Capítulo XXIX
Mientras José y Portocarreño dormían aún la siesta, Elías se levantó un rato antes que ellos, y decidió salir a dar un breve paseo antes de acudir a los aposentos del rey. Bajó hasta los jardines y anduvo de aquí para allá en solitario durante unos minutos. Como no quería alejarse demasiado, para que cuando José le reclamase, poder acudir con prontitud, ya que no pensaba dejarle solo en su visita al monarca, iba y venía sin ton ni son desde el edificio hasta los jardines, y viceversa. Lo hacía despacio, sin prisa. Se hizo el sordo al pasar al lado de tres hombres que, elegantemente vestidos, cuchicheaban tras haberse dejado ver cerca de ellos:
—Ese fraile, esta mañana, estaba con el arzobispo…
—¿Quién es…? ¿Le conocéis alguno…?
—No… no lo había visto antes…
—¿Habrá venido a quitar el hambre…?
Los tres hombres comentaban entre ellos la presencia de Elías. Se rieron abiertamente con el último comentario que oyó el fraile.
Solo les había echado un vistazo rápido, y cayó en la cuenta de que eran, con toda seguridad, nobles. No sabía de quiénes se podrían tratar, pero intuyó, de manera acertada, que eran algunos de los muchos que desde hacía algún tiempo habían hecho de su presencia, en palacio, una rutina. La mermada, por no decir prácticamente nula, capacidad del rey de dirigir España, y su delicado estado de salud, les hacía acudir con reiteración a palacio y así, estar al tanto de cualquier cambio, fuese el que fuese, que pudiera interferir en sus intereses. Además, si se consideraba el hecho de que el monarca no había tenido aún descendencia y esta parecía que, debido a su estado, no llegaría, no era nada descabellado pensar que lo que realmente querían aquellos nobles, y otros muchos que como ellos se dejaban ver por la corte, era posicionarse y fortalecer sus intereses según viniesen los acontecimientos. Si estallaba una guerra en Europa para hacerse con el privilegio de sentarse en el trono de España, las tramas políticas estarían a la orden del día. La realidad era que esas tramas ya llevaban un tiempo urdiendo sus planes desde la sombra. Elías pensó que, sin ir más lejos, José y él formaban parte de una de esas tramas, tal vez la que desde hacía más tiempo se venía gestando. Preparar el terreno, durante años, para dar el golpe definitivo, no era inverosímil si el premio era la corona española.
Tras pensar en todo esto, Elías se giró y les vio aún, riéndose. Le parecieron bastante afeminados. Pensó en ellos mientras seguía con su paseo:
«¿Serán de esos que se pintan lunares en el rostro, al igual que las mujeres, en las recepciones oficiales? ¿De esos que procuran ir vestidos del mismo color, y a ser posible del mismo tono que la ropa del rey…? ¿O serán de esos que…?».
—Buenas tardes, Elías…
Se giró al frente, extrañado de que supiese alguien su nombre. Al hacerlo, un escalofrío recorrió su espalda: era Eva. Le habló de nuevo:
—Bonita tarde…, ¿verdad…? En una hora anochecerá y hará frío, pero ahora…
Eva hablaba sin parar. Estaba algo nerviosa, pero no la importó que Elías se diese cuenta. Un fraile era siempre un hombre en el que, en principio, se podía confiar. De modo que la muchacha pensó que además de poder agradecerle de nuevo el haberla ayudado por la mañana, también le podría contar que las compañeras que tenía en palacio, no eran precisamente buenas amigas suyas, y que como no tenía familia ni estaba casada, poder dar un paseo acompañada, para variar, la gustaría. Elías atendía todo lo que ella decía, sin dejar de mirarla, sin hacer mucho caso a todo lo que le contaba. Comenzaron a andar juntos, sin darse cuenta, mientras Eva seguía con su particular cháchara. De pronto, dejó de hablar, le miró y dijo:
—No hablas mucho…, ¿no?...
Ella le miró un par de segundos a los ojos, y como vio que aquella pregunta le había dejado un tanto incómodo, prosiguió:
—… yo tampoco, no tengo con quién. Así… que ahora que puedo hablar con alguien que no me ve como a un bicho raro, me desahogo…
Y siguió hablando sin parar durante los siguientes minutos. Cada vez que hacía algún comentario gracioso sobre algo y sonreía, Elías veía que se le arrugaba, de forma muy graciosa, la nariz. Algunos mechones de su pelo se movían rebeldes e inquietos mientras caminaba, y gesticulaba de manera bastante repetitiva con la mano derecha. Poco después, se puso un tanto más seria y dejó de hablar. Elías la miró extrañado y observó que le estaba mirando a los ojos.
