Capítulo III

Urbana era tenida por todos como la mujer más vieja del lugar. A pesar de ello, no era excesivamente mayor. Sin embargo, nunca trató de corregir esa idea que tenía la gente. Encorvada, siempre vestía de negro y se apoyaba en un bastón un tanto retorcido. Tenía el pelo largo y canoso. Era muy morena de piel, y, sin embargo, tenía los ojos azules. Bueno, uno. El otro era completamente blanco y con una mancha roja. Poseía todos sus dientes, cosa muy extraña en el lugar, aunque ennegrecidos, eso sí, y cuatro tremendas cicatrices alargadas, por la parte izquierda del rostro, desde su ojo lastimado hasta la barbilla. Su voz era un tanto gutural. No era de extrañar que con ese aspecto tan peculiar, más de uno tratara de evitar pasar por la zona del monte donde sabían que vivía. Aun así, rara era la semana que no iba alguien a su cabaña en busca de ayuda.

No bajaba casi nunca al pueblo. Además, desde hacía algún tiempo, los frailes y sacerdotes, que se cruzaban con ella, trataban de esquivarla, ya que, si bien, no había motivos para creer que ciertamente no era una bruja, tampoco encontraban motivos para creer lo contrario. Sabían de varios de sus feligreses que, tras rezar con cristiana devoción y no recibir respuesta a sus plegarias, acudían a ella a que aliviara sus males, fuesen estos los que fuesen.

Vivía en el monte, entre robles, junto a un riachuelo, en una cabaña de madera que le habían construido unos leñadores para pagarla por unos frascos de medicina que les había hecho. A eso se dedicaba. Conocía las plantas y los animales, y la mujer de uno de aquellos leñadores no se quedaba en estado. El marido acudió a ella, y le dio tres frascos cuyo contenido debía de tomar él, no la mujer.

—¿Cómo he de tomar esto, señora? —dijo el leñador.

—Vierte el contenido de un frasco sobre la comida que vayas a comer tú. Tiene que estar caliente, muy caliente, para que se mezcle bien con la comida. Luego espera a que se temple un poco, no vaya a ser que te escaldes la lengua, y te lo comes. Así durante tres comidas en tres días seguidos. El sabor te gustará. Pasados los tres días, deberás de yacer con tu mujer siete noches seguidas. Y tu mujer, cuando terminéis cada noche, tumbada boca arriba, tiene que elevar las piernas hasta dejarlas derechas. ¿Lo has entendido? Y que no se lave hasta pasada una hora por lo menos. Si no preña, descansa dos días y vuelve a acostarte con ella otros siete días seguidos, y que ella siga levantando las piernas cuando terminéis. ¿Te lo apunto?

—No, señora, no sé leer. Gracias, señora. Me ha quedado claro. ¿Qué… qué contienen los frascos?

—No preguntes.

—No… no tengo… no tengo dinero, señora.

—Como todos. Pero veo que tienes unos brazos fuertes, ¿verdad?

—Sí, señora, los tengo.

—¿Y herramientas para trabajar la madera?

—Sí, señora.

—Si tu mujer se queda preñada, construirás una cabaña para mí. Ya estoy harta de ese agujero en la tierra en el que vivo. Ahí mismo —le dijo Urbana, señalando una pequeña explanada al lado de un arroyo. —No te preocupes por la madera. Yo la conseguiré. Casi nadie me puede pagar con dinero, de modo que, durante un tiempo, eso es lo que les pediré: madera. Vuelve dentro de tres meses.

—Lo haré, señora, y gracias de nuevo.

Pasados los tres meses, el leñador volvió a subir a hablar con Urbana, pero no iba solo. Le acompañaban otros tres hombres, leñadores también, y lo hacían, además, con herramientas.

—Señora, vengo a pagar mi deuda. Mi… mi mujer… está embarazada. —Aquel hombre tenía en el rostro una expresión realmente feliz—. ¡Gracias a Dios y gracias a usted!

—Dios no ha tenido nada que ver con esto —le interrumpió secamente Urbana. Los cuatro leñadores se santiguaron—. Hace mucho que abandonó este lugar, y a esta con la que hablas. Ahí tenéis la madera que necesitáis. Podéis ir cortándola según las medidas que consideréis oportunas. Los clavos los tendré mañana. Le he quitado un ojo de gallo a la hija del herrero. Mañana me pagará su padre.

