, puedes esperar fuera…
El encapuchado lo hizo. Salió despacio del lugar mirando a José. Este también le miró, pero aún no era consciente de la realidad. Lloraba y gemía como un niño pequeño. Urbana se le acercó y le abrazó con la ternura de una madre mientras le susurraba:
—Tranquilo, José, tranquilo…, ya se pasó… ya se acabó…
—Pero es que yo no quiero que se acabe… —José gemía y le costaba hablar y respirar con normalidad.
—Se pasó, José, se pasó…
José se abrazó a ella y lloró con su cabeza hundida en su hombro. Con la voz amortiguada por la ropa de Urbana, esta le oía suplicar:
—Quiero… que vuelva…, quiero… que vuelva…, la necesito…, solo un poco más…, necesito verla otra vez…, por favor…
—No puede ser, José, no puede ser…
—Pero ¿por qué se fue…? ¿Por qué me dejó…? ¡Mamá…! ¡Mamááá…!
—No podemos hacer nada, José, no puede ser…
Mientras le contestaba, del ojo bueno emergió una lágrima que bajó bordeando las arrugas del rostro de Urbana.