—Gracias…, Elías…
El fraile la miró sin comprender.
—Gracias por —levantó su brazo izquierdo—… por no haber sacado el tema de mi mano…, es más…, ni siquiera me la has mirado…
Después, lejos de callarse o esperar una contestación del fraile, le contó que perdió la mano de niña, que se cayó jugando en los adoquines de la calle cuando pasaba una carreta. Una rueda la pasó por la muñeca, seccionándola prácticamente la mano. Un vecino que sabía algo de medicina, pues estuvo en la guerra atendiendo a los heridos, la cortó lo que la quedaba de la mano para evitar que perdiese el brazo. Cuando llegó a este punto, José salió a la calle y se acercó a ellos.
—Hola, Eva. Me alegro de verte. Elías… debemos irnos.
Elías asintió, y tras un saludo leve a Eva con la cabeza, maldiciendo para sus adentros como pocas veces antes lo había hecho desde que perdió su lengua, se alejó raudo de allí. La pobre muchacha no sabía el porqué de la pronta marcha de Elías. Se quedó mirándole, esperando una respuesta de José. Esta llegó, y no fue ni mucho menos lo que ella se esperaba:
—Elías no puede hablar…, Eva. Te pido, por lo que más quieras, que no le reproches que no te haya dicho nada…, perdió la lengua en la guerra. No fue, además, de una manera agradable. Espero que entiendas que después de aquello…
Ahora era ella la que atendía las explicaciones de José, sin oírle, mientras miraba alejarse a Elías. ¡De modo que era eso! ¡No la hablaba porque no podía…, no porque no quisiera o se sintiese incómodo al ser ella una mujer y él un fraile!
—Por ello, te pido, por favor, que no te tomes a mal que no te haya dirigido la palabra.
—No se preocupe, José, yo también he de irme…, hasta la vista… —Y volvió a hacer una graciosa reverencia al marcharse.
—Hasta la vista, Eva. Y no dudes en pedirnos ayuda, si la necesitas.
—De acuerdo. Gracias de nuevo, José —le dijo, girándose.
Mientras se acercaba a la entrada trasera de palacio para los sirvientes, Eva pensaba:
«¡Anda que… vaya dos!... Yo hablando sin parar para evitar que comentase algo de mi mano… y él sin dirigirme la palabra porque no puede…!».
Sin embargo, sonreía de forma débil. Si bien era cierto que la situación había sido un tanto curiosa, la verdad era que pudo observar que Elías atendía lo que decía sin dejar de mirarla. Incluso cuando le contó lo de la falta de su mano. ¡Caramba!... ¡Ningún hombre la había mirado así antes!...Y ella… ¡nunca había hablado antes tanto, y tan seguido, con ninguno de ellos! Y mientras pensaba en todo esto, notó cómo incluso se ruborizaba un poco:
«¿Y si…? Pero… ¿y…? No. De eso nada. No, no…, ¿cómo se me ha podido ocurrir semejante cosa?...».
¿Que un hombre se fijara en ella?... No. Era un hombre de Dios y esos hombres rezaban, comían bien, y saciaban sus deseos carnales entre ellos y con mujeres del clero. Si ascendían, pagaban bien a quienes les ordeñaran. Además…, aunque no fuera un fraile… estaba su mano, bueno, su falta de ella… que era algo que los había espantado desde siempre. Aunque, claro…, también él tenía un defecto… y no se había ni mucho menos asustado al verla así…
Pasó un buen rato atareada, escuchando las continuas quejas de las demás compañeras sobre si trabajaban demasiado…, si al preñar, dos de ellas, las mandarían a sus casas y cogerían a otras para hacer su trabajo… o si le cosían al rey en sus ropas íntimas un corcho de botella a la altura del culo para que no volviera a cagarse, pues se encontraban unos recados nada agradables cada vez que recibían su ropa para lavar. Sin embargo, ella, que no era bien vista por las demás y no solía hablarlas, oía todas estas cosas con una media sonrisa en el rostro, sin hacerlas caso. Y donde quiera que mirase, veía el rostro de Elías. Después de un rato, la llamaron desde la cocina.