Dos semanas después, la cabaña estaba terminada.

«Vaya… —pensó Urbana la primera noche que durmió en ella—, no está mal por un poco de cebolla con sangre de pollo, ¡estúpido! Tu mujer sólo necesitaba que mantuvieses el vigor varias veces seguidas, y que tus fluidos se mantuviesen en su vientre… je, je, je…».

Cuando Ángela se despertó, Ana ya había preparado lo necesario para subir con los niños y con ella hasta la cabaña de Urbana. Fuego, limpiar a los bebés, sopa humeante en una cacerola sobre brasas, trapitos en el fondo de la cesta para que los recién nacidos fuesen calentitos…

La joven no había dormido muy bien esa noche. Despertó cuando los niños reclamaron comida, y cuando terminaron, no se quedó dormida del todo. Demasiadas emociones en poco tiempo.

—Buenos días, Ana —dijo bostezando. Al estirarse, la tiró el hilo que cosía su herida entre las piernas—. ¡Ufff! ¡Qué daño!

—A ver… a ver, déjame… hummmmm. Parece que no está del todo mal, pero no me acaba de convencer, creo que deberías de quedarte más tiempo en la cama.

—Ana, iremos despacio. Ahora no nieva y aunque hace frío, solo tardaremos unos minutos. La cabaña está cerca.

—Bueeeeeno, pero subimos, la das las gracias y nos volvemos al lado del fuego, ¡sin rechistar!

Ángela asintió mientras sonreía a su amiga. Luego buscó con la mirada la cacerola en el fuego. Olió el ambiente y la dijo:

—¿Y ese olor?

—Sobre media noche…, bajé al pueblo.

—Ana…

—Bajé al pueblo… y … bueno, los niños y tú necesitáis comer, y si tú no comes, ellos mal lo van a hacer…

—¿De dónde han salido las cebollas de la sopa?

—¡Niña! ¡Pareces tonta! ¿¡De dónde narices crees tú que han salido!? ¡De mi coño! Como todo lo que he ganado en esta puta vida… Anda, come un poco y deja que te limpie después.

Comieron bastante rápido, y seguido, Ángela amamantó a los bebés. Cuando se durmieron, dejaron un buen tronco en el fuego para que hubiese brasas al volver y se encaminaron despacio, por el monte, hacia la cabaña de Urbana. En realidad, no estaba lejos, pero como subían despacio, por la suave pendiente, porque Ángela no podía ir más rápido, tardaron varios minutos más de lo necesario. Al llegar, Urbana estaba en la puerta, mirándolas a las dos fijamente con su ojo azul. Sin decir una palabra las invitó a pasar. Ellas tampoco hablaron hasta que entraron y se sentaron en un banco a la orilla del fuego. Ángela suspiró aliviada por sentarse. Cogió la cesta de manos de Ana y, con ella en su regazo, se dirigió a Urbana:

—Buenos días, señora, verá…, he querido subir en persona para poder agradecerla la comida que le dio a Ana, y…

—¿La comida?... Sólo era una pata de un viejo gallo que se murió precisamente de eso, de viejo —interrumpió Urbana.

—Lo sé, señora, pero, aun así, quería agradecérselo en nombre de mis hijos y en el mío propio.

—Sé que me lo agradeces, pero no necesito que me des las gracias. La dije a esta que te dijera que te acercases hasta aquí, porque me da miedo abandonar mi cabaña. No confío en la gente del valle. Sé que si lo hago muy a menudo, alguno de esos estúpidos del pueblo acabará por quemarla para ver si así me voy de aquí. ¡Ese puto cura les lava el cerebro! ¡Hijo de siete padres! Y he atendido a más de la mitad de sus madres cuando les parieron… ¡Perros! Pero dejemos eso de lado, a ver… a ver esos pequeños…

Ángela inclinó la cesta para que los viera. Estaban dormidos. Tanto ella como Ana estaban un poco tensas, y cuando vieron ablandarse las facciones del rostro de la vieja, mirando con ternura a los niños, las dos se tranquilizaron un poco. No la conocían muy bien. Ellas no la tenían miedo y la consideraban una buena mujer, pero no sabían de nadie a quien Urbana hubiese invitado a entrar a su cabaña. Nadie. Miraban a ambos lados, con recatado disimulo, tenía cachivaches que nunca habían visto antes: unos de vidrio, otros de madera, otros de hueso… Además de libros, muchos libros, y una gran olla sobre el fuego que despedía un olor muy agradable.

—¿Puedo cogerlos? —dijo Urbana con ternura, mirando a su madre. Hasta su voz se había suavizado.

—¿Eh? Ssssshhi, señora, claro, pero con cuidado, por favor, para que no se despierten —dijo Ángela.

—Tranquila. Yo también fui madre.

Ana y Ángela se miraron a la vez, extrañadas. La verdad sea dicha, nunca hubiesen imaginado a Urbana como una madre. Pero en fin, claro está que algún día habría sido joven. Cogió al niño bien formado y lo puso con delicadeza sobre una mesita que tenía al dado del fuego. Las otras dos mujeres se levantaron y se acercaron. Urbana le pasaba sus retorcidos dedos con cariño al bebé dormido por su cabecita. Se inclinó y le dijo en voz baja:

—Eres igualito que tu madre, mira qué preciosidad…

Le quitó la ropa con mucho cuidado, para que no se despertase. Su madre hizo un pequeño ademán de no estar de acuerdo, interrumpido por la mano de Ana, que la agarró con delicadeza por el brazo. Ángela se giró y vio que Ana asentía con la cabeza. Urbana no dejaba de decirle cosas bonitas al niño, y cuando estuvo desnudo, cogió uno de los viejos libros que tenía y arrancó unas cuantas hojas. Con ellas cubrió primero las piernecitas del bebé, luego su cuerpecito y finalmente la cabecita, dejando libre la carita. Luego le volvió a vestir y se lo entregó a su madre.

—Así no pasará frío. Haré lo mismo con su hermano.

Urbana cogió, también, con mucho cuidado al otro bebé. Ángela y Ana se pusieron tiesas, con nervios contenidos. No sabían cómo reaccionaría, la vieja, al ver la carita del pequeño niño deforme. Para su sorpresa y tranquilidad, lejos de asustarse o de tener algún tipo de reacción extraña, Urbana, le trató igual que a su hermano. También le decía cosas bonitas mientras le desvestía con cuidado y le forraba con las páginas que arrancaba sistemáticamente del viejo libro. Cuando terminó, le besó con ternura en la frente y le puso en la cesta, al lado de su hermano.

—¿Cómo les has llamado? —preguntó Urbana.

—David y Gonzalo —dijo su madre. Urbana asintió.

—Sentaos, por favor…, quiero deciros algo.

Las tres mujeres se sentaron junto a la cesta, al lado del fuego.

—Veréis… —empezó Urbana—, llevo mucho tiempo viviendo por aquí, mucho, desde siempre. He visto muchas cosas. He vivido muchas cosas. Algunas buenas y muchas, por desgracia, malas. He visto a grandes hombres cometer actos impíos y he visto a desgraciados dignos de ser coronados reyes. La gente hace lo que sea para subsistir, para prosperar…, y muchos se dejan seducir por las artimañas del mal. Vosotras formáis parte del segundo grupo. Sé de sobra cuál es vuestro oficio. Podría deciros, también, con mucha fiabilidad, hasta quiénes son vuestros clientes más asiduos… je, je, je. —Las señaló con el dedo—. Algunos de ellos también vienen a verme a mí…, después de estar con alguna de vosotras porque no quieren llevar ningún mal a sus mujeres… je, je, je…, y hablan… y espero, jovencita —dijo mirando a Ángela—, que el padre de los niños, no sepa que te quedaste preñada porque no le gustaría nada tener dos bastardos en su familia. Y mucho menos a su hermano. Dime… dime, ¿se lo dijiste?

Ángela no sabía qué responder. ¿Sabía quién era el padre de sus dos hijos? ¡Pero si no se lo había dicho a nadie! Sólo la buena de Ana tenía cierta noción de quién era el padre, que era de buena familia y que tenía dinero, nada más. ¿Y aquella mujer sabía quién era? Pero… ¿cómo lo habría averiguado?