Cuando José se reunió con Elías, le hizo saber que el rey les había hecho llegar una nota en la que cambiaba de parecer, que en lugar de recibirlos en sus aposentos, lo haría en una pequeña caseta de madera contigua a las caballerizas. De ese modo, podrían hablar sin que husmease nadie. Cuando llegaron, sin Portocarreño, el cual consideró que en esa ocasión no debería de estar presente para que los dos frailes pudiesen intimar más con el rey, en la puerta estaban dos hombres armados. La misma estaba abierta; el rey les mandó pasar, en cuanto les vio.
—Buenas tardes…
—Señor…
Ambos frailes se inclinaron respetuosamente. Mientras lo hacían, Elías miraba cauteloso a su espalda con el rabillo del ojo, para tener una idea de los hombres de la entrada.
«Un par de mocosos, posiblemente recién destetados de sus madres», pensó.
—Estén tranquilos, por favor… —el rey cerraba la puerta mientras miraba a los guardias—, son un par de muchachos, primos entre sí, que acaban de venir a Madrid hace apenas unos meses…, los reclamé para mi protección… ¡Son tan jóvenes…! ¡Con tantos ideales…! Aún no les ha corrompido la corte…, esperemos que eso tarde en pasarles…, aunque me temo que es algo que no está en nuestras manos…
José y Elías entendieron a la perfección al rey. Con toda seguridad, eran dos jóvenes ávidos de aventuras y hazañas que todavía considerarían el honor como algo inquebrantable. A ambos les recordaron, de forma leve, a ellos mismos de jóvenes…, pobres ilusos…
Una vez dentro, y sentados en unas tajinas por indicación del rey, mientras el monarca se quedaba apoyado sobre un gran madero de roble, se dirigió a ellos:
—Mis queridos amigos…, quisiera poder haberles atendido en otro lugar… ¡sin tanta suciedad… ni ese olor tan… tan… en fin…!
—No se preocupe, majestad…, Elías y yo estamos acostumbrados a sitios bastante peores…, puede creerme…
—¡Oh…! ¿De veras…? ¡Qué inapropiado para unos hombres de su posición…!
—¿Cómo…? ¿Cómo dice, majestad…?
—Me refiero a que siendo ustedes frailes… habrán tenido, al menos, una cama limpia y un plato lleno un par de veces al día… y no habrán tenido que frecuentar lugares como este… este… ¡Esta pocilga…!
A Elías le parecía por momentos que ese hombre no tenía ni idea de lo que decía. A José también le llamó la atención.
—Disculpe mi atrevimiento majestad…, pero ¿sabe usted lo que dice…?
—¡Sé perfectamente lo que digo!
Los frailes dieron un respingo. ¡Vaya!..., ¡si sabía enfadarse!
—No… no…, por favor, no teman… —volvía a hablar de nuevo en un tono bastante tenue y melancólico—, no se asusten, amigos míos, les ruego me disculpen…, nada me incomodaría más que crean que quiero mostrarme autoritario u otra cosa peor con ustedes…, por favor…
—Claro… claro…, por supuesto, lo único que le digo, señor, es que en estos tiempos que nos ha tocado vivir… la gente más humilde del clero no goza de los privilegios de obispos y demás…
El rey le miró intrigado. Luego le dijo:
—Sí… sí…, será así… y digo será… porque no me dejan apenas salir y conozco poco a mi propio país y… creo que aún menos a mis paisanos…
Toc, toc, toc…
La puerta se abrió un poco y uno de los guardias de afuera, respetuoso, se dirigió al rey:
—Señor, ha llegado su chocolate.
—¡Oh…! ¡Magnífico!..., ustedes me acompañarán…, ¿no?
José y Elías se miraron.
—Sí, señor, por supuesto, un chocolate caliente nos vendría muy bien —le dijo José.
—¡Excelente!..., ¡que lo entren de inmediato! —dijo el rey, y se quedó graciosamente apoyado de nuevo en el madero con el brazo izquierdo sobre la espalda.
Elías cerró los ojos dos veces para cerciorarse de lo que estaba viendo. Eva entraba, despacio y mostrando mucho respeto, con una bandeja de plata, sobre la cual llevaba una gran jarra, también de plata. Acompañaban a la jarra unas preciosas tacitas del mismo metal. Ella sirvió el chocolate al rey, que lo recibió gustoso. Luego, le ofreció una tacita a José. Le guiñó un ojo. Este le devolvió el guiño. Seguido, le ofreció a Elías una tacita. A él no le guiñó el ojo. A él se le quedó mirando por espacio de un par de segundos, con tanta intensidad, que al fraile casi se le cae la taza al suelo. Ella sonrió un poquito, un tanto graciosa. Al girarse para marcharse, le tocó con el dedo índice en el hombro. En ese momento, Elías apretó tanto el esfínter que podría haber partido la cáscara de una avellana. Tragó saliva mientras la observaba inclinarse, tan graciosa como lo había hecho apenas unos minutos antes, y la vio marchar. A los dos frailes les llamó la atención la forma tan fabulosa de dominar la bandeja, con su brazo izquierdo, mientras les servía a los tres el chocolate. Cuando Elías bebió de la tacita vio un papelito doblado, oculto, hasta entonces, bajo la taza. Lo guardó con disimulo, nervioso, y volvió a centrarse en la conversación que tenían con el rey.