—Señora…, verá…

Urbana la interrumpió sin levantar la voz:

—Te veo sorprendida. Sí, sé quién es el padre. No vivo tan lejos de ti. Y es más, te vuelvo a repetir, ¿se lo dijiste? —Levantó la palma de la mano derecha, evitando que Ángela hablara—. La respuesta es… sí. Lo sabe, ¿verdad?

—Sí, señora, lo sabe. Se lo confesé cuando llevaba unos meses preñada —contestó Ángela, avergonzada.

Ana las miraba con atención a las dos, tratando de asimilar esa conversación. La joven madre siguió hablando:

—Cuando se lo conté, me dijo que no quería volver a verme y que, si no me deshacía del niño, me mataría. Que nos mataría a los dos. Sin más… y desapareció. No he vuelto a verle.

—Pero ¿quién es el padre? —preguntó Ana.

—Alguien a quien le incomodaría sobremanera tener —Urbana bajó la voz—… un bastardo. Créeme, por tu propio bien, será mejor que no lo sepas. Hazme caso, olvídalo.

Hubo un minuto de silencio en la cabaña. Uno de los niños se movió un poco en la cesta, pero no se despertó. Tampoco despertó a su hermano. Fue Urbana quien rompió el silencio. Hablaba con la mirada perdida en el fuego:

—Él ya sabe que has parido. Se enteró horas después de que nacieran. Os matará. Debéis iros —dejó de mirar el fuego y miró a Ángela—… cuanto antes. Hoy. Mañana a más tardar. No me preguntes cómo lo he averiguado, pero te aseguro que él lo sabe. Tengo mis métodos. Pensaría que con la vida que llevas, y tal y como están las cosas, el bebé tenía muchas opciones de nacer muerto, y por eso no se ha dejado ver hasta ahora. No nos engañemos: tiene razón. Vienen a verme muchos hombres pidiéndome consejo sobre qué hacer para que un niño nazca sano y fuerte, y a pesar de mi ayuda, el cementerio está lleno de tumbas de recién nacidos. Las mujeres de esos hombres no comen lo suficiente, no se lavan lo suficiente, ¿queréis milagros de vuestra maldita Iglesia? Cada vez que nace un niño y sobrevive, eso es un milagro. Y vuestro Dios no posee el mérito de ello. Simplemente, sobreviven. La naturaleza selecciona a los más fuertes para que continúen —miró fijamente a la cesta—… y ellos lo conseguirán. Pero debéis iros.

—Pero… ¿cómo puede saber que he parido, señora? He tratado de permanecer oculta desde que me abandonó y me amenazó…, apenas… apenas me he dejado ver, señora —dijo Ángela.

—¿Acaso has dejado de… trabajar? —Urbana volvió a levantar la mano para que no la interrumpiese—. No, claro que no. Y ese hombre tiene dinero. Y el dinero es poder. Y paga bien por mantenerse informado de lo que le interesa.

Urbana se levantó, fue hasta una pequeña estantería y cogió algo envuelto en un trapo. Volvió a sentarse y comenzó a hablar de nuevo:

—Con esto… —alargó la mano y la entregó lo que había cogido—, podréis empezar de nuevo en otro lugar. Véndelo. Sacarás un buen dinero por ello.

—¡Dios mío…! —exclamó Ángela, al destapar el objeto—, pero es… es…

—¡Por los clavos de Cristo…! —dijo Ana, con los ojos como platos, mientras admiraba lo que tenía su amiga entre las manos—. ¡Pero si es… pero si es…! ¡Oh…, Dios… Dios Santo…!

Era un crucifijo casi tan grande como la palma de la mano de Ángela. No estaba perfectamente tallado. El cuerpo de Jesús no tenía delimitadas las formas en su totalidad. Sin rostro y con ropajes bien marcados, los brazos y las piernas eran, con diferencia, lo que mejor acabado se encontraba. El cuerpo parecía algo roído. Tenía una cadena para poder colgarlo del cuello. Era de oro macizo.

—Pero, Urbana, yo… no puedo… no puedo aceptar esto… —acertó a decir Ángela. Miró a Ana, que la incitaba con la mirada a que lo cogiera de una vez—, es… es…

Urbana la miró fijamente sin decir nada. Puso su mano derecha bajo la palma de Ángela y con la otra mano volvió a cubrir el crucifijo con el trapo. Al terminar, puso la otra mano encima de él. Seguía mirándola. Habló en un tono seco:

—Para mí no valen nada los símbolos de vuestro dios. Pero está hecho de oro, de modo que, sea como sea, te pagarán bien por él. Llévaselo a un prestamista. Ellos no hacen preguntas.

—Pero ¿de dónde lo has sacado? —preguntó Ana—. ¡Es magnífico!

—Hace ya algún tiempo… —comenzó Urbana—, ayudé a un buen hombre…, un muy buen hombre, para ser exactos, a evitar que vuestro dios se llevase antes de tiempo a su mentor. Se moría. —Se sentó cómodamente—. Me pidió, por favor, que lo aceptase, como pago por mis servicios, y que pasara por alto que era un crucifijo. Aquel hombre sabía que no soy precisamente devota.

—¿Le conocemos? —preguntó Ana.

Urbana giró un poco la cabeza de lado. No estaba segura de si debía decirlas quién era para, precisamente, evitar que se supiera que él la había pedido ayuda. Después de pensarlo un poco, decidió que debían saberlo, pues si de alguien podían fiarse esas rameras, los bebés e incluso la propia Urbana, era de él. Y de su inseparable sombra.

—Sí, le conocéis. Pero espero que comprendáis que, si la gente sabe que él vino a verme a mí, tendrá muchos problemas.

—¿Por qué? —dijo Ana—. Nadie, de todos los que suben por aquí, reconoce, de manera clara, que haya venido a verte. Sin embargo, si no está el sacerdote delante, no les importa admitir que te han pedido ayuda. La gente del pueblo te teme, pero te valora. No le caes del todo mal a nadie… a no ser…

—A no ser… —siguió Urbana.

—¡Dios mío!... Es… es… es un hombre de Dios, ¿verdad? —dijo Ángela.

Urbana sonreía divertida. Asintió con la cabeza. De pronto, se puso muy seria y las dijo:

—Sí…, es un hombre de vuestro dios. Pero me demostró que, antes que ser eso, es un hombre que trata de cuidar de sus semejantes y que haría cualquier cosa para ayudar a un amigo suyo, si este le necesitase. Por eso acepté ayudarle, y por eso acepté esa reliquia como pago. Estoy hablando de José, el fraile.

—¿José…? —dijo Ángela mientras señalaba con el dedo hacia la ventana.

—Sí —dijo Urbana—, José. De todos los estúpidos de ahí arriba, es el único con dos dedos de frente y con sentido común. ¡A pesar de lo que digan!

José, el fraile.

José era uno de los siete frailes que vivían camino arriba, en el monte. Se encontraba en San Lorenzo, un pequeño lugar donde los frailes habían vivido alejados de todo, y de todos, hasta su llegada y la de Elías. Se procuraban mantener así. Una minúscula congregación de franciscanos que rendían culto a la devoción a Dios y al trabajo. Huertos, estudio, animales y rezos. Desde la llegada de José y Elías las cosas habían cambiado para bien: los frailes se comenzaron a prodigar mucho más que antes, tratando de ayudar a los necesitados del valle, dentro de su humilde capacidad, claro está.

No existían riquezas en San Lorenzo. Las hubo. Al menos, una. Un crucifijo de oro macizo, aunque mal tallado, que un buen día desapareció. Fue en la época en la que Francisco estuvo a punto de morir. Francisco era quien imponía el orden y el respeto allí arriba. No le gustaba considerarse el superior de nadie. Se consideraba un pastor. Y un pastor había de cuidar su rebaño. Sin embargo, al enfermar, no pudo ser él quien cuidara de sus ovejas, y mientras se encontraba postrado, relegó sus funciones en su hombre de confianza: José.

José era grande y fuerte como un toro. Las tareas más duras siempre se las encomendaban a él, y este, agradecido, las hacía con devoción y humildad. Decían que no era muy despabilado, no en vano le costaba leer, y la comprensión de muchas cosas le llevaba más tiempo que a cualquier otro. Pero que no le hablaran a José de trabajar…, no señor. Sin embargo, poseía otras cualidades excepcionales. A pesar de sus problemas de comprensión, una vez entendido algo, quedaba grabado a fuego en su mente. Podían pasar años desde que leyera, no sin esfuerzo, un libro, y si lo leído lo había asimilado bien, raro era el pasaje del que no se acordara. También era una persona que se expresaba con fluidez. Nadie lo hubiera dicho de él, si primero le hubiese observado al leer, no obstante, era un gran comunicador. Su cabeza, su dolorida cabeza, funcionaba como un arado tirado por bueyes: despacio pero sin tener que volver a pasar por lo surcado.