—¡Oooooohhh…! ¿No es fantástico? —El rey degustaba el chocolate y lo miraba con auténtica devoción—. Apenas como… y mi médico personal me ha recomendado que ingiera líquidos para que mi pobre estómago pueda digerir mejor lo que le vaya llegando… Hoy ya llevo siete.
—¿Siete?
A José le vino de perlas ese comentario para llevar la conversación a su terreno:
—Verá, señor, creo que no debería tomar tanto chocolate… —el rey miraba a José un tanto confuso—, pues es una bebida con mucho alimento, y tal vez… haya influido en que su estado de salud no sea…, digamos…, el idóneo.
—¡Oh…! ¿De verdad…? Pues mi médico me ha dicho…
—Su médico, señor, puede decir lo que quiera. Le aseguro que no es lo más indicado para un estómago y unos intestinos como los suyos. Permítame aconsejarle sobre lo que debe de comer…
—¡Basta!... —El rey estaba contrariado. Le miró un poco enfadado. Tosió un par de veces y prosiguió—: ¡Tomaré el chocolate que quiera…!
—Sí, señor, como usted diga…, pero yo solo le digo lo que le convendría.
—Y… ¿puedo saber qué sería eso?
—Permítame prepararle una infusión a base de ajenjo y ruda. Mejorará. Y cuando se acueste por las noches…, hágalo después de beber un poco de poleo y romero… y trate de sustituir el chocolate…, al menos, algunas veces al día, por un poco de leche con miel.
—¿Leche…? ¡Puaj! ¡Qué asco…!
—¿Señor?
El rey vio que las intenciones de José eran realmente las de tratar de ayudarle, de modo que le confesó que odiaba la leche desde niño. Fue alimentado por catorce amas de cría con el fin de ayudar a erradicar su falta de crecimiento hasta la edad de cuatro años. De ahí su aversión a la leche. No continuaron durante más tiempo, porque en la corte se consideraba poco ético e indecoroso para un rey. A pesar de los esfuerzos de propios y extraños, Carlos II no se sostuvo en pie hasta la edad de seis años. Padeció raquitismo, ayudado este por la falta de baños de sol, ya que temían que si salía a la calle, podría coger frío. Superó, no sin penosas dificultades, la varicela, el sarampión, la rubeola y la viruela. Padeció del antiguamente denominado mal y posesión demoníaca; la epilepsia. La sufrió hasta los quince años, y últimamente, parecía que había vuelto a visitarle con cierta frecuencia. Esos ataques le dejaban muy menguado, más de lo que ya estaba de por sí. Debido a su enfermiza constitución, nadie daba nada por él, de modo que de niño, se descuidó en demasía su educación, pues todo el mundo pensaba que moriría joven. Por culpa de ello no aprendió a leer y a escribir hasta los diez años. En la corte, abordaron desde que era muy niño el problema sucesorio, y cuando vieron que pasaban los años y la muerte no venía a llevárselo con decisión, se casó (le casaron) con dieciocho años, con María Luisa de Orleans, de diecisiete. A pesar de ello, Carlos II la llegó a amar de verdad…, pero su incapacidad para procrear hizo que diez años después, el cólico miserere, se la llevara al cementerio sin haber sido madre. En 1690 se casó con Mariana de Neoburgo, un año después de la muerte de su amada. Se la buscaron a propósito: ninguna pretendiente tenía los fértiles antecedentes de Mariana, pues sus padres tuvieron nada más y nada menos que veintitrés hijos. A pesar de ello, la anhelada descendencia no llegaba.
José y Elías estaban asombrados. El rey de España les había hecho partícipes de su atormentada vida y de sus más profundas desgracias. Desesperado por conseguir erradicar sus males, no dudó ni un instante en abrirse ante aquellos, hasta hacía solo unas horas, desconocidos. Dos hombres cultos, religiosos y de un lugar donde se veneraban cosas más allá del entendimiento de la práctica totalidad de la corte, era lo que él, sin dudar, creía necesitar.