Por esto último y por su capacidad para el trabajo, era respetado por sus compañeros. A base de esfuerzo y sacrificio se había metido a los demás frailes en el bolsillo. Devoraba todos los libros que caían en sus manos: libros santos, libros de medicina, estos no muy bien vistos por sus compañeros, libros que hablaban de arte, libros de filosofía…, libros, libros y más libros. Y no sólo a sus compañeros había conquistado. Cuando bajaba al pueblo, generalmente por mandato de Francisco, siempre se entretenía jugando con los niños. Los padres de estos ya le conocían de sobra, y no les preocupaba lo más mínimo que José estuviese con ellos, es más, les parecía bien, pues siempre hablaba a los niños de los frutos que se podían recoger si se trabajaba duro. Siempre le atendían embelesados. José era, en definitiva, un hombre querido y apreciado por todos.

—Y ¿cómo fue…? —dijo Ana—. Quiero decir… ¿cómo es… que José… te dio ese crucifijo?..., porque oí historias sobre un milagro en San Lorenzo… y la desaparición de un crucifijo muy valioso a la vez… Es algo que sabe todo el mundo por aquí, ¿qué pasó?

—Veréis…, Francisco, el mandamás de los frailes de San Lorenzo, se moría —dijo Urbana, las dos mujeres asintieron—… y José, después de subir allí arriba a tres médicos y ver que no le podrían salvar, decidió venir a verme. Lo hizo sin que se enterara nadie, por supuesto. Si se enterase alguien de que José vino a verme y de que yo le ayudé… ¡arderíamos los dos en la hoguera!

Las dos mujeres se santiguaron; Urbana lo pasó por alto y prosiguió:

—El clero me deja en paz porque no me meto con ellos, pero saben que no los puedo ni ver. Aun así, José vino una noche a verme, y de manera muy educada, me pidió ayuda. Es un hombre muy bueno, de modo que le ayudé: así se gestó el milagro de San Lorenzo.

—Buenas noches, señora. Me llamo José. He venido a solicitar su ayuda y consejo. Verá…, Francisco, se nos muere… y he pensado en usted, ya que en el pueblo hablan de que es una persona… una persona que…, bueno…, que… que ayuda a la gente que tiene problemas de salud y…, bueno, quisiera saber si podría ayudarle.

—Así que ese viejo hipócrita se muere, ¿eh? —dijo Urbana—. ¿Y por qué no le pedís ayuda a… vuestro dios? ¿O es que os ha abandonado?

—No, señora. No nos ha abandonado, pero creo que Francisco necesita algo más que nuestros rezos para salvarlo. Por eso, después de buscar ayuda en lo divino, la busqué en lo humano. Llevé a algunos hombres de medicina a que estudiaran su caso, pero dos de ellos no sabían qué podría tener…, y el tercero no pudo ni entrar, porque Francisco lo mandó salir de la habitación, al ver que colgaba de su cuello una cadenita con la estrella de David. A los dos primeros, los llevé ayer por la mañana. Al judío lo busqué por la tarde. Tuve que ir hasta Valmaseda. Me dijeron que todos los años se acercaba a ver el lugar donde están enterrados sus antepasados y… que es un médico respetado en Francia, y aunque se lo intenté hacer ver a Francisco, no me atendió. Accedió a venir, un tanto receloso, pues tenía miedo de que le hicieran daño. Yo mismo intenté buscar una cura…, pero me temo que mis conocimientos en medicina son muy limitados. No sé qué hacer, señora, es usted mi última esperanza de intentar salvarlo. Lleva dos días muy mal.

—Y ¿qué te hace pensar que a mí me dejará verlo? ¿O que los demás frailes me dejarán entrar allí?

—Ahora están todos dormidos, señora. Todos. Y la pagaré.

José la enseñó el crucifijo a Urbana, y esta le miró extrañada.

—Sé lo que puede estar pensando, señora. Soy cristiano, señora…, y muy devoto. Pero considero que absolutamente nada vale lo mismo que la vida del ser más miserable de la Tierra. Por eso he cogido este crucifijo. ¿Robado? Ya pagaré mis deudas al morir, ese será mi calvario, no el suyo. Pero le pido, por lo que más quiera, que le ayude.

Alzó el crucifijo para que pudiera verlo mejor.

—Será suyo si intenta ayudarle, tanto si Francisco vive como si muere. Sé que estará pensando que por qué le pago con este crucifijo y no de otra manera. Podría haberle ofrecido una vaca o unas ovejas, pero me temo que usted y yo sabemos que si le ofrezco esos otros presentes, no moverá un dedo por Francisco. Sé que no se llevan precisamente bien. Esto es lo único que poseemos por lo que tal vez…, y solo tal vez, quiera usted ayudarle. ¿Sabe cuánto la pagarían por él?

Urbana miró el crucifijo. Le ayudaría a comprar ropa, comida, frascos nuevos de ungüentos y perfumes varios, para sus propios preparados…, sería una muy buena ayuda, sí señor.

—Está bien…, pero subiré porque tú, José, tú y sólo tú, me lo has pedido, ¿está claro? Sé que eres un buen hombre, y esto que haces por Francisco lo demuestra. Pero quiero que sepas que esa cruz vale por mil Franciscos, esa es mi opinión.

—Se lo agradezco, señora, se lo agradezco, pero siento decirla que solo es una cruz. De un metal por el que los hombres matan, sí, pero solo es una cruz. Lo que significa es algo que deberían de llevar todos los hombres y mujeres, de este mundo, en el pecho, y no colgado de una cadena de metal precioso. Debería de estar dentro del pecho, al lado del corazón.

Urbana lo miró consternada. Sin decir ni una palabra, entró en la cabaña y cogió una bolsa de cuero con sus utensilios. Mientras lo hacía, pensaba en las últimas palabras que le había oído decir a José, y pensaba:

«¡Maldita sea, José! ¿Por qué demonios no hay más hombres como tú repartidos por el mundo?».

Llegaron junto al camastro de Francisco. Estaba sudando mucho y hablaba entre dientes cosas ininteligibles. Tenía los ojos cerrados. Urbana le descubrió el hábito un poco hasta dejarle el torso y el abdomen al aire. Palpó. Acercó la nariz a su boca y le olió el aliento. Se puso de pie.

—¿Dónde tenéis la comida?

—Sígame —dijo José.

Al llegar a la despensa, Urbana le preguntó:

—¿Y la carne?

—En la cocina. Hoy matamos una vaca. Era vieja. Nos dará de comer bastante tiempo.

—Bien, perfecto. Vete y tráeme el hígado. Te espero en la habitación de Francisco.

—Sí, señora —contestó José.

Ya ambos junto al camastro del fraile enfermo, Urbana le dijo a José:

—Es una indigestión bastante dolorosa, pero creo que no es grave, si lo tratamos con rapidez. Es la fiebre que le ha provocado la indigestión, lo que le hace delirar. En cuanto yo me vaya de aquí, que un par de frailes te ayuden a darle de comer el hígado. Se lo tiene que comer… crudo. ¿De acuerdo?

—¿Crudo? —preguntó extrañado José.

—Sí, crudo. Al hacerlo vomitará. Obligadle a que se lo coma entero, tanto si protesta como si no. Vomitará setas, estoy segura..., o lo que pueda quedar de ellas, si aún no las ha digerido, lo que no sabremos hasta que vomite. Dos días es mucho tiempo. Parece mentira que viviendo aquí, no las conozcáis. Después, que beba leche durante varios días. Mucha. Cuando se cure, que se curará, vienes a verme para saber qué tal está.

—Sí, señora, lo haré. Gracias.

—¿Gracias…? ¿En el nombre de tu dios?

—No, señora. En el mío y en el de Francisco. Tenga, esto la pertenece.

Urbana alargó la mano, dubitativa. Al final, cogió el crucifijo de oro, lo metió en su bolsa, y se marchó de allí antes de que algún fraile se levantara.

Una semana después, José fue a verla y la dijo, con gran júbilo por su parte, que Francisco se encontraba mucho mejor. Se había salvado, pero que mientras estaba convaleciente, el crucifijo de oro había desaparecido. José había calmado a los demás frailes, haciéndoles ver que la desaparición del crucifijo estaba directamente relacionada con la milagrosa recuperación de Francisco. Les hizo creer que San Lorenzo había salvado al viejo fraile, y que al hacerlo, en prenda, se había llevado el crucifijo por considerar que era ofensivo el oro en un lugar tan dedicado a la oración y al trabajo. Que ese crucifijo debería de haber estado en una gran catedral, o colgado del cuello de algún obispo…, o incluso, en el cuello del mismísimo papa, y no en un lugar tan humilde. Cuando José se alejaba de allí, Urbana lo miraba sonriendo.

Definitivamente, José era un buen hombre… y listo.

La noticia del milagro de San Lorenzo, se propagó por el valle más rápida que si el mismísimo Salcedón se hubiera desbordado, inundándolo todo. Constantemente subían feligreses con ofrendas y regalos para el santo y para Francisco. Este accedía a bendecir a todo aquel que se lo solicitase, previa donación. Los frailes se vieron desbordados por una innumerable cantidad de comida, animales, presentes varios…, y durante un tiempo, muchos pobres dejaron de pasar hambre. José y Elías se encargaron de repartir la demasía de todo lo que reunieron.

Realmente, había sido un milagro.

—¡De modo que esa es la verdadera historia del milagro de San Lorenzo… y de la desaparición de la reliquia de los frailes!... ja, ja, ja… —Ana no podía dejar de reír.

—Ssssssshhhhh. ¡Ana! ¡Ana! ¡Los niños! —Ángela trataba de hacer callar a Ana, sin mucho éxito, hasta que a esta la pareció que ya estaba bien de reír.

Las tres mujeres se incorporaron. A Ángela la tiró un poco el cosido de entre sus piernas. Urbana se dio cuenta, y la dijo que debía de guardar reposo y lavarlo con agua limpia de vez en cuando. La dio también un frasquito para que se tomara si la dolía mucho.

—Es un preparado con base de muérdago, de modo que te atontará. No preguntes cómo lo he conseguido. Sentirás menos dolor. Unas pocas gotas diluidas en un vaso de agua y reposo. Mucho reposo… —dijo Urbana—, aunque esto tal vez debas dejarlo para cuando estés lejos de aquí con ellos. —Urbana señaló con la cabeza a la cesta con los niños.

—No sé cómo darte las gracias, Urbana…, no sé cómo hacerlo —dijo Ángela.

—Sobrevivid. Esa es la manera de agradecérmelo. Y cuando tus hijos sean mayores, que les digas quién es el padre. Deben saberlo —contestó Urbana.

—¡No! Si se lo digo irán a buscarle… y… él ¡los matará!

—Je, je, je… No temas pequeña, cuando tus hijos sean mayores, ese malnacido ya será viejo. Veremos entonces quién mata a quién, además… puedes verlo si quieres…, como mi pago. Saber que esos dos niños vivirán, es para mí más que suficiente. Y ahora marchaos de aquí. He de prepararme para irme. No me hace mucha gracia, como ya os he dicho antes, pero he de irme unos días.

Se incorporaron y abrazaron, era hora de marcharse. Sería bueno que estuvieran en su choza antes de que los pequeños se despertaran, y así poder darles de comer tranquilamente. Ángela se colgó el crucifijo del cuello y decidió no quitárselo hasta que pudiese obtener algo valiosísimo a cambio. Algo para sus pequeños.

Mientras se alejaban de la cabaña de Urbana, esta les miraba desde la entrada y susurraba para sí:

—Vivid, pequeños…, vivid…, y yo os ayudaré a vengaros del malnacido de vuestro padre… je, je, je…, y vosotros me ayudaréis a mí con vuestro tío, si es que ese perro sigue aún con vida…, je, je, je…

Urbana se giró. Una figura encapuchada se encontraba junto a la entrada. Le habló:

—Has tardado. ¿Todo listo?

La cabeza, dentro de la vieja capucha de lana, asintió.

—Bien, preparémonos.

Entraron los dos en la cabaña.