Le miraban mientras comenzaba a llorar, sin saber ninguno de los dos cómo reaccionar. Se dirigió a ellos de nuevo:
—Un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes…
—¿Señor?...
El rey miraba al vacío mientras, ahora, dos lagrimones le bajaban por las mejillas. Siguió hablando sin mirarles:
—Lo publicaron en La Gaceta de Madrid cuando nací. Lo sé de memoria…, el embajador de Francia no fue tan gentil conmigo…, pero bastante más realista…: «El príncipe parece bastante débil, muestra signos de degeneración, tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura…, asusta de feo…».
—¿Y eso…?
—Eso fue lo que le escribió a Luis XIV. He sido toda mi vida una mierda…, tal vez sea eso lo que se merece España… ¡Una mierda que no sea capaz apenas de ponerse en pie… y que se caga encima al más mínimo apretón…! ¡Lo que hubiera dado por ser como mis antepasados! ¡Grandes y fuertes! ¡Con una férrea voluntad! ¡Y dueños de medio mundo! Solo soy el reflejo de en lo que se ha convertido España…
—Señor, verá… —José se había puesto en pie y se dirigió a él mientras le posaba la mano en el hombro—, creo que se está juzgando muy duramente…
El monarca elevó la vista hasta encontrar los ojos de José.
—¿Eso cree, José?... Daría varios años de mi vida por poder mantener una erección el tiempo suficiente como para satisfacer a una mujer…, y me la quitaría sin dudar por la bendición de un heredero…
José no hablaba. Tragaba saliva y miraba con una pena tremenda a aquel pobre desgraciado. El rey continuó:
—Ella no me quiere.
—…
—Simula embarazos para atormentarme y hacer crecer mi desdicha..., la odio.
—…
—¿Entendéis ahora por qué os necesito? ¿Entendéis ahora la enorme gravedad de mis males? ¡No puedo engendrar… y es todo por culpa de un hechizo!... ¡Estoy seguro! ¡Debéis ayudarme…! ¡Os lo imploro…! ¡Debéis… debéis…!
Se llevó la mano al estómago. Se tiró un pedo que sonó como cuando soplas un líquido muy caliente para beberlo. Después de lo oído con anterioridad, a ninguno de los dos frailes les hizo gracia aquello. Ese pobre hombre estaba enfermo desde el mismo día que nació, y si deponía sin darse cuenta, no era sino una desgracia más que añadir a su extensa colección de desdichas pasadas y presentes. En honor a la verdad, les dio muchísima lástima. Incluso a Elías, que le había llegado a ver como a un gusano. Se disculpó de ellos de forma tan rápida como lo hizo por la mañana, y salió a toda prisa de allí. Los frailes se miraron.
—Será mejor que vayamos a casa, pero antes prepararé algo para tratar de aliviarle un poco.
Se dirigieron a la cocina y José solicitó a la mujer que vio allí que le permitiera acceso a la misma. Como era un fraile, la mujer le dejó pasar sin problemas. Elías prefirió esperarle fuera, no le inspiraba precisamente confianza el hecho de que hubiese tanto noble por la corte. No habrían venido solos, sus perros estarían con ellos, y más de uno querría saber hasta el número de los trozos de pan que había en una sopa.
Tras preparar un poleo, José dio instrucciones precisas para que se lo llevaran al rey. Salió fuera y se encaminó junto a Elías hasta La Paloma.
Una vez allí, la cena fue breve. A pesar de las insistentes, aunque bienintencionadas preguntas de Candela y Lorenzo sobre el rey, pues les habían contado que lo habían conocido, ambos frailes se retiraron pronto a dormir. Les dieron las buenas noches a todos, atendieron apenas unos minutos a los bebés, y se fueron a sus habitaciones.
Cuando Elías se quitó el hábito para dormir, cayó un papelito doblado al suelo. Ya ni se acordaba.
¡Ohhh…!
Lo recogió tan rápidamente como pudo y se puso nervioso a leer:
Aquí a media noche.
Le flaquearon hasta las pestañas.
Volvió a ponerse el hábito. Como era de noche, lo hizo sobre su vieja ropa y acompañado de su amigo de hierro negro. Toda precaución era poca, tratándose de la corte del rey: un lugar que no conocía. Y aunque quedaban unas horas, se encaminó de nuevo hasta las caballerizas del rey.
Cuando apagó la vela de su habitación, el humo formó unas volutas que desